Capítulo 4

De la escuela a América

A comienzos de enero hubo un ensayo de vestuario de la escena del juicio de El mercader de Venecia. Fueron invitados el grande de la vecindad, que poseía el parque, Sir W. W. W., un miembro del parlamento, en especial un tal señor Whalley, que tenía una bonita hija y vivía en las inmediaciones, el vicario y su familia y otros a quienes no conocía. Pero entre la gente de la vicaría vino Lucille.

El aula principal había sido arreglada como una especie de teatro, y el estrado que había en un extremo, que el director usaba para pararse en las ocasiones oficiales, fue transformado en un escenario improvisado y adornado con una gran cortina que podía descorrerse a voluntad.

Porcia estaba representada por un muchacho muy guapo de dieciséis años llamado Herbert, gentil y amable aunque rescatado del afeminamiento por el hecho de que era el corredor más veloz del colegio y podía hacer las cien yardas en once segundos y medio. Por supuesto, el Duque era Jones; y el mercador, Antonio, un tipo grande llamado Vernon. Yo le había conseguido a Edwards el papel de Bassanio. Como Nerissa, eligieron a un bonito chico del cuarto curso. En lo que se refiere a aspecto físico, el elenco era aceptable, pero el Duque recitaba sus líneas como si las hubiera aprendido mal, de modo que la escena del juicio no tenía un buen comienzo. Pero el papel de Shylock me venía realmente bien y yo había aprendido a recitar. Ahora, por E… y Lucille, me propuse hacerlo lo mejor posible. Cuando llegó mi entrada, me incliné profundamente delante del Duque y luego otra vez a izquierda y derecha, en silencio y formalmente, como si yo, el judío proscrito, estuviera saludando a toda la corte. Luego, con una voz que al principio procuré que fuera simplemente lenta y clara, comencé la famosa réplica:

He hecho partícipe a su Gracia de mis intenciones;

Y por el santo Sabat he jurado

Obtener lo debido y perdido de mi compromiso.

No espero que me crean y sin embargo estoy diciendo la pura verdad cuando afirmo que en mi representación de Shylock conseguí el tono propio del «asunto» que quince años más tarde hizo «eternamente memorable» la representación de Shylock hecha por Henry Irving[15], según afirmaron los periódicos.

Cuando al final, burlado y vencido, Shylock cede:

Os ruego, dadme la venia para salir de aquí,

No estoy bien; enviad la escritura

Y la firmaré,

el Duque dice, «Vete, pero hazlo» y Graciano insulta al judío, creo que es la única ocasión en la que Shakespeare permite que un caballero insulte al vencido.

En mi camino hacia la puerta, como Shylock, me detuve, me incliné profundamente ante el Duque; pero al ser insultado por Graciano, me volví lentamente mientras me erguía en toda mi estatura, examinándolo de pies a cabeza.

Irving acostumbraba a volver a cruzar el escenario y, cruzándose de brazos, mirarlo con medido desprecio.

Cuando quince años más tarde Irving me preguntó una noche después de cenar, en el Garrick Club, qué pensaba yo de este nuevo asunto, le contesté que si Shylock hubiera hecho lo mismo que él, probablemente Graciano le hubiera escupido a la cara, sacándolo del escenario de una patada. Shylock se quejaba de que los cristianos escupían su gabardina.

Sin embargo, mi lectura infantil y romántica era en esencia la misma que hizo Irving, y la lectura de Irving fue aplaudida en Londres porque era una rehabilitación del judío; y hoy, en todas las ciudades de Europa, el judío lleva la voz cantante.

Ante mis primeras palabras, percibí que los miembros más jóvenes de la audiencia miraban a su alrededor para ver si ese tipo de recitación era adecuado y estaba permitido; luego, uno tras otro se entregaron a la corriente de la pasión. Cuando terminé, todos aplaudieron: Whalley y lady W… con entusiasmo y también Lucille, para deleite mío.

Después del ensayo, todos me rodearon: ¿Dónde aprendiste? ¿Quién te enseñó? Finalmente llegó Lucille.

—Sabía que eras alguien —dijo, con su agradable manera (quelqu’un)—, ¡pero fue extraordinario! Serás un gran actor, estoy segura.

—Y sin embargo me niegas un beso —susurré, cuidando de que nadie escuchara.

—No te niego nada —replicó, alejándose y dejándome transfigurado por la esperanza y la seguridad del deleite.

«Nada —me dije—, nada quiere decir todo».

Me lo repetí mil veces, en éxtasis.

Esa fue la primera noche feliz que pasé en Inglaterra. El señor Whalley me felicitó y me presentó a su hija, que me elogió con entusiasmo, y lo mejor de todo fue que el Doctor dijo:

—Tenemos que hacer de usted un director de escena, Harris, y espero que infundirá algo de su fuego en los otros actores.

Para sorpresa mía, mi triunfo me perjudicó con los muchachos. Algunos se burlaron y todos estuvieron de acuerdo en que lo había hecho para exhibirme. Jones y los de sexto recomenzaron el boicot. No me importó mucho, porque tenía mayores desencantos y esperanzas más dulces.

Lo peor fue que me resultó difícil ver a Lucille mientras duró el mal tiempo. De hecho, apenas la vi durante todo el invierno. Edwards me invitaba frecuentemente a la vicaría. Ella hubiera podido arreglar media docena de entrevistas, pero no quería, y yo estaba enfermo de decepción y de pesar por el deseo insatisfecho. No fue antes de marzo o abril que pude estar a solas con ella en su sala de clase de la vicaría. Yo estaba demasiado enojado como para ser algo más que cortés. De pronto, ella dijo:

—Vous me boudez.

Me encogí de hombros.

—No te gusto —comencé—, de modo que ¿qué sentido tiene preocuparme?

—Me gustas mucho —dijo—, pero…

—No, no —dije, sacudiendo la cabeza—. Si realmente te gustara, no me evitarías y…

—Tal vez sea porque me gustas demasiado…

—Entonces me harías feliz —interrumpí.

—Feliz —repitió ella—. ¿Y cómo?

—Dejando que te bese y…

—Sí, y… —repitió significativamente.

—¿Qué daño puede hacerte? —pregunté.

¿Qué daño? —repitió ella—. ¿No sabes que está mal? Una sólo debería hacerlo con su esposo. Ya sabes.

—No sé nada parecido —grité—. Es una estupidez. Hoy no pensamos así.

—Yo lo pienso —dijo ella con gravedad.

—Pero si no lo pensaras, ¿me dejarías? —grité—. Di eso, Lucille. Sería casi tan bueno, porque me demostraría que te gusto un poco.

—Sabes que me gustas muchísimo —replicó ella.

—Entonces bésame —dije—. Eso no tiene nada de malo.

Y cuando me besó puse mis manos sobre sus senos. Me hicieron estremecer, eran firmes y elásticos. Y un momento después, mi mano se deslizó hacia abajo por su cuerpo, pero ella se apartó de inmediato, tranquila pero resuelta.

—No, no —dijo, sonriendo levemente.

—Por favor —supliqué.

—No puedo —dijo, sacudiendo la cabeza—. No debo. Hablemos de otras cosas. ¿Cómo va la obra?

Pero yo no podía hablar de la obra teniéndola de pie frente a mí. Por primera vez, adiviné a través de sus ropas casi todas las bellezas de su forma. Las curvas de las caderas y los senos me atormentaban, y su rostro era expresivo y desafiante.

¿Cómo era que no había notado antes todos los detalles? ¿Había estado ciego? ¿O Lucille se había vestido como para exhibir su figura? En verdad sus vestidos estaban hechos como para exhibir más las formas que los vestidos ingleses, pero yo también me había vuelto más curioso, más observador. ¿Seguiría la vida mostrándome bellezas que ni siquiera había imaginado?

Mi experiencia con E… y Lucille hizo casi intolerable para mí la rutina de la vida escolar. Sólo podía forzarme a estudiar recordándome la necesidad de ganar el segundo premio de la beca de matemáticas, que me daría diez libras. Diez libras me llevarían a América.

Poco después de las vacaciones de Navidad había dado el paso decisivo. El examen del invierno no era tan importante como el que terminaba el período de verano, pero para mí había marcado una época. Como mis castigos me habían obligado a aprender de memoria dos o tres libros de Virgilio y capítulos enteros de César y Livio, había llegado a tener ciertos conocimientos de latín. En el examen, había derrotado no sólo a mi clase, sino también, gracias a la trigonometría, el latín y la historia, a las dos clases siguientes. Me pusieron en el quinto superior. Todos los muchachos eran dos o tres años mayores que yo y hacían observaciones cortantes sobre mí, evitando hablarle a «Pat». Todo esto fortaleció mi resolución de ir a América tan pronto como pudiera.

Mientras tanto, trabajé como no había trabajado nunca en latín y griego, así como en matemáticas, pero principalmente en griego, porque estaba atrasado. Hacia Pascua, dominaba la gramática, con verbos irregulares y todo, y estaba entre los primeros de la clase. También mi mente había crecido de manera sorprendente, a través de mis dudas religiosas y la lectura de los pensadores. Una mañana interpreté un pasaje de latín que había desconcertado a los mejores de la clase y el Doctor me hizo un gesto de aprobación. Luego llegó el momento que llamo decisivo.

Una mañana glacial, apenas terminadas las plegarias el Doctor se puso de pie y explicó las condiciones del examen para la obtención de la beca, que tendría lugar mediado el período de verano. El ganador obtendría ochenta libras al año durante tres años, para asistir a Cambridge, y el segundo diez libras para comprar libros.

—Todos los muchachos que deseen optar a esta beca —agregó—, deben ponerse de pie y decirme sus nombres.

Yo pensé que sólo Gordon se pondría de pie, pero cuando vi que también lo hacía Johnson, Fawcett y dos o tres otros, me levanté. Una especie de gruñido burlón recorrió a la escuela, pero Stackpole me sonrió e hizo un gesto de asentimiento como diciendo «ya verán». Yo me sentí animado y dije mi nombre con toda claridad. Sentí que, de algún modo, se trataba de un paso decisivo.

Me gustaba Stackpole y durante este período me incitó a visitarlo en sus habitaciones para charlar toda vez que tuviera deseo de hacerlo, y como yo había decidido utilizar los medios días libres para estudiar, esta asociación me hizo mucho bien y su ayuda fue invalorable.

Un día, cuando él acababa de entrar en su habitación, le hice una pregunta y él se detuvo, se acercó a mí y mientras contestaba puso su mano en mi hombro. No sé cómo lo supe, pero por algún instinto percibí una caricia en la acción aparentemente inocente. No deseaba apartarme o demostrarle que lo rechazaba, pero me dediqué febrilmente a la trigonometría y pronto se apartó.

Cuando lo pensé después, recordé que su marcada preferencia por mí comenzó después de mi pelea con Jones. A menudo había estado a punto de hablarle de mis experiencias amorosas, pero ahora estaba contento de haberlas guardado estrictamente para mí mismo, porque a medida que pasaban los días observaba que crecía su afición por mí o más bien que aumentaban sus atenciones y elogios. Apenas sabía qué hacer. Para mí, trabajar con él y en sus habitaciones era un don del cielo; y sin embargo, al mismo tiempo, no me gustaba mucho ni lo admiraba realmente.

En algunos aspectos era curiosamente torpe. Hablaba de la vida escolar como la más feliz y la más sana. Aquí hay un buen tono moral, decía, no hay mentira, engaño o escándalo, y es mucho mejor que la vida afuera. Me resultaba difícil no reírme en su cara. ¡Tono moral! Cuando el Doctor llegaba de mal genio, era cosa aceptada entre los muchachos que durante la noche había poseído a su esposa y estaba, por lo tanto, un tanto bajo físicamente.

Aunque era realmente un gran matemático y un maestro de primer orden, paciente y esmerado, con el don de la exposición clara, Stackpole me parecía estúpido y de miras estrechas y pronto descubrí que riéndome de sus atenciones, podía refrenar su deseo de dedicarme sus desagradables caricias.

Una vez me besó, pero mi sonrisa divertida lo hizo ruborizar, mientras murmuraba avergonzado:

—Eres un chico peculiar.

Al mismo tiempo, yo sabía muy bien que si lo animaba se tomaría otras libertades.

Un día habló de Jones y de Henry H… Evidentemente, había oído algo de lo que había sucedido en nuestro dormitorio. Pero yo fingí no saber lo que quería decir y, cuando me preguntó si ninguno de los muchachos mayores se había acercado a mí, ignoré las sucias incursiones del gran Fawcett y dije «no», agregando que estaba interesado en las chicas y no en los sucios muchachos. Por una u otra razón, Stackpole me parecía menor que yo y no doce años mayor, y no tuve verdaderas dificultades en mantenerlo dentro de los límites de la corrección hasta que llegó el examen de matemáticas.

Una vez me preguntaron si pensaba que «Shaddy», como llamábamos al director, había tenido alguna vez una mujer. La idea de que «Shaddy» fuese virgen nos hacía reír, pero cuando alguien habló de él como un amante, resultó todavía más gracioso. Era un hombre de unos cuarenta años, alto y bastante fuerte. Tenía un título de alguna universidad de Manchester, pero para nosotros, pequeños esnobs, era un hortera, porque no había estado ni en Oxford ni en Cambridge. Sin embargo, era bastante capaz.

Pero por alguna razón me tenía antipatía y yo llegué a odiarlo y estaba siempre pensando cómo podía herirlo. Mi nuevo hábito de obligarme a vigilar y observarlo todo vino en mi ayuda. Había cinco o seis escalones de roble pulido que daban al gran dormitorio donde dormíamos catorce de nosotros. «Shaddy» acostumbraba a darnos media hora para meternos en la cama y luego subía y deteniéndose justo en la puerta, bajo la luz de gas, nos preguntaba:

—¿Han dicho todos sus oraciones?

—Sí señor —contestábamos.

Luego venía su: Buenas noches, muchachos.

Y nuestra estereotipada respuesta:

—Buenas noches, señor.

Entonces apagaba la luz y bajaba a su habitación. Los escalones de roble estaban gastados en la parte media y yo había observado que cuando se desciende una escalera se pisa el borde de cada escalón.

Un día, «Shaddy» me enfureció dándome para aprender cien versos de Virgilio por un pecadillo insignificante. Esa noche, habiéndome provisto de una pastilla de jabón Windsor, corrí escaleras arriba antes que los otros y froté con jabón el borde de los dos escalones superiores. Luego entré a desnudarme.

Cuando «Shaddy» apagó la luz y bajaba el segundo escalón, hubo un resbalón y luego un gran ruido mientras se deslizaba o caía. Un momento después, porque mi cama estaba cerca de la puerta, yo me había puesto de pie y había abierto la puerta, emitiendo incoherentes expresiones de simpatía mientras lo ayudaba a levantarse.

—Me he lastimado la cadera —dijo, tocándose. No podía comprender cómo había caído.

Al volver, sonriendo para mis adentros, saqué con el pañuelo el jabón que quedaba en el escalón superior y volví a meterme en la cama, donde me felicité riendo del éxito de mi estratagema. Había conseguido lo que se merecía, me dije.

Finalmente, llegó a su término el largo período. Se hizo el examen y después de consultar a Stackpole estaba muy seguro del segundo premio.

—Creo —dijo un día—, que preferirías ganar el segundo premio que el primero.

—Por supuesto —repliqué sin pensar.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué?

Me contuve a tiempo o le hubiera dado la verdadera razón.

—Te acercarás más a la beca que lo que muchos de ellos piensan —dijo por fin.

Después de los exámenes vinieron los juegos atléticos, mucho más interesantes que las infernales lecciones. Yo gané dos primeros premios y Jones cuatro, pero yo gané quince «segundos», lo que es un récord, creo, ya que según mi edad estaba todavía en la escuela inferior.

Yo era totalmente consciente del secreto de mi éxito y por extraño que parezca, este no aumentó sino que más bien disminuyó mi presunción. Gané, no por ventajas naturales, sino mediante la fuerza de voluntad y la práctica. Si hubiera ganado por mis dones naturales, hubiera estado mucho más orgulloso. Por ejemplo, había un muchacho llamado Reggie Miller, que a los dieciséis años tenía cinco pies y diez pulgadas de estatura, mientras que yo medía menos de cinco pies. Hiciera lo que hiciese, él podía saltar más alto que yo, aunque sólo saltaba a la altura de su mentón, mientras que yo podía pasar la barra con la cabeza. Yo creía que Reggie podía practicar fácilmente y sobrepasarme. Me faltaba aprender que la voluntad decidida de ganar es más importante que las ventajas naturales. Pero esta lección la aprendí más tarde. Desde el principio, había emprendido el camino del éxito, fortaleciendo mi voluntad aún más que mi cuerpo. Y así, para el alma valerosa, toda desventaja o deficiencia naturales resultan ser una ventaja en la vida, mientras que todo don natural es una desventaja. Demóstenes tenía problemas para hablar, practicar para superarlos lo transformó en el mayor de los oradores.

Llegó finalmente el último día y a las once toda la escuela, y una considerable cantidad de invitados y amigos, se reunieron en el aula principal para escuchar los resultados de los exámenes y especialmente de la beca. Aunque la mayoría de los muchachos se colocó temprano junto a la gran pizarra donde se exhibían las notas, yo ni siquiera me acerqué hasta que un niñito me dijo tímidamente:

—Estás a la cabeza de tu curso, de modo que pasas seguro.

Descubrí que era cierto, pero ni siquiera me sentí regocijado. Según parecía había llegado un profesor de Cambridge para anunciar el resultado de la beca de matemáticas.

Hizo un discurso más bien largo, diciéndonos que la dificultad para decidir había sido inusualmente grande, porque había prácticamente paridad entre dos muchachos. En realidad, hubiera podido conceder la beca al Número Nueve (mi número) y no al Número Uno, atendiendo al mérito del trabajo, pero cuando descubrió que uno de los muchachos tenía menos de quince años mientras que el otro tenía dieciocho y estaba preparado para la universidad, sintió que era justo compartir la opinión del director y darle la beca al mayor, porque era seguro que el más joven la ganaría al año siguiente y aun entonces seguiría siendo demasiado joven para la vida universitaria. En consecuencia, concedió la beca a Gordon y el segundo premio de diez libras a Harris. Gordon se puso de pie y se inclinó en agradecimiento, mientras la escuela lo vitoreaba una y otra vez; luego, el examinador me llamó a mí. Yo ya me había dado cuenta de la situación. Quería irme con todo el dinero que pudiera, tan pronto como pudiera. Mi idea era hacerme desagradable. De modo que me puse de pie y agradecí al examinador, diciendo que no tenía dudas de su buen deseo de ser justo.

—Pero —agregué—, si yo hubiera sabido que el asunto iba a quedar determinado por mi edad, no hubiera participado. Ahora sólo puedo decir que nunca más volveré a participar —y me senté.

La sensación causada por mi pequeño discurso fue mil veces mayor de lo que había sospechado. Hubo un silencio mortal y una expectativa muda. El profesor de Cambridge se volvió hacia el director de la escuela y habló con él muy seriamente, con visible fastidio, y luego volvió a ponerse de pie.

—Debo decir —comenzó—, tengo que decir —repitiéndose— que tengo la mayor simpatía por Harris. Jamás me encontré en una posición tan incómoda. Debo dejar toda la responsabilidad al director. ¡Por desdicha, no puedo hacer ninguna otra cosa! —y se sentó, visiblemente molesto.

El Doctor se puso de pie e hizo un largo discurso hipócrita. Se trataba dé una de esas decisiones difíciles que a veces nos es preciso tomar en la vida; estaba seguro de que todos estarían de acuerdo en que él había tratado de actuar imparcialmente y en la medida en que hubiera podido favorecer al menor, lo hubiera hecho; esperaba que al año siguiente le daría a él la beca con tanto entusiasmo como ahora le entregaba su cheque; y lo sacudió en el aire.

Todos los maestros me llamaron y yo subí a la plataforma y acepté el cheque, sonriendo encantado, y cuando el profesor de Cambridge me estrechó la mano y volvió a excusarse, yo susurré tímidamente:

—Está bien, señor. Me alegro de que lo haya decidido así.

Él rio lleno de alegría, me pasó el brazo por el hombro y dijo:

—Estoy en deuda con usted. Es usted en verdad un buen perdedor o ganador, hubiera debido decir tal vez, en general un muchacho notable. ¿Es verdad que tiene menos de diecisiete años?

Yo asentí sonriendo y el resto de la entrega de premios se desarrolló sin incidentes, salvo que cuando aparecí en la plataforma para recoger el premio de Libros de mi curso, me sonrió agradablemente y condujo el vitoreo.

He descrito todo el incidente porque ilustra, para mí, el deseo inglés, de ser justo. En ellos es realmente un impulso rector, en el cual se puede confiar, y en la medida de mi experiencia, podría decir que es tal vez más fuerte en ellos que en cualquier otra nacionalidad. Si no fuera por su hipocresía religiosa, sus convenciones infantiles y, sobre todo, por su increíble esnobismo, su amor al juego limpio haría de ellos los líderes más meritorios de la humanidad. Todo esto lo sentí siendo niño con tanta claridad como lo veo ahora.

Sabía que se había abierto para mí el camino de mi deseo. A la mañana siguiente, pedí ver al rector. Fue muy amable, pero yo fingí sentirme herido y desilusionado.

—Mi padre —dije— cuenta, según creo, con mi éxito, y me gustaría verlo antes de que escuche las malas noticias de boca de cualquier otro. ¿Sería tan amable de darme el dinero para el viaje y dejarme ir hoy? Ahora no me resulta muy agradable estar aquí.

—Lo siento —dijo el Doctor (y creo que lo sentía)—, por supuesto haré todo lo que pueda por disminuir su desilusión. Es muy desdichado, pero no debe sentirse deprimido. El profesor S… dice que su trabajó le asegura el éxito para el año próximo y yo… bueno, yo haré todo lo que pueda para ayudarlo.

Me incliné.

—Gracias, señor. ¿Puedo ir hoy? Al mediodía hay un tren para Liverpool.

—Ciertamente, ciertamente, si lo desea —dijo—. Daré las órdenes de inmediato —y también me hizo efectivo el cheque, con sólo una recomendación de que debía usarse para comprar libros, pero pensaba que no importaba realmente.

Al mediodía estaba en el tren para Liverpool con quince libras en el bolsillo, de las cuales cinco me habían dado para el viaje a Irlanda. Estaba temblando de excitación y deleite. Finalmente iba a entrar al mundo real y a vivir como deseaba vivir. No tenía remordimientos ni pesares. Estaba lleno de animadas esperanzas y presentimientos felices.

Tan pronto como llegué a Liverpool, me fui al Hotel Adelphi, busqué los vapores y pronto encontré uno que cobraba sólo cuatro libras por un pasaje de tercera clase a Nueva York y que, para alegría mía, salía al día siguiente a las dos de la tarde. A las cuatro de la tarde había reservado y pagado mi pasaje. El dependiente dijo algo sobre ropa de cama, pero no le presté atención. Porque precisamente al entrar a la oficina había visto una publicidad de The Two Roses[16], un drama romántico que se representaría esa noche y estaba decidido a conseguir un asiento y verlo. ¿Saben cuánto coraje requería ese acto? Más del que necesitaba para romper los lazos con los que amaba e irme a América, porque mi padre era puritano entre los puritanos y a menudo había hablado del teatro como la «puerta abierta al infierno».

Yo había perdido toda fe en el infierno o en el cielo, pero cuando compré mi entrada me sacudió un estremecimimento helado y una y otra vez en las cuatro horas que siguieron estuve a punto de perder el billete y no ver la obra. ¿Qué pasaría si mi padre tenía razón? No podía evitar el miedo que me invadía como un vapor.

Cuando se levantó el telón, estaba en mi asiento y me quedé allí tres horas, maravillado. Era sólo una romántica historia de amor, pero la heroína era encantadora y afectuosa y sincera, y me enamoré de ella a primera vista. Cuando terminó la obra, salí a la calle resuelto a mantenerme puro para alguna chica como esa heroína. Ninguna lección moral que hubiera recibido antes o que haya recibido después, puede compararse con la impartida por esta primera noche de teatro. El efecto duró muchos meses y me hizo prácticamente imposible para siempre la masturbación. Los predicadores pueden digerir esto como más les guste.

A la mañana siguiente tomé un buen desayuno en el Adelphi y antes de las diez estaba a bordo del vapor, había guardado mi baúl y ocupado mi lugar para dormir, marcado con tiza en la cubierta. Hacia el mediodía, llegó el doctor, un hombre joven de buena presencia, con modales negligentes, cabello rojizo, nariz romana y aire poco convencional.

—¿De quién es esta litera? —preguntó, señalando la mía.

—Mía, señor —repliqué.

—Di a tu padre y a tu madre —dijo brevemente— que debes tener un colchón como este —y señaló uno— y dos mantas.

—Gracias, señor —dije y me encogí de hombros ante su interferencia.

Una hora después regresó.

—Todavía no tienes el colchón —ladró.

—No quiero un colchón —repliqué.

—¿Dónde están tu padre y tu madre? —preguntó.

—No tengo —respondí.

—¿Dejan ir a chicos como tú a América? —gritó—. ¿Qué edad tienes?

Yo estaba furioso con él por descubrir mi juventud en público, allí, delante de todos.

—¿Y a usted qué le importa? —pregunté desdeñosamente—. No es usted responsable de mí, gracias a Dios.

—Sin embargo lo soy —dijo—, al menos hasta cierto punto. ¿Realmente vas solo a América?

—Sí —contesté con aire rudo e indiferente.

—¿Para hacer qué? —fue su siguiente pregunta.

—Lo que pueda —repliqué.

—Ajá —murmuró—, debo ocuparme de esto.

Diez minutos después estaba de vuelta.

—Ven conmigo —dijo, y lo seguí hasta su cabina, un camarote confortable con una buena litera a la derecha de la puerta y un buen sofá enfrente.

—¿Estás realmente solo?

Yo asentí con un gesto, porque tenía un poco de miedo de que tuviera poder para prohibirme ir y resolví decir lo menos posible.

—¿Qué edad tienes? —fue su siguiente pregunta.

—Dieciséis años —mentí audazmente.

¡Dieciséis! —repitió—. No los representas, pero hablas como si estuvieras bien educado.

Sonreí; ya había advertido la crasa ignorancia de los campesinos de tercera clase.

—¿Tienes amigos en América? —preguntó.

—¿Para qué me interroga? —demandé—. He pagado mi pasaje y no estoy haciendo nada malo.

—Quiero ayudarte —dijo—. ¿Querrías quedarte aquí hasta que zarpemos y yo tenga un poco de tiempo?

—Ciertamente —dije—. Prefiero estar aquí que con esos patanes y si pudiera leer sus libros…

Había observado que había dos pequeñas estanterías de roble, una a cada lado del lavabo y otros libros y pinturas diseminados por allí.

—Por supuesto que puedes —contestó y abrió la puerta de la librería. Desde allí me miraba un Macaulay.

—Conozco su poesía —dije, viendo que el libro contenía los ensayos y estaba escrito en prosa—. Me gustaría leer este.

—Adelante —dijo sonriendo—. Regresaré en un par de horas.

Cuando volvió me encontró enrollado en su sofá, perdido en la tierra del ensueño. Acababa de llegar al final del ensayo sobre Clive y estaba sin resuello.

—¿Te gusta? —preguntó.

—Creo que sí —repliqué—. Es todavía mejor que su poesía —y repentinamente cerré el libro y comencé a recitar:

Con todas sus faltas, que no eran pocas ni pequeñas, sólo había un cementerio digno de recoger sus restos. En la gran Abadía[17]

El doctor me sacó el libro.

—¿Estás citando del Clive? —preguntó.

—Sí —dije—, pero el ensayo sobre Warren Hastings es igualmente bueno —y recomencé:

Parecía un gran hombre y no malo. Una persona pequeña y enaciada y no obstante de digno empaque que, si bien indicaba deferencia para con la Corte, indicaba también autocontrol y autorespeto habituales. Una frente alta e intelectual, un ceño pensativo, pero no melancólico, una boca de decisión inflexible, un rostro en el cual estaba escrito con tanta claridad como bajo la gran pintura de la Cámara del Concejo de Calcuta, Mens aequa in arduis. Este era el aspecto con el que el gran procónsul se presentaba ante sus jueces.

—¿Has aprendido todo esto de memoria? —gritó el doctor, riendo.

—No necesito aprender cosas como esta —repliqué—. Una lectura me basta.

Él me miró.

—Tuve razón al traerte aquí —comenzó—. Traté de conseguirte una litera, pero no hay espacio. Si pudieras arreglártelas con ese sofá, haría que el camarero te preparara una cama.

—Oh, ¿de verdad? —grité—. Qué amabilidad la suya. ¿Y me dejará leer sus libros?

—Todos —contestó, agregando—: Sólo desearía poder hacer tan buen uso de ellos como tú.

El resultado de esto fue que una hora después me había sacado parte de mi historia y éramos grandes amigos. Su nombre era Keogh.

«Por supuesto, es irlandés —me dije cuando me disponía a dormir esa noche—, ningún otro hubiera sido tan amable».

El hombre ordinario pensará que alardeo aquí de mi memoria. Se equivoca. La memoria de Swinburne, en especial en lo que se refiere a la poesía, era mucho, mucho mejor que la mía, y siempre he lamentado el hecho de que con frecuencia una buena memoria impide pensar por sí mismo. Volveré a esta creencia mía cuando explique más tarde cómo la falta de libros me dio todo lo que de original poseo. Una buena memoria y libros al alcance de la mano son dos de los grandes peligros de la juventud y son en sí mismos una terrible desventaja, pero como todos los dones, una buena memoria es pasible de brindar amigos entre los no pensantes, en especial cuando se es muy joven.

En realidad, el doctor Keogh anduvo por ahí alardeando de mi memoria y capacidad de recitar hasta que algunos de los pasajeros de los camarotes se sintieron interesados por el extraordinario escolar. El resultado fue que una noche me invitaron a recitar en la primera cabina y más tarde se hizo una colecta para mí y también tomaron para mí un pasaje de primera clase, y me dieron veinte dólares. Además, un anciano caballero se ofreció a adoptarme y ser para mí un segundo padre, pero yo no me había librado de un padre para adquirir otro, de modo que me mantuve tan alejado de él como lo aconsejaba la decencia.

Vuelvo a adelantarme, sin embargo. La segunda noche del viaje, el mar se encrespó un poco y hubo muchos enfermos. Llamaron al doctor Keogh y mientras estaba fuera, alguien golpeó a la puerta. La abrí y encontré una bonita chica.

—¿Dónde está el doctor? —preguntó, y yo le dije que había sido llamado al camarote de un pasajero.

—Por favor, dígale cuando regrese —dijo— que Jessie Kerr, la hija del ingeniero jefe, desearía verlo.

—Lo buscaré ahora si lo desea, señorita Jessie —dije—. Sé dónde está.

—No es importante —replicó ella—, pero me siento mareada y dijo que podía curarme.

—Subir a cubierta es la mejor cura —declaré—. El aire fresco pronto eliminará el mareo. Dormirá como un lirón y mañana por la mañana estará bien. ¿Quiere venir?

Ella consintió rápidamente y diez minutos después admitió que la ligera náusea había desaparecido con la brisa fresca. Mientras caminábamos a uno y otro lado de la cubierta débilmente iluminada, tuve que sostenerla de vez en cuando, porque el barco se movía un poco bajo un viento del sudoeste. Jessie me contó algunas cosas de sí misma, de cómo iba a Nueva York a pasar unos meses con una hermana mayor, casada, y qué estricto era su padre. A su vez, escuchó toda mi historia y apenas podía creer que sólo tuviera dieciséis años. Ella tenía más de diecisiete años y nunca hubiera podido ponerse de pie para recitar fragmento tras fragmento, como había hecho yo en el camarote. Pensaba que era «maravilloso».

Antes de bajar, le dije que era la chica más linda de a bordo y ella me besó y prometió volver la noche siguiente para dar otro paseo.

—Si no tiene nada mejor que hacer —me dijo al partir—, puede venir a la pequeña cubierta de paseo de la segunda clase y yo haré que uno de los hombres nos prepare un asiento en uno de los botes.

—Por supuesto —prometí alegremente y pasé la tarde siguiente con Jessie en la popa sombría del barco, donde estábamos ocultos a la vista de todos y tampoco podían oírnos.

Allí estábamos, abrigados con dos alfombrillas y mecidos, por decirlo así, entre el mar y el cielo, mientras el silbido del aire, al pasar, acrecentaba nuestra sensación de soledad. Jessie, aunque algo baja, era una chica muy bonita, con grandes ojos almendrados y de rasgos regulares.

Pronto pasé mi brazo a su alrededor y la besé hasta que me dijo que nunca había conocido a un hombre tan ávido de besos como yo. A mí me resultaba un halago delicioso que hablasen de mí como de un hombre y en compensación deliré sobre sus ojos y su boca y su cuerpo. Acariciando su seno izquierdo, le dije que podía adivinar el resto y sabía que tenía un cuerpo hermoso. Pero cuando pasé mi mano bajo sus vestidos, me detuvo al llegar encima de la rodilla y dijo:

—Tendríamos que prometernos antes de que te dejara hacer eso. ¿Me amas de verdad?

Por supuesto le juré que sí, pero cuando ella dijo que tendría que decirle a su padre que estábamos prometidos e íbamos a casarnos, corrieron por mi espalda escalofríos.

—No puedo casarme por mucho tiempo todavía —dije—. Primero tendré que ganarme la vida y no estoy muy seguro de por dónde voy a empezar.

Pero ella había escuchado que un anciano deseaba adoptarme y todo el mundo decía que era muy rico y hasta su padre decía que yo estaría «bien protegido».

Mientras tanto, mi mano derecha seguía ocupada. Había conseguido llegar a la carne cálida entre las medias y las bragas, y estaba loco de deseo. Pronto, mi boca en la suya, toqué su sexo.

¡Qué tarde jubilosa pasamos! Ahora ya había aprendido lo bastante como para ir despacio y obedecer a sus deseos. Dulce, dulcemente, acaricié su sexo con los dedos hasta que se abrió y ella se apoyó contra mí y me besó por propia iniciativa, mientras sus ojos se ponían en blanco y todo su ser se perdía en estremecimientos de éxtasis. Cuando me pidió que me detuviera y sacara la mano, hice de inmediato lo que me rogaba y fui recompensado diciéndome que era un «muchacho encantador», «dulce», y pronto volvieron a comenzar los abrazos y besos. Ahora ella se movía en respuesta a mi contacto lascivo y cuando llegó el éxtasis, me apretó contra sí y me besó apasionadamente con los labios calientes. Después, en mis brazos, lloró un poco y luego hizo pucheros y dijo que estaba enojada conmigo por ser tan malo. Pero sus ojos se entregaban a los míos aun mientras trataba de regañarme.

Sonó la campana de la cena y ella dijo que tenía que irse e hicimos una cita para después, en la cubierta superior. ¡Pero cuando se estaba levantando volvió a entregarse a mi mano con un pequeño suspiro y descubrí que su sexo estaba húmedo, húmedo!

Bajó del bote por la jarcia principal y yo esperé unos momentos antes de seguirla. Al comienzo, parecía que nuestra prudencia quedaría recompensada, sobre todo, pensé, porque todos me creían demasiado joven y pequeño como para ser tomado en serio. Pero todo se sabe rápidamente a bordo, o por lo menos lo saben los marineros.

Bajé al camarote del doctor Keogh, una vez más alegre y agradecido, como lo había estado con E… Mis dedos eran como ojos que satisfacían mi curiosidad, y mi curiosidad era insaciable. Los muslos de Jessie eran suaves, firmes y redondos. Me deleitaba recordando su tacto, y su culo era como mármol cálido. Quería verla desnuda y estudiar sus bellezas una después de otra. Su sexo también era hermoso, más lleno incluso que el de Lucille, y sus ojos eran más hermosos. Oh, la vida era mil veces mejor que en la escuela. Yo temblaba de alegría y esperanzas apasionadas y salvajes. Tal vez Jessie me dejaría, tal vez… estaba sin aliento.

Nuestro paseo por cubierta, esa noche, no fue tan satisfactorio. El viento había disminuido y había muchas otras parejas y todos los hombres parecían conocer a Jessie. Todo era señorita Kerr por aquí y señorita Kerr por allá, hasta que estuve de mal humor y desilusionado. No pude tenerla para mí más que por momentos, pero entonces tenía que admitir que era tan dulce como siempre y hasta su acento de Aberdeen me resultaba pintoresco y encantador.

Conseguí algunos besos largos en momentos inesperados y justo antes de que se fuera la empujé detrás de un bote, en el pescante, y pude acariciar sus pequeños senos. Y cuando me dio la espalda para irse, puse mis brazos alrededor de sus caderas y la atraje hacia mí. Ella apoyó la cabeza sobre el hombro y me dio su boca y sus ojos desmayados. ¡Querida! Jessie era apta para todas las lecciones amorosas.

El día siguiente fue nuboso y amenazaba lluvia, pero a las dos de la tarde estábamos arrellanados en el bote, a salvo, y esperábamos que nadie nos hubiese visto. Pasó una hora entre caricias y abrazos, palabras y promesas de amor. Había conseguido que Jessie acariciara mi sexo y sus ojos parecían hacerse más profundos mientras lo hacía.

—Te amo, Jessie. ¿No dejarás que toque el tuyo?

Ella sacudió la cabeza.

—Aquí no; no al aire libre —susurró, y luego—: Espera un poco hasta que lleguemos a Nueva York, querido —y nuestras bocas sellaron el pacto.

Luego le pregunté cosas sobre Nueva York y la casa de su hermana, y estábamos hablando de dónde nos encontraríamos, cuando una gran cabeza y una barba se asomaron por encima del borde del bote y una profunda voz escocesa dijo:

—Te necesito, Jessie, te he estado buscando por todas partes.

—Muy bien, padre —contestó ella—. Bajaré en un minuto.

—Ven de prisa —dijo la voz mientras la cabeza desaparecía.

—Le diré que nos amamos y no estará enojado mucho tiempo —susurró Jessie.

Pero yo tenía mis dudas. Cuando se levantó para irse, mi mano desobediente se metió bajo su vestido, por detrás, y sentí las nalgas calientes y suaves. Ah, la intensidad de las sensaciones inefables. Sus ojos me sonrieron por sobre su hombro y se fue… y con ella la luz del sol.

Todavía recuerdo la decepción enfermiza mientras estaba solo en el bote. Entonces la vida, como en la escuela, tenía sus dolores, y si bien los placeres eran más vivos, los obstáculos y frustraciones eran más amargos. Por primera vez en mi vida, sentí vagos recelos, una sospecha conmovedora de que era preciso pagar por todo lo deleitoso y alegre de la vida. Pero no tendría miedo. Si tenía que pagar, pagaría. Después de todo, el recuerdo del éxtasis era algo que no podían sacarme, mientras que los pesares eran fugaces. Y sigo manteniendo esa fe.

Al día siguiente, el camarero jefe me consiguió una litera en el camarote de un contramaestre inglés de diecisiete años, que iba a reunirse con su barco en las Indias occidentales. William Ponsonby no era un mal tipo, pero no hablaba más que de chicas de la mañana a la noche, e insistía en que las negras eran mejores que las blancas. Eran más apasionadas, según decía.

Me mostró su sexo y se excitó delante de mí, asegurándome que tenía intención de poseer a una tal señorita Le Bretón, una gobernanta, que iba a ocupar un puesto en Pittsburgh.

—¿Pero supón que la embarazas? —pregunté.

—Ese no es mi funeral —fue su respuesta, y viendo que su cinismo me chocaba, siguió diciendo que no había peligro si uno se retiraba a tiempo. Ponsonby jamás abría un libro y era increíblemente ignorante. Aparentemente, no le importaba aprender nada que no tuviera que ver con el sexo. Esa misma tarde me presentó a la señorita Le Bretón. Era más bien alta, con cabello rubio y ojos azules y elogió mi recitado. Para mi sorpresa, era una mujer y una mujer bonita, y por la manera en que miraba a Ponsonby vi que estaba muy enamorada de él. Él era más alto que la media, fuerte y jovial, y eso era todo lo que veía en él.

La señorita Jessie se mantuvo alejada de mí toda la tarde y cuando, vi a su padre en la «cubierta superior», me lanzó una mirada furiosa y pasó sin decir una palabra. Esa noche le conté a Ponsonby mi historia, o parte de ella, y este declaró que si escribía una nota se la haría llegar a Jessie a la mañana siguiente, por uno de los marineros.

Además, propuso que debíamos ocupar el camarote en tardes alternas. Por ejemplo, él se tomaría el día siguiente y yo no debía acercarme, y si en algún momento uno de nosotros encontraba la puerta cerrada, debía respetar la intimidad de su camarada. Yo acepté con entusiasmo y me acosté en una fiebre de esperanza. ¿Se arriesgaría Jessie a despertar las iras de su padre reuniéndose conmigo? Tal vez lo haría. En todo caso, le escribiría pidiéndoselo, y lo hice. Una hora después, el mismo marinero regresó con su respuesta. Ponía lo siguiente: «Querido amor, papá está furioso, tendremos que tener mucho cuidado durante dos o tres días. Tan pronto como pueda hacerlo segura, iré. Tu amante Jess», con una docena de cruces a modo de besos.

Esa tarde, sin recordar mi pacto con Ponsonby, fui a nuestro camarote y encontré la puerta cerrada. En seguida recordé lo hablado y me retiré a toda prisa. ¿Había triunfado tan rápidamente? ¿Y estaba ella en la cama con él? La casi certeza me hacía latir el corazón.

Esa noche, Ponsonby no pudo ocultar su éxito, pero como lo usó en parte para elogiar a su amante, lo perdoné.

—Tiene la figura más hermosa que hayas visto —declaró—, y es realmente un tesoro. Cuando te acercaste a la puerta, recién terminábamos. Dije que se trataba de algún error y me creyó. Quiere que me case con ella, pero no puedo casarme. Si fuera rico, me casaría en seguida. Es mejor que arriesgarse a atrapar alguna inmunda enfermedad —y continuó hablando de uno de sus colegas, John Lawrence, quien se había contagiado la viruela negra, como llamaba a la sífilis, de una negra.

—No se dio cuenta durante tres meses —continuó Ponsonby— y se metió en su sistema. Su nariz se puso mal y tuvo que recluirse en su casa, pobre diablo. Esas chicas negras son inmundas —dijo—, le contagian a todos la blenorragia y eso ya es bastante malo, puedes creerme. Son diablos sucios.

Sus trillados pesares no me interesaron mucho, porque había decidido que nunca, en ninguna circunstancia, iría con una prostituta.

A bordo de ese barco tomé las resoluciones más peculiares y puedo indicar brevemente aquí las principales de entre ellas. En primer lugar, resolví que cada trabajo que me dieran lo haría tan bien como pudiera, de modo que el que viniera detrás de mí no pudiera hacerlo mejor. En el último período escolar había descubierto que si uno se entrega en cuerpo y alma a cualquier cosa, se la aprende rápidamente y por completo. Aun antes de probar, estaba seguro de que mi primer trabajo me conduciría directamente a la fortuna. Había visto hombres trabajando y sabía que me sería fácil superarlos. Sólo anhelaba probar.

Recuerdo que una noche esperaba a Jessie, que no apareció, y antes de irme a la cama subí a la proa del barco, donde uno está solo con el mar y el cielo, y me hice este juramento, como lo llamó mi fantasía romántica: cualquier cosa que emprendiera, pondría en ella lo mejor de mí.

Si he cosechado éxitos en la vida o hecho algún buen trabajo, se debe en gran parte a esta resolución.

No podía dejar de pensar en Jessie. Si trataba de sacármela de la cabeza, recibía una pequeña nota de ella o venía Ponsonby, rogándome que le dejara el camarote todo el día. Finalmente, desesperado, le rogué que me diera su dirección en Nueva York, porque temía perderla para siempre en ese torbellino. Agregué que siempre estaría solo en el camarote desde la una a la una y media pasadas, si podía venir alguna vez.

Ese día no vino y el viejo caballero que dijo que me adoptaría, me atrapó, me dijo que era un banquero y que me enviaría a Harvard, la universidad cercana a Boston; según lo que el doctor había dicho de mí, esperaba que haría grandes cosas. Era realmente amable y trataba de ser simpático, pero no tenía idea de que lo que yo quería por sobre todo era probarme a mí mismo, justificar la alta opinión que tenía de mis capacidades en la abierta lucha por la vida. No deseaba ayuda y me disgustaban sus aires protectores.

Al día siguiente, en el camarote, hubo un golpe en la puerta y Jessie, toda sofocada, estuvo en mis brazos.

—Sólo puedo quedarme un minuto —lloró—. Papá es espantoso, dice que eres sólo un niño y que no me permitirá prometerme y me vigila de la mañana a la noche. Pude escaparme ahora porque tuvo que bajar a la sala de máquinas.

Antes de que hubiera terminado, pasé el cerrojo a la puerta.

—Oh, debo irme —lloró—. Realmente, debo. Sólo vine para darte mi dirección en Nueva York. Aquí está —y me dio el papel que puse de inmediato en mi bolsillo. Luego puse ambos brazos por debajo de su vestido y mis manos se apoyaron en sus caderas cálidas. Estaba mudo de placer. Un momento después, mi mano derecha pasó a su sexo y cuando lo toqué se juntaron nuestros labios y su sexo se abrió en seguida y mi dedo comenzó a acariciarla y nos besamos y volvimos a besarnos. De pronto, sus labios se pusieron calientes, y mientras yo me preguntaba todavía por qué, su sexo se humedeció y sus ojos comenzaron a parpadear y girar. Un instante después, trató de librarse de mi abrazo.

—Realmente, querido, estoy asustada. Podría venir y armar un escándalo y yo me moriría. Por favor, deja que me vaya ahora. Tendremos mucho tiempo en Nueva York.

Pero yo no podía soportar que se fuera.

—Nunca vendría aquí, donde hay dos hombres —dije—, nunca. Podría encontrarse con el otro —y la atraje hacia mí, pero viendo que sólo estaba tranquila a medias, dije, mientras le levantaba el vestido—: Deja que toque tu sexo con el mío y te dejaré ir —y al momento siguiente mi sexo estaba contra el suyo y casi a pesar de sí misma, cedió a la pulsante calidez. Pero cuando yo empujé, se apartó y vi ansiedad en sus ojos, que se habían vuelto muy queridos para mí.

En seguida me detuve y saqué mi sexo, dejando caer sus ropas.

—Eres un tesoro, Jess —dije—, ¿quién podría negarte nada? En Nueva York, entonces, pero ahora dame un largo beso.

Me dio su boca en seguida y sus labios estaban calientes. Esa mañana aprendí que cuando los labios de una chica se ponen calientes, su sexo se ha calentado antes y está preparada para entregarse y madura para el abrazo.