Capítulo 9

Vida y amor de estudiantes

Ese viaje en tren a Lawrence, Kansas, sigue siendo tan vivido para mí hoy como si hubiera tenido lugar ayer; y sin embargo, todo sucedió hace más de cincuenta años. Era un día terriblemente caluroso y en el asiento opuesto al mío había un hombre canoso que parecía muy molesto por el calor. Se movía inquieto, se enjugaba la frente, se quitó la chaqueta y finalmente salió, probablemente a la plataforma abierta, dejando en su sitio un par de libros. Distraído, tomé uno: era The Life and Death of Jason, de William Morris. Leí una o dos páginas, quedé sorprendido por el fácil fluir de los versos, pero no me interesó mucho, de modo que cogí el otro: Laus Veneris: Poems and Ballads, de Algernon Charles Swinburne. Se abrió en la «Ancatoria» y un momento después estaba absorto, fascinado de un modo en que no me ha fascinado ninguna otra poesía, ni antes ni después. La propia Venus hablaba en los versos:

Ay, que ni la lluvia ni la nieve ni el rocío

ninguna cosa fría pueda limpiarme,

saciarme o aliviarme o apaciguarme,

hasta que el supremo sueño me traiga tranquilidad sin sangre,

hasta que la cera del Tiempo se haya desvanecido,

hasta que el Destino rompa el pacto de los Dioses

de yacer y aplacar y saciarme

Loto y Leteo en mis labios, como el rocío,

y disperse alrededor y por encima y por debajo de mí

la espesa oscuridad y el mar insuperable.

Desde entonces no he vuelto a leer el poema y puede haber inexactitudes en mi versión, pero la música y la pasión de los versos me maravillaron. Y cuando llegué a «The Leper», las últimas estrofas me arrancaron ardientes lágrimas. Y, en el «Garden of Proserpine», escuché a mi propia alma hablando con seguridad divina, aunque desesperanzada. ¿Hubo alguna vez una poesía semejante? Hasta los poemas más ligeros eran encantadores:

El recuerdo puede recobrar

y el tiempo recuperar

el nombre de tu primer amante,

el timbre de mi primera rima.

Pero las hojas de las rosas de diciembre

desgastarán las tormentas de junio;

el día que recuerdas,

el día que yo olvido.

Y el alegre desafío:

Entre los dientes del alegre tiempo salado,

en la cara mojada del mar,

mientras tres hombres se mantienen juntos

sus Reinos son menos por tres.

Y las divinas canciones a Hugo y a Whitman y la soberbia «Dedicación», cuyo último verso es un milagro.

Aunque las muchas luces queden reducidas a una sola,

habrá consuelo si la tiene el Cielo;

aunque las estrellas sean desposeídas de la luz

y la tierra privada del Sol,

tienen como compensación la luna y el sueño

fresco como una novia y liberado.

Con las estrellas y los vientos del mar por vestido

la Noche se sumerge en el mar.

Estaba cautivado hasta el alma. No tenía necesidad de leerlos dos veces; no he vuelto a verlos y no los olvidaré mientras dure esta máquina. Llenaron mis ojos de lágrimas y mi corazón de admiración apasionada. Así fue como me encontró el caballero al regresar. Según todas las apariencias, un vaquero perdido, ahogado en lágrimas, leyendo a Swinburne.

—Creo que ese libro es mío —dijo, volviéndome a la insípida realidad.

—Ciertamente —repliqué, inclinándome—, pero qué poesía magnífica; nunca había oído hablar de Swinburne.

—Creo que es su primer libro —dijo el anciano caballero—, pero me alegro de que le gusten sus versos.

—¡Gustarme! —grité—. ¿Quién podría evitar adorarlos? —y me dejé ir recitando «Proserpine»:

A causa del excesivo amor a la vida,

de la esperanza y el miedo desatados,

agradecemos con breves oraciones

a los Dioses que sean

que no haya vida que viva para siempre,

que los muertos no vuelvan a levantarse,

que hasta el río más largo Se vierta seguro en el mar.

—¡Pero lo ha aprendido de memoria! —gritó el anciano, maravillado.

—Aprendido —repetí—; conozco medio libro de memoria. Si usted se hubiera quedado afuera otra media hora, lo sabría todo —y seguí recitando otros diez minutos.

—Jamás había escuchado una cosa semejante —gritó—. Parece mentira, un vaquero que aprende a Swinburne simplemente leyéndolo. ¡Es sorprendente! ¿Dónde va usted?

—A Lawrence —repliqué.

—Ya estamos llegando —agregó, y después—: Desearía que me permitiera darle el libro. Yo puedo procurarme fácilmente otro ejemplar y pienso que debería ser suyo.

Le agradecí con todo mi corazón y pocos minutos después bajé en la estación de Lawrence, que antes como ahora estaba muy lejos de la pequeña ciudad, llevando a Swinburne en la mano.

Relato esta historia, no para alardear de mi memoria, porque todos los dones tienen sus desventajas, sino para demostrar qué amables eran los americanos del oeste para con los jóvenes y también porque, que yo sepa, hasta ahora nunca se ha hablado de la atracción única que ejerce Swinburne sobre los jóvenes.

Encontré a mi hermano en una confortable habitación del Eldridge House, en la calle principal de Lawrence. Willie pareció dolorosamente sorprendido ante mi aspecto.

—Estás amarillo como una guinea, pero cómo has crecido —exclamó—. ¡Tal vez estés alto, pero pareces enfermo, muy enfermo[28]!

Él era la imagen de la salud y aún más guapo de como lo recordaba. Un hombre de unos cinco pies y diez pulgadas, con buena figura y un rostro moreno muy guapo. Tenía el cabello, el pequeño bigote y la barbita de chivo, negros como el azabache. Una nariz delgada y recta y soberbios ojos castaños con pestañas negras. Hubiera podido posar como modelo de un dios griego, si no hubiera sido porque su frente era estrecha y sus ojos demasiado juntos.

En tres meses se había vuelto entusiastamente americano.

—América es el país más grande del mundo —me aseguró desde su ignorancia abismal—. Aquí, cualquier joven que trabaje puede hacer dinero. Si tuviera un pequeño capital, sería un hombre rico en pocos años. Es sólo algo de capital lo que necesito. Nada más.

Después de extraerme mi historia, en especial la última, el relato de mi reparto del dinero con los muchachos, declaró que debía estar loco.

—Con cinco mil dolores —exclamó—, yo podría ser rico en tres años y millonario en diez. Debes estar loco. ¿No sabes que en este mundo cada uno debe trabajar para sí mismo? ¡Dios bendito! ¡Jamás escuché una cosa más disparatada! ¡Si lo hubiera sabido!

Durante algunos días lo observé atentamente y llegué a creer que encajaba perfectamente en su entorno y estaba magníficamente dotado para triunfar en él. Descubrí que era un cristiano severo, que había sido convertido y bautizado en la iglesia Bautista. Tenía una buena voz de tenor y dirigía el coro. Se tragaba las estupideces del increíble credo, pero extraía de ellas algunas sanciones morales valiosas. Era abstemio y no fumaba. Además, era un Nazareno y estaba decidido a mantenerse casto, como llamaba al estado de abstinencia de mujeres, pero caía débilmente en la masturbación, que procuraba justificar como inevitable.

La enseñanza del propio Jesús ejercía poca o ninguna influencia sobre él. Consideraba que no era más que una serie de consejos para una perfección imposible y, como la gran mayoría de americanos, aceptaba una moralidad paulino–germana infantil, despreciando al mismo tiempo el deber del perdón y burlándose del Evangelio del Amor.

Pocos días después de nuestro encuentro, Willie me propuso que le prestara mil dólares, diciéndome que me daría el veinticinco por ciento de interés. Cuando me escandalicé por el interés usurario, ya que el doce por ciento era el límite legal, me dijo que podía prestar un millón de dólares, si los hubiera tenido, a un interés del tres al cinco mensual, sin tener ningún problema.

—De modo que ya ves —concluyó—, que puedo permitirme darte doscientos cincuenta dólares al año como interés por tus mil. Aquí se pueden adquirir bienes raíces que te produzcan el cincuenta por ciento anual. El país apenas comienza a desarrollarse —y así sucesivamente, con el más loco entusiasmo.

El resultado fue que consiguió mis mil dólares, dejándome con apenas quinientos. Pero como podía vivir en una buena pensión por cuatro dólares a la semana, supuse que en el peor de los casos tenía por delante un año libre de preocupaciones y que si Willie cumplía su promesa, podría hacer lo que quisiera durante los años siguientes.

Estaba escrito que en Lawrence tendría otra experiencia mucho más importante que cualquier cosa que tuviera que ver con mi hermano. «Los sucesos por venir proyectan su sombra por delante de ellos». Este es un proverbio poético singularmente inexacto. Los grandes acontecimientos llegan sin anunciarse. Esto sería más cierto.

Una noche, fui a un mitin político en el Liberty Hall, cerca de mi hotel. Iba a hablar el senador Ingalls[29] y también un congresista del movimiento Granger. Era el primer intento de los granjeros del oeste por reaccionar políticamente contra la explotación de Wall Street. El salón estaba atestado. Justo detrás de mí había sentado un hombre, entre dos bonitas chicas de ojos grises. El rostro del hombre me atrajo desde el principio. Debería ser capaz de describirlo, porque aun mientras escribo, lo recuerdo tan vívidamente como si los largos años que nos separan fueran como un parpadeo. Aún hoy puedo, mentalmente, reproducir un retrato perfecto de este hombre y sólo necesito agregar el color y la expresión. Tenía grandes ojos castaños, muy separados bajo el ceño blanco, sobresaliente; el cabello y las patillas eran castaños. Pero eran sus ojos los que me atraían y fascinaban, porque eran más luminosos que cualesquiera otros que haya visto. Francos, también, y amables. Siempre amables.

Pero su ropa, una levita negra con cuello blando blanco y una estrecha corbata de seda negra, excitó mi desprecio esnob, tan inglés. Ambas muchachas, evidentemente hermanas, le dedicaban totalmente sus atenciones, o así le pareció a mi mirada biliosa y envidiosa.

El senador Ingalls hizo el discurso habitual: los granjeros tenían razón al unirse, pero los señores del dinero eran poderosos y después de todo, tanto los granjeros como los banqueros eran americanos. Americanos en primer y último lugar; ¡americanos siempre! (¡Gran aplauso!). Siguió el congresista con el mismo tipo de tontería patriótica y luego, de todas partes de la sala llegaron gritos pidiendo al profesor Smith. Escuché detrás de mí un ansioso cuchicheo y volviéndome a medias, supuse que el joven apuesto era el profesor Smith, porque sus dos admiradoras estaban convenciéndolo de que subiera a la plataforma y fascinara al público.

Un momento después subió entre grandes aplausos. Una linda figura de hombre, más bien alto, de unos cinco pies diez pulgadas, ligero y con hombros anchos. Comenzó a hablar con una delgada voz de tenor:

—Hay un evidente conflicto de intereses —dijo—, entre los estados manufactureros del este que exigen una tarifa alta a todas las importaciones, y las granjas del oeste, que desean mercancía barata y transporte barato. En esencia, es un simple asunto de aritmética, un problema matemático que exige un compromiso, porque todo país debería establecer su propia industria manufacturera y auto–abastecerse. La reforma obvia está indicada: el gobierno Federal debería hacerse cargo de los ferrocarriles y administrarlos para los granjeros, al mismo tiempo que la competencia entre los fabricantes americanos reduciría finalmente los precios.

Nadie pareció entender esta «reforma obvia», pero el discurso provocó un huracán de aplausos y llegué a la conclusión de que entre el público había una gran cantidad de estudiantes de la universidad estatal.

No sé qué me poseyó entonces, pero cuando Smith regresó a su sitio detrás de mí, entre las dos muchachas, y ellas lo pusieron por las nubes, me puse de pie y me dirigí a la plataforma. Fui saludado con una tempestad de risas y debo haber hecho una figura graciosa. Estaba vestido como un vaquero, según la versión de Reece y Dell. Usaba breeches Bedford de cordero y botas marrones hasta la rodilla y una especie de camisa y chaqueta de ante, metidas dentro del pantalón. Pero las lluvias y el sol habían hecho lo suyo con el ante, que había encogido en el cuello y los brazos.

Acicateado por las risas, subí los cuatro escalones de la plataforma y me dirigí hacia el alcalde, que era el presidente.

—¿Puedo hablar? —pregunté.

—Seguro —replicó—. ¿Su nombre?

—Mi nombre es Harris —contesté, y el alcalde, considerándome a todas luces un gran chiste, anunció que un tal señor Harris deseaba dirigirse a la reunión y que esperaba que el público lo escucharía imparcialmente, aun si resultaba que sus doctrinas eran algo peculiares. Cuando los enfrenté, los espectadores chillaron de risa. La casa se estremecía. Esperé un minuto y después comencé.

—¡Qué propio de americanos y demócratas —dije— juzgar a un hombre por las ropas que usa y la cantidad de pelo que tiene en la cara o el dinero que guarda en sus pantalones!

Hubo un silencio instantáneo, el silencio de la sorpresa, al menos, y yo continué mostrando lo que había aprendido de Mili: que la competencia abierta era la ley de la vida y que se trataba de otro nombre de la lucha por la existencia; que cada país debía concentrar sus energías en la producción de aquellas cosas para las que estaba mejor preparado, y cambiarlas por productos de otras naciones; esta era la gran ley económica, la ley de la división territorial del trabajo.

Los americanos deberían producir trigo y maíz y carne para el mundo —dije— e intercambiar estos productos por la lana inglesa, más barata, las sedas francesas y el lino irlandés. Esto enriquecería al granjero americano, desarrollaría toda la tierra americana desperdiciada y sería mil veces mejor para el país que cargar con impuestos a los consumidores para enriquecer a los fabricantes del este, que fueron incapaces de enfrentar la competencia abierta de Europa. Los granjeros americanos —continué— deberían unirse con los obreros, porque sus intereses son idénticos, y luchar contra el fabricante del este, que no es nadie, sino un parásito que vive del cerebro y del trabajo de hombres mejores. Y después concluí: Este programa sensato no agradará a los senadores y congresistas, que prefieren la charla barata al pensamiento, o a sus profesores superfinos, que creen que la lucha de clases es un «simple problema aritmético» (e imité la voz delgada del profesor), pero sin embargo puede ser aceptado por el granjero americano, cansado de ser ordeñado por el fabricante yanqui y debería ser el primer capítulo del evangelio Granger.

Me incliné ante el alcalde y me fui, pero el público comenzó a aplaudir y el senador Ingalls se acercó y me estrechó la mano, diciendo que esperaba conocerme mejor, y el aplauso continuó hasta que hube regresado a mi sitio. Unos minutos después, el profesor Smith me tocó la espalda. Cuando me volví, dijo sonriendo:

—Me dio usted una buena lección. Jamás seré un buen orador y lo que dije suena sin duda inconexo y absurda Pero si aceptara hablar conmigo, creo que podría convencerlo de que mi teoría tiene asidero.

—No me cabe duda de que podría —exclamé, profundamente avergonzado de haberme burlado de un hombre al que no conocía—: No entendí lo que quiso decir, pero me gustaría tener una conversación con usted.

—¿Está libre esta noche? —continuó él. Yo asentí—. Entonces venga conmigo a mis habitaciones. Estas damas viven fuera de la ciudad, las pondremos en su coche y quedaremos libres. Esta es la señora… —agregó, presentándome a la dama más fornida—, y esta es su hermana, la señorita Stephens.

Me incliné y salimos, yo manteniéndome resueltamente apartado hasta que las hermanas se hubieron ido. Luego nos fuimos juntos a las habitaciones del profesor Smith, para conversar.

Si pudiera hacer un relato completo de esta charla, esta pobre página resplandecería de sorpresa y admiración, mezcladas con reverencia. Hablamos, o más bien Smith habló, porque pronto descubrí que sabía infinitamente más que yo y era incluso capaz de etiquetar mi credo como el de Mili, «un economista burgués inglés», como lo llamó con sonriente desdén.

Esta primera conversación con el hombre que estaba destinado a cambiar mi vida e inspirarla con su alto objetivo, sigue siendo memorable para mí, e incluso sagrada. Me habló del comunismo de Marx y Engels, convenciéndome fácilmente de que la tierra y sus productos, el carbón y el petróleo, deberían pertenecer a toda la comunidad, que también dirigiría las industrias para beneficio público.

Quedé sin aliento ante su mera exposición del asunto y me estremecí ante la pasión de su voz y sus gestos, aunque aun entonces no estaba totalmente convencido. Fuera cual fuese el tema que tocáramos, él lo iluminaba. Sabía todo, o esto me parecía. Alemán y francés y hablaba el latín y el griego clásico con tanta soltura como el inglés. Nunca había imaginado semejante saber, y cuando recité algunos versos de Swinburne para expresar mis creencias, resultó que él también los conocía, así como su himno panteísta a Hertha. ¡Y llevaba sus conocimientos con ligereza, como simples vestidos de su espíritu luminoso! Y qué guapo era; ¡cómo un Dios del sol! Nunca había visto a nadie que se le pudiera comparar.

Ya había amanecido cuando terminamos de hablar. Me dijo que era el profesor de griego de la universidad estatal y que esperaba que fuese a estudiar con él cuando se iniciara el curso, en octubre.

—Es imposible pensar en usted como un vaquero —dijo—. ¡Qué locura, un vaquero que sabe de memoria libros de Virgilio y poemas de Swinburne! Es absurdo. Debe darle una oportunidad a su cerebro y estudiar.

—Tengo muy poco dinero —dije, comenzando a lamentar el préstamo que había hecho a mi hermano.

—Ya le dije que soy socialista —respondió Smith, sonriendo—. Tengo tres o cuatro mil dólares en el banco. Tome la mitad y venga a estudiar —y me miró con sus ojos luminosos. Era verdad, después de todo. Mi corazón se expandió, jubiloso porque hubiera almas nobles en este mundo para las cuales el dinero significaba poco y que vivían para cosas mejores que el oro.

—No tomaré su dinero —dije, con los ojos llenos de lágrimas—. En estos tiempos democráticos, cada arenque debe colgarse de su propia cabeza. Pero si su opinión de mí es lo bastante buena como para ofrecerme esa ayuda, le prometo que iré, aunque temo que se desilusionará cuando descubra lo poco que sé, lo ignorante que soy. No he estado en la escuela desde los catorce años.

—¡Vamos, pronto recuperaremos el tiempo perdido! —dijo—. Y a propósito, ¿dónde se aloja?

—En el Eldridge House —contesté.

Me acompañó a la puerta y nos separamos. Cuando me volví para irme, vi la figura alta y delgada y los ojos radiantes y me fui sintiéndome en un mundo nuevo, que era el viejo, con la sensación de estar pisando el aire.

Una vez más, como en el puente Overton, mis ojos se habían abierto a las bellezas de la naturaleza, pero en este caso se trataba de un espíritu único. ¡Qué suerte! —me dije—, ¡conocer a un hombre así! ¡Realmente me parecía como si un dios fuera detrás de mí derramando dones!

Y luego pensé: Este hombre te ha elegido y llamado de una manera muy similar a como Jesús llamó a sus discípulos: «Venid y os haré pescadores de hombres». Ya estaba dedicado por completo al nuevo evangelio.

Pero hasta el encuentro con Smith, gracias al cual alcancé las mayores alturas de las horas doradas, quedó de lado, por decirlo así, a causa de otro suceso de esa semana maravillosa. Ya había visto una o dos veces en el comedor, en la mesa contigua a la mía, a un hombre pequeño, de mediana edad y aspecto fatigado, que frecuentemente comenzaba su desayuno con un vaso de agua hirviendo y lo continuaba con una manzana asada sumergida en nata. Para la comida, tomaba sesos o mollejas y arroz, no patatas. Cuando miré, sorprendido, me dijo que había pasado la noche en vela y tenía problemas digestivos. Su nombre era Mayhew, dijo, y explicó que si alguna vez deseaba jugar al faro, al euchre o a cualquier otra cosa, estaría encantado de acompañarme. Sonreí. Sabía cabalgar y disparar, le dije, pero no era bueno con las cartas.

El día siguiente a mi charla con Smith, Mayhew y yo llegamos tarde a cenar. Yo me senté frente a una buena comida y al levantarse me preguntó si no deseaba ir del otro lado de la calle para ver su «instalación». Yo fui de bastante buen grado, porque no tenía nada que hacer. El salón de juego estaba en el primer piso de un edificio casi opuesto al Eldridge House. El lugar estaba limpio y bien puesto, gracias a un barman y camarero de color y un negro para todo trabajo. Además, la gran habitación estaba confortablemente amueblada y bien iluminada. En conjunto, era un lugar atractivo.

El azar quiso que mientras él me mostraba el local entrara una dama. Después de una o dos palabras, Mayhew me la presentó como su esposa. La señora Mayhew era por entonces una mujer de unos veintiocho o treinta años, con una figura alta, flexible y ligera y un rostro más interesante que hermoso. Sus rasgos eran buenos; hasta los ojos eran grandes y de un color gris azulado. Hubiera sido adorable de tener un color más pronunciado. Si hubiera tenido cabello dorado o rojo o negro, hubiera sido una belleza. Siempre estaba vestida con gusto y tenía modales atractivos, graciosos. Pronto descubrí que le gustaban los libros y la lectura y como Mayhew dijo que iba a estar ocupado, le pregunté si me permitía acompañarla a su casa. Ella aceptó sonriendo y allá nos fuimos. Vivía en una bonita casa de madera que era la única de la calle que corría paralela a la calle Massachusetts, casi enfrente de una iglesia grande y fea.

Cuando subió los escalones que conducían a la puerta, observé que tenía tobillos finos, bien delineados y adiviné unas piernas bien formadas. Mientras se quitaba la capa ligera y el sombrero, mostró al estirar los brazos y el pecho que sus senos eran pequeños y redondos. Ya mi sangre corría como lava y tenía la boca seca por el deseo.

—¡Me mira de una manera extraña! —dijo, volviéndose desde frente al espejo con un desafío en los labios entreabiertos.

Yo hice una observación tonta; no podía permitirme hablar con franqueza, pero había una simpatía natural que nos unía. Le dije que iba a estudiar y ella quiso saber si sabía bailar. Le dije que no y ella prometió enseñarme.

—Lily Robins, una vecina, tocará para nosotros cualquier tarde. ¿Conoce los pasos? —continuó y cuando dije que no, se levantó del sofá, alzó su vestido y me mostró los tres pasos de polka, que según me dijo eran también los del vals, aunque deslizándose.

—¡Qué tobillos tan bonitos tiene! —aventuré, pero ella pareció no oírme.

Nos sentamos y hablamos y me enteré de que se sentía muy sola, con el señor Mayhew ausente todas las noches y casi todo el día, y nada que hacer en ese pequeño lugar muerto.

—¿Me dejará venir alguna vez para conversar? —pregunté.

—Siempre que quiera —fue su respuesta.

Cuando me levanté para irme y estábamos de pie junto a la puerta, uno frente al otro, dije:

—Sabe, señora Mayhew, en Europa, cuando un hombre acompaña a su casa a una mujer bonita, ella lo recompensa con un beso.

—¿De veras? —rio burlonamente—. Aquí no es costumbre.

—¿Es usted menos generosa que ellos? —pregunté y al instante había tomado su rostro entre mis manos, besándola en los labios.

Ella puso las manos sobre mis hombros y me miró a los ojos.

—Vamos a ser amigos —dijo—. Lo sentí cuando lo vi. ¡No tarde demasiado!

—¿Me recibirá mañana por la tarde? —pregunté—. ¡Quiero esa lección de baile!

—Por supuesto —replicó—. Se lo diré a Lily por la mañana.

Una vez más, nuestras manos se encontraron. Yo traté de atraerla hacia mí para darle otro beso, pero ella retrocedió con una sonrisa.

—Dígame su nombre —supliqué—, para que pueda pensar en él.

—Lorna —replicó—, ¡muchacho extraño!

Me fui con los pulsos latiendo, la sangre en llamas y la esperanza en mi corazón.

A la mañana siguiente fui otra vez a casa de Smith, pero la bonita sirvienta (dijo que se llamaba Rose) me dijo que él estaba casi siempre en casa del juez Stephens, «a unas cinco o seis millas», creía.

—Siempre vienen a buscarlo en una calesa —agregó.

De modo que dije que escribiría para hacer una cita. Lo hice y le pedí que me recibiera a la mañana siguiente.

Esa misma mañana, Willie me recomendó una pensión llevada por una tal señora Gregory, una mujer inglesa esposa de un viejo clérigo baptista, que me cuidaría bien por cuatro dólares semanales. Inmediatamente fui con él a verla y quedé encantado al ver que vivía a sólo unas cien yardas de la casa de la señora Mayhew, del otro lado de la calle. La señora Gregory era una mujer grande, maternal, evidentemente una dama, que había abierto su pensión para mantener a un esposo más bien imprudente y dos niños: una chica grande y bonita, Kate, y un muchacho unos dos años menor. Creo que la señora Gregory estaba encantada con mi acento inglés, y en seguida me mostró un favor especial asignándome una gran habitación exterior con entrada independiente y escalones que daban al jardín.

Una hora después, había pagado mi cuenta en el Eldridge House, y me había mudado. Tuve una pizca de prudencia haciendo prometer a Willie que vendría cada sábado con los cinco dólares de mi pensión. El dólar extra era por la habitación grande.

A su debido tiempo, contaré cómo mantuvo su promesa y me pagó su deuda. Por el momento todo estaba arreglado con facilidad y felizmente. Salí y ordené un traje decente de tweed común, y para visitar a la señora Mayhew después del almuerzo me puse mi mejor traje azul. El reloj parecía arrastrarse, pero cuando dieron las tres estaba frente a su puerta. Una doncella de color me hizo entrar.

—La señora Mayhew —dijo con su bonita voz cantarina— bajará en seguida. Yo iré a llamar a la señorita Lily.

Cinco minutos después apareció la señorita Lily, una chiquilla morena con cabello negro brillante, una boca amplia y sonriente, labios temperamentales, gruesos y rojos y ojos grises flanqueados por pestañas negras. Apenas había tenido tiempo de hablarme, cuando entró la señora Mayhew.

—Espero que serán grandes amigos —dijo con compostura—. Tienen más o menos la misma edad —agregó.

Pocos minutos después, la señorita Lily estaba tocando un vals en el Steinberg y yo trataba de bailar con un brazo rodeando la cintura delgada y flexible de mi innamorata. Pero ¡ay!, después de una o dos vueltas me sentí mareado y, pese a todas mis resoluciones, tuve que admitir que jamás podría bailar.

—Se ha puesto muy pálido —dijo la señora Mayhew—. Debe sentarse un poco en el sofá.

Lentamente, el mareo comenzó a ceder. Antes de haberme recobrado por completo, la señorita Lily, con amables palabras de simpatía, se había ido a su casa, y la señora Mayhew me dio una taza de excelente café. Lo bebí y pronto estuve bien.

—Debería tenderse un poco —dijo la señora Mayhew, todavía llena de compasión—. Ve —y abrió una puerta—, la habitación de huéspedes está preparada.

Vi mi oportunidad y me acerqué a ella.

—Si tú también vienes —susurré, y después—: El café me ha hecho bastante bien. ¿No me darías un beso, Lorna? ¡No sabes con cuánta frecuencia he pronunciado tu nombre anoche, querida! —y un instante después había vuelto a tomar su rostro, apoyando mis labios en los suyos.

Esta vez me entregó sus labios y mi beso se transformó en una caricia. Pero poco después se apartó y dijo:

—Sentémonos y hablemos. Quiero saber todo lo que haces.

De modo que me senté a su lado en el sofá y le conté mis novedades. Ella pensó que estaría cómodo con los Gregory:

—La señora Gregory es una buena mujer —agregó—, y he sabido que la chica está prometida con un primo. ¿Te parece bonita?

—Ninguna me parece bonita excepto tú, Lorna —dije, apoyando su cabeza en un brazo del sofá y besándola. Sus labios se calentaron; estaba seguro. De inmediato, puse mi mano en su sexo. Al comienzo se resistió un poco, y yo aproveché para que nuestros cuerpos se acercaran más, y cuando dejó de luchar, metí la mano bajo su vestido y empecé a acariciar su sexo. Estaba caliente y mojado, como sabía que estaría, y se abrió fácilmente.

Pero un momento después, ella tomó la iniciativa.

—Alguien podría encontrarnos aquí —susurró—. He dejado salir a la doncella. Sube a mi habitación —y me llevó escaleras arriba.

Le supliqué que se desnudara. Quería ver su cuerpo, pero ella sólo dijo:

—No llevo corsé. No lo uso mucho en casa. ¿Estás seguro de que me amas, querido?

—¡Sabes que sí! —fue mi respuesta. En seguida la puse sobre la cama, aparté las ropas, le abrí las piernas y la penetré. No hubo dificultad y uno o dos minutos después me corrí, pero seguí empujando apasionadamente. Pocos instantes después, jadeaba y sus ojos parpadeaban y salía al encuentro de mis golpes con suspiros y apretones de su sexo. Me llevó tiempo lograr mi segundo orgasmo y Lorna respondía cada vez más, hasta que repentinamente puso sus manos en mi culo y me atrajo hacia ella mientras movía su sexo arriba y abajo para encontrar mis arremetidas con una pasión que difícilmente había imaginado. Me corrí una y otra vez y cuanto más duraba el juego, más salvajes eran su excitación y su placer. Me besó ardientemente, hurgando y metiendo su lengua en mi boca. Finalmente, se levantó la camisa, para dejarme entrar aún más en ella y finalmente, con pequeños sollozos, se puso repentinamente histérica y, jadeando, rompió a llorar copiosamente.

Eso me detuvo. Me retiré, la tomé en mis brazos y la besé. Al comienzo, se agarró a mí con suspiros ahogados y ojos humedecidos, pero tan pronto como logró controlarse un poco, fui al lavabo y le traje una esponja empapada en agua fría. Le mojé la cara y le di algo de agua para beber: esto la tranquilizó. Pero no permitía que me apartara ni siquiera para arreglarme la ropa.

—Oh, tú, grande y fuerte —gritó, apretándome entre sus brazos—. ¿Quién hubiera creído posible semejante placer? Nunca sentí nada así antes. ¿Cómo pudiste durar tanto? Oh, cuánto te amo, maravilla y deleite. Soy toda tuya —agregó gravemente—. Harás lo que quieras conmigo. ¡Soy tu amante, tu esclava, tu juguete, y tú eres mi dios y mi amor! ¡Oh, querido! ¡Oh!

Hubo una pausa mientras yo sonreía ante lo extravagante de su elogio. Luego, súbitamente, se sentó y salió de la cama.

—Querías ver mi cuerpo —exclamó—, aquí está. No puedo negarte nada. Sólo espero que te guste —y un momento después estaba desnuda de la cabeza a los pies.

Como había supuesto, su figura era ligera y flexible, con caderas estrechas, pero tenía una gran mata de pelo en su monte de Venus y sus senos no eran tan redondos y firmes como los de Jessie. Sin embargo, era muy bonita y bien formada, con esos fines attaches (muñecas y tobillos delgados) que los franceses tienden a sobreestimar. Piensan que los huesos pequeños son indicadores de un sexo pequeño. Pero yo he descubierto que, de existir esa regla, las excepciones son muy numerosas.

Después de haber besado sus senos y su ombligo y haber elogiado su cuerpo, desapareció en el baño, pero pronto estuvo otra vez conmigo en el sofá que habíamos abandonado alrededor de una hora antes.

—¿Sabes? —comenzó— que mi esposo me aseguró que sólo el joven más fuerte podía correrse dos veces en un día. Y yo le creí. ¿No somos tontas las mujeres? ¡Debes haberte corrido una docena de veces!

—Ni siquiera la mitad de esa cifra —respondí, sonriendo.

—¿No estás cansado? —fue su siguiente pregunta—. Hasta yo tengo un pequeño dolor de cabeza —agregó—. Nunca estuve tan excitada. Al final fue tan intenso. Pero debes estar agotado.

—No —contesté—, en realidad no estoy cansado. ¡Me siento mucho mejor después de nuestro alegre paseo!

¡Pero seguramente eres una excepción! —continuó—. La mayor parte de los hombres terminan en un corto espasmo y dejan a la mujer totalmente insatisfecha; sólo excitada, nada más.

—Creo que es la juventud la que hace la diferencia —dije.

—¿Hay algún peligro de tener un niño? —continuó—. Debería decir «esperanza» —agregó amargamente—, porque me gustaría mucho tener un niño, tu niño —y me besó.

—¿Cuándo estuviste indispuesta por última vez? —pregunté.

—Hace unos quince días —contestó—. A menudo he pensado que tenía algo que ver con eso.

—¿Por qué? —comencé—. Dime la verdad —le advertí.

—Te diría cualquier cosa —comenzó—. Pensé que el tiempo tenía algo que ver con eso, porque después que me pongo bien cada mes, mi «conejito», que así lo llamamos, con frecuencia arde y me pica intolerablemente. Pero después de una semana o así, ya no siento molestias hasta la siguiente vez. ¿Qué es eso? —preguntó.

—Hay dos cosas que debo explicarte —dije—. Tu semilla baja a tu útero con la sangre menstrual; vive allí una semana o diez días y después muere y con su muerte tu deseo disminuye y también la posibilidad de fecundación. Pero cuando se acerca el siguiente período, digamos unos tres días antes, hay otra vez un riesgo doble. Porque la excitación puede hacer descender tu semilla antes de lo normal y en cualquier caso la mía vive en tu útero unos tres días, de modo que si deseas evitar el embarazo, espera diez días después de haber terminado la regla y detente unos cuatro días antes de la próxima. De ese modo el peligro de embarazo es muy leve.

—¡Oh, tú, muchacho sabio! —rio—. ¿No ves que te saltas el momento en que más te deseo y que eso no es justo para ninguno de los dos?

—Hay aún otro modo de evitarlo —dije—; que yo me retire antes de correrme por primera vez o que te levantes de inmediato y te introduzcas un poco de agua. El agua mata mi semilla en cuanto la toca.

—¿Pero en qué puede ayudarnos eso si luego te corres media docena de veces más? —preguntó.

—Los médicos dicen que lo que sale después no es lo bastante viril como para embarazar a una mujer —dije—. Si lo deseas, te explicaré el proceso, pero puedes creerme. Es como te lo digo.

—¿Dónde aprendiste todo esto? —preguntó.

¡Ha sido mi estudio más absorbente —reí— y con mucho el más agradable!

—¡Querido, querido! —gritó—, debo besarte por eso. «¿Sabes que besas maravillosamente bien?» —prosiguió pensativa—. Con un toque ligero de la parte interna de los labios y luego la embestida de la lengua. Eso es lo que me excitó tanto la primera vez —y suspiró, como deleitada por el recuerdo.

—No parecías excitada —le reproché—, porque cuando quise otro beso, te apartaste y dijiste ¡«mañana»! ¿Por qué las mujeres son tan coquetas y perversas? —agregué, recordando a Lucille y a Jessie.

—¡Creo que deseamos estar seguras de ser deseadas —replicó— y también, en parte, que queremos prolongar lo que tiene de gozoso, el deleite de ser deseadas, realmente deseadas! ¡Nos es tan fácil dar y tan exquisito sentir la insistencia del deseo de un hombre! ¡Ah, qué raro es —suspiró apasionadamente— y qué pronto se pierde! Pronto te cansarás de tu amante —agregó—, ahora que soy toda tuya y sólo tú me haces estremecer —y tomó mi cabeza entre sus manos besándome apasionadamente, con pesar.

—¡Tú besas mejor que yo, Lorna! ¿Dónde adquiriste el arte, señora? —pregunté—. ¡Me temo que has sido una niña muy mala!

—¡Si supieras la verdad! —exclamó—. ¡Si supieras cómo ansían las chicas un amante y arden y padecen en vano, preguntándose por qué los hombres son tan estúpidos y fríos y aburridos como para no ver nuestro deseo! ¿Acaso no empleamos toda clase de trucos? ¿No somos altivas y reticentes en un momento y afectuosas, tiernas y amantes al siguiente? ¿No ponemos acaso toda clase de carnada en el anzuelo, sólo para ver cómo el pez la huele y se retira después? ¡Ah, si supieras!, ¡me siento traidora a mi sexo sólo por decírtelo; si imaginaras cómo los buscamos y qué inteligentes somos, cuántas seducciones manejamos! Una vez escuché a mi marido utilizar una expresión que nos describía exactamente a nosotras, las mujeres, o por lo menos a nueve de cada diez. Yo quería saber cómo hacía para mantener caldeada la oficina durante la noche. Y él dijo: humedecemos la estufa, y me explicó el proceso. Eso es, dije para mis adentros. Soy una estufa humedecida. ¡Por eso me mantengo caliente tanto tiempo! ¿Acaso imaginaste —prosiguió, apartando su rostro de flor pálido de pasión— que ese primer día me quité el sombrero frente al espejo y me volví lentamente, sosteniéndolo todavía sobre la cabeza, por pura casualidad? ¡Mi querido inocente! Yo sabía que ese movimiento exhibiría mis senos y mis caderas esbeltas y lo hice deliberadamente, esperando excitarte. ¡Y cómo me estremecí al ver que te excitaba! ¿Por qué te mostré la cama de esa habitación —agregó— y dejé la puerta entreabierta cuando volví al sofá? Fue para tentarte y cómo me alegré al sentir tu deseo en tu beso. ¡Me estaba entregando antes de que me apoyaras la cabeza sobre el brazo del sofá y me desarreglaras el cabello! —añadió, haciendo pucheros y tocándose la cabeza para asegurarse de que estaba en orden—. Fuiste sorprendentemente diestro y rápido —continuó—. ¿Cómo sabías que deseaba que me tocaras en ese momento? La mayor parte de los hombres hubiera seguido besándome y tonteando, temerosos de actuar decididamente. ¿Has tenido mucha experiencia? ¡Muchacho malo!

—¿Debo decir la verdad? —dije—. Lo haré, sólo para animarte a hacer lo mismo. Eres la primera mujer en la cual he vertido mi semilla o poseído de manera adecuada.

—Llámala inadecuada, por el amor de Dios —gritó, riendo de alegría—. ¡Mi querido virgen! ¡Oh, cómo desearía volver a tener dieciséis años y que tú fueras mi primer amante! Me has hecho creer en Dios. Y sin embargo, eres mi primer amante —añadió rápidamente—. Ha sido en tus brazos que he conocido el deleite y el éxtasis del amor.

Nuestra charla amorosa duró horas, hasta que de pronto pensé que era tarde y miré mi reloj. Eran casi las siete y media. ¡Estaba retrasado para la cena, que empezaba a las seis y media!

—Debo irme —exclamé—, o me quedaré sin cenar.

—Podría darte de cenar —dijo—. Mis labios también te desean y… y… pero ya sabes —agregó pesarosa—. Él podría venir y quiero conocerte mejor antes de veros juntos. ¡Un joven dios y un hombre… y el hombre está hecho a imagen de Dios, y sin embargo es una imitación tan pobre!

—No, no —dije—, te harás la vida más difícil…

—Más difícil —dijo, con un resoplido de desprecio—. Bésame, amor mío y vete, si debes hacerlo. ¿Te veré mañana? ¡Ya está! —exclamó, como si maldijera—. Me he entregado, no puedo evitarlo. Oh, cuánto te deseo siempre. ¡Cómo anhelaré tu presencia y contaré las horas monótonas y horribles! Vete, vete o no te dejaré nunca… —y me besó y se aferró a mí, acompañándome a la puerta.

—¡Dulzura mía… hasta mañana! —dije y me arranqué a su abrazo.

Por supuesto es evidente que mi liaison con la señora Mayhew tenía poco o nada que ver con el amor. En mí era una demoníaca urgencia sexual juvenil y en ella se trataba en gran parte de la misma hambre, y tan pronto como el deseo quedó satisfecho, mi juicio sobre ella fue tan imparcial y frío como si siempre me hubiera sido indiferente. Pero creo que en ella había cierto cariño y considerable ternura. Es raro en realidad que, en las relaciones íntimas entre los sexos, el hombre dé tanto como la mujer.