Capítulo 5

El gran Nuevo Mundo

Durante el resto del viaje, un beso robado y caricias fugaces fueron todo lo que conseguí de Jessie. Una tarde, las luces de tierra que parpadeaban a la distancia reunieron multitudes en cubierta. El barco comenzó a disminuir la velocidad. Los pasajeros que viajaban en camarote bajaron como de costumbre, pero cientos de inmigrantes, como yo, se sentaron y contemplaron las estrellas descender por el cielo hasta que por fin llegó el amanecer, con luces de plata y revelaciones sorprendentes.

Todavía recuerdo los estremecimientos que hicieron presa de mí cuando vi las grandes vías fluviales de ese puerto abrigado y vi Long Island estirándose por un lado, como un mar, y del otro lado el magnífico Hudson con sus empalizadas, mientras que frente a mí estaba el East River, de casi una milla de ancho. ¡Qué entrada a un mundo nuevo! Un puerto oceánico magnífico y seguro, que es también el lugar de reunión de grandes caminos acuáticos que penetran en el continente.

No podía imaginarse mejor lugar para una capital del mundo. Yo estaba fascinado por la espaciosa grandeza, el destino manifiesta de esta ciudad reina de las aguas.

La Vieja Batería apuntaba en mi dirección y también Governor’s Island y la prisión y el lugar donde se construía el puente de Brooklyn; De pronto, Jessie pasó del brazo de su padre y me lanzó una mirada radiante, insistente, de amor y promesa.

No recuerdo nada más, hasta que desembarcamos y el viejo banquero se acercó para decirme que había hecho sacar mi pequeña caja de donde estaba, para ponerla junto con su equipaje.

—Vamos al Hotel Quinta Avenida —agregó—, en Madison Square. Allí estaremos cómodos —y sonrió complacido de sí mismo.

Yo también sonreí y le di las gracias, pero no tenía intención de ir en su compañía. Regresé al barco y agradecí al doctor Keogh con todo mi corazón su gran bondad hacia mí. Me dio su dirección en Nueva York e incidentalmente me enteré de que si yo guardaba la llave de mi baúl nadie podía abrirlo o llevárselo. Lo dejarían a cargo de la aduana hasta que yo lo reclamara.

Un minuto después, estaba de regreso en el gran cobertizo del muelle y me había acercado a un extremo cuando advertí las escaleras.

—¿Por allí se va a la ciudad? —pregunté, y un hombre contestó—: Claro.

Lancé una rápida mirada alrededor de mí para asegurarme de que no era observado y un instante después había bajado las escaleras y estaba en la calle. Corrí adelante dos o tres manzanas y luego pregunté y me dijeron que justamente enfrente estaba la Quinta Avenida. Cuando giré Quinta Avenida arriba, comencé a respirar con libertad: «No más padres para mí». El anciano que me había molestado fue arrojado al olvido sin pena. Por supuesto, ahora sé que merecía mejor trato. Tal vez incluso me hubiera ido mejor si hubiera aceptado su ayuda amable y generosa, pero estoy tratando de establecer la verdad desnuda y sin adornos, y debo decir aquí que los efectos de los niños son mucho menos intensos de lo que muchos padres creen. Jamás dediqué un pensamiento a mi padre. Ni siquiera lamenté a mi hermano Vernon, quien siempre había sido bueno conmigo, alimentando mi desorbitada vanidad. La nueva vida me llamaba; estaba agitado por expectativas y esperanzas.

En un determinado lugar de la Quinta Avenida, llegué a la gran plaza y vi el hotel, pero sólo sonreí y seguí adelante hasta que llegué a Central Park. Cerca de allí —no recuerdo exactamente dónde, pero creo que en el lugar en el que hoy se levanta el hotel Plaza—, había una pequeña casa de madera, con un retrete del otro lado del terreno. Mientras miraba, salió una mujer con un cubo y cruzó hacia el retrete. Unos minutos después, regresó y me vio mirando por encima de la cerca.

—¿Podría darme algo para beber, por favor? —pregunté.

—Seguro —replicó con fuerte acento irlandés—, entra.

Y la seguí a la cocina.

—Usted es irlandesa —dije sonriéndole.

—Lo soy —respondió—, ¿cómo te diste cuenta?

—Porque yo también nací en Irlanda —respondí.

—¡No es verdad! —gritó enfáticamente, más por placer que por deseo de contradicción.

—Nací en Galway —proseguí, y de inmediato se puso muy amable y me dio un poco de leche recién ordeñada. Y cuando supo que no había desayunado y vio que estaba hambriento, me obligó a comer y se sentó conmigo y pronto supo toda mi historia, o al menos lo suficiente como para expresar su sorpresa una y otra vez.

A su vez, me contó cómo se había casado con Mike Mulligan, un estibador que ganaba buenos salarios y era un buen marido, pero de vez en cuando se pasaba en las copas, como hace un hombre cuando es tentado por una de esas «malditas tabernas». Supe que las tabernas eran la ruina de los mejores irlandeses y que «de todos modos eran los mejores hombres, y… y…», y la charla amable y familiar continuó, encantándome.

Cuando el desayuno terminó y lavamos las cosas, me levanté para irme dando las gracias, pero la señora Mulligan no quiso oír hablar de ello.

—Eres un niño —dijo— y no conoces Nueva York. Es un lugar terrible y debes esperar a que Mike vuelva a casa y…

—Pero debo encontrar un lugar para dormir —dije—. Tengo dinero.

—Dormirás aquí —me interrumpió con decisión— y Mike te ayudará a ponerte sobre tus pies, porque conoce Nueva York como su bolsillo y tú eres bienvenido como las flores de mayo y…

¿Qué otra cosa podía hacer sino quedarme y hablar mientras escuchaba toda clase de historias sobre Nueva York y «rudos» que eran «casos difíciles» y «pistoleros» y «mujeres que eran peor… malas pécoras todas ellas»?

A su debido tiempo, la señora Mulligan y yo almorzamos y después me dio permiso para ir al Parque a dar un paseo, pero «cuidado y vuelve a casa a las seis o mandaré a Mike detrás de ti», agregó, riendo.

Caminé un poco por el parque y luego volví hacia el centro, hacia la dirección que me había dado Jessie cerca del Puente de Brooklyn. Era una calle pobre, pensé, pero pronto encontré la casa de la hermana de Jessie, fui a un restaurante contiguo y escribí una pequeña nota a mi amor, que podría mostrar si era necesario, diciéndole que me proponía visitarla el dieciocho, o sea dos días después que el barco en el que habíamos llegado zarpara de regreso a Liverpool. Después de cumplir con este deber, que me parecía posible esperar toda clase de cosas para el dieciocho, el diecinueve o el veinte, deambulé otra vez por la Quinta Avenida y volví sobre mis pasos. Después de todo, en mi actual alojamiento no gastaba nada.

Al regresar esa noche, fui presentado a Mike. Descubrí que era un irlandés grande y apuesto, que pensaba que su esposa era una maravilla y todo lo que hacía era perfecto.

—Mary —dijo, guiñándome un ojo— es una de las mejores cocineras del mundo y si no fuera porque se enoja con un hombre cuando él tiene unas copas de más, sería la mejor muchacha en esta tierra de Dios. Así como es, me casé con ella, y nunca me he arrepentido, ¿eh, Mary?

—No has tenido motivos, Mike Mulligan.

Mike no tenía nada especial que hacer la mañana siguiente, así que me prometió ir a buscar mi pequeño baúl a la aduana. Le di la llave. Insistió tan afectuosamente como su esposa en que debía quedarme con ellos hasta que consiguiera trabajo. Le dije lo ansioso que estaba por empezar y Mike prometió hablar con su jefe y algunos amigos para ver lo que se podía hacer.

A la mañana siguiente, me levanté a las cinco y media, tan pronto como escuché moverse a Mike, y fui con él Séptima Avenida abajo, hasta que subió al tranvía de caballos y me dejó. Entre siete y media y ocho, una cantidad de gente pasó rumbo al centro, hacia sus oficinas. En varias esquinas había lustrabotas. Uno de ellos tenía en su caseta tres clientes y sólo un limpiabotas.

—¿Me dejará ayudarlo a limpiar uno o dos pares? —pregunté.

El tipo me miró.

—No me importa —dijo, y yo cogí los cepillos y me puse a trabajar.

Había lustrado los zapatos de dos tipos cuando él terminaba con el primero. Cuando entraba el siguiente, me susurró «vamos a medias» y me enseñó a usar el paño de lustrar. Me saqué la chaqueta y el chaleco y me puse a trabajar con entusiasmo. Durante la hora y media siguiente, trabajamos a manos llenas. Luego, comenzó a disminuir la afluencia, pero yo había ganado más de un dólar y medio. Después charlamos y Allison, el limpiabotas, me dijo que estaría encantado de trabajar cualquier mañana en los mismos términos. Le aseguré que estaría allí y haría lo mejor que pudiera hasta que consiguiera otro trabajo. Había ganado tres chelines y me había enterado de que era posible conseguir una buena pensión por tres dólares a la semana, de modo que en un par de horas me había ganado el sustento. Me abandonó la última preocupación.

Mike tenía el día libre, de modo que al mediodía fue a casa a almorzar y con buenas noticias. Necesitaban hombres para trabajar bajo el agua en las campanas de hierro del Puente de Brooklyn y pagaban de cinco a diez dólares diarios.

—Cinco dólares —gritó la señora Mulligan—. Debe ser peligroso o insalubre o algo… seguro, nunca deberías poner a trabajar así al chico.

Mike se disculpó, pero el peligro, si es que lo había, me atraía por lo menos tanto como la paga. Mi único temor era que me consideraran demasiado pequeño o joven. Le dije a la señora Mulligan que tenía dieciséis años, porque no deseaba que me trataran como a un niño y ahora le mostré los ochenta centavos que había ganado esa mañana lustrando botas. Ella me aconsejó que insistiera con eso y no fuera a trabajar bajo el agua, pero los cinco dólares diarios prometidos me entusiasmaban.

A la mañana siguiente, poco después de las cinco, Mike me llevó al Puente de Brooklyn a ver al contratista. Deseaba emplear a Mike en seguida, pero sacudió la cabeza en lo que se refería a mí.

—Déjeme probar —le supliqué—, verá como lo hago bien.

—OK —dijo después de una pausa—, ya han bajado cuatro tandas bajo cuerda. Puedes probar.

He hablado del trabajo y sus peligros en mi novela The Bomb[18], pero puedo agregar algunos detalles sólo para demostrar lo que la clase obrera tiene que soportar.

En el cobertizo desnudo donde nos preparábamos los hombres me dijeron que nadie podía hacer ese trabajo durante mucho tiempo sin coger los «nudos». Los «nudos» eran una especie de ataque convulsivo que retorcía el cuerpo como una cuerda y que con frecuencia lo dejaba a uno inválido para siempre. Pronto me explicaron todo el procedimiento. Parecía que trabajábamos en una inmensa campana de hierro que bajaba hasta el fondo del río y estaba llena de aire comprimido para evitar que entrara el agua por debajo. La parte de arriba de la campana es un recinto llamado la «cámara material», dentro del cual se introduce lo que se saca del río, para descartarlo. A un costado de la campana hay otro recinto, llamado el «seguro de aire» en el cual debíamos entrar para ser «comprimidos». A medida que se introduce el aire comprimido, la sangre va absorbiendo los gases del aire hasta que la tensión de los gases en la sangre es igual a la del aire. Cuando se ha alcanzado este equilibrio, los hombres pueden trabajar en la campana durante horas sin demasiadas molestias si se introduce todo el tiempo suficiente aire puro. Parecía que era el aire viciado lo que hacía daño.

Si introdujeran aire bueno, todo estaría bien, pero eso costaría un poco de tiempo y trabajo y las vidas de los hombres son más baratas.

Vi que los hombres trataban de advertirme, pensando que era demasiado joven y en consecuencia fingí prestarles atención.

Cuando entramos en el «seguro de aire» y abrieron uno a uno los grifos de aire comprimido, los hombres se llevaron las manos a los oídos y pronto los imité, porque el dolor era muy agudo. En realidad, los tímpanos estallan con frecuencia si se introduce demasiado rápidamente el aire comprimido. Descubrí que la mejor manera de enfrentar la presión era tragar aire todo el tiempo, llevándolo al oído medio, donde actuaba como un colchón auxiliar en la parte interna del tímpano, disminuyendo así la presión del exterior.

Les llevó media hora más o menos «comprimirnos», y esa media hora me dio muchas cosas en las que pensar. Cuando el aire estuvo bien comprimido, la puerta del seguro se abrió con sólo tocarla y todos bajamos a trabajar con picos y palas en el fondo de grava. Mi dolor de cabeza se hizo muy pronto agudo. Los seis trabajábamos desnudos hasta la cintura en una pequeña cámara de hierro a una temperatura de unos 180° Fahrenheit[19]. A los cinco minutos, sudábamos y todo el tiempo estábamos de pie en el agua helada que no subía sólo a causa de la aterradora presión del aire. No es sorprendente que los dolores de cabeza fueran cegadores. Los hombres no trabajaban durante más de diez minutos seguidos, pero yo perseveré, resuelto a probarme y conseguir empleo permanente; tan sólo otro hombre, un sueco al que llamaban Anderson, trabajaba tan duramente como yo. Yo estaba entusiasmado al ver que, juntos, hacíamos mucho más que los otros cuatro.

Me dijo que la cantidad de trabajo realizada cada semana era evaluada por un inspector. El contratista conocía a Anderson y este recibía un salario extra por semana como jefe del grupo. Me aseguró que podía quedarme tanto como quisiera, pero aconsejándome que me fuera a fin de mes. Era demasiado insalubre. Sobre todo, me dijo que no debía beber y sí pasar todo mi tiempo libre en el exterior. Fue para conmigo la amabilidad misma, así como todos los otros. Después de dos horas de trabajo, subimos al recinto de seguro de aire para ser «descomprimidos» gradualmente. Era necesario bajar la presión del aire en nuestras venas hasta llegar a la presión normal. Los hombres comenzaron a ponerse la ropa y se pasaron una botella de schnapps. Pero aunque muy pronto estuve tan frío como una rana y me sentía deprimido y débil, no quise tocar el licor. Arriba, en el cobertizo, tomé junto con Anderson una taza de cacao caliente que detuvo los escalofríos, y pronto estuve listo para enfrentar la ordalía de la tarde.

No tenía idea de que era posible sentirse tan mal cuando se le «descomprimía» a uno en el seguro de aire, pero tuve en cuenta el consejo de Anderson y salí al aire Ubre tan pronto como pude, y cuando hube vuelto a casa al atardecer, cambiándome de ropas, me sentí fuerte otra vez. Pero el dolor de cabeza no desapareció por entero y el dolor de oídos siguió molestándome de vez en cuando; todavía hoy, una ligera sordera me recuerda esa temporada de trabajo submarino.

Fui al Central Park por media hora; la primera chica bonita con la que me crucé me recordó a Jessie. Una semana más y estaría libre para verla y decirle que estaba trabajando. Ella cumpliría su promesa, de eso estaba seguro, y la simple esperanza me hacía sentir en una tierra encantada. Mientras tanto, nada podía difuminar mi consciencia de que con mis cinco dólares me había ganado en un día dos semanas de vida; un mes de trabajo me aseguraría un año.

Cuando regresé, les dije a los Mulligan que debía pagar por mi alojamiento, diciendo: —Me sentiría mejor si me lo permitieran—, y finalmente consintieron, aunque a la señora Mulligan le parecieron mucho tres dólares semanales. Me alegré cuando estuvo todo arreglado y me acosté temprano para descabezar un buen sueño. Durante tres o cuatro días, las cosas me fueron bastante bien, pero al quinto o sexto día llegamos a un salto de agua o «alcantarilla» y antes de que se pudiera aumentar la presión del agua, estábamos con el agua hasta la cintura. Como consecuencia, sufrí un espantoso dolor repentino en ambos oídos. Me los apreté un poco con las manos y me senté tranquilo un momento. Afortunadamente, el turno estaba a punto de terminar y Anderson me acompañó al tranvía de caballos.

—Sería mejor que lo dejara —dijo—. Conozco algunos que se han quedado sordos.

El dolor había sido terrible, pero estaba disminuyendo lentamente y yo estaba decidido a no ceder.

—¿Podría tomarme un día libre? —pregunté a Anderson.

Él asintió.

—Por supuesto, eres el mejor de la cuadrilla, el mejor que he visto, un gran poney.

La señora Mulligan comprendió de inmediato que algo andaba mal y me hizo probar su remedio casero: una cebolla asada cortada en dos y sujetada a las orejas con una franela. Resultó mágico. Diez minutos después había desaparecido el dolor; luego vertió un poco de aceite de oliva, caliente y una hora después yo caminaba por el parque como de costumbre. Sin embargo, persistía el temor a la sordera y me alegré mucho cuando Anderson me dijo que se había quejado al jefe y nos iban a dar mil pies más de aire puro. Anderson dijo que supondría una gran diferencia y tenía razón, pero no fue bastante[20].

Un día, cuando terminaba el período de hora y media de la «descompresión», un italiano llamado Manfredi cayó al suelo, revolcándose y golpeándose la cara hasta que comenzó a salirle sangre de la nariz y la boca. Cuando lo llevamos al cobertizo, sus piernas estaban retorcidas como trenzas. El cirujano hizo que lo llevaran al hospital. Decidí que un mes sería suficiente para mí.

A fines de la primera semana, recibí una nota de Jessie diciéndome que su padre se embarcaba esa tarde y podría verme la noche siguiente. Fui y me presentó a su hermana que, para mi sorpresa, era alta y grande, pero sin rastros de la belleza de Jessie.

—Es más joven que tú, Jess —exclamó riendo.

Una semana antes, yo habría sido profundamente herido, pero me había probado a mí mismo, de modo que dije simplemente:

—Estoy ganando cinco dólares diarios, señora Plummer, y el dinero habla.

Su boca se abrió por la sorpresa.

—Cinco dólares —repitió—. Lo siento. Yo… yo…

—Ahí tienes, Maggie —interrumpió Jessie—. Te dije que nunca habías visto a nadie como él. Seréis grandes amigos. Ahora ven y daremos un paseo —agregó, y salimos.

Simplemente estar con ella en la calle era delicioso y yo tenía muchas cosas que decirle, pero hacer el amor en una calle de Nueva York un atardecer de verano es difícil y yo anhelaba besarla y acariciarla con libertad. Sin embargo, Jessie había pensado la manera: si su hermana y su marido conseguían entradas para el teatro, saldrían y nos quedaríamos solos en el apartamento. No obstante, eso costaría dos dólares y le parecía mucho. Yo estaba encantado. Le di los billetes y acordé estar con ella la noche siguiente antes de las ocho. ¿Sabía Jessie lo que iba a suceder? Aún ahora no lo sé, aunque pienso que lo suponía.

La noche siguiente esperé a que no hubiera moros en la costa y luego me precipité hacia la puerta. Tan pronto como estuvimos solos en la salita y la hube besado, dije:

—Jessie, quiero que te desnudes. Estoy seguro de que tu cuerpo es adorable, pero quiero verlo.

—No tan rápido, ¿eh? —dijo ella haciendo un mohín—. Primero háblame. Quiero saber cómo estás.

La arrastré al gran sillón y me senté con ella en mis brazos.

—¿Qué quieres que te diga? —pregunté, mientras mi mano se movía bajo su vestido hasta sus muslos y su sexo cálido. Ella frunció el ceño, pero la besé y con uno o dos movimientos la estiré sobre mí para poder usar mi dedo con facilidad. En seguida se le calentaron los labios y yo seguí besándola y acariciándola hasta que sus ojos se cerraron y se entregó al placer. Súbitamente, se acurrucó sobre mí y me dio un gran beso.

—No hablas —dijo.

—No puedo —exclamé, decidiéndome—. Ven —y la puse de pie, llevándola al dormitorio—. Estoy loco por ti —dije—; quítate la ropa, por favor.

Se resistió un poco, pero cuando empecé a desabotonar su vestido, me ayudó y se lo quitó. Observé que sus bragas eran nuevas. Pronto cayeron y se quedó de pie en camisa y medias negras.

—Es bastante, ¿no, señor Curioso? —dijo y se ajustó la camisa en torno al cuerpo.

—¡No —grité—, la belleza debe descubrirse, por favor!

Un instante después, la camisa, deslizándose, se detuvo un momento en sus caderas y cayó a sus pies.

Su desnudez hizo detener mi corazón. El deseo me cegaba. Mis brazos la rodearon, apretando contra mí su forma suave. En un instante, la puse sobre la cama, apartando las mantas al mismo tiempo. La tonta frase de «estar juntos en la cama» me confundía. No tenía idea de que estaría más en mi poder yaciendo al borde del lecho. En un instante, me había arrancado las ropas y las botas y me acostaba a su lado. Nuestros cuerpos cálidos yacían juntos, con mil latidos. Pronto le separé las piernas y, colocándome sobre ella, traté de introducir mi sexo en el suyo, pero se apartó casi en seguida.

—¡Ohhh, duele! —exclamó, y cada vez que yo intentaba penetrarla, sus exclamaciones de dolor me detenían.

Mi salvaje excitación me hacía temblar. Hubiera podido pegarle por apartarse, pero pronto observé que permitía con placer que mi sexo tocara su clítoris y comencé a usar mi polla como un dedo, acariciándola con ella. Poco después comencé a moverla más rápido, y a medida que mi excitación llegaba a su clímax, volví a tratar de meterla en su conejito y entonces, al mismo tiempo que surgía su rocío amoroso, introduje un poco mi sexo, lo que me produjo un placer inenarrable; pero cuando empujé para penetrar más, ella volvió a apartarse con un agudo grito de dolor. En ese momento, llegó mi orgasmo y de mi sexo surgió el semen como leche. El estremecimiento de placer fue casi insoportablemente agudo. Hubiera podido gritar, pero Jessie exclamó:

—Oh, me estás mojando —y se apartó asustada—. ¡Mira, mira!

Y allí, por supuesto, sobre sus muslos blancos y redondos, había manchas de sangre carmesí.

—¡Oh, estoy sangrando! —gritó—. ¿Qué has hecho?

—Nada —contesté, un poco resentido, me temo, por la interrupción de mi indescriptible placer—. Nada —y un momento después me había levantado y tomando mi pañuelo limpié todas las señales comprometedoras:

Pero cuando quise volver a empezar, Jessie no quiso oír hablar de ello, al principio.

—No, no —dijo—. Realmente me has hecho daño, Jim (yo le había dicho que mi nombre era James) y estoy asustada; por favor, sé bueno.

Sólo pude hacer lo que me pedía hasta que tuve una nueva idea. Por lo menos, ahora podía verla y estudiar sus bellezas una por una, de modo que todavía junto a ella, comencé a besar su seno izquierdo y pronto el pezón comenzó a ponerse algo rígido en mi boca. Cómo, yo no lo sabía y Jessie dijo que ella tampoco, pero le gustó cuando le dije que sus senos eran hermosos, y de verdad lo eran, pequeños y duros, con los pezones salientes. De pronto, tuve una idea sorprendente: hubiera sido mucho más bello si los círculos que rodeaban a los pezones hubieran sido rosados en lugar de ser simplemente ambarinos. La sola idea me estremeció. Pero sus flancos y su vientre eran hermosos. El ombligo era como una concha marina, pensé, y el triángulo de sedosos pelos castaños del monte de Venus me parecía encantador. Pero Jessie insistía en cubrir su belleza.

—Es feo —decía—. Por favor, nene.

Pero yo seguía acariciándolo y pronto intentaba otra vez penetrarla, aunque los ¡oh!, de dolor de Jessie recomenzaron y me suplicó que me detuviera.

—Debemos levantarnos y vestirnos —dijo—; pronto estarán de regreso.

De modo que tuve que contentarme simplemente con yacer en sus brazos, con mi sexo tocando el suyo. Pronto comenzó a moverse contra mi sexo y a besarme y cuando mi sexo volvió a entrar en el suyo, me mordió los labios. Lo dejó adentro un momento muy largo y luego dijo, mientras sus labios se calentaban:

—Es tan grande, pero tú eres un encanto. —Al momento siguiente, gritó—: ¡Debemos levantarnos, nene! ¡Si nos descubren, moriría de vergüenza! —y cuando traté de distraer su atención besando sus pezones, hizo un mohín—. Eso también duele. Por favor, nene, déjalo y no mires —agregó mientras trataba de levantarse, cubriéndose al mismo tiempo el sexo con una mano y frunciendo la cara.

Aunque le dije que se equivocaba y su sexo era hermoso, insistió en ocultarlo, y la verdad es que sus senos y sus muslos me excitaban más, tal vez porque eran en sí mismos más hermosos.

Puse la mano en su cadera. Ella sonrió: «por favor, nene», y cuando me aparté para hacerle lugar, se levantó y quedó de pie junto a la cama, una figurita perfecta de silueta rosada y cálida. Yo estaba maravillado, pero se había despertado la maldita facultad crítica. Cuando se volvió, vi que era demasiado ancha para su altura. Sus piernas resultaban demasiado cortas, las caderas excesivamente sólidas. Todo esto me enfrió un poco. ¿Encontraría la perfección alguna vez?

Diez minutos más tarde, ella había arreglado la cama y estábamos sentados en la sala, pero para mi sorpresa Jessie no deseaba hablar de nuestra experiencia.

—¿Qué te dio más placer? —pregunté.

—Todo, querido tontito —dijo—, pero no hablemos de eso.

Le conté que iba a trabajar un mes, pero no podía hablarle. Pronto mi mano estuvo otra vez bajo su vestido, jugando con su sexo y acariciándolo, y tuvimos que separarnos apresuradamente cuando escuchamos a su hermana que regresaba.

Durante algún tiempo, no tuve otra noche a solas con Jessie. La solicité con frecuencia, pero Jessie inventaba excusas y su hermana era muy fría conmigo. Pronto descubrí que era por consejo suyo que Jessie se controlaba. Jessie confesó que su hermana la había acusado de dejarme «actuar como un esposo». Debe haber visto una mancha en mi camisa —agregó Jessie— de cuando me hiciste sangrar, malo. De algún modo, algo le sugirió la idea y ahora debes ser bueno.

Ese fue el final del asunto. Si entonces hubiera sabido tanto como supe diez años después, ni el dolor ni las advertencias de su hermana hubieran convencido a Jessie. Aun en ese momento, sentí que un poco más de conocimiento hubiera hecho de mí el árbitro.

El deseo de volver a tener a Jessie totalmente para mí fue una de las razones por las cuales, al terminar el mes, renuncié al trabajo del puente. Tenía en el bolsillo más de ciento cincuenta dólares y había observado que aunque los dolores de oídos habían cesado pronto, me había vuelto un poco sordo. La primera mañana deseaba quedarme en cama y pasar un buen día de ociosidad, pero me desperté a las cinco, como de costumbre, y de pronto se me ocurrió que debía ir a ver a Allison, el lustrabotas. Lo encontré más ocupado que nunca y pronto me había quitado la chaqueta, poniéndome a trabajar. Alrededor de las diez de la mañana ya no teníamos nada que hacer, de modo que le hablé de mi trabajo bajo el agua; él alardeó de que su «parada» le producía unos cuatro dólares diarios. Por la tarde no había mucho que hacer, pero por lo general, de seis a siete ganaba algo más.

Yo era bienvenido a trabajar con él cualquier mañana, al cincuenta por ciento, y me pareció bien aceptar su oferta.

Esa misma tarde llevé a Jessie a dar un paseo por el parque, pero cuando encontramos un asiento en sombras confesó que su hermana pensaba que debíamos prometernos y casarnos tan pronto yo tuviera trabajo fijo.

—Una mujer desea tener su casa —dijo— y ¡oh, nene!, lo pondría tan bonito. E iríamos a los teatros y pasaríamos alegremente el tiempo.

Yo estaba horrorizado. ¡Casarme a mi edad, no, señor! Me parecía absurdo. ¡Y con Jessie! Veía que era bonita y brillante, pero no sabía nada, jamás había leído nada; no podía casarme con ella. La idea me hacía resoplar. Pero ella estaba mortalmente seria, de modo que me mostré de acuerdo con todo lo que me dijo, sólo insistiendo en que primero tenía que conseguir un trabajo fijo; también compraría el anillo de compromiso; pero primero debíamos pasar otra maravillosa noche juntos. Jessie no sabía si su hermana saldría, pero ya vería. Mientras tanto, nos besamos una y otra vez y sus labios se calentaron y mi mano estuvo muy ocupada, y después volvimos a caminar, sin detenernos, hasta que entramos en el gran museo.

Allí recibí una de las grandes impresiones de mi vida. De pronto, Jessie se detuvo frente a un cuadro que representaba, creo, a Paris eligiendo la diosa de la belleza. París era una figura ideal de virilidad juvenil.

—¡Oh, no es espléndido! —gritó Jessie—. Como tú —agregó con ingenio femenino, frunciendo los labios como para besarme.

Si no hubiera hecho la alusión personal, tal vez no hubiera comprendido lo absurdo de la comparación. Pero Paris tenía piernas largas y esbeltas, mientras que las mías eran cortas y musculosas, y su rostro era oval y su nariz recta, mientras que la mía sobresalía con narinas anchas, olfateantes.

En un relámpago tuve una convicción: yo era feo, de rasgos irregulares, ojos penetrantes y una figura breve y achaparrada. La certeza me invadió. Antes había comprendido que era demasiado pequeño como para ser un gran atleta; ahora veía que era enteramente feo. No puedo describir mi desilusión y mi disgusto.

Jessie preguntó qué me sucedía y finalmente se lo dije. No quería aceptarlo.

—Tienes una hermosa piel blanca —gritó— y eres rápido y fuerte. ¡Nadie podría llamarte feo! ¡Qué idea!

Pero este conocimiento era para mí indiscutible y ya no me dejaría nunca. Incluso me llevó, de vez en cuando, a hacer algunas inferencias erróneas. Por ejemplo, me parecía claro que si yo hubiera sido alto y apuesto como Paris, Jessie se me hubiera entregado a pesar de su hermana, aunque el posterior conocimiento de las mujeres me hace dudarlo. Naturalmente, tienen un ojo codicioso de la apostura en el hombre, pero otras cualidades, como la fuerza y la autoconfianza dominantes, tienen aún mayor atractivo para la mayoría, especialmente para aquellas que están muy bien dotadas sexualmente. Me inclino a pensar que fueron las advertencias de su hermana y su propia vacilación normal ante lo irrevocable lo que indujeron a Jessie a abstenerse sexualmente. Pero el placer que había experimentado con ella me hizo más insistente y emprendedor que nunca. La convicción de mi fealdad, además, me hizo tomar la resolución de desarrollar mi mente y otras facultades tanto como pudiera.

Finalmente, acompañé a Jessie a su casa, le di un gran abrazo y un largo beso, mientras ella decía que había tenido una tarde terrible, y concertamos otra cita.

Trabajaba como lustrabotas todas las mañanas y pronto tuve clientes regulares, entre los que se destacaba un hombre joven y bien vestido al que parecía gustarle. No sé si fue Allison o él mismo quien me dijo que su nombre era Kendrick y era de Chicago. Una mañana, estaba muy silencioso y absorto.

—Listo —dije por fin.

—Listo —repitió después de mí—. Estaba pensando en otra cosa —explicó.

—Absorto —dije sonriendo.

—Un asunto de negocios —explicó—, ¿pero por qué dices absorto?

—Me vino a la cabeza la frase latina —repliqué sin pensar—. Intentique ore tenebant, dice Virgilio.

—¡Buen Dios! —gritó—. Imagina un lustrabotas citando a Virgilio. Eres un chico extraño. ¿Qué edad tienes?

—Dieciséis años —repliqué.

—No los representas —dijo—, pero ahora debo apresurarme. Uno de estos días hablaremos.

Yo sonreí.

—Gracias, señor.

Y se fue de prisa.

Al día siguiente estaba todavía más apresurado.

—Debo ir al centro —dijo—. Ya se me ha hecho tarde. Dame sólo uno o dos golpes —gritó, impaciente—, debo coger ese tren —y buscó torpemente algunos billetes.

—Está bien —dije, y agregué sonriendo—: ¡Apresúrese! Mañana estaré aquí.

Él sonrió y se fue sin pagar, tomándome la palabra.

Al día siguiente fui temprano al centro, porque Allison había descubierto que se vendía una parada y cobertizo en la esquina de la calle Trece con la Séptima Avenida y quería que yo fuese a ver qué negocio se hacía de siete a nueve. El italiano que deseaba vender y volver a Dalmacia quería trescientos dólares, asegurando que el negocio producía cuatro dólares diarios. Descubrí que no había exagerado demasiado y Allison estaba entusiasmado con la idea de que lo compráramos y fuéramos a medias.

—Si el italiano hace cuatro dólares, tú harás cinco o seis dólares al día. Es un buen lugar y con tres dólares diarios que entren, pronto tendrás parada propia.

Mientras lo estábamos discutiendo, llegó Kendrick y se sentó en el lugar de costumbre.

—¿A qué venía tanto entusiasmo? —preguntó y yo se lo conté mientras Allison sonreía.

—Tres dólares diarios parece una buena cosa —dijo—, pero lustrar botas no es tu negocio. ¿Qué te parecería venir a Chicago y ocupar un puesto de conserje nocturno en mi hotel? Tengo uno en sociedad con mi tío —agregó— y creo que podrías hacerlo bien.

—Haré lo mejor que pueda —repliqué arrastrado por la mera idea de Chicago y el Gran Oeste—. ¿Me dejará que lo piense?

—¡Seguro, seguro! —contestó—. No regresaré hasta el viernes. Eso te da tres días para decidir.

Allison se aferró a su opinión de que una buena parada produciría más dinero, pero cuando lo hablé con los Mulligan, ambos estuvieron a favor del hotel. Esa misma tarde vi a Jessie y le conté lo de la «parada», rogándole otra noche a solas, pero ella insistió en que su hermana tenía sospechas y estaba disgustada conmigo y no volvería a dejarnos solos. En consecuencia, no le mencioné lo de Chicago.

Siempre había observado que el placer sexual es por naturaleza egoísta. En la medida en que Jessie se entregaba a mí y me procuraba goce, me sentía atraído por ella; pero tan pronto como se me negó, quedé hastiado y empecé a soñar con bellezas más complacientes. Estaba más bien contento de dejarla sin una palabra.

—¡Eso le enseñará! —susurraba mi vanidad herida—. Se merece sufrir un poco por haberme decepcionado.

Pero separarme de los Mulligan fue realmente doloroso. La señora Mulligan era una mujer querible y amable que si hubiera podido hubiera protegido a toda la raza humana; una de esas dulces mujeres irlandesas, cuyos actos y pensamientos generosos son las flores de la sórdida vida humana. Su marido no era indigno de ella: muy simple y recto y trabajador, sin un solo pensamiento mezquino, presa natural del compañerismo, las canciones y el whisky irlandés de destilación casera.

El viernes a la tarde, abandoné Nueva York en dirección a Chicago, en compañía del señor Kendrick. El campo me pareció muy desnudo, áspero e informe, pero las grandes distancias me maravillaron; era realmente una tierra de la que era posible estar orgulloso; cada acre hablaba del futuro y sugería esperanza.

Había terminado mi primer round con la vida americana, por decirlo así. Lo que había aprendido en su transcurso sigue conmigo. No hay pueblo más amable con los niños ni vida más fácil para los obreros; los leñadores y aguateros viven mejor en Estados Unidos que en cualquier otro sitio de la tierra. Para con esta clase, que es con mucho la más numerosa, la democracia americana cumple con creces sus promesas. Eleva a los humildes de la manera más sorprendente. Creía entonces con todo mi corazón lo que tantos creen hoy: que hechas todas las restas, era en general la mejor civilización hasta entonces conocida por los hombres.

Con el tiempo, un conocimiento más profundo me hizo modificar esta opinión más y más radicalmente. Cinco años más tarde iba a ver a Walt Whitman, el más noble de los americanos, viviendo en la mayor miseria en Camden, dependiendo de sus admiradores ingleses para obtener una muda de ropa o alimento suficiente; y Poe había sufrido de la misma manera.

Poco a poco, se me impuso la convicción de que si la democracia americana hace mucho por elevar a la clase más baja, obtiene todavía mayores éxitos en el proceso de rebajar a la más alta y mejor. No hay país sobre la tierra más amistoso con los obreros analfabetos; no hay país sobre la tierra más desdeñoso y frío para con los pensadores y artistas, los guías de la humanidad. ¿Qué ayuda hay aquí para los hombres de letras y los artistas, los videntes y los profetas? Los ricos ociosos no quieren estos guías y las masas los ignoran, y después de todo, el bienestar mental es aún más importante que el del cuerpo y los pies.

¿Qué será de aquellos que apedrean a los profetas y persiguen a los maestros? La maldición está escrita con letras de fuego en todas las páginas de la historia.