El gran incendio de Chicago
Desearía poder convencerme de que soy capaz de describir los acontecimientos de la semana posterior a nuestra llegada a Chicago.
Si recuerdo bien, llegamos un miércoles y pusimos el ganado y los caballos en los corrales cercanos al depósito de la calle Michigan. Como ya he dicho, el jueves y el viernes vendimos las tres quintas partes del ganado. Yo quería vender todo, pero cedí a la opinión del Jefe y vendí trescientas cabezas, poniendo algo más de cinco mil dólares en mi cuenta bancaria.
El sábado por la noche me despertaron las campanas de alarma. Me enfundé en mis breeches, mi camisa y las botas y con mi curiosidad juvenil despierta corrí escaleras abajo, saqué a Blue Devil del establo y fui en busca del fuego. Estaba muy impresionado por la rapidez con que actuaban los bomberos y la maravillosa eficiencia del servicio. En un caso en que en Inglaterra hubiera habido tal vez una docena de carros, los americanos enviaron cincuenta, pero todos encontraron trabajo y lo hicieron estupendamente bien. A la una de la mañana el fuego estaba apagado y, regresé al hotel recorriendo dos o tres millas de calles intactas. Por supuesto, al día siguiente le conté todo a Reece y Ford. Para mi sorpresa, nadie pareció prestarme atención. Un incendio era algo tan común en las casuchas de madera de los suburbios de las ciudades americanas, que nadie se molestó en escuchar el relato de mi epopeya.
La noche siguiente, el domingo, la alarma comenzó a sonar a las once. Yo tenía todavía mis mejores ropas. Me puse la ropa de trabajo sin saber por qué lo hacía, me coloqué el cinturón con el revólver y volví a coger la yegua para acercarme al incendio. Cuando me hallaba todavía a un cuarto de milla de distancia, comprendí que este incendio era mucho más serio que el de la noche precedente. En primer lugar, en la ciudad soplaba viento. Después, mientras me preguntaba por qué había tan pocos carros de bomberos, me dijeron que había otros dos incendios y el hombre con quien hablé no vaciló en atribuirlos a un complot para incendiar la ciudad.
—En el fondo de todo esto están los malditos anarquistas —dijo—. No estallan tres incendios en los suburbios, una noche de viento, sin un motivo.
Y en realidad parecía como si tuviera razón. Pese a los esfuerzos de los bomberos, el incendio se propagaba con increíble rapidez. Media hora después, ya sabía que no iban a dominarlo ni rápida ni fácilmente, y regresé a buscar a Reece, quien me había dicho que la noche anterior hubiera venido conmigo si hubiera sabido dónde estaba el fuego. Cuando regresé al hotel, Reece había salido por su cuenta, igual que Dell y el Jefe. Regresé al incendio. Había prendido de la manera más extraordinaria. Todas las calles de madera ardían. El fuego se tragaba manzana tras manzana, y el calor era tan espantoso que los carros de bomberos no podían acercarse a doscientas yardas. El rugido del fuego era fantasmagórico.
Casi inmediatamente observé otra cosa: el calor era tan aterrador que el agua se descomponía en sus elementos y el oxígeno ardía con vehemencia por sí solo. De hecho, el agua agregaba combustible a las llamas. Tan pronto como me aseguré de esto, vi que la ciudad estaba condenada y retrocedí una o dos manzanas con mi poney, para evitar las chispas.
Esto debe haber sucedido alrededor de las tres o cuatro de la mañana. Había retrocedido unas tres manzanas, cuando llegué junto a un hombre que hablaba con un grupo en una esquina. Era el hombre de intuición y sensatez que había encontrado esa noche. Me parecía un yanqui típico, del este. Hablaba como si lo fuera. La esencia de su discurso era la siguiente:
—Quiero que ustedes vengan conmigo ahora a ver al alcalde para pedirle que dé órdenes de volar por lo menos dos manzanas de este lado de la ciudad; después, si mojamos bien las casas del otro lado, pararemos las llamas. No hay otra manera.
—Eso tiene sentido —grité—, es lo que habría que hacer de inmediato. No hay otra salvación posible, porque el calor está desintegrando el agua, y el oxígeno arde furiosamente, agregando combustible al fuego.
—¡Caramba! Es lo que he estado diciendo durante la última hora —gritó él.
Algo más tarde, cincuenta o sesenta ciudadanos acudieron al alcalde, pero él protestó, diciendo que no tenía atribuciones para volar casas y evidentemente rehuyó la responsabilidad. Sin embargo, decidió convocar a algunos de los concejales para ver qué se podía hacer. Mientras tanto, yo me fui y vagabundeé en dirección al puente de la calle Randolph, donde vi una escena que me espantó.
Algunos hombres habían atrapado a un ladrón, según decían, saqueando una de las casas, y procedían a colgar al miserable de un poste de alumbrado.
Supliqué en vano por su vida, declaré que debía ser juzgado, que era mejor dejar escapar a diez culpables que colgar a un inocente, pero creo que mi acento extranjero me restaba persuasión y colgaron al hombre frente a mis ojos. Esto me llenó de ira. Parecía una cosa espantosa; la crueldad de los ejecutores, su dura deliberación, me apartaron de ellos. Más tarde, vería a estos hombres desde una perspectiva más favorable.
A las primeras horas de la mañana, el fuego había destruido una milla de ciudad, y rugía con furia increíble. Justo antes del amanecer, fui a la orilla del lago. La escena era de indescriptible magnificencia. Había probablemente ciento cincuenta mil hombres, mujeres y niños sin hogar, agrupados a lo largo de la ribera. Detrás de nosotros rugía el fuego. Se extendía como una sábana roja hasta el cénit, por encima de nuestras cabezas, y desde allí cruzaba el cielo frente a nosotros en largas corrientes de fuego parecidas a cohetes. Los veleros anclados a cuatrocientas yardas, en la bahía, ardían con furia, y estábamos cubiertos y emparedados por el fuego, por decirlo así. El peligro y el ruido eran aterradores y el calor casi insoportable, aun en esa noche de octubre.
Caminé por la orilla del lago, observando la gentileza con la que los hombres cuidaban de las mujeres y los niños. Casi todos los hombres se las arreglaban para construir una especie de refugio para su mujer y sus hijos, y todos ayudaban de buen grado al vecino. Mientras trabajaba en un refugio, le dije al hombre que me gustaría conseguir un trago.
—Puede —dijo—, allí —y señaló una especie de casucha sobre la playa. Me acerqué y descubrí que un tabernero se las había arreglado para llevar cuatro barriles a la playa, erigiendo sobre ellos una especie de tienda baja. Había fijado su muestra a uno de los barriles, pintando en ella las siguientes palabras: «¿Qué piensa de nuestro infierno? ¡No hay tragos por menos de un dólar!». El humor salvaje de la cosa me divirtió infinitamente y por cierto el hombre hizo un negocio brillante.
Algo más tarde se me ocurrió que probablemente nuestro ganado ardería, de modo que volví de prisa a los corrales de la calle Michigan. Un viejo irlandés estaba a cargo del corral, pero aunque me conocía perfectamente bien, se negó a dejarme sacar ni un solo novillo. El ganado se agitaba locamente, obviamente presa de una gran excitación. Razoné con el hombre y le supliqué, y finalmente até mi yegua al poste del alumbrado, regresé y me metí en el corral sin que me viera. Dejé caer dos o tres postes y comencé a sacar el ganado por la abertura. Estaba enloquecido y embistió la cerca. A los cinco minutos, había diez o doce novillos muertos a la entrada y el resto se veía obligado a pisarlos. De pronto, cuando acababa de pasar por la abertura, las bestias enloquecidas hicieron una estampida, arrastrando la cerca a ambos lados de la puerta. Un instante después, fui arrojado al suelo y tuve el tiempo justo para pasar del otro lado, evitando así la multitud de pezuñas.
Minutos después, había montado a Blue Devil y trataba de sacar el ganado de la ciudad y llevarlo a la pradera. El rebaño se desbandaba casi en cada esquina, pero me las arreglé para llevar al campo unas seiscientas cabezas.
Huimos sin rumbo durante algunas millas. Para entonces, era el amanecer y en la segunda o tercera granja por la que pasé, encontré a un granjero dispuesto a guardar el ganado. Regateé un poco con él y finalmente le dije que le daría un dólar por cabeza si lo guardaba por una semana o así, que sería el tiempo que querríamos dejarlo con él. Dos minutos después, llamó a su hijo y a un ayudante irlandés y metió el ganado en sus pasturas. Había seiscientas setenta y seis cabezas, por lo que pude contar, que era lo que quedaba de unas dos mil.
Para cuando había terminado el negocio y regresado al hotel, era casi mediodía y como no pude conseguir nada para comer, volví a salir para ver el progreso del fuego. Ya entonces vi que desde las ciudades vecinas estaban enviando trenes de socorro con alimentos y durante la semana que siguió así fueron las cosas en la hambrienta Chicago.
Resulta extraño, pero por entonces se aceptaba generalmente la idea de que un hombre o una mujer sólo pueden vivir tres días sin alimentos. Esto sucedió años antes de que el doctor Tanner demostrara al mundo que un hombre puede ayunar durante cuarenta días o más. Todas las personas que encontré actuaban como si creyeran que de estar tres días completos sin comida, morirían irremediablemente. Yo me reí del asunto, que me parecía absurdo, pero era tan poderosa la opinión universal y la influencia del sentimiento gregario, que al tercer día yo me sentí también particularmente vacío y me pareció mejor hacer la cola del pan. Había tal vez cinco mil personas delante de mí y pronto hubieron cincuenta o sesenta mil detrás. Íbamos de a cinco en fondo acercándonos al depósito, donde descargaban los trenes, uno después de otro. Cuando estaba ya bastante cerca de los vagones de alimentos, observé que el suministro estaba casi agotado, y de inmediato vi otra cosa.
Una y otra vez, se acercaban a la cola mujeres y jovencitas y atravesaban las filas de hombres que, no hay que olvidarlo, creían realmente que iban a morir esa noche si no conseguían comida. Pero en lugar de objetar, todos abrían paso a las mujeres y las chicas y las animaban.
—Siga adelante, señora, tome todo lo que desee. Por aquí, señorita, no podrá llevarse mucho, me temo…
Y esto me pareció una prueba de coraje, buen humor y altruismo. Me puse en esa cola como un muchacho irlandés y salí de ella como un orgulloso americano, pero no conseguí pan ni esa noche ni la siguiente. De hecho, obtuve mi primera comida cuando me encontré con Reece el viernes o sábado siguiente. Como de costumbre, Reece había caído sobre sus pies, encontrando un hotel donde tenían provisiones… aunque a precios exorbitantes.
Insistió en que lo acompañase y pronto me consiguió mi primera comida. A mi vez, les conté a él y a Ford sobre el ganado que había salvado. Por supuesto, estaban encantados y decididos a ir al día siguiente a recuperarlo.
—Una cosa es segura —dijo Ford—; hoy, en Chicago, seiscientas cabezas de ganado valen tanto como quince mil de antes del incendio, de modo que no hemos perdido mucho.
Al día siguiente llevé a Reece y al Jefe a la granja, pero para mi sorpresa el granjero me dijo que yo había acordado darle dos dólares por cabeza, mientras que yo había negociado sólo uno. El hijo apoyó la declaración del padre y el ayudante irlandés declaró que lamentaba estar en desacuerdo conmigo, pero que estaba equivocado. Yo había dicho dos dólares. Conocían poco a la clase de hombre con la que tenían que tratar.
—¿Dónde está el ganado? —preguntó Ford y fuimos al campo donde los habían encerrado.
—Cuéntalos, Harris —dijo Ford, y yo conté seiscientas veinte cabezas.
Habían desaparecido cincuenta, pero el granjero trataba de convencerme de que había contado mal.
Ford recorrió el lugar y pronto encontró un establo primitivo donde había otras treinta cabezas de ganado texano. Las mezcló con las otras y pronto se habían hecho irreconocibles. Reece y yo comenzamos a remontarlos hacia la entrada. El granjero declaró que no nos dejaría ir, pero Ford lo miró unos minutos y luego dijo tranquilamente.
—Ha robado bastante ganado como para quedar pagado. Si se mete con nosotros, lo haré picadillo… ve… picadillo frío.
El granjero se apartó y se quedó quieto.
Esa noche tuvimos un festín y al día siguiente Ford anunció que había vendido todo el ganado a dos propietarios de hoteles, consiguiendo casi tanto dinero como si no hubiéramos perdido nada.
Mis cinco mil dólares se transformaron en seis mil quinientos.
El coraje demostrado por la gente común, el humor extravagante junto con la consideración por las mujeres, habían ganado mi corazón. Este es el pueblo más grande del mundo, me dije. Y estaba orgulloso de ser uno de ellos.