La vida en Chicago
El Fremont House, el hotel de Kendrick, estaba cerca del depósito de la calle Michigan. En aquellos días en que Chicago tenía sólo 300 000 habitantes, era un hotel de segunda categoría. El señor Kendrick me había dicho que su tío, un tal señor Cotton, era el dueño real del Fremont pero que le dejaba la parte más importante del manejo, agregando:
—Lo que dice el tío, siempre funciona bien.
Con el transcurso del tiempo, comprendí la lealtad del sobrino, porque el señor Cotton era realmente agradable y un hombre de negocios capaz. Mis deberes de conserje nocturno eran sencillos: desde las ocho de la noche hasta las seis de la mañana, era el dueño de la oficina y tenía que proporcionar habitaciones a los huéspedes que llegaban y entregar las cuentas y cobrar el dinero de los que se iban. De inmediato me puse a aprender cuáles eran los puntos buenos y los malos de cada una de las cien habitaciones de la casa y los horarios de partida y llegada de todos los trenes nocturnos. Cuando llegaban los huéspedes, los recibía en la entrada, me enteraba de lo que deseaban y decía a uno u otro de los porteros o botones que los llevaran a sus habitaciones. Por ásperos e irritables que estuvieran, siempre trataba de ablandarlos y pronto descubrí que tenía éxito. Una semana después, el señor Kendrick me dijo que había escuchado a docenas de visitantes manifestar su buena opinión de mí.
—Tiene un conserje dandy —le dijeron—. No se para ante molestias… tiene modales agradables… lo sabe todo… buen conserje, ¡sí señor!
Mi experiencia en Chicago me dio la certeza de que si uno hace lo mejor que puede, triunfa en los negocios en un tiempo comparativamente corto; hay tan pocos que hacen todo lo que pueden. Acostándome a las seis, me levantaba todos los días a la una para la comida, como la llamaban, después de lo cual había tomado la costumbre de entrar en la sala de billares, en uno de cuyos extremos había un gran bar. Hacia las cinco, la sala de billares estaba atestada y no había nadie que supervisara las cosas, De modo que le hablé de eso al señor Kendrick y asumí yo mismo el trabajo. Tenía poco que hacer, excepto inducir a los recién llegados a esperar pacientemente su turno y ablandar a los clientes habituales que esperaban encontrar mesas aguardándolos. El resultado de un poco de cortesía y sonrientes promesas fue tan notable, que a fin de mes el contable me dijo con una mueca que iba a cobrar sesenta dólares por mes y no cuarenta, como yo había supuesto. Es innecesario decir que la paga extra avivó mi deseo de hacerme útil. Pero entonces encontré en mi camino dos obstáculos: uno era el contable y el otro el mayordomo, un tipo del oeste, seco y taciturno llamado Payne. Payne compraba todo y tenía el control del comedor y los camareros, mientras que Curtis mandaba en la oficina y los botones. En realidad, mi jefe era Curtis, pero mi control de la sala de billares me daba una especie de posición independiente.
Pronto me hice amigo de Curtis, tomé la costumbre de comer con él, y cuando descubrió que tenía buena letra, me dio el Libro diario y en un par de meses me había enseñado la teneduría de libros, confiándome buena parte de esa tarea. No era haragán, pero a la mayor parte de los hombres de cuarenta años les agrada tener un asistente capaz. Hacia las Navidades de ese año, yo llevaba todos los libros excepto el libro mayor y conocía, tal como había planeado, el negocio del hotel.
Me parecía que el comedor estaba muy mal manejado; pero el azar quiso que me hiciera primero con el control de las oficinas. Tan pronto como Curtis descubrió que podía confiarme su trabajo, comenzó a salir a la hora de la comida y a veces se quedaba fuera todo el día. Hacia Año Nuevo se fue por cinco días y cuando regresó me confesó que había estado en una «juerga». No era feliz con su esposa, parecía, y acostumbraba a beber para ahogar su mal humor. En febrero se fue por diez días, pero como me había dado la llave de la caja, mantuve el funcionamiento de todo. Un día Kendrick me encontró trabajando en la oficina y quiso saber dónde estaba Curtis.
—¿Cuánto tiempo hace que no está?
—Uno o dos días —repliqué.
Kendrick me miró y preguntó por el libro mayor.
—¡Está al día! —exclamó—. ¿Lo hiciste tú?
Tuve que decir que sí, pero de inmediato mandé a un botones en busca de Curtis. El chico no lo encontró en su casa y al día siguiente me llevaron a presencia del señor Cotton. No pude negar que había llevado los libros y Cotton comprendió que estaba tapando a Curtis por lealtad. Cuando Curtis llegó al día siguiente, hizo una gran exhibición: todavía estaba medio borracho y además grosero. No había estado bien, dijo, pero su trabajo estaba en orden. Allí mismo fue «despedido» por el señor Cotton, y esa tarde Kendrick me pidió que siguiera llevando las cosas hasta que pudiera convencer a su tío de que yo era digno de confianza y mayor de lo que parecía.
Un par de días después, vi al señor Cotton y al señor Kendrick juntos.
—¿Puede llevar los libros y ser conserje nocturno y cuidar de la sala de billares? —preguntó bruscamente el señor Cotton.
—Creo que sí —respondí—. Haré todo lo posible.
—¡Hmmm! —gruñó—. ¿Y cuánto piensa que debería ganar?
—Se lo dejo a usted, señor —dije—. Estaré satisfecho con lo que me dé.
—Al diablo con ese cuento —dijo malhumorado—. ¿Suponga que le digo que le mantengo el sueldo actual?
Yo sonreí.
—Muy bien, señor.
—¿Por qué sonríe? —preguntó.
—¡Porque, señor, el sueldo, como el agua, tiende a encontrar su nivel!
—¿Qué demonios quiere decir con «su nivel»?
—El nivel —continué— es indudablemente el precio de mercado; más pronto o más tarde llegará a eso y yo puedo esperar.
Súbitamente, sus agudos ojos grises me examinaron con atención.
—Comienzo a creer que es usted mucho mayor de lo que parece, como me dice mi sobrino aquí presente —dijo—. Confórmese con cien al mes por el momento y dentro de un tiempo encontraremos tal vez el «nivel» —y sonrió.
Le di las gracias y me fui a trabajar.
Parecía que mi vida estaba destinada a una acumulación de incidentes. Uno o dos días después de esto, el mayordomo, Payne, se acercó a mí y me preguntó si querría salir a cenar y luego a algún teatro. Hacía cinco o seis meses que no tenía un día libre, de modo que dije que sí. Me ofreció una gran cena en un famoso restaurante francés (no recuerdo su nombre) y quiso que bebiera champan. Pero yo ya había decidido no tocar ningún licor intoxicante hasta los veintiún años, de modo que le dije simplemente que había hecho una promesa. Habló mucho tiempo de bueyes perdidos, pero finalmente me dijo que ya que yo era ahora contable en lugar de Curtis, esperaba que seguiríamos haciendo las cosas como él y Curtis las habían hecho. Le pregunté qué quería decir, pero no quiso hablar claramente, lo que despertó mis sospechas. Uno o dos días después, entré en conversación con un carnicero de otro barrio y le pregunté cuánto cobraría por vender diariamente a un hotel setenta libras de ternera y cincuenta de cordero. Me dio un precio tan por debajo de lo que estaba pagando Payne, que mis sospechas quedaron confirmadas. Estaba tremendamente excitado. A mi vez, invité a Payne a cenar y toqué el tema.
—Por supuesto que hay «sisa» —dijo de inmediato—, y tú estarás en eso conmigo. Te daré un tercio, como le daba a Curtis. La «sisa» no perjudica a nadie —continuó—, porque compro por debajo del precio de mercado.
Por supuesto, yo era todo oídos y expectación cuando admitió que la «sisa» se realizaba en todo lo que compraba y llegaba a un veinte por ciento del costo. Mediante este expediente, transformaba su sueldo de doscientos dólares por mes en algo así como doscientos dólares por semana.
Tan pronto como lo tuve todo claro, pedí al sobrino que cenara conmigo y le expuse la situación. Yo tenía sólo una lealtad: la que le debía a mis empleadores y al buen funcionamiento del buque. Para mi estupefacción, al comienzo pareció disgustado.
—Más problemas —comenzó—. ¿Por qué no puedes limitarte a hacer tu trabajo y dejas tranquilos a los demás? ¿Qué tiene de malo una comisión, después de todo?
Cuando comprendió a cuánto ascendía la comisión y también que él mismo podía hacer las compras en media hora diaria, cambió de tono.
—¿Qué dirá mi tío ahora? —gritó, y se fue a contarle la historia al dueño.
Dos días más tarde hubo una terrible trifulca, porque el señor Cotton era un hombre de negocios y fue a ver al carnicero que nos proveía y se aseguró de la importancia real de la «sisa». Cuando me llamaron a la habitación del tío, Payne trató de pegarme. Pero descubrió que era más sencillo recibir golpes que darlos y que «el maldito chico» no le tenía miedo.
Es curioso, pero pronto observé que la «sisa» había tenido la consecuencia secundaria de darnos una calidad inferior de carne. Cada vez que el carnicero se encontraba con un asado que no podía vender, acostumbraba a enviárnoslo, confiado en que Payne no discutiría. El cocinero negro declaró que ahora la carne era mucho mejor, todo lo que podía desearse, en realidad, y nuestros clientes tampoco tardaron en demostrar su entusiasmo.
Otro cambio producido por el despido de Payne fue que el comedor quedó a mi cargo. Pronto elegí un camarero inteligente y lo nombré jefe de los otros y juntos mejoramos el servicio y la disciplina. Durante más de un año, trabajé dieciocho horas diarias, ganando ciento cincuenta dólares mensuales y ahorrando casi todo.
Algunas experiencias de este largo y helado invierno de Chicago ampliaron mi conocimiento de la vida americana y en particular de la vida de las clases más bajas. Hacía unos tres meses que estaba en el hotel, cuando salí alrededor de las siete, como todos los días, a dar un rápido paseo. Hacía mucho frío. Un vendaval del oeste barría las calles con sus helados dientes y el termómetro marcaba menos de diez grados bajo cero. Nunca había imaginado un frío semejante. De pronto fui abordado por un extraño, un hombre pequeño con un bigote rojo y una barba desprolija.
—Diga, compañero, ¿puede darme para comer?
El tipo era evidentemente un vagabundo. Sus ropas estaban sucias y raídas; sus modales eran serviles y algo truculentos. Yo era amable y poco crítico. Sin pensarlo, saqué del bolsillo mi rollo de billetes. Tenía intención de darle un dólar. Cuando vio el dinero, el vagabundo, de un salto, lo cogió, pero agarró también mi mano. Instintivamente, mantuve apretado el dinero con la fuerza de la implacable Muerte, pero mientras yo seguía bajo el choque de la sorpresa, el vago me golpeó viciosamente en la cara y volvió a intentar apoderarse del dinero. Yo lo cogí con más fuerza aún, enojado ahora, y golpeé al hombre en la cara con mi puño izquierdo. Un instante después, nos habíamos trabado en lucha y estábamos en el suelo. Por azar de la suerte y la juventud, yo caí arriba. De inmediato, empleé toda mi fuerza, lo golpeé fuerte en la cara y al mismo tiempo le arranqué los billetes. Al momento, estaba de pie, con el dinero en el bolsillo y ambos puños preparados para el siguiente asalto. Para mi sorpresa, el vago se levantó y dijo en confianza:
—Tengo hambre, estoy débil; de otro modo, no hubiera vencido tan fácilmente —y continuó con lo que me parecía una impudicia increíble. Al menos debería darme un dólar para compensarme por el golpe, y se frotó el mentón como para aliviar el dolor.
—Tengo intención de hacerlo detener —dije, súbitamente consciente de que la ley estaba de mi parte.
—Si no se calla —ladró el tipo—, llamaré a la poli y diré que me ha robado el fajo.
—Llame —grité—. Veremos a quién le creen.
Pero el vagabundo conocía un truco mejor. Con voz zalamera, recomenzó:
—Vamos, muchacho, un dólar no es nada para ti y yo te pondré al tanto de muchas cosas que pasan aquí en Chicago. No tenías ninguna razón para sacar un fajo así en un lugar solitario y tentar a un hombre hambriento.
—Iba a ayudarlo —dije vacilante.
—Ya lo sé —contestó mi peculiar conocido—, pero prefiero ayudarme a mí mismo —y sonrió—. Llévame a comer un bocado y te pondré al tanto de muchas cosas. Eres un novato y se te nota.
Era evidente que el vagabundo era el dueño de la situación y de alguna manera su actitud despertó mi curiosidad.
—¿Dónde iremos? —pregunté—. No conozco ningún restaurante por aquí cerca, como no sea el de Fremont House.
—¡Demonios! —gritó el tipo—, sólo los millonarios y los tontos van a los hoteles. Yo sigo a mi nariz —y giró sobre sus talones y sin agregar palabra me llevó por una calle lateral hasta una tasca alemana, con mesas de madera y el suelo enarenado.
Allí ordenó algo para picar y una taza de café y cuando fui a pagar, quedé agradablemente sorprendido al descubrir que la cuenta ascendía sólo a cuarenta centavos y podíamos hablar en nuestro rincón todo lo que quisiéramos, sin ser molestados.
Con diez minutos de charla, el vagabundo había conmovido todas mis ideas preconcebidas, dándome una cantidad de otras, nuevas e interesantes. Era hombre de algunas lecturas, si no educado, y la violencia de su lenguaje me atrajo casi tanto como la novedad de sus puntos de vista.
Todos los hombres ricos eran ladrones; los obreros, ovejas y tontos: este era su credo. Los obreros hacían el trabajo, producían la riqueza y los empleadores les robaban la novena parte del producto de su trabajo, haciéndose ricos. Todo parecía sencillo. El vagabundo no tenía ninguna intención de trabajar. Vivía de la limosna e iba adonde quería.
—¿Pero cómo se traslada? —grité.
—Aquí en el medio oeste —replicó— viajo todavía en los trenes de mercancías y encima de vagones de carbón. En el verdadero oeste y en el sur, me meto en los vagones y viajo, y cuando el conductor me echa espero el siguiente tren. La vida está llena de acontecimientos… algunos dolorosos —agregó, frotándose pensativamente el mentón.
Parecía ser un rudo hombrecito cuya única meta en la vida era evitar el trabajo, y, a pesar de sí mismo, trabajaba duramente con el objeto de no hacer nada.
La experiencia tuvo sobre mí un efecto inmediato de advertencia. Resolví ahorrar todo lo que pudiera.
Cuando me puse de pie, el tipo sonrió amigablemente.
—¿Supongo que me habré ganado ese dólar?
No pude evitar reír.
—Supongo que sí —contesté, pero tomé la precaución de volverme para sacar el billete.
—Hasta pronto —dijo el vagabundo cuando nos separamos en la puerta y en eso consistió su agradecimiento.
Otra experiencia de la misma época me habló de una historia más triste. Una noche, una chica me interpeló. Estaba bastante bien vestida y cuando llegamos bajo una luz de gas vi que era guapa, con un matiz de ansiedad nerviosa en su expresión.
—No compro amor —le advertí—, ¿pero cuánto te pagan por lo general?
—De uno a cinco dólares —contestó—, pero esta noche quiero tanto como pueda conseguir.
—Te daré cinco —dije—, pero antes debes decirme todo lo que quiero saber.
—Muy bien —dijo rápidamente—. Te diré todo lo que sé. No es mucho —agregó con amargura—. Todavía no he cumplido los veinte, pero me hubieras dado más, ¿no?
—No —contestó—, pareces de dieciocho.
Pocos minutos después estábamos subiendo las escaleras de una casa de inquilinato. La habitación de la chica estaba pobremente amueblada y era estrecha. Una especie de hall del ancho del corredor. Tal vez unos seis pies por ocho. Tan pronto como se hubo sacado su grueso abrigo y el sombrero, salió apresuradamente de la habitación, diciendo que estaría de regreso en un minuto. En el silencio me pareció oírla correr escaleras arriba. Cerca de allí lloró un bebé, y luego volvió a hacerse el silencio hasta que abrió la puerta, atrajo mi cabeza hacia la suya y me besó:
—Me gustas —dijo—, aunque eres extraño.
—¿Por qué extraño? —pregunté.
—Es una locura —dijo— darle cinco dólares a una chica y no tocarla, pero me alegro, porque esta noche estaba cansada y ansiosa.
—¿Por qué ansiosa? —inquirí—. ¿Y por qué saliste si estabas cansada?
—Tenía que hacerlo —replicó a través de los labios apretados—. ¿No te importa que vuelva a salir un momento? —agregó, y antes de que pudiera contestar se había ido.
Cuando regresó cinco minutos después, yo estaba impaciente, y me había puesto el abrigo y el sombrero.
—¿Te vas? —preguntó sorprendida.
—Sí —repliqué—, no me gusta esta jaula vacía mientras vas a ver a algún otro.
—Algún otro —repitió; y después, como si estuviera desesperada, agregó—: Es mi bebé, si quieres saberlo. Una amiga me lo cuida cuando estoy fuera o trabajando.
—Oh, pobrecita —grité—. Con un niño en esta vida.
—Yo quería un bebé —gritó desafiante—. ¡No me separaría de ella por nada en el mundo! Siempre quise un bebé. Hay muchas chicas así.
—¿De veras? —grité sorprendido—. ¿Sabes quién es su padre? —continué.
—–Por supuesto que sí —respondió—. Trabaja en los corrales de ganado. Es rudo y jamás está sobrio.
—Supongo que te casarías con él si anduviera derecho —dije.
—Cualquier chica se casaría con un tipo decente —contestó.
—Eres bonita —dije.
—¿Te parece? —preguntó ansiosamente, echándose el cabello hacia atrás. Lo era, pero ahora… esta vida…, y se encogió expresivamente de hombros.
—¿No te gusta? —pregunté.
—No —gritó—, aunque cuando consigues un tipo agradable, no es tan mala. Pero son escasos —continuó, amargamente—, y por lo general, cuando son agradables no tienen dólares. Los tipos buenos son todos pobres o viejos —agregó, reflexivamente.
Me había concedido la mayor parte de su sabiduría, de modo que saqué un billete de cinco dólares y se lo di.
—Gracias —dijo—, eres un tesoro y si quieres venir a verme en algún momento, ven y trataré de hacerte pasar un buen rato.
Me fui. ¡Había tenido mi primera conversación con una prostituta y en su habitación! La idea de que una chica podía desear un bebé era totalmente nueva para mí. ¡Sus tentaciones eran muy distintas de las de un muchacho!
Durante la mayor parte de mi primer año en Chicago, no saboreé el amor. Con frecuencia me sentía tentado por una u otra camarera, pero sabía que si cedía perdería prestigio, y simplemente me lo saqué de la cabeza con resolución, como había hecho con la bebida. Pero hacia el comienzo del verano, la tentación llegó con un nuevo disfraz. Una familia española, de apellido Vidal, llegó al Fremont House.
El señor Vidal parecía un oficial francés, de estatura media, atildado, muy moreno y con bigotes grises que se levantaban en las puntas. Su esposa, maternal pero fornida, de grandes ojos oscuros y rasgos pequeños; un primo, hombre de alrededor de treinta años, más bien alto, con un pequeño bigote negro parecido a un cepillo de dientes, pensé, y modales bruscos e imperiosos. Al comienzo no vi a la chica, que hablaba con su doncella india. Comprendí de inmediato que los Vidal eran ricos y les di las mejores habitaciones.
—Todas se comunican… excepto la suya —agregué, volviéndome hacia el joven—. Está del otro lado del corredor, pero es grande y tranquila.
Un gesto desdeñoso fue todo lo que el señor Arriga dedicó a mis trabajos. Cuando tendí las llaves al botones, la chica se quitó la mantilla negra.
—¿Hay cartas para nosotros? —preguntó discretamente.
Durante un minuto me quedé estupefacto, maravillado.
—Iré a ver —murmuré después, y fui hasta el archivador, pero sólo para tranquilizarme. Sabía que no había ninguna.
—Ninguna, lo lamento —dije sonriendo y observando a la chica mientras se alejaba.
—¿Qué me pasa? —me pregunté enojado—. No es hermosa esta señorita Vidal. Bonita sí, y morena, con hermosos ojos oscuros, pero nada extraordinario.
No dio resultado. Estaba conmovido de una manera nueva y no quería admitirlo. En realidad, la conmoción fue tan grande que mi cabeza se puso de inmediato en contra de mi corazón y mi temperamento, como alarmada.
«Todos los españoles son morenos me dije, tratando de menospreciar a la chica y recobrar el autocontrol. Además, su nariz se parece un poco a un pico».
Pero no había convicción en mi crítica. Tan pronto como recordé la gracia orgullosa de su apostura y la magia de su mirada, volvió a sacudirme la fiebre. Por primera vez, habían tocado mi corazón.
Al día siguiente supe que los Vidal venían de España y se dirigían a su hacienda cerca de Chihuahua, en el norte de México. Tenían intención de quedarse en Chicago tres o cuatro días, porque la señora Vidal tenía problemas cardíacos y no podía soportar muchas fatigas. Además descubrí que el señor Arriga cortejaba a su prima o bien estaba prometido a ella, y de inmediato procuré hacerme agradable al hombre. El señor Arriga era un estupendo billarista y yo tomé el camino más fácil hacia su corazón reservándole la mejor mesa, consiguiéndole un adversario parejo y felicitándolo por su habilidad. Al día siguiente, Arriga me abrió su corazón.
¿Qué se podía hacer en este aburrido agujero? ¿Sabía yo de alguna diversión? ¿Mujeres bonitas?
No podía hacer otra cosa que no fuera mostrarme comprensivo y tratar de sonsacarlo, cosa que logré fácilmente, porque al señor Arriga le gustaba alardear de su nombre y posición en México y de sus conquistas.
—¡Ah, debería haberla visto cuando la saqué en el baile[21] …un ángel! —y se besó galantemente los dedos.
—¿Tan bonita como su prima? —aventuré.
El señor Arriga me disparó una aguda mirada de sospecha, pero aparentemente tranquilizado por mi franqueza, continuó:
—En México jamás hablamos de los miembros de nuestra familia. La señorita es bonita, por supuesto, pero muy joven. No tiene el encanto de la experiencia, la caricia de… conozco tan mal el americano, que me resulta difícil explicarme.
Pero yo estaba satisfecho.
«No la ama —me dije—; no ama a nadie, como no sea a sí mismo».
Con mil pequeñas atenciones encontré la manera de hacerme notar por los Vidal. Salían todas las tardes y tuve cuidado de que tuvieran el mejor coche y el mejor conductor y me tomaba trabajos para encontrarles recorridos nuevos y agradables, aunque Dios sabe que la elección era limitada. La belleza de la chica creció en mi interior de manera extraordinaria. Sin embargo, eran el orgullo y la reserva de su rostro los que me fascinaban aún más que sus grandes ojos oscuros o sus rasgos finos o su espléndido color. Su silueta y su paso eran hermosos, pensé. Jamás me atreví a buscar epítetos para sus ojos, su boca o su cuello. Su primera aparición en traje de noche fue una revelación para mí; era mi ídolo, entronizado y sagrado.
Debo presumir que la chica veía lo que me sucedía y estaba complacida. No hizo ninguna señal, no se traicionó de ninguna manera, pero su madre observó que siempre estaba dispuesta a bajar al vestíbulo y no perdía la oportunidad de hacer alguna averiguación en la conserjería.
—Quiero practicar mi inglés —dijo una vez la chica, y su madre sonrió.
—Los ojos[22], quieres decir tus ojos, querida mía —y agregó para sí—. ¿Y por qué no? La juventud… —y suspiró por su propia juventud ahora perdida y los pétalos ya marchitos.
Conseguí una pequeña conversación con mi diosa. Vino a la oficina a pedir reservas en el Pullman para El Paso. Yo me puse en seguida a ello, y cuando la exquisita damita agregó con su gracioso acento: —Tenemos tanto equipaje; veintiséis bultos—, yo dije tan seriamente como si mi vida dependiera de ello—:
—Por favor, confíe en mí. Yo me ocuparé de todo. Sólo desearía —agregué—, poder hacer más por usted.
—Es muy amable —dijo la coqueta—, muy amable —y me miró de lleno.
Animado por la desesperación que me producía su próxima partida, agregué:
—Lamento tanto que se vaya. Nunca la olvidaré, nunca.
Sorprendida por mi franqueza, la chica rio con picardía.
—«Nunca» quiere decir una semana, me imagino.
—Verá —continué de prisa, como arrastrado por algo, como de hecho lo estaba—. Si pensara que no voy a verla otra vez, y pronto, no desearía vivir.
—Una declaración —rio alegremente, mirándome todavía a la cara.
—No de independencia —grité— sino de…
Mientras yo vacilaba entre las palabras «afecto» y «amor», la chica se llevó un dedo a los labios.
—Chist —dijo gravemente—, es usted demasiado joven para hacer un juramento y yo no debo escucharlo —pero al ver que mi rostro se ensombrecía, agregó—: Ha sido usted muy amable. Recordaré con placer mi estancia en Chicago —y me tendió la mano.
Yo la tomé y la sostuve, atesorando su contacto.
Guardé en mi corazón, como el más puro de los tesoros, su mirada y el calor de sus dedos.
Tan pronto como se hubo ido, llevándose con ella el esplendor, me devané los sesos para encontrar algún pretexto para otra charla.
La frase «se va mañana» martilleaba en mi cerebro y el dolor de mi corazón me ahogaba, impidiéndome casi pensar. De pronto, se me ocurrió la idea de las flores. Compraría montones. No. Todo el mundo lo notaría y hablaría del asunto. Sería mejor unas pocas. ¿Cuántas? Pensé y pensé.
Cuando bajaron al vestíbulo al día siguiente, listos para partir, yo acechaba mi oportunidad, pero ella me dio una mejor que cualquiera que hubiera podido escoger yo. Esperó a que su padre y Arriga salieran y luego vino hacia el escritorio.
—¿Tiene los cheques? —preguntó.
—Se lo darán todo en el tren —dije—, pero tengo esto para usted. ¡Por favor, acéptelas! —y le di tres espléndidos capullos de rosas rojas, elegantemente adornados con helechos.
—Qué amable —dijo, ruborizándose— y qué bonitas son —agregó, migando las rosas—. ¿Sólo tres?
—Una por su cabello —dije con ingenio amoroso—, otra por sus ojos y otra por su corazón… ¿Lo recordará? —agregué intensamente en voz baja.
Ella sintió y luego me miró con picardía.
—Tanto como… duren las flores —dijo riendo y volvió junto a su madre.
Los acompañé al ómnibus y todos me dedicaron palabras amables, incluso el señor Arriga, pero atesoré sobre todo su mirada y sus palabras al atravesar la puerta.
Manteniéndola abierta para ella, murmuré cuando pasó, porque los otros podían oírme:
—Iré pronto.
Ella se detuvo de inmediato, fingiendo mirar la manija de un baúl que se llevaba el portero.
—El Paso está muy lejos —suspiró— y la hacienda diez leguas más allá. ¿Cuándo llegaremos… cuándo? —agregó, echándome una mirada. Durante muchos meses, la palabra «cuando» fue significativa para mí. Ella la había llenado de significados.
He contado en detalle este encuentro con la señorita Vidal, porque marcó una época de mi vida. Era la primera vez que el amor había proyectado su encanto sobre mí, haciendo suprema e intoxicante la belleza. La pasión me facilitó la resistencia a la tentación ordinaria, porque me enseñó que en el reino del amor hay todo un mundo deslumbrante que no había imaginado y mucho menos explorado. Apenas tuve pensamientos obscenos sobre Gloria. No fue hasta que la vi con su vestido de noche cuando la desnudé en mi imaginación y estuve a punto de volverme loco de deseo descontrolado. ¿Me besaría alguna vez? ¿Cómo era sin ropas? Mi imaginación todavía era torpe. Podía imaginar sus senos mucho mejor que su sexo, y decidí examinar con mucha más atención a la próxima chica que tuviese la suerte de ver desnuda.
En mi interior, latía la firme resolución de ir a Chihuahua de una manera u otra en el futuro próximo y volver a ver a la encantadora, y a su debido tiempo esa resolución volvió a dar nueva forma a mi vida.
A comienzos de junio de ese año, llegaron al hotel tres desconocidos, todos ganaderos de un nuevo tipo, según me dijeron. Se llamaban Reece, Dell y Ford, el «Jefe», como lo llamaban. Reece era un inglés o más bien un galés alto y moreno, siempre calzado con botas de montar de cuero marrón y vestido con breeches Bedford y chaqueta oscura de tweed. Parecía un próspero caballero granjero. Dell era casi una copia suya en lo que se refiere a las ropas, de altura mediana y más fornido. Un inglés ordinario, en suma. El Jefe tenía seis pies de altura, más alto aún que Reece, con una cara bronceada y afilada como un hacha y perfil de águila. Era evidentemente un ganadero del este, de la cabeza a los pies. El camarero jefe me habló de ellos y tan pronto como los vi los hice pasar a una mesa fresca y cuidé de que fueran bien atendidos.
Uno o dos días después nos habíamos hecho amigos y un poco más tarde Reece me hizo tomar las medidas para hacerme dos pares de breeches de pana, y había prometido enseñarme a montar. Eran vaqueros, dijo con su fuerte acento inglés e iban a Río Grande a comprar ganado para llevarlo al mercado de Kansas. Parece que en el sur de Texas se podía comprar ganado por un dólar por cabeza o menos, vendiéndolo luego en Chicago entre diez y quince dólares por cabeza.
—Por supuesto que no siempre salimos sin daño —observó Reece—. Los indios —Cherokes, Pies negros y Sioux— se cuidan bien de ello, pero un rebaño de cada dos pasa, y eso significa mucho dinero.
Me enteré de que habían traído mil cabezas de ganado de su rancho cerca de Eureka, en Kansas, y un par de cientos de cabezas de caballos.
Para abreviar: Reece consiguió fascinarme. Me dijo que Chihuahua era una provincia mexicana que estaba exactamente del otro lado de Río Grande, en Texas, e inmediatamente decidí partir con estos vaqueros, si deseaban llevarme. Dos o tres días después, Reece me dijo que estaba mejor dotado para cabalgar que nadie que hubiera visto hasta entonces, aunque agregó:
—Cuando vi sus piernas cortas y gruesas, pensé que nunca podría adquirir demasiada destreza.
Pero yo era fuerte y había crecido casi seis pulgadas en el año transcurrido en los Estados Unidos. Además, metía los dedos de los pies hacia adentro, como me había ordenado Reece y me sostenía en la silla inglesa sólo con las rodillas, hasta que estaba fatigado y dolorido. Una quincena después, Reece me hizo poner monedas de cinco céntimos entre mis rodillas y la silla, haciendo que las mantuviera allí mientras galopaba o trotaba.
Esta práctica pronto hizo de mí un jinete en lo que concernía a la silla y yo sabía ya que Reece era un maestro en los misterios del arte, porque me dijo que en Inglaterra acostumbraba a montar potros en los cotos de caza.
—Así es como se aprende a conocer a los caballos —agregó significativamente.
Un día descubrí que Dell sabía algo de poesía, Literatura y economía y eso terminó de ganarme. Cuando les pregunté si me llevarían con ellos como vaquero, me dijeron que tendrían que preguntarle al Jefe, pero que no había duda de que aceptaría. Y aceptó, después de una aguda mirada.
Entonces vino la tarea más difícil: tenía que decirle al señor Kendrick y al señor Cotton que debía irme. Quedaron más que sorprendidos. Al comienzo pensaron que era un pequeño ardid para conseguir un aumento de sueldo. Cuando comprendieron que era puro afán juvenil de aventuras, discutieron, pero finalmente cedieron. Les prometí volver tan pronto como volviera a Chicago o me cansara de ser vaquero. Tenía ahorrados casi ochocientos dólares que, por consejo del señor Cotton, transferí a un banco de Kansas que él conocía bien.
La vida en el camino
El diez de junio tomamos un tren para Kansas, que en ese momento era la puerta de entrada al «salvaje oeste». En Kansas conocí a otros tres hombres que pertenecían al grupo: Bent, Charlie y Bob, el mexicano. Charlie, para empezar con el menos importante, era un guapo joven americano, de ojos azules y cabello rubio, de más de seis pies de altura, muy fuerte, despreocupado y frívolo. Siempre pensé en él como en un Terranova grande, amable, más bien torpe, pero siempre bienintencionado. Bent era diez años mayor: era un veterano de la guerra, moreno, saturnino, resuelto. Tenía cinco pies nueve pulgadas de altura, con músculos como cuerdas y una mentalidad curiosamente difícil de aprehender. Bob, el más peculiar y original que yo hubiera conocido hasta entonces, era un pequeño mejicano reseco, de apenas cinco pies y tres pulgadas, medio español y medio indio, me parece, que podía tener entre treinta y cincuenta años y que rara vez abría la boca, como no fuera para maldecir en castellano a los americanos. Hasta Reece admitía que Bob cabalgaba «mejor que la media» y sabía más sobre ganado que cualquier persona en el mundo. La admiración de Reece dirigió mi curiosidad hacia el hombrecito y aproveché todas las oportunidades de hablarle y darle cigarros, cortesía tan poco habitual que al comienzo más bien le producía cierto resentimiento.
Parece que estos tres hombres se habían quedado en Kansas para vender otro rebaño y comprar suministros que se necesitaban en el rancho. Lo habían hecho, así que al día siguiente salimos de la ciudad de Kansas alrededor de las cuatro de la mañana, tomando un rumbo sudoeste. Para mí todo era hermoso y nuevo. Tres días después se terminaron los caminos y las granjas y estábamos en la pradera; dos o tres días más y la pradera se transformó en las grandes planicies, que se extendían cuatro o cinco mil millas de norte a sur en un ancho de varios cientos de millas. Las planicies tenían por vestido pasturas y artemisa. Y poco más, salvo en los valles de los ríos, donde había algarrobos. Por todas partes abundaban los conejos, los pollos de las praderas, el ciervo y el búfalo.
Cubríamos unas treinta millas en un día. Bob se sentaba en la carreta y manejaba las cuatro mulas, mientras Bent y Charlie nos hacían café y bizcochos por la mañana y guisaban entrañas y cualquier pieza de caza que consiguiéramos para el almuerzo o la cena. En la carreta había un barrilito de whisky de centeno, pero lo guardábamos para las picaduras de serpiente o alguna emergencia.
Me transformé en el cazador del grupo, porque pronto descubrieron que mediante algún sexto sentido, siempre podía encontrar el camino de regreso a donde estaba la carreta, en línea recta, y de todo el equipo sólo Bob poseía ese instinto. Bob lo explicó murmurando: ¡No americano! El instinto en sí, que me ha servido más veces de las que puedo contar, es en esencia inexplicable. Siento la dirección. El vago sentimiento se fortalece mediante la observación del camino recorrido por el sol y por la manera en que se inclinan las hojas de hierba y crecen los arbustos. Pero me transformé en un miembro valioso del grupo en lugar de un simple parásito a medio camino entre maestro y hombre, y fue el primer paso para lograr el aprecio de Bob, que me enseñó más que todas las otras casualidades de los comienzos de mi vida. En Kansas había comprado una escopeta, un rifle y un revólver Winchester, y Reece me había enseñado cómo conseguir armas que me convinieran. Esto me ayudó a convertirme casi de inmediato en un buen tirador. Pronto, para mi dolor, descubrí que nunca sería un gran tirador, porque Bob, Charlie y hasta Dell veían cosas mucho más apartadas de mi radio visual. En realidad, yo era miope por astigmatismo y según descubrí más tarde, ni siquiera las gafas aclaraban mi vista borrosa.
Fue la segunda o tercera desilusión de mi vida. Las otras fueron la certeza de mi fealdad y el hecho de que siempre sería demasiado bajo y pequeño como para ser un gran luchador o un atleta.
A medida que fui avanzando en la vida, descubrí incapacidades más serias, pero sólo sirvieron para fortalecer mi absoluta resolución de hacer todo lo que pudiera con las cualidades que poseía. Mientras tanto, mi vida era divinamente nueva, extraña y placentera.
Después del desayuno, alrededor de las cinco de la mañana, me alejaba de la carreta hasta que la perdía de vista y luego me abandonaba al júbilo de la soledad, sin límites entre la planicie y el cielo. El aire era vivo y seco, tan excitante como el champán, y hasta cuando el sol llegaba al cénit y hacía un calor ardiente, seguía siendo ligero y vigorizante. Kansas está a dos mil pies sobre el nivel del mar y el aire es tan seco que un animal, cuando muere, se seca sin heder. En pocos meses, el pellejo está lleno de polvo. Había mucha caza. Difícilmente pasaba una hora cuando ya tenía media docena de palomas moñudas o un ciervo y entonces regresaba con mi poney al campamento, tal vez con una nueva flor silvestre en la mano, cuyo nombre deseaba aprender.
Después del almuerzo, acostumbraba a reunirme con Bob en la carreta y aprender palabras o frases en castellano o interrogarlo sobre sus conocimientos del ganado. En la primera semana nos hicimos grandes amigos. Descubrí con estupefacción que en castellano Bob era tan voluble como parco en inglés, y su conocimiento de juramentos, amonestaciones e indecencias en castellano era sorprendente. Bob despreciaba todo lo americano con increíble ferocidad y esto me interesaba por su aparente irracionalidad.
Una o dos veces, durante el camino, hicimos una carrera. Pero Reece, montado en un gran pura sangre de Kentucky, llamado Shiloh, ganó con facilidad. Sin embargo, me dijo que en el rancho había una joven yegua llamada Blue Devil, que era tan rápida como Shiloh, de rara planta y energía.
—Puedes tenerla si eres capaz de manejarla —dijo con aire casual, y yo decidí ganarme a Devil, si podía.
En unos diez días llegamos al rancho contiguo a Eureka. Estaba en medio de cinco mil acres de pradera y era una gran construcción de madera que podía albergar a veinte hombres. Pero no estaba tan bien construido como el gran establo de ladrillos, orgullo de Reece, que albergaba cuarenta caballos y podía además cobijar otra media docena en cómodos boxes, al mejor estilo inglés.
La casa y el establo estaban situados en una larga elevación ondulante, a unas trescientas yardas de un riachuelo de buen tamaño que pronto bauticé como el Riachuelo de las Víboras, porque en los arbustos y árboles de las riberas pululaban las serpientes de todos los tamaños. La gran sala del rancho estaba decorada con revólveres y rifles de doce clases diferentes y también cuadros, por extraño que parezca, sacados de periódicos ilustrados. El suelo estaba cubierto con pieles de búfalo y oso y otras más raras, de visón y castor, colgaban aquí y allá de las paredes de madera. Llegamos al rancho una noche tarde y comí en una habitación con Dell. Él tomó la cama y yo me envolví en una alfombra sobre el sillón. Dormí como un lirón y a la mañana siguiente estaba levantado antes que el sol para hacer el inventario, por decirlo así. Un muchacho indio me mostró el establo y también, por azar, a Blue Devil, en un box confortable, todo para ella. Estaba muy intranquila.
—¿Qué le pasa? —pregunté, y el indio me explicó que se había hecho una rozadura en la oreja, cerca de la cabeza, y las moscas no la dejaban en paz. Fui a la casa y conseguí que Peggy, el cocinero mulato, llenara un cubo de agua caliente, y regresé con él y una esponja al box. Blue Devil vino hacia mí y me mordió el hombro, pero tan pronto como apoyé en su oreja la esponja con agua caliente, dejó de morderme y pronto nos hicimos amigos. Esa misma tarde, la llevé frente al rancho, ensillada y embridada, la monté y salí con ella que estaba tranquila como un cordero.
—Es tuya —dijo Reece—, ¡pero si alguna vez te atrapa un pie con la boca, sabrás lo que es el dolor!
Parece que era un truquillo que practicaba: tironeaba y tironeaba de las riendas hasta que el jinete las aflojaba; entonces, daba vuelta la cabeza, atrapaba los dedos de los pies del tipo y mordía como un demonio. No podía montarla nadie que le desagradase, porque peleaba como un hombre con sus patas delanteras, pero nunca tuve dificultades con ella y me salvó la vida más de una vez. Como la mayor parte de las criaturas femeninas, respondía inmediatamente a la gentileza y era fiel al afecto.
Me veo obligado a observar que si relato todos los otros acontecimientos de este año memorable con tanta extensión como he relatado los incidentes de la quincena en que pasé de Chicago a Eureka, tendré que dedicarles por lo menos un volumen. De modo que prefiero asegurar a mis lectores que uno de estos días, si vivo, publicaré mi novela On the Trail[23], que relata toda la historia con muchos detalles. Ahora me contentaré con decir que dos días después de nuestra llegada al rancho, salimos —diez hombres fuertes y dos carretas llenas de ropas y provisiones, arrastradas por cuatro mulas cada una— con intención de cubrir las mil doscientas millas hasta el sur de Texas o Nuevo México, donde esperábamos poder comprar quinientas o seiscientas cabezas de ganado a un dólar por cabeza, para conducirlas a Kansas City, la estación de ferrocarril más cercana.
Cuando llegamos al gran camino, cien millas más allá de Fort Dodge, los días comenzaron a transcurrir con absoluta monotonía. Después de la puesta del sol, solía levantarse una brisa ligera que hacía la noche agradablemente fresca y podíamos sentarnos y conversar alrededor del fuego del campamento durante una o dos horas. Por extraño que parezca, la conversación giraba siempre hacia la alcahuetería, la religión o las relaciones entre capital y trabajo. Era curioso ver con cuánta ansiedad discutían estos vaqueros los misterios de este mundo incomprensible y yo, como escéptico militante, pronto me hice de una reputación entre ellos, porque por lo general Dell me respaldaba y su conocimiento de libros y pensadores nos parecía extraordinario.
Estas permanentes discusiones nocturnas, esta argumentación perpetua, tuvieron sobre mí consecuencias inimaginables. No tenía libros conmigo y con frecuencia me enfrentaba cada noche con dos o tres teorías distintas. Tenía que resolver los problemas por mí mismo y por lo general reflexionaba cuando salía a cazar solo durante el día. Fue siendo vaquero cuando me enseñé a pensar: un arte poco común entre los hombres y raramente practicado. Cualquier originalidad que posea proviene del hecho de que en la juventud, mientras mi mente estaba en proceso de crecimiento, me enfrenté con importantes problemas modernos y me vi obligado a pensarlos solo y encontrar alguna respuesta razonable a los interrogantes de media docena de cerebros distintos.
Por ejemplo, una noche Bent preguntó cuál debería ser el salario adecuado para el obrero común. Sólo pude contestar que el salario del obrero debería aumentar al menos en la medida en que aumentaba la productividad, pero en ese momento no pude descubrir cómo acercarse a este arreglo ideal. Cuando diez años más tarde, en Alemania, leí a Herbert Spencer, quedé encantado al descubrir que había adivinado la mejor parte de su sociología, haciéndole agregados. Sabía que su idea de que la magnitud de la libertad individual en un país depende de «la presión del exterior», era cierta sólo a medias. La presión del exterior es un factor, pero no es ni siquiera el más importante: la fuerza centrípeta de la propia sociedad es, con frecuencia, mucho más poderosa. ¿Cómo explicar, si no, que durante la primera guerra mundial, la libertad haya casi desaparecido en estos Estados, pese a la Primera Enmienda de la Constitución? De hecho, en todo momento hay aquí mucho menos interés por la libertad que en Inglaterra o hasta Alemania o Francia. Basta pensar en la prohibición para admitirlo. La tensión hacia el centro en cada país está en proporción directa a las masas, y en consecuencia el sentimiento de rebaño es en América irracionalmente fuerte.
Si no estábamos discutiendo o contando chistes obscenos, era seguro que Bent sacaba las cartas y el instinto del juego mantenía ocupados a los muchachos hasta que las estrellas palidecían en el oeste.
Hay un incidente que debo relatar aquí, porque rompió la monotonía de la rutina de una manera curiosa.
Nuestro fuego nocturno se hacía con «astillas» de búfalo, como llamaban al excremento seco, y Peggy me había pedido que ya que era el primero en levantarme, alimentara el fuego antes de salir a caballo. Una mañana, levanté una astilla con la mano izquierda y quiso la suerte que molestara a un crótalo de las planicies que probablemente había sido atraído por el calor del campamento. Al levantar la astilla, la serpiente me golpeó el dorso del pulgar, luego se enrolló en un instante y comenzó a hacer sonar el cascabel. Enojado, la pisé con el pie derecho y la maté mientras mordía al mismo tiempo el lugar del pulgar donde me había picado. Después, todavía descontento, froté mi pulgar sobre las ascuas, especialmente sobre la herida. Presté poca atención al asunto. Me parecía que la serpiente era demasiado pequeña como para ser muy ponzoñosa, pero al regresar a la carreta para despertar a Peggy, este gritó y llamó al Jefe, a Reece y a Dell, evidentemente muy nervioso y hasta ansioso. Reece estuvo de acuerdo con él en que la mordedura del pequeño crótalo de la planicie era tan venenosa como la de su hermana mayor de los bosques.
El Jefe sacó un vaso de whisky y me dijo que lo bebiera. Yo no quería, pero insistió y lo bebí.
—¿Quemó? —preguntó.
—¡No, fue como agua! —contesté y observé que el Jefe y Reece cambiaban una mirada intencionada.
En seguida el Jefe dijo que debía caminar y, tomándome cada uno por un brazo, me hicieron caminar solemnemente en redondo durante media hora. Para entonces yo estaba medio dormido. El Jefe se detuvo y me dio otra jarra de whisky. Me despertó por un momento, pero luego comencé otra vez a sentirme atontado y sordo. Otra vez me dieron whisky. Reviví, pero cinco minutos después, caí al suelo y les rogué que me dejaran dormir.
—¡Maldito sea el sueño! —gritó el Jefe—. No despertarías más. Fuerza —y otra vez me dieron whisky.
Entonces, comencé a comprender vagamente que debía utilizar mi fuerza de voluntad, de modo que empecé a saltar y sacudirme la creciente somnolencia. Otros dos o tres tragos de whisky y mucho movimiento ocuparon las dos horas siguientes, y de pronto me hice consciente de un dolor agudo, intenso en mi pulgar izquierdo.
—Ahora puedes dormir —gritó el Jefe—, si quieres. ¡Supongo que el whisky ha vencido al crótalo!
El dolor en mi pulgar quemado era agudo. Descubrí también que por primera vez en mi vida me dolía la cabeza. Peggy me dio agua caliente para beber y el dolor de cabeza desapareció pronto. En uno o dos días estaba tan bien como siempre, gracias al régimen vigoroso del Jefe. En el transcurso de un solo año, perdimos dos jóvenes a causa de las pequeñas serpientes de las praderas que parecían tan insignificantes.
Los días pasaron rápidamente, hasta que llegamos cerca de los primeros pueblos del sur de Texas. Entonces todos los hombres pidieron las pagas atrasadas al Jefe y procedieron a afeitarse y acicalarse con salvaje excitación. Charlie parecía un loco. Media hora después de llegar a la principal taberna del pueblo, todos, excepto Bent, estaban borrachos como cubas y buscaban alguna chica con la que pasar la noche. Yo ni siquiera fui con ellos a la taberna y rogué en vano a Charlie que no hiciera el tonto.
—¡Para eso vivo! —gritó, y salió corriendo.
Yo me había acostumbrado a pasar todo mi tiempo libre con Reece, Dell, Bob o el Jefe, y aprendí mucho de todos ellos. En poco tiempo había agotado al Jefe y a Reece; pero Dell y Bob, cada uno a su manera, estaban mejor equipados y mientras Dell me introducía en la literatura y la economía, Bob me enseñaba algunos de los misterios del oficio de vaquero y la moral especial del ganado texano. Según parece, cada pequeño rebaño de esos animales semisalvajes tenía su propio líder al cual seguía fanáticamente. Cuando juntábamos en el corral varios grupos distintos, había confusión y desconcierto, hasta que después de mucha amenaza y un poco de lucha, se elegía un nuevo líder al que todos obedecían. Pero a veces perdíamos cinco o seis animales en el conflicto. Descubrí que Bob podía meterse entre los brutos con su poney y elegirles el líder en su lugar. De hecho, en el gran rodeo que se hizo cerca de Taos, entró a pie a un corral donde había muchos rebaños y eligió el líder entre los vítores de sus compatriotas, que desafiaban a los americanos[24] a emular la hazaña. El conocimiento que tenía Bob del ganado era incalculable y todo lo que sé lo aprendí de él.
Durante la primera semana, más o menos, Reece y el Jefe estuvieron fuera todo el día, comprando ganado. Por lo general, Reece elegía a Charlie y a Jack Freeman, jóvenes americanos, para conducir la compra al gran corral, mientras que el Jefe elegía indiferentemente a uno u otro. Charlie fue el primero en retirarse. La primera noche había cogido una enfermedad venérea y tuvo que guardar cama durante más de un mes. Uno tras otro, los más jóvenes cayeron víctimas de la misma plaga. Yo fui a la ciudad más próxima, consulté médicos e hice todo lo que pude por ellos. Con frecuencia, la curación era lenta, porque volvían a beber para ahogar las preocupaciones y de esta manera transformaban su enfermedad en crónica. Yo nunca pude comprender la tentación. Emborracharse era bastante malo, pero ir en ese estado con alguna mujer sucia o una especie de prostituta, me resultaba incomprensible.
Naturalmente, pregunté por los Vidal, pero nadie parecía saber de ellos y aunque hice todo lo que pude, pasaron las semanas sin encontrar rastro de ellos. Sin embargo, escribí a la dirección que me había dado Gloria antes de abandonar Chicago, para que pudiera enviarles sus cartas; pero antes de saber de ella había dejado Texas. De hecho, su carta me llegó al Fremont House, donde la encontré al regresar a Chicago. Me decía simplemente que habían cruzado el Río Grande y se habían instalado en su hacienda, donde tal vez, agregaba tímidamente, yo les haría una visita algún día. Le escribí agradeciéndole y asegurándole que para mí, su recuerdo transfiguraba el mundo… lo que era cierto. Me tomé infinitos trabajos para poner esta carta en buen castellano, aunque me temo que a pesar de la ayuda de Bob, tenía una docena de faltas. Pero me adelanto.
Rápidamente, reunimos el rebaño. A comienzos de julio partimos hacia el norte, llevando delante de nosotros unas seis mil cabezas de ganado que por cierto no habían costado cinco mil dólares. Ese primer año todo nos fue bien. Sólo vimos pequeñas bandas de indios de las planicies y éramos demasiado fuertes para ellos. El Jefe me había permitido poner quinientas cabezas en mi cuenta. Deseaba recompensarme, dijo, por mi incesante y duro trabajo, pero yo estaba seguro de que habían sido Reece y Dell quienes se lo habían sugerido.
El hecho de que parte del ganado era mía, me transformó en el más vigilante e infatigable vaquero. Más de una vez mi vigilancia, aguzada por el instinto de Bob, cambió nuestra fortuna. Cuando comenzamos a bordear territorio indio, Bob me advirtió que una banda pequeña o incluso un indio solo podrían tratar de espantar el rebaño por la noche. Alrededor de una semana más tarde, observé que el rebaño estaba inquieto.
—¡Indios! —dijo Bob cuando le hablé de las señales.
Esa noche estaba libre, pero como de costumbre daba una vuelta a caballo, cuando alrededor de la medianoche vi una figura blanca surgiendo de la tierra como un alarido fantasmagórico. El rebaño comenzó a correr, de modo que levanté el rifle y le disparé al indio, y aunque no le di, le pareció mejor abandonar el campo. Cinco minutos después habíamos tranquilizado al ganado y no pasó nada desagradable esa noche o más bien hasta que llegamos a Wichita, que era por entonces la avanzada de la civilización. Diez días después estábamos en Kansas, metiendo al ganado en un tren, aunque vendimos allí la cuarta parte del ganado a unos quince dólares por cabeza. Llegamos a Chicago a primeros de octubre y pusimos el ganado en los corrales que rodeaban al depósito de la calle Michigan. Al día siguiente vendimos más de la mitad del rebaño y yo tuve la suerte de encontrar un comprador que pagó quince dólares por cabeza por trescientas de mis bestias. Si no hubiera sido por el Jefe, que quería vender a tres céntimos la libra, hubiera vendido todo lo que tenía. Tal como fueron las cosas, terminé con más de cinco mil dólares en el banco y me sentí un nuevo Creso. Sin embargo, mi alegría tuvo poca duración.
Por supuesto me alojé en el Fremont y fui muy bien recibido. La dirección había empeorado mucho, pensé, pero estaba contento de no ser ya responsable y poder estar allí a mis anchas. Mis seis meses en el camino me habían marcado profundamente. Hicieron de mí un trabajador y, sobre todo, me enseñaron que la resolución tensa, la fuerza de voluntad, eran el factor más importante de la vida. Decidí entrenar mi voluntad mediante el ejercicio, de la misma manera que entrenaría un músculo, y cada día me proponía una nueva prueba. Por ejemplo, me gustaban las patatas, de modo que decidí no comer ninguna durante una semana. Otra vez renuncié al café, que adoraba, durante un mes, y tuve mucho cuidado de respetar mi determinación. Había descubierto un refrán francés que fortaleció mi decisión: Celui qui veut, celuilà peut. «Querer es poder». Decidí que sería mi mente, y no mis apetitos, lo que me gobernaría.