Capítulo 8

De vuelta al camino

Por incitación de Dell, antes de dejar Chicago compré algunos libros para las noches de invierno. Los principales de entre ellos eran la Political Economy de Mili; Heroes and Hero Worship y Latter Day Pamphlets, de Carlyle; la antología de Hay de Dialect Poems, y también tres libros de medicina, que llevé conmigo al rancho. Tuvimos seis semanas de buen tiempo, durante las cuales domé caballos bajo la supervisión de Reece y descubrí que la dulzura, las zanahorias y los trozos de azúcar son el camino más directo al corazón del animal. Descubrí también que el mal temperamento y la obstinación de un caballo estaban relacionados con el miedo. Una observación hecha por Dell en el sentido de que el ojo del caballo magnifica y que las pobres y tímidas criaturas ven a los hombres como si fuesen árboles, me dio la clave, y pronto Reece me gratificó diciéndome que podía «dulcificar» caballos mejor que cualquier otra persona del rancho, con la excepción de Bob.

Cuando llegó el invierno y las ásperas heladas, cesó casi por completo el trabajo exterior. Yo leía de la mañana a la noche, y no sólo devoré a Mili, sino que advertí la falacia de su teoría basada en el salario. Sabía por propia experiencia que los salarios dependen de la productividad del trabajo. Me gustaba Mili por su humanitaria simpatía para con los pobres, pero comprendía claramente que tenía una inteligencia de segunda categoría, así como me sentía seguro de que Carlyle era un inmortal. Tomé a Carlyle en pequeñas dosis; deseaba reflexionar por mí mismo. Después de los primeros capítulos, traté de anotar todo lo que sabía sobre los temas tratados y sigo pensando que es una buena manera de leer con el objeto de apreciar lo que el autor le ha enseñado a uno.

Carlyle fue la primera influencia dominante en mi vida, y una de las más importantes. Saqué más de él que de cualquier otro escritor. Sus dos o tres libros, aprendidos casi de memoria, me enseñaron que el conocimiento de Dell era escaso y superficial, y pronto me transformé en el Señor Oráculo para los hombres, en lo referente a temas profundos. Porque también los libros de medicina resultaron ser excelentes y me proporcionaron prácticamente los últimos conocimientos del momento en materia sexual. Yo estaba encantado de poner mi conocimiento a disposición de los muchachos o más bien de demostrarles cuánto sabía.

Ese otoño resultó duro para mí. A comienzos de octubre fui víctima de la malaria, «fiebres y escalofríos», como la llamaban. Padecí muchas miserias y aunque Reece me indujo a cabalgar de todas maneras y me pasé casi todo el tiempo al aire libre, perdí peso hasta que me enteré de que el arsénico era un específico incluso mejor que la quinina. Entonces comencé a mejorar, pero una y otra vez, cada otoño y primavera que pasé en América, tuve que tomar quinina y arsénico para mantener a raya los ataques debilitantes.

De hecho, estaba muy débil cuando nos pusimos otra vez en camino. El Jefe había dicho que estaba decidido a conducir dos rebaños ese verano. A comienzos de mayo partió hacia el norte desde las cercanías de San Antonio con unas cinco mil cabezas, dejándonos allí a Reece, Dell, Bob, Peggy el cocinero, Bent, Charlie y yo mismo, para recoger otro rebaño. Nunca volví a ver al Jefe. Comprendí, sin embargo, por las maldiciones de Reece, que había podido cruzar, había vendido el ganado a buen precio y escapado con todo, aunque debía a Reece y Dell más de la mitad.

La última aventura de Charlie, que tan mal terminó, no lo apaciguó por mucho tiempo. En nuestra búsqueda de ganado barato habíamos llegado cerca de Río Grande y allí, en un pequeño pueblo medio mexicano, Charlie se enfrentó con su destino.

Tal como sucedieron las cosas, yo lo había acompañado a la taberna después de hacerle prometer que sólo bebería un vaso, y aunque este estaría lleno de whisky fortísimo, yo sabía que sólo ejercería un efecto pasajero sobre su soberbia fortaleza. Pero lo excitó lo bastante como para hacerlo invitar a las chicas a un trago; todas se abalanzaron riendo sobre el mostrador. Todas salvo una. Como es natural, Charlie se acercó a ella y encontró una rubia muy bonita quien, según se decía, tenía un poco de sangre india. Al comienzo no quiso aceptar la invitación de Charlie, de modo que él se apartó enojado, diciendo:

—Probablemente no quieres beber porque deseas curarte o porque eres fea allí donde las mujeres son hermosas.

Contestando al desafío, la chica saltó sobre sus pies, se quitó la chaqueta y un momento después estaba desnuda, incluidas las botas y las medias.

—¿Soy fea? —gritó, destacando sus senos—. ¿O parezco enferma, tonto? —y dio una vuelta para ofrecernos una visión completa.

Realmente tenía una figura preciosa, con senos jóvenes y un trasero especialmente lleno, y parecía la imagen de la salud. Las nalgas llenas me excitaron intensamente, no sabía por qué. Por lo tanto, cuando Charlie, dando un grito inarticulado de admiración, la tomó en sus brazos y se la llevó de la habitación, no me sorprendí.

Cuando lo amonesté más tarde, me dijo que tenía un medio seguro de saber si la chica, Sue, estaba enferma o no.

Yo lo contradije y descubrí que su prueba infalible era la siguiente: tan pronto como se quedaba solo con una chica, sacaba diez o veinte dólares, según fuera el caso, y le decía que se guardara el dinero.

—No te daré más en ningún caso —agregaba—. Ahora, querida, dime si estás enferma y tomaremos un último trago y me iré. ¡Si está enferma, seguro que te lo dice… ya ves! —y rio triunfante.

—Supón que no lo sabe —dije.

—Siempre lo saben —replicó— y si no están dominadas por la avaricia, te lo dicen.

Durante algún tiempo pareció como si Charlie hubiera disfrutado de su belleza sin malas consecuencias, pero alrededor de un mes después observó una mancha en la ingle derecha y, poco después, una herida sifilítica bajo la cabeza del pene. Ya habíamos partido hacia el norte, pero tenía que decirle la verdad a Charlie.

—¡Entonces es serio! —gritó sorprendido.

—Eso me temo —repliqué— pero no si lo tomas a tiempo y te sometes a un régimen riguroso.

Charlie hizo todo lo que le dijeron y siempre alardeó de que la gonorrea era mucho peor, ya que de hecho es más dolorosa que la sífilis. Pero con el tiempo la enfermedad se tomó su venganza.

A medida que comenzó a mejorar por el camino, gracias al buen aire, el ejercicio regular y la abstinencia de bebida, se volvió revoltoso de vez en cuando y en todo caso yo olvidé su trastorno.

La deserción del Jefe estableció una diferencia importante. Reece y Dell, con tres o cuatro mexicanos y Peggy, se adelantaron lentamente, comprando ganado. Pero Bob y Bent me metieron en la cabeza una nueva idea. Bent se la pasaba diciendo que la deserción del Jefe había arruinado a Reece y que si yo podía poner cinco mil dólares, por ejemplo, podía ser socio de Reece y hacer con él una fortuna. El propio Bob insistía en esto e incidentalmente me dijo que podía conseguir ganado de los mexicanos por nada. Tuve una conversación con Reece, quien me dijo que tendría que contentarse con comprar tres mil cabezas, porque el precio del ganado se había duplicado y la estafa del Jefe lo había arruinado. Si yo podía pagar los salarios de Bent, Charlie y Bob, él estaría encantado, dijo, de unir sus fuerzas con las mías. Por consejo de Bob, consentí y con su ayuda me las arreglé para asegurar tres mil cabezas por poco más de tres mil dólares. Lo arreglamos así.

Por una u otra razón, tal vez porque había aprendido algunas palabras de castellano, Bob me tenía simpatía y siempre estaba dispuesto a ayudarme, excepto cuando estaba enloquecido por la bebida. Ahora me aseguró que si bajaba con él por el Río Grande unas cien millas, me conseguiría mil cabezas por nada. Yo acepté, porque Bent y Charlie también estaban de su lado.

A la mañana siguiente, antes del amanecer, partimos hacia el sureste. Llevábamos comida suficiente para dos o tres días. Bob se ocupaba de eso, pero por lo general hacia la noche nos había llevado cerca de alguna casa donde podíamos obtener alimento y refugio. Su conocimiento de la frontera era tan misterioso como su conocimiento del ganado.

Al cuarto o quinto día, hacia las nueve de la mañana, nos hizo detenernos junto a una elevación arbolada sobre una garganta del río. Hacia la izquierda, el río se abría hasta constituir casi un lago poco profundo, y no era necesario que nos dijeran que un poco más abajo debía haber uno o dos vados por donde el ganado pasaría casi sin mojarse.

Bob bajó del caballo junto a un grupo de algarrobos, diciendo que era un buen lugar para acampar sin ser vistos. Le pregunté dónde estaba el ganado y me dijo que «al otro lado del río». Según parecía, a dos o tres millas había una famosa hacienda con grandes rebaños. Tan pronto como oscureció, propuso pasar el río, averiguar todo y volver con las novedades. Teníamos que tener cuidado de que no nos vieran y esperaba que no encendiéramos siquiera un fuego, sino que lo esperáramos allí reunidos.

Estábamos más que dispuestos y, cuando nos cansamos de charlar, Bent sacó un viejo mazo de cartas y jugamos al póker, al euchre o al casino durante dos o tres horas. La primera noche pasó bastante rápido. Habíamos estado sobre la silla diez horas diarias durante cuatro o cinco días, de modo que dormimos un sueño sin sueños. Bob no regresó ni ese día ni el siguiente, y al tercer día Bent comenzó a maldecirlo, pero yo estaba seguro de que había una buena razón para la tardanza y esperé con toda la paciencia de que era capaz. La tercera noche, apareció súbitamente junto a nosotros, como si hubiera surgido de la tierra.

—¡Bienvenido! —grité—. ¿Todo bien?

—Todo —dijo—. No tenía sentido venir antes; han traído algún ganado a cuatro millas del río; las órdenes son mantenerlos a siete u ocho millas, de modo que no se podían hacer pasar sin despertar a todo el país, pero don José es muy rico y negligente y hay un rebaño de mil quinientas cabezas que nos vendrá bien a menos de tres millas del río, en un repliegue de la pradera, y está vigilado sólo por dos hombres a los que emborracharé tanto que no se enterarán de nada hasta la mañana siguiente. Un par de botellas de aguardiente bastarán y mañana por la noche, hacia las ocho o las nueve, vendré a buscaros.

Todo resultó tal como Bob lo había planeado. A la noche siguiente vino a buscarnos tan pronto como oscureció. Cabalgamos unas dos millas río abajo hasta llegar a un vado, pasamos por los arroyos y salimos del lado mexicano. De a uno en fondo y en completo silencio, seguimos a Bob a paso largo durante unos veinte minutos, hasta que levantó la mano y disminuimos la velocidad. Debajo de nosotros, entre dos ondulaciones de la pradera, estaba el ganado.

En pocas palabras, Bob le dijo a Bent y a Charlie lo que tenían que hacer. Bent tenía que quedarse detrás y disparar en caso de que los siguieran… lo que no era probable, pero sí posible. Charlie y yo teníamos que llevar el ganado hacia el vado, siempre en silencio, si podíamos, pero si nos seguían, a tanta velocidad como pudiéramos.

Durante la primera media hora, todo salió según lo programado. Charlie y yo reunimos el ganado y lo llevamos por encima de las ondulaciones de la pradera, en dirección al río. ¡Todo parecía tan sencillo como comer, y habíamos comenzado a apresurar al ganado, cuando de pronto se oyó un tiro al frente y hubo una especie de estampida!

De inmediato, Charlie disparó a su izquierda y yo a mi derecha y utilizando nuestros látigos, volvimos a hacer mover el ganado, con los que iban detrás forzando a correr a los otros. Pronto el ganado estuvo marchando a un trote lento y parecía que habíamos superado la dificultad. En ese momento vi dos o tres llamas brillantes a media milla, del otro lado de Charlie, y de pronto escuché el zumbido de una bala que pasaba sobre mi cabeza y al darme vuelta vi claramente a un hombre que cabalgaba a unas cincuenta yardas de distancia. Apunté cuidadosamente a su caballo, disparé y quedé encantado de verlos desaparecer a ambos. No le presté más atención y seguí apresurando el paso del ganado. Pero Charlie estuvo muy ocupado durante dos o tres minutos, porque los tiros se mantuvieron desde atrás, hasta que se le reunió Bent y poco después Bob. Ahora estábamos todos llevando el ganado, lo más rápido que podíamos, hacia el vado. Continuaron los disparos detrás de nosotros e incluso se hicieron más frecuentes, pero no nos molestaron hasta tres cuartos de hora más tarde cuando llegamos al Río Grande y comenzamos a arrear el ganado a través del vado. Allí el progreso era necesariamente lento. Difícilmente hubiéramos podido pasar, si no fuera porque en la mitad Bob se adelantó y transformó su látigo y su voz en un perfecto terror para las bestias que estaban en la retaguardia.

Cuando los pasamos al otro lado, comencé a girar hacia el oeste, en dirección a nuestro montículo arbolado. Un momento después, Bob estaba a mi lado, gritando:

—Derecho, derecho; nos están siguiendo y tendremos que pelear. Tú vete con el rebaño siempre hacia el norte y yo volveré a la orilla con Charlie para mantenerlos a raya.

Como un niño, dije que prefería ir y pelear, pero él respondió:

—Tú sigue adelante. Si matan a Charlie, no importa. Yo te quiero a ti.

Y me vi obligado a hacer lo que quería el pequeño demonio.

Una vez que se ha reunido el ganado tejano, se puede conducir el rebaño más grande como si se tratara de un puñado de animales. Tienen su líder y lo siguen religiosamente, de modo que un hombre solo puede arrear mil cabezas con pocos problemas.

Durante dos o tres millas los mantuve al trote y después, gradualmente, fui dejándolos ir al paso. No quería perder ninguno más. Algunas vacas gordas habían muerto a causa de la velocidad.

Hacia las dos de la mañana pasé junto a una casa de troncos y pronto apareció a mi lado un americano que quería saber quién era yo, de dónde traía el ganado y dónde iba. Le dije que el dueño estaba detrás de mí y que los muchachos y yo nos adelantábamos, porque algunos «grasas» habían estado molestándonos.

—Esos son los disparos que oí —dijo—. Los pasaron por el río, ¿no?

—Los traigo del río —repliqué—; estaban bebiendo.

Pude sentirlo sonreír, aunque no lo miraba.

—Supongo que veré muy pronto a sus amigos —dijo—, pero estas correrías son un mal negocio. Los grasas cruzarán y me traerán problemas. ¡A nosotros, la gente de la frontera, no nos gustan los problemas que traen ustedes, los forasteros!

Lo aplaqué como pude. Al principio no tuve éxito. No decía mucho, pero evidentemente tenía intención de ir conmigo hasta el final, porque fuese donde fuera, lo encontraba detrás del rebaño al regresar.

Ya era de día cuando finalmente detuve al ganado por primera vez. Supuse que había recorrido unas veinte millas y las bestias sufrían dolores de patas y estaban muy cansadas. Cada vez eran más las que necesitaban del látigo para mantenerse al paso. Las reuní y regresé a mi saturnino compañero.

—Usted es joven para andar en este juego —dijo—. ¿Quién es su jefe?

—No tengo jefe —respondí, mirándolo con hostilidad. Era un hombre de alrededor de cuarenta años, alto y delgado, con una enorme mascada de tabaco en la mejilla izquierda. Un texano típico.

Su bronco me interesaba. En lugar de ser un poney indio de unos trece palmos, tenía tal vez una alzada de quince palmos y medio y parecía joven.

—Buen caballo el que tiene —dije.

—El mejor del maldito país —replicó—. Fácil.

—Vanidad suya —respondí—. La yegua que monto puede sacarle cien yardas en una milla.

—–No querrá arriesgar dinero, ¿no? —observó.

—Oh, sí —sonreí yo.

—Bueno, podemos probar uno de estos días. Pero ahí viene su gente.

Y en verdad, aunque no los esperaba, cinco minutos después llegaron Bent, Bob y Charlie.

—Haz caminar al ganado —gritó Bob cuando llegó al alcance del oído—. Tenemos que seguir. Los mexicanos se han vuelto, pero volverán a perseguirnos. ¿Quién es este? —agregó, deteniéndose junto al texano.

—Mi nombre es Locker —dijo mi conocido—, y supongo que sus incursiones harán arder la frontera. ¿No pueden comprar decentemente el ganado, como hacemos todos?

—¿Cómo sabe como lo pagamos? —gritó Bent, adelantando la cara morena como la de una comadreja y mostrando los dientes perrunos.

—Supongo que el señor Locker tiene razón —grité, riendo—. Propongo que nos ayude y tome doscientas o trescientas cabezas como pago. O su valor en dinero…

—Así se habla —dijo Locker—. A eso lo llamo sentido común. Una milla más adelante hay un rebaño mío. Si 200 o 300 de los novillos de José se mezclan con ellos, no puedo impedirlo, pero prefiero los dólares. ¡El dinero es más escaso!

—¿Forman rebaño? —preguntó Bob.

—¡Seguro! —replicó Locker—. Estoy demasiado cerca del río como para dejar que el ganado ande suelto, aunque nadie me ha molestado en los últimos diez años.

Bob y yo comenzamos a arrear el ganado, dejando a Bent con Locker para concluir las negociaciones. Una hora después, habíamos encontrado el rebaño de Locker que debía tener por lo menos seiscientas cabezas y estaba guardado por tres vaqueros.

Locker y Bent habían llegado en seguida a un acuerdo de colaboración. Parece que Locker tenía otro rebaño en algún lugar hacia el este, del cual podía sacar tres o cuatro vaqueros. También tenía un par de chicos, hijos suyos, a los que podía enviar a levantar a los granjeros vecinos, si había una necesidad urgente. Resultó que habíamos hecho bien en ser generosos con él, porque conocía el país como un libro y fue un buen amigo en nuestra hora de necesidad.

A últimas horas de la tarde, uno de sus hijos, un joven de unos dieciséis años, informó a Locker que veinte mexicanos habían cruzado el río y estarían sobre nosotros en poco tiempo. Locker lo envió detrás del más joven para reunir tantos texanos como pudiera, pero antes de que consiguieran reunirse, un grupo de grasas, alrededor de veinte, llegó y exigió la devolución del ganado. Bent y Locker los enfrentaron y quiso la suerte que mientras discutían llegaran tres o cuatro texanos y uno de ellos, un hombre de unos cuarenta años llamado Rossiter, controlara la disputa. Explicó al jefe mexicano, que dijo ser don Luis, hijo de don José, que si se quedaba más tiempo, probablemente sería arrebatado y encerrado en prisión por merodear por territorio americano y amenazar a la gente.

El mexicano parecía tener muchas agallas, y declaró que no sólo amenazaría sino que llevaría adelante las amenazas. Rossiter le dijo que se limitara a volver a vadear el río. Recomenzó la discusión y llegaron otros dos texanos y el líder mexicano, comprendiendo que a menos que hiciera algo en seguida, sería demasiado tarde, comenzó a hacer un círculo en torno al ganado, pensando sin duda que su superioridad numérica nos asustaría.

Cinco minutos después, había comenzado la lucha. En otros diez, estaba terminada. Nadie podía soportar los disparos mortales de la gente del oeste. En cinco minutos, habían muerto uno o dos mexicanos y había varios heridos; habían caído media docena de caballos; era perfectamente evidente que ocho o diez de nosotros constituíamos más que una amenaza para los veinte mexicanos, porque exceptuando a don Luis, nadie parecía tener estómago para ese tipo de trabajo, y en los primeros cinco minutos Luis recibió un disparo en el brazo. Finalmente se retiraron aullando y profiriendo amenazas y no los vimos más.

Después de la batalla, todos nos reunimos en la casa de Locker y tomamos un buen trago. Nadie se tomó en serio la pelea: azotar grasas no era nada por lo que valiera la pena alardear. Pero Rossiter pensó que era necesario hacer una reclamación al gobierno mexicano por invadir territorio de los Estados Unidos. Dijo que iba a preparar los papeles y enviarlos al fiscal del distrito en Austin. La propuesta fue recibida con hurras y aplausos. La idea de castigar a los mexicanos por recibir tiros al tratar de recuperar su propio ganado, nos parecía, a los americanos, profundamente divertida. Solemnemente, todos los texanos dieron sus nombres como testigos y Rossiter juró que prepararía el documento. Años más tarde, Bent, a quien encontré por casualidad, me dijo que Rossiter había obtenido cuarenta mil dólares por esa demanda.

Tres días más tarde comenzamos a avanzar hacia el este para reunimos con Reece y Dell. Yo di cien dólares de recompensa a los hijos de Locker, quienes nos habían ayudado con gran entusiasmo desde el principio al fin.

Alrededor de una semana más tarde, llegamos al campamento principal. Reece y Dell tenían su rebaño preparado y gordo. Después de una conversación, decidimos ir cada uno por su lado y reunimos después, para pasar el otoño y el invierno en el rancho, si lo deseábamos. Nos tomamos tres semanas para poner en condiciones nuestro ganado y en julio nos dirigimos hacia el norte. Yo pasé en la silla toda la noche y la mayor parte del día, pese a que estaba sacudido por la maldita fiebre.

Todo marchó bien al principio. Yo prometí a mis tres tenientes un tercio de los beneficios, además de un pequeño salario; estaban bien aceitados e hicieron todo lo posible. Nuestros problemas comenzaron tan pronto como llegamos a territorio indio. Una noche, indios que se cubrían con sábanas y se habían embadurnado las manos con fósforo, espantaron el ganado, y aunque los muchachos hicieron maravillas, perdimos cerca de un millar de cabezas y algunos, cien tos de caballos, todos domados cuidadosamente.

Era una pérdida seria, pero no irreparable. Sin embargo, ese verano los indios eran tan persistentes como mosquitos. No perseguí a las presas, pero trataron de detenerme, y por lo menos en una ocasión sólo la velocidad y la energía de Blue Devil me salvaron. Tuve que renunciar a los disparos y esperar que la suerte nos acercara la caza. Gradualmente, los indios que nos seguían fueron haciéndose más numerosos y audaces. Fuimos atacados durante tres o cuatro días al atardecer y al amanecer y el ganado medio salvaje comenzó a asustarse mucho.

Bob no ocultaba su ansiedad.

—¡Indios malos! ¡Indios muy viles!

Una tarde nos siguieron abiertamente. En un determinado momento, había más de cien a la vista; era evidente que se estaban preparando para un ataque serio. El genio de Bob nos consiguió un respiro. Mientras Charlie aconsejaba una batalla campal, Bob recordó de pronto que a unas cinco millas a nuestra derecha había un monte bajo de robles que nos ofrecería refugio. Charlie y Bent, los mejores tiradores, se echaron al suelo y comenzaron a disparar, obligando a los indios a ocultarse. Tres horas después llegamos al monte y la especie de bahía o ensenada en la cual Bob dijo que el ganado estaría a salvo. Porque nada puede atravesar ese tipo de maleza y tan pronto como internamos el ganado en el refugio y llevamos la carreta al centro, sobre el arco de la entrante, por decirlo así, los indios no podrían espantar el ganado sin liquidarnos primero a nosotros. Estábamos a salvo por el momento, y el azar quiso que el agua de un pequeño arroyo cercano fuera potable. Sin embargo, estábamos sitiados por más de cien indios y la diferencia era grande, como admitió el mismo Bob.

Pasaron los días y continuaba el sitio. Evidentemente, los indios deseaban cansarnos y quedarse con el rebaño, y nuestro humor no mejoró con el ocio y la vigilancia forzados. Una noche, Charlie se tendió junto al fuego, tomando más sitio del que le correspondía, cuando llegó Bent, que había estado vigilando al ganado.

—Encoge las piernas, Charlie —dijo con rudeza—, no necesitas todo el fuego.

Charlie no escuchó o no le prestó atención. Bent se arrojó sobre sus piernas. Con una maldición, Charlie se lo sacudió. Un instante después, Bent se había abalanzado sobre él y le había metido la cabeza en el fuego. Después de una corta lucha, Charlie se liberó, y pese a todo lo que intenté hacer, golpeó a Bent.

Bent tanteó su revólver en seguida, pero Charlie se le había tirado encima golpeando y pateando como un loco y Bent tuvo que enfrentar el ataque.

Hasta que llegó el momento, todos hubieran dicho que Charlie era con mucho el mejor hombre; más joven, además, y sorprendentemente fuerte. Pero evidentemente Bent no era un novato. Se apartó hacia un costado ante el ataque de Charlie y golpeó fuerte en línea recta. Charlie cayó, pero se levantó como un relámpago y se abalanzó sobre su hombre como un salvaje. Pronto estaba otra vez en el suelo y todos comprendimos que más pronto o más tarde ganaría Bent. Sin embargo, la lucha tiene en sí misma un buen elemento de suerte, y quiso el azar que cuando Bent estaba más seguro de ganar, uno de los locos golpes de Charlie le diera en la mandíbula y para nuestra estupefacción cayó como un leño y no volvió en sí hasta diez minutos después. Era la primera vez que yo veía este golpe, y como es natural todos exageramos la fuerza con que había sido dado, sin saber que un golpe ligero contra el mentón sacude la espina dorsal y desmaya a cualquier hombre. De hecho, en muchos casos un golpe como este produce una parálisis parcial y una debilidad permanente.

Charlie se inclinaba a alardear de esta victoria, pero Bob le dijo la verdad. Y pensándolo bien, la deliberación y la capacidad luchadora de Bent fueron lo que más nos impresionaron y al día siguiente él mismo se tomó la molestia de advertir a Charlie.

—No vuelvas a cruzarte en mi camino —le dijo secamente— o te haré picadillo.

La terrible amenaza resultaba convincente en su cara ruda.

—¡Al demonio! —replicó Charlie—. ¿Quién quiere cruzarse en tu camino?

La reflexión me ha enseñado que los duros que pululaban por la frontera en mi tiempo eran ex soldados. Fue la guerra civil la que acostumbró a estos hombres a la violencia y al uso del revólver; fue la guerra civil la que indujo (y los «Bill el loco» y los Bent quienes obligaron[25]) a los alegres hombres del Oeste a vender la vida barata y usar sus revólveres en lugar de sus puños.

Una noche, observamos un gran aumento en las fuerzas de los indios que nos sitiaban. Había un jefe también, que montaba un mustang pío y parecía incitarlos al ataque inmediato, y pronto encontramos a algunos de los «bravos» que se deslizaban por el arroyo para rodearnos, mientras un centenar de otros pasaban frente a nosotros a la carrera, disparando sin cesar. Bob y yo bajamos a las orillas del arroyo para detener a los que nos rodeaban, mientras Bent, Charlie y Jo bajaron a más de un caballo con su hombre y enseñaron a la banda de indios que un ataque directo les costaría sin duda muchas vidas.

Sin embargo, sólo éramos cinco y una o dos balas perdidas podían volver desesperada nuestra situación.

Al volver a hablarlo, llegamos a la conclusión de que un hombre debía ir a Fort Dodge para pedir ayuda y yo fui elegido como el más liviano aparte de Bob, y en general el peor tirador, además de ser el único que podría encontrar el camino. Según esto, preparé en seguida a Blue Devil, tomé algunas libras de carne salada y un odre de agua que había comprado en Taos. Una cincha y las espuelas transformaron rápidamente una manta en una silla ligera improvisada, y estaba listo.

Fue el misterioso conocimiento que tenía Bob del camino y los hábitos de los indios, el que me dio la oportunidad. Los demás me aconsejaron que fuera hacia el norte desde nuestro refugio y luego cabalgara. Él me aconsejó ir hacia el sur, donde se había estacionado el grueso de los indios.

—Allí no te buscarán —dijo— y podrás pasar sin que te vean. Otra media hora te permitirá rodearlos; después, tienes ciento cincuenta millas hacia el norte, por el camino (puede que te encuentres con un grupo de ellos) y después ciento veinte millas hacia el oeste. En cinco días tienes que estar en Dodge y volver en otros cinco. Nos encontrarás —agregó significativamente.

El hombrecito cubrió los cascos de Blue Devil con alguna ropa vieja que cortó e insistió en guiarla alrededor de la entrante y luego hacia el sur y en verdad creo que más allá del campamento indio.

Allí quitó las almohadillas de la yegua, mientras yo apretaba la cincha y comenzaba a caminar, manteniendo al animal entre los indios y yo y atento al menor sonido. Pero no escuché ni vi nada y una hora después había hecho el rodeo y estaba en camino hacia el norte, internamente decidido a hacer como máximo en cuatro días las doscientas o trescientas millas. Al cuarto día, encontré veinte soldados de caballería del fuerte, con el teniente Winder, y los conduje en línea recta a nuestro refugio. Llegamos en seis días, pero mientras tanto los indios habían estado ocupados.

Una mañana, al amanecer, se abrieron paso por una zona de la maleza que habíamos creído impenetrable, y espantaron al ganado, y nuestros hombres sólo pudieron reunir alrededor de seiscientas o setecientas cabezas, protegiéndolas en el extremo norte del recodo. El día anterior a mi llegada con la caballería de los Estados Unidos, los indios se habían retirado. A la mañana siguiente, comenzamos la marcha hacia el norte y no tuve dificultades para persuadir al teniente Winder de que nos escoltara durante los cuatro o cinco días siguientes.

Una semana más tarde llegamos a Wichita, donde decidimos descansar un par de días, y allí volvimos a enfrentar la mala suerte. Desde que había atrapado la sífilis, Charlie parecía haber perdido su buen humor. Se volvió melancólico y taciturno y no podíamos hacer nada para alegrarlo. La primera noche tuvimos que meterlo en cama en el salón de juegos de Wichita, donde se había emborrachado hasta perder el habla. Y al día siguiente estaba convencido de que había sido robado por el hombre que se ocupaba de la banca y empezó a dar vueltas jurando que arreglaría las cuentas con él a toda costa. Hacia el atardecer, había contagiado a Bent y Jo su loca decisión, y finalmente fui a tratar de salvarlo de un desastre, si podía.

Yo había pedido a Bob que consiguiera otro vaquero y llevara el ganado a buen paso hacia Kansas. Aceptó, y ya hacía horas que viajaba hacia el norte cuando nosotros nos dirigíamos hacia la taberna. Yo tenía intención de reunirme con él cinco o seis millas más adelante y cabalgar lentamente durante el resto de la noche. De algún modo, sentía que esa vecindad no nos resultaba saludable.

El salón de juegos estaba iluminado por tres lámparas poderosas: dos sobre la mesa de faro y otra en el bar. Jo se detuvo en el bar mientras Charlie y Bent iban hacia la mesa. Yo caminé por la habitación, tratando de hacerme el indiferente entre los veinte o treinta hombres reunidos allí. Súbitamente, alrededor de las diez, Charlie comenzó a disputar con el banquero. Ambos se pusieron de pie y el banquero sacó un revólver del cajón de la mesa, que estaba frente a él. En el mismo momento, Charlie golpeó la lámpara que estaba sobre su cabeza y, al apagarse las luces (dejándonos en la total oscuridad[26]), lo vi sacar su revólver.

Corrí hacia la puerta y fui sacado en volandas por una especie de desbandada. Un minuto después, Bent se reunió conmigo y después apareció Charlie corriendo a toda velocidad, con Jo pisándole los talones. Un instante después, estábamos en la esquina donde habíamos dejado nuestros poneys y partimos. Nos siguieron dos o tres disparos. Pensé que nos habíamos librado, pero me equivocaba.

Habíamos corrido como demonios durante cerca de una hora, cuando Charlie, sin una razón aparente, tiró de las riendas y, balanceándose, cayó de la silla. Su poney se detuvo de pronto y todos nos reunimos alrededor del hombre herido.

—Estoy liquidado —dijo Charlie con voz débil—, pero recuperé mi dinero y quiero que se lo manden a mi madre en Pleasant Hill, Missouri. Supongo que es alrededor de mil dólares.

—¿Estás malherido? —pregunté.

—Me perforó el estómago —dijo Charlie, señalándolo—, y supongo que debo tener por lo menos dos más en los pulmones. Estoy liquidado.

—¡Qué pena, Charlie! —exclamé—, ibas a ganar más de mil dólares por tu participación en el ganado. Le dije a Bob que tenía intención de partir en partes iguales con vosotros. Este dinero se devolverá, pero los mil serán enviados a tu madre, te lo prometo.

—¡Jamás! —gritó el moribundo, apoyándose en un codo—. Es mi dinero. ¡No deben dejárselo a ese ladrón untuoso! —El esfuerzo lo había agotado; aun en la penumbra veíamos que su cara estaba demacrada y gris. Debe haberlo comprendido él también, porque pude oír sus últimas palabras: Adiós, muchachos.

Su cabeza cayó hacia atrás, su boca se abrió: el valeroso espíritu juvenil se había ido.

No pude contener las lágrimas y dije sin poder contenerme: Preferiría haber perdido un hombre mejor.

¡Porque Charlie era realmente un buen tipo!

Dejé a Bent para que devolviera el dinero y arreglara el entierro de Charlie, y a Jo para vigilar el cuerpo. Una hora después estaba otra vez con Bob y le había dicho todo. Diez días más tarde llegábamos a Kansas, donde quedé sorprendido por noticias inesperadas.

Mi segundo hermano, Willie, seis años mayor que yo, había venido a América y al enterarse de que yo estaba en Kansas, se había instalado en Lawrence como agente de bienes raíces. Me escribió pidiéndome que me reuniera con él. Esto favoreció mi decisión de abandonar el negocio del ganado. Además descubrimos que los precios habían bajado y tuvimos suerte al obtener diez dólares por cabeza, que resultó poco, teniendo en cuenta que los indios se habían quedado con lo mejor. Había alrededor de seis mil dólares para repartir. Le dimos quinientos dólares a Jo y dividimos el resto entre Bent, Bob, la madre de Charlie y yo. Bob me dijo que era un tonto. Debía guardarlo todo y volver otra vez al sur. ¿Pero qué había ganado en mis dos años de vaquero? Había perdido dinero[27] y atrapado la malaria; había adquirido cierto conocimiento del hombre común y su modo de vida y una idea bastante buena de la economía y la medicina, pero estaba lleno de rechazo por la vida meramente física. ¿Qué iba a hacer? Vería a Willie y decidiría.