Días escolares en Inglaterra
Durante mi decimotercer año se produjo Ja experiencia más importante de mi vida de estudiante. Caminando un día en compañía de un muchacho de las Indias occidentales, de unos dieciséis años, admití que iba a ser «confirmado» en la Iglesia de Inglaterra. En ese momento, era intensamente religioso y me tomaba todo el rito con sorprendente seriedad. El «Cree y serás salvado» sonaba todo el día en mis oídos, pero no tenía ninguna certeza feliz. ¿Creer en qué? «Cree en mí, Jesús». Por supuesto que creo. Entonces tenía que ser feliz, y no lo era.
De allí se seguía el «No creo» y la tortura y la condenación eterna. Mi alma se rebelaba ante la iniquidad de la espantosa condena. ¿Qué era de los millones de personas que nunca habían oído hablar de Jesús? Era para mí un rompecabezas horrible. Pero la figura radiante y la dulce enseñanza de Jesús me permitían creer y decidirme a vivir como él había vivido: generosamente, con pureza. Nunca me gustó la palabra «pureza», y acostumbraba a relegarla a lo más oscuro de mi pensamiento. Pero trataría de ser bueno… ¡por lo menos trataría!
—¿Crees en todos los cuentos de hadas de la Biblia? —preguntó mi compañero.
—Por supuesto que sí —contesté—. Es la Palabra de Dios, ¿no?
—¿Quién es Dios? —preguntó el muchacho.
—Él hizo el mundo —agregué—, toda esta maravilla —y con un gesto incluí los cielos y la tierra.
—¿Quién hizo a Dios? —preguntó mi compañero.
Me aparté, conmovido. En un relámpago, vi que había estado construyendo sobre una palabra enseñada. «¿Quién hizo a Dios?». Me alejé solo, ascendiendo el largo prado junto al arroyuelo, con mis pensamientos dando vueltas en mi cabeza. Una tras otra, las historias que había aceptado eran ahora para mí «cuentos de hadas». Jonás no había vivido tres días en el vientre de una ballena. Un hombre no podía pasar por la garganta de una ballena. El Evangelio de Mateo comenzaba con la ascendencia de Jesús, demostrando que había nacido de la semilla de David, a través de José, su padre, y en el capítulo siguiente se nos dice que José no era su padre, y que su padre era el Espíritu Santo. Una hora después, el edificio de mis creencias espirituales yacía en ruinas alrededor de mí. No creía en nada, ni un punto, ni un ápice: me sentía como si me hubieran desnudado en medio del frío.
De pronto, sentí una gran alegría. Si el cristianismo era una mentira y un cuento de hadas, como el mahometanismo, entonces sus prohibiciones eran ridículas y yo podía besar y poseer a cualquier chica que cediera a mis deseos. De inmediato quedé parcialmente reconciliado con mi desnudez espiritual. Había compensaciones.
La pérdida de mi fe fue durante mucho tiempo muy dolorosa para mí. Un día le hablé a Stackpole de mi infidelidad y me recomendó que leyera Analogy de Butler[12] y mantuviera una actitud abierta. Butler terminó lo que había empezado el muchacho de las Indias occidentales y, en mi necesidad de alguna convicción, tomé un camino de profundización mediante la lectura. Un día encontré en las habitaciones de Stackpole un volumen de los Ensayos de Huxley[13]; en una hora los había leído y me proclamaba «agnóstico». Sí, eso es lo que era. No estaba seguro de nada, pero deseaba aprender.
En los seis meses siguientes, maduré mentalmente diez años. Siempre estaba a la busca de libros que me convencieran y finalmente me encontré con el ensayo de Hume contra los milagros[14]. Eso puso fin a todas mis dudas; me satisfizo, finalmente. Doce años después, estudiando filosofía en Goettingen, comprendí que el razonamiento de Hume no era concluyente, pero por el momento estaba curado. A mediados del verano, me negué a ser confirmado. Durante las semanas anteriores había estado buscando en la Biblia las historias más increíbles y también más escabrosas, que relataba por la noche para deleite de los chicos del dormitorio grande.
Ese año pasé, como de costumbre, mis vacaciones de verano en Irlanda. Mi padre vivía con mi hermana Nita allí donde Vernon había sido enviado por su banco. Ese verano lo pasamos, creo, en Ballybay, en el condado de Monaghan. Recuerdo poco o nada del pueblo, salvo que había una serie de lagos rodeados de juncos que proveían a Vernon, durante el otoño, de buenos patos y agachadizas.
Estas vacaciones fueron memorables para mí, por varias razones. Un día, durante la cena, mi hermana y mi hermano mayor iniciaron una conversación sobre el cortejo y la conquista de las jóvenes. Observé con sorpresa que mi hermano Vernon era muy deferente para con las opiniones de mi hermana, de modo que, inmediatamente después de la comida, me apoderé de Nita y le rogué que me explicara lo que quería decir por «halagos».
—Dices que a todas las chicas les gustan los halagos. ¿Qué quisiste decir con eso?
—Quiero decir —contestó ella— que a todas les gusta que les digan que son bonitas, que tienen hermosos ojos o buenos dientes o bonito cabello, según sea el caso, o que son altas y tienen un cuerpo hermoso. A todas les gusta que observen sus puntos buenos y los elogien.
—¿Eso es todo? —pregunté.
—¡Oh, no! —dijo ella—, también les gusta que noten su vestido y en especial su sombrero. Si les sienta bien a la cara, si es muy hermoso, y así. Las chicas piensan que si observas sus ropas es porque realmente gustas de ellas, porque la mayor parte de los hombres no las advierten.
«Número dos» —dije para mis adentros.
—¿Hay algo más?
—Por supuesto —respondió ella—, debes decir que la chica con la que estás es la más bonita de la habitación o de la ciudad… que, en realidad, es totalmente distinta a cualquier otra, superior al resto, y para ti la única chica del mundo. A todas las mujeres les gusta ser la única chica del mundo para tantos hombres como sea posible.
«Número tres» —me dije.
—¿No les gusta ser besadas? —pregunté.
—Eso viene después —dijo mi hermana—. Montones de hombres comienzan a besarte y toquetearte antes de que hayas comenzado a gustar de ellos. Eso te aparta. Primero, alabanza de aspecto y ropas; después, devoción y, después, los besos llegan naturalmente.
«¡Número cuatro!».
Me repetí una y otra vez estas cuatro cosas y comencé a experimentarlas con las chicas mayores y las mujeres que había a mi alrededor, y descubrí pronto que casi de inmediato todas tenían mejor opinión de mí.
Recuerdo que comencé a practicar mi nuevo conocimiento con la más joven de las señoritas Raleigh, que le gustaba a Vernon, según pensé. Me limité a elogiarla siguiendo los consejos de mi hermana. Primero sus ojos y su cabello (tenía hermosos ojos azules). Para sorpresa mía, me sonrió al punto. En consecuencia, seguí diciendo que era la chica más bonita de la ciudad y de pronto cogió mi cabeza entre sus manos y me besó, diciendo:
¡Eres un chico encantador!
Pero todavía me faltaba lo más importante. Había un hombre muy apuesto a quien vi dos o tres veces en reuniones. Creo que su nombre era Tom Connolly. No estoy seguro, aunque no debería haberlo olvidado, porque lo veo con tanta claridad como si estuviera ahora frente a mí: cinco pies y diez u once pulgadas, muy apuesto, con sombreados ojos color violeta. Todo el mundo contaba sobre él una historia que había tenido lugar durante su visita al Virrey en Dublín. Parece que la virreina tenía una hermosa doncella francesa y Tom Connolly la sedujo. Una noche, la virreina se sintió enferma y envió a su marido escaleras arriba en busca de la doncella. Cuando el marido golpeó la puerta diciendo que su esposa la necesitaba, Tom Connolly replicó en voz muy alta:
—Es muy poco cortés de su parte interrumpir a un hombre en un momento como este.
Por supuesto, el virrey se disculpó inmediatamente y se alejó de prisa, pero como un tonto relató la historia a su esposa, que estaba muy indignada, y al día siguiente, durante el desayuno, puso a su derecha a un aide–de–camp y designó a Tom Connolly un lugar alejado. Como de costumbre, Connolly llegó tarde a la mesa y, cuando vio el arreglo de lugares, se dirigió hacia el aide–de–camp.
—Ahora, joven —dijo—, tendrá muchas oportunidades más tarde, de modo que deme mi lugar —y acto seguido lo sacó de su sitio y se sentó junto a la virreina, aunque esta apenas le dirigía la palabra.
Finalmente, Tom Connolly le dijo:
—No lo hubiera creído de usted, que es tan gentil. ¡Qué idea, culpar a una pobre chica la primera vez que cede a un hombre!
Esta frase hizo reír a toda la mesa y estableció en toda Irlanda la fama de impudicia de Connolly.
Todos hablaron de él y yo lo seguía por los jardines y, cada vez que hablaba, tendía mis grandes orejas para escuchar cualquier palabra de sabiduría que se desprendiera de sus labios. Por fin, me notó y me preguntó por qué lo seguía por todas partes.
—Todos dicen que puede usted seducir a cualquier mujer que le guste, señor Connolly —dije, algo avergonzado—. Quiero saber cómo lo hace, qué les dice.
—De verdad que no lo sé —contestó—, pero eres un jovencito gracioso. ¿Qué edad tienes, para andar haciendo semejantes preguntas?
—Catorce años —dije audazmente.
—No te hubiera dado catorce años, pero aun así son muy pocos. Debes esperar.
De modo que me retiré, pero manteniendo siempre la distancia necesaria para escuchar.
Lo escuché reír con mi hermano mayor de mi pregunta, de modo que imaginé que había sido perdonado, y al día siguiente o dos días después, viéndome tan asiduo como siempre, me dijo:
—Sabes, tu pregunta me ha divertido, y he pensado que podía intentar darte una respuesta. Aquí va. Si puedes ponerle en la mano un pene erecto y llorar profusamente al mismo tiempo, estarás cerca del corazón de cualquier mujer. Pero no olvides las lágrimas.
Descubrí que era un consejo perfecto. Era incapaz de llorar en momentos como esos, pero jamás olvidé las palabras.
En Ballybay había un gran cuartel de policía irlandesa y el subinspector era un tipo guapo de cinco pies y nueve o diez pulgadas, llamado Walter Raleigh. Acostumbraba a decir que era descendiente del famoso cortesano de la Reina Elizabeth, y pronunciaba su apellido «Rolly», asegurándonos que su ilustre tocayo lo había deletreado así a menudo, lo que demostraba que debía haberlo pronunciado como si se escribiera con una o. Menciono a Raleigh porque sus hermanas y las mías eran grandes amigas y él entraba y salía de la casa como si fuera la suya.
Todas las tardes, cuando Vernon y Raleigh no tenían nada mejor que hacer, apartaban las sillas de la sala trasera, se ponían los guantes de boxeo y hacían uno o dos rounds. Mi padre tenía por costumbre sentarse en un rincón para observarlos. Vernon era más ligero y más pequeño, pero más rápido; sin embargo, yo pensaba que Raleigh no empleaba contra él toda su fuerza.
Una de las primeras tardes en que Vernon se quejó de que Raleigh no había venido ni lo había mandado llamar, mi padre dijo:
—¿Por qué no pruebas con Joe?
(¡Era mi apodo!). En un instante, tuve puestos los guantes y Vernon me dio mi primera lección. Me enseñó al menos cómo golpear en línea recta y después cómo cubrirme y apartarme de costado. Yo era muy veloz y fuerte para mi tamaño, pronto le resultó difícil llegar a pegarme y entonces, a veces, recibía yo un golpe que me levantaba del suelo. Pero mediante la práctica constante, mejoré rápidamente y después de una quincena me puse los guantes para pelear con Raleigh. Sus golpes eran mucho más pesados y hasta evitarlos me hacía trastabillar, de modo que me acostumbré a retroceder o echarme hacia el costado o fintear todo golpe dirigido a mí, al tiempo que respondía con todas mis fuerzas. Una noche en que Vernon y Raleigh me elogiaban, les hablé de Jones y cómo me tiranizaba; realmente, había transformado mi vida en una pura miseria. Jamás me encontraba fuera de la escuela sin golpearme o patearme y el apodo favorito con que me adornaba era «pies de caca». Su actitud influía también sobre toda la escuela. Yo había llegado a odiarlo tanto como lo temía.
Ambos pensaron que podía derrotarlo, pero yo lo describía como muy fuerte y finalmente Raleigh decidió pedir dos pares de guantes de cuatro onzas, o guantes de pelea, y los utilizó conmigo para darme confianza. Durante la primera media hora con los nuevos guantes, Vernon no consiguió pegarme ni una vez y tuve que reconocer que era más fuerte y más rápido que Jones. Al terminar las vacaciones, ambos me hicieron prometer que abofetearía a Jones la primera vez que lo viera en la escuela.
Al regresar a la escuela, siempre nos reuníamos en el aula principal. Cuando entré, hubo un silencio. Yo estaba espantosamente excitado y asustado. No sé por qué, pero estaba totalmente decidido. «No puede matarme», me repetía mil veces. No obstante, estaba interiormente aterrorizado, aunque mi aspecto exterior era lo bastante compuesto. Jones y otros dos de sexto estaban de pie frente al hogar vacío. Yo me acerqué a ellos. James movió la cabeza.
—¿Cómo te va, Pat?
—Muy bien —dije—, ¿pero por qué ocupas toda la habitación? —y lo empujé a un lado. Inmediatamente, me empujó con fuerza y yo lo abofeteé, tal como había prometido. Los muchachos mayores lo sujetaron, porque de otro modo la pelea hubiera tenido lugar en ese mismo momento y lugar.
—¿Vas a luchar? —ladró.
—¡Tanto como desees, fanfarrón! —repliqué.
Se convino que la pelea tendría lugar la tarde siguiente, que resultó ser miércoles, día medio festivo. De tres a seis de la tarde tendríamos tiempo suficiente. Esa noche Stackpole me llamó a su habitación y me dijo que, si yo lo deseaba, conseguiría que el Doctor impidiera la pelea. Le aseguré que tenía que producirse y que prefería arreglar las cosas de esa forma.
—Me temo que es demasiado grande y fuerte para ti —dijo Stackpole.
Me limité a sonreír.
Al día siguiente se armó el círculo en un extremo del campo de juegos, detrás del almiar, de modo que no pudieran vernos desde la escuela. Todo el sexto curso y casi toda la escuela estaban del lado de Jones. Pero Stackpole, aunque ostensiblemente daba vueltas por todas partes, estaba siempre cerca de mí. Me sentí muy agradecido. No sé por qué, pero su presencia eliminaba mi soledad. Al comienzo, la pelea fue casi un match de boxeo. Jones adelantó un golpe con la izquierda, yo lo evité y contesté con un derechazo a su cara. Un momento después, se me echó encima, pero yo retrocedí, saltando hacia un costado y lo golpeé duramente en el mentón. En el silencio mortal, percibí la estupefacción de la escuela.
—¡Bien, bien! —gritó Stackpole detrás de mí—. Esa es la manera.
Y sí que fue la «manera» de toda la pelea, excepto en un round. Ya hacía ocho o diez minutos que estábamos golpeando duro, cuando sentí que Jones se debilitaba o perdía el aliento. De inmediato, intensifiqué el ataque con todas mis fuerzas cuando de pronto, por azar, recibí un derechazo justo bajo la oreja izquierda y perdí pie. Podía golpear fuerte, esta era la verdad. Cuando me adelanté hacia el centro para el siguiente round, Jones me miró.
—Eso dolió, ¿eh, Pat?
—Sí —contesté—, pero te pondré de azul y oro por eso —y continuó la pelea.
Mientras yacía en el suelo, había tomado la resolución de golpearlo sólo en la cara. Era bajo y fuerte y los golpes en el cuerpo no parecían hacerle ninguna impresión; pero si podía marcarle la cara, los maestros, y especialmente el Doctor, comprenderían lo que había pasado.
Jones golpeó una y otra vez, primero con la derecha, después con la izquierda, con la esperanza de derribarme de nuevo, pero mi entrenamiento había sido demasiado variado y completo, y el golpe me había enseñado la prudencia necesaria. Evité sus golpes o me aparté de costado y lo golpeé con la derecha y la izquierda en la cara, hasta que de pronto su nariz comenzó a sangrar y detrás de mí Stackpole gritó excitadísimo:
—Esa. es la manera, esa es la manera. Sigue acribillándolo.
Cuando me volví a sonreírle, descubrí que muchos novatos, antes camaradas míos, se habían acercado a mi rincón y todos, me sonreían animosamente con audaces exhortaciones de «darle fuerte».
Entonces comprendí que sólo tenía que seguir y ser cuidadoso y la victoria sería mía. Una exultación fría y dura ocupó el lugar de la excitación nerviosa y, cuando golpeé, traté de cortar con los nudillos, como me había enseñado Raleigh.
La hemorragia nasal de Jones requirió cierto tiempo para detenerse y, cuando volvió al centro, la reanudé con otro derechazo. Después de este round, sus segundos y partidarios lo mantuvieron tanto tiempo en su rincón que finalmente, siguiendo el consejo susurrado por Stackpole, me adelanté y le dije:
—Pelea o ríndete. Estoy tomando frío.
Salió en seguida y se lanzó hacia mí lleno de brío, pero su rostro estaba magullado y el ojo izquierdo casi cerrado. Aproveché todas las oportunidades que tuve para golpearlo en el ojo derecho, hasta que estuvo en condiciones aún peores que el otro.
Desde entonces, me ha parecido extraño el hecho de que en ningún momento sentí compasión u ofrecí detenerme. La verdad es que me había acosado tan incesantemente, había herido mi orgullo en público con tanta frecuencia, que hasta en el final de la pelea estaba embargado por una cólera fría. Observaba todo. Vi que un par de muchachos de sexto se alejaban en dirección a la escuela y regresaban después con Shaddy, el segundo maestro. Cuando dieron la vuelta al almiar, Jones salió al círculo. Cuando estuve a la distancia justa, golpeó salvajemente con la derecha y la izquierda, pero yo me hice a un lado por su lado izquierdo, más débil, y lo golpeé tan fuerte como pude, primero con la derecha, después con la izquierda, en el mentón, y cayó de espaldas al suelo.
De inmediato se oyeron chillidos de aplauso de los chicos de mi rincón y vi que Stackpole se había reunido con Shaddy cerca del rincón de Jones. De pronto, Shaddy entró al círculo y, para sorpresa mía, habló con cierta dignidad.
—Esta pelea debe detenerse ahora —dijo en voz alta—. Si se da otro golpe o se dice otra palabra, informaré de la desobediencia al Doctor.
Sin una palabra, me retiré y me puse el chaleco, la chaqueta y el cuello, mientras sus amigos de sexto acompañaban a Jones a la escuela.
Jamás tuve tantos amigos y admiradores como los que se acercaron entonces a felicitarme y testimoniar su admiración y buena voluntad. Todos los cursos inferiores estaban de mi lado, según parecía, y lo habían estado desde el principio, y uno o dos del sexto curso, en especial Herbert, se acercaron a mí y me elogiaron cálidamente.
—Una gran pelea —dijo Herbert— y ahora tal vez tendremos menos torturadores. En todo caso —agregó con humor—, nadie querrá torturarte a ti. Eres un profesional. ¿Dónde aprendiste a boxear?
Tuve suficiente sentido común como para sonreír y reservármelo. Esa noche, Jones no apareció en la escuela. De hecho, lo mantuvieron arriba, en la enfermería, durante varios días. Los «sirvientes» y chicos de cursos inferiores me contaron montones de historias sobre el doctor, quien según ellos había dicho que «temía las erisipelas, porque los magullones eran muy grandes y Jones debía quedarse en cama y en la oscuridad» y multitud de otros detalles.
Había una cosa clara: mi posición en la escuela había cambiado radicalmente. Stackpole habló con el doctor y conseguí un pupitre para mí solo en su clase, y sólo iba con el profesor de gramática para que me diera lecciones especiales. Stackpole se transformó, más que nunca, en mi maestro y amigo.
La primera vez que Jones apareció en la escuela, nos encontramos en el aula sexta, mientras esperábamos que llegara el Doctor. Yo estaba hablando con Herbert. Jones entró y me hizo una inclinación de cabeza. Yo me acerqué a él y le tendí las manos sin decir nada. La sonrisa y el gesto de aprobación de Herbert, me demostraron que había hecho bien.
—Olvidemos lo pasado —dijo, a la manera inglesa.
Esa noche le escribí a Vernon contándole toda la historia y por supuesto agradeciéndoles a él y a Raleigh el entrenamiento y el ánimo que me habían dado.
Toda mi visión de la vida se había alterado permanentemente. Yo estaba orgulloso y feliz. Una noche comencé a pensar en E… y por primera vez en meses practiqué el onanismo. Pero al día siguiente me sentí pesado y resolví que creencia o no creencia, el autocontrol era una buena cosa para la salud. Las siguientes vacaciones de Navidad las pasé enteras en Rhyl y traté de intimar con alguna chica, pero fracasé. Tan pronto como procuraba tocar siquiera sus senos, se apartaban. Me gustaban las chicas rellenitas y supongo que todas pensaban que era demasiado joven y pequeño. ¡Si hubieran sabido!
Hay otro incidente de este decimotercer año que tal vez valga la pena recordar. Liberado de la tiranía e insensata crueldad de los muchachos mayores que, en su mayor parte, seguían estando del lado de Jones y me dejaban muy solo, comenzaron a irritarme las restricciones de la vida escolar.
«Si fuera libre —me decía—, buscaría a E… o a alguna otra chica, y pasaría un buen rato; tal como son las cosas, no puedo hacer nada, no espero nada».
La vida me parecía inmóvil, chata y poco beneficiosa. Además, había leído casi todos los libros que me parecía que merecían leerse de la biblioteca del colegio y el tiempo me pesaba entre las manos; comencé a anhelar la libertad como un pájaro enjaulado.
¿Cuál era la manera más rápida de salir? Yo sabía que mi padre, como capitán de la marina, podía darme o conseguirme un nombramiento para transformarme en contramaestre. Por supuesto, tendría que dar un examen antes de los catorce años, pero yo sabía que podía conseguir un puesto destacado en cualquier prueba.
Pasé las vacaciones de verano, después de haber cumplido trece años el catorce de febrero, en Irlanda, en casa, como ya he dicho, y de vez en cuando pedía a mi padre que me consiguiera la nominación. Prometió que lo haría y yo le creí. Durante el otoño estudié cuidadosamente las materias en las que me examinarían, y de vez en cuando escribía a mi padre, recordándole su promesa. Pero no parecía dispuesto a tocar el tema en sus cartas, que estaban en su mayor parte llenas de exhortaciones bíblicas que me enfermaban de desprecio por su estúpida credulidad. Mi incredulidad me hacía sentir inconmensurablemente superior a él.
Llegó Navidad y le escribí una carta seria. Lo halagué, diciéndole que sabía que su palabra era sagrada. Pero llegábamos al límite de tiempo y yo me estaba poniendo nervioso, por miedo a que alguna demora burocrática me hiciera pasar el límite de edad exigido. No recibí respuesta. Le escribí a Vernon, quien me dijo que haría lo que pudiera con el gobernador. Pasaron los días, el catorce de febrero llegó y se fue: tenía catorce años. Ese modo de huida hacia el ancho mundo me había sido negado por mi padre. Me sentí hervir de odio.
¿Cómo iba a liberarme? ¿Dónde podía ir? ¿Qué podía hacer? Un día del año 1898, leí en un periódico ilustrado que se habían descubierto diamantes en el Cabo y se habían abierto campos de diamantes. Esta perspectiva me tentó y leí todo lo que pude sobre Sudáfrica, pero un día leí que el pasaje más barato para el Cabo costaba quince libras y me desesperé. Poco después, leí que por cinco libras se podía conseguir un pasaje de tercera para New York. Me parecía posible obtener esa cantidad, porque en el verano había un premio de diez libras para comprar libros que se le entregaría al que quedara segundo en el examen de conocimientos matemáticos. Pensé que podía ganarlo y me puse a estudiar matemáticas con más entusiasmo que nunca.
El resultado fue… pero lo diré en el momento adecuado. Mientras tanto, comencé a leer sobre América y pronto supe de la existencia del búfalo y los indios de las Grandes Praderas y se abrieron a mi imaginación infantil una multitud de arrebatadores cuadros románticos. Quería conocer el mundo y había llegado a detestar Inglaterra. Su esnobismo me parecía espantoso, pese a que había cogido la enfermedad, y lo que es peor, su espíritu me parecía invadido por el interés sórdido. Los muchachos ricos eran favorecidos por todos los maestros, incluido Stackpole; estaba disgustado con la vida inglesa, tal como la veía. Sin embargo, había en ella buenos elementos que no podía dejar de ver y que procuraré indicar más tarde.
Hacia mediados del invierno se anunció que a mediados de verano, además de representarse en latín una escena de una obra de Plauto, se representaría también la escena del juicio de El mercader de Venecia. Por supuesto, sólo participarían muchachos del quinto y sexto cursos y los ensayos comenzaron de inmediato. Naturalmente, saqué de la biblioteca El mercader de Venecia y en un día lo aprendí de memoria. Podía aprender buena poesía con una sola lectura cuidadosa; la mala poesía o la prosa me resultaban mucho más difíciles.
No había nada en la pieza que me atrajera, excepto Shylock, y la primera vez que escuché a Fawcett, de sexto, recitar su parte, no pude evitar una sonrisa. Repetía los discursos más apasionados como una lección, en una voz monótona y canturreada. Durante días me paseé profiriendo el desafío de Shylock y un día, por azar, Stackpole me oyó. Nos habíamos hecho grandes amigos. Había hecho con él toda el álgebra y ahora devoraba la trigonometría, resuelto a hacer después las secciones cónicas y luego el cálculo. En ese momento había ya un solo chico que era superior a mí y era capitán de sexto, Gordon, un tipo grande de unos diecisiete años, que tenía intención de ir a Cambridge con la beca de matemáticas de ochenta libras que darían ese verano.
Stackpole le dijo al director que yo sería un buen Shylock; para mi sorpresa, resultó que Fawcett no deseaba representar al judío. Le resultaba difícil incluso aprenderse el papel y finalmente me lo dieron. Estaba particularmente entusiasmado, porque sentía que podía resultar un gran éxito.
Un día, mi simpatía por los torturados me deparó un amigo. El hijo del vicario, Edwards, era un chico agradable de catorce años que había crecido de prisa y no era fuerte. Un bruto de dieciséis años del quinto superior le estaba retorciendo el brazo y golpeándolo en el músculo atormentado y Edwards estaba haciendo grandes esfuerzos para no llorar.
—Déjalo solo, Johnson —dije—. ¿Por qué lo atacas?
—Deberías probarlo un poco —gritó, dejando sin embargo libre a Edwards.
—No lo intentes conmigo, si eres prudente —respondí.
—A Pat le gustaría que le hablásemos —se burló y se alejó.
Yo me encogí de hombros.
Edwards me agradeció cálidamente su rescate y yo le pedí que viniera conmigo a dar un paseo. Él aceptó y así empezó nuestra amistad, una amistad memorable porque me deparó una experiencia nueva y hermosa.
La vicaría era una casa grande con bastante terreno alrededor. Edwards tenía algunas hermanas pero eran todas demasiado jóvenes como para interesarme. Por otra parte, la gobernanta francesa, Mile. Lucille, era muy atractiva, con sus ojos y cabellos negros y modales vivaces y graciosos. Era de estatura media y no tenía más de dieciocho años. Yo traté de conquistarla inmediatamente y procuré desde el principio hablar en francés con ella. Era muy amable conmigo y en seguida nos llevamos bien. Se sentía sola, supongo, y yo empecé bien, diciéndole que era la muchacha más bonita de todo el lugar, y la más fina. Ella lo tradujo, recuerdo, como la plus chic.
El siguiente medio día libre, Edwards entró a la casa por alguna razón. Yo le dije que deseaba un beso, y ella contestó:
—Eres sólo un muchacho, mais gentil —y me besó.
Cuando mis labios se demoraron en los suyos, tomó mi cabeza entre sus manos, la apartó y me miró con sorpresa.
—Eres un chico extraño —musitó.
La siguiente vacación que pasé en la vicaría, le di una pequeña carta de amor en francés que había copiado de un libro que había en la biblioteca de la escuela, y quedé encantado cuando la leyó y me hizo un gesto de asentimiento, sonriendo y guardándola en su corpiño. «Junto a su corazón», me dije, pero no tenía siquiera la posibilidad de darle un beso, porque Edwards siempre estaba dando vueltas por allí. Pero una tarde lo llamó su madre para algo y llegó mi oportunidad.
Por lo general nos sentábamos en una especie de pabellón rústico en el jardín. Esa tarde, Lucille estaba sentada, recostada en un sillón justo frente a la puerta porque el día era bochornoso, y cuando Edwards se fue, me eché a sus pies sobre el umbral. Su vestido se ajustaba sobre su cuerpo, revelando seductoramente las líneas de sus muslos y senos. Yo estaba loco de excitación. De pronto, observé que tenía las piernas separadas; podía ver sus tobillos delgados. En mi frente y mi garganta comenzaron a latir los pulsos. Supliqué un beso y me puse de rodillas para recibirlo. Ella me lo dio, pero al ver que persistía, me rechazó diciendo:
—Non, non! Sois sage!
Cuando regresé reacio a mi sitio, se me ocurrió una idea: «Métele la mano en la ropa». Estaba seguro de que podría alcanzar su sexo. Ella estaba sentada al borde de la silla y reclinada. La simple idea me sacudió y asustó. ¿Pero qué puede hacer?, pensé. Sólo enojarse. Pensé una vez más en las consecuencias posibles. El ejemplo de E… me animó y me dio coraje. Me incliné y me arrodillé frente a ella, sonriendo, suplicando un beso, y cuando ella me respondió con una sonrisa, puse audazmente la mano bajo sus ropas, sobre su sexo. En un éxtasis jadeante, percibí los pelos suaves y la forma, pero apenas lo había tomado, cuando ella saltó sobre sus pies.
—¿Cómo te atreves? —gritó, tratando de quitarme la mano.
Mis sensaciones eran demasiado poderosas para las palabras o los actos. Mi vida estaba en mis dedos; los mantuve en su coño. Un instante después, traté de tocarla suavemente con mi dedo medio, como había tocado a E… Fue un error. Su sexo se me escapó y de inmediato Lucille dio una vuelta y se liberó.
—Tengo intención de castigarte —gritó—. Se lo diré a la señora Edwards —balbuceó indignada—. Eres un muchacho muy malo y yo pensé que eras encantador. Nunca volveré a ser amable contigo. ¡Te odio! —y dio un enérgico taconazo de rabia.
Me acerqué a ella, todo mi ser transformado en una plegaria.
—No lo estropees todo —supliqué—. Haces mucho daño cuando te enfadas, querida.
Se volvió hacia mí, furiosa.
—Estoy realmente enojada, enojada —jadeó— y tú eres un odioso muchacho rudo y ya no me gustas —y volvió a apartarse, arreglándose el vestido.
—Oh, ¿cómo hubiera podido evitarlo? —comencé—. Eres tan bonita, oh, eres hermosa, Lucille.
—¡Hermosa! —repitió, bufando desdeñosamente, pero vi que estaba aplacada.
—Bésame —rogué— y no te enfades.
—Jamás te volveré a besar —replicó rápidamente—, puedes estar seguro de eso.
Seguí suplicando, halagando, rogando durante mucho tiempo, hasta que finalmente tomó mi cabeza entre sus manos, diciendo:
—Si me prometes que nunca, nunca volverás a hacer eso, te daré un beso y trataré de perdonarte.
—No puedo prometerlo —dije— porque era demasiado dulce; pero bésame y trataré de ser bueno.
Ella me dio un rápido beso y me apartó de un empujón.
—¿No te gustó? —susurré—. A mí sí, terriblemente. Me es imposible explicarte cómo me estremeció. ¡Oh, gracias, Lucille, gracias, eres la chica más dulce del mundo y siempre te estaré agradecido, querida!
Ella me miró pensativa; sentí que estaba ganando terreno.
—Eres adorable ahí —osé decir en un murmullo—. Por favor, querida, ¿cómo lo llamas? Una vez vi la palabra chat; ¿está bien decirle «gatito»?
—No hables de eso —gritó impaciente—. Odio pensar…
—Sé buena, Lucille —supliqué—; nunca volverás a ser la misma para mí. Antes eras bonita, chic y provocativa, pero ahora eres sagrada. ¡No te amo, te adoro, te reverencio, querida! ¿Puedo decirte «gatito»?
—Eres un chico extraño —dijo por fin—, pero nunca debes volver a hacerlo. Es desagradable y no me gusta. Yo…
—¡No digas esas cosas! —grité, fingiendo indignación—. ¡No sabes lo que estás diciendo… desagradable! Mira, besaré los dedos que han tocado tu gatito —y uní la acción a la palabra.
—¡Oh, no lo hagas —gritó y me tomó la mano—, no lo hagas!
Pero de algún modo, al mismo tiempo que hablaba se apoyó contra mí y me abandonó los labios. Poco a poco, mi mano derecha volvió a apoyarse en su sexo, esta vez por encima del vestido, pero en seguida se apartó y no me dejó acercarme otra vez. Mi deseo insano había vuelto a jugarme una mala pasada. Y sin embargo, se había rendido a medias, lo sabía, y la conciencia de esto me hizo estremecer de triunfo y esperanza, pero ¡ay!, en ese momento escuchamos a Edwards llamándonos a gritos al salir de la casa para reunirse con nosotros.
Esta experiencia tuvo dos consecuencias inmediatas e inesperadas: primero, esa noche no pude dormir pensando en el sexo de Lucille. Cuando me quedé dormido, soñé con ella, soñé que había cedido y yo estaba metiendo mi sexo en el suyo; pero había algún obstáculo y mientras empujaba y empujaba, mi semilla se derramó en un orgasmo de placer… y en seguida me desperté y tocándome, descubrí que todavía me estaba corriendo. El esperma pegajoso, caliente y lechoso cubría mi pelo y mi polla.
Me levanté, me lavé y regresé a la cama. El agua fría me había serenado, pero pronto, al pensar en Lucille y su «gatito» suave, caliente y peludo, volví a ponerme cachondo y en ese estado me dormí. Otra vez soñé con Lucille y una vez más trataba en vano de introducirme en ella, cuando el espasmo de placer me invadió; derramé mi semilla caliente… y desperté.
Pero vaya, cuando bajé la mano, no había esperma, sino sólo un poco de humedad en la cabeza de mi sexo… nada más. ¿Quería eso decir que sólo podía eyacular una vez? Me probé de inmediato. Mientras imaginaba el sexo de Lucille, su suave redondez caliente y los pelos, me acaricié el sexo, moviendo la mano rápidamente hacia arriba y hacia abajo, hasta que pronto conseguí un orgasmo y sentí de manera definida los calientes estremecimientos, como si mi semen se estuviera derramando, pero no salió nada, apenas una humedad.
Al día siguiente, me probé en el salto en alto y descubrí que no podía salvar la barra, porque saltaba una pulgada menos que lo habitual. No sabía qué hacer. ¿Por qué había cedido tan tontamente?
Pero la siguiente noche, retornó el sueño de Lucille y otra vez me desperté después de un agudo espasmo de placer, mojado con mi propio semen. ¿Qué iba a hacer? Me levanté, me lavé y puse agua fría en una esponja, que coloqué sobre mis testículos. Helado, regresé a la cama. Pero la imaginación me dominaba. Una y otra vez, el sueño regresaba y me despertaba. Por la mañana me sentía exhausto, me lavé y no necesité hacer prueba alguna para saber que estaba físicamente por debajo de mis posibilidades.
Esa misma tarde, por casualidad, encontré un trozo de cuerda de látigo y se me ocurrió de inmediato que si ataba esta cuerda dura alrededor de mi pene, tan pronto como el órgano comenzara a hincharse y endurecerse por la excitación, la cuerda se ajustaría y me despertaría el dolor.
Esa noche até a Tommy y me entregué a fantaseos sobre las partes privadas de Lucille. Tan pronto como mi sexo se irguió y endureció, la tralla me hizo doler espantosamente y tuve que ponerme agua fría para reducir mi miembro rebelde a sus proporciones ordinarias. Regresé a la cama y me puse a dormir. Tuve un corto y dulce sueño sobre las dulzuras de Lucille, pero me desperté en una agonía. Me levanté rápidamente y me senté sobre la fría losa de mármol del lavabo. Actuó a mayor velocidad aún que el agua fría. ¿Por qué? No aprendí esta lección hasta años después.
La cuerda era eficaz, hacía todo lo que deseaba. Después de esta experiencia, la utilicé con regularidad y una semana después podía otra vez colocarme bajo la barra y saltarla e izarme con una sola mano hasta que mi mentón quedaba por encima. Había conquistado la tentación y una vez más era el capitán de mi propio cuerpo.
La segunda experiencia inesperada fue también, me pareció, un resultado directo de mi despertar sexual con Lucille y de la intensa excitación. En todo caso, sucedió precisamente después de las escenas amorosas que acabo de describir y con frecuencia post hoc es propter hoc.
Hasta entonces no había notado todavía las bellezas de la naturaleza. En realidad, cada vez que durante mis lecturas me topaba con descripciones de paisajes, me las salteaba por fatigosas. Ahora, de pronto, en un instante, mis ojos quedaron abiertos a las bellezas naturales. Recuerdo la escena y mi arrebato como si hubiera sucedido ayer. Era un puente sobre el Dee, cerca de Overton, bajo el pleno sol. A mi derecha, el río hacía una larga curva, deslizándose bajo una elevación boscosa, dejando justo frente a mí un pequeño banco de arena tostada, medio desnudo. A mi izquierda, ambas orillas, muy arboladas, se unían y daban vuelta a una curva que se perdía a lo lejos. Yo estaba extasiado y mudo, encantado por la pura belleza de color de la escena: allá, agua iluminada por el sol; aquí, agua en sombras, reflejando la espléndida vestidura de la elevación boscosa. Y cuando me fui del lugar y miré los campos de trigo que lo rodeaban, dorado contra el verde de los setos, y los árboles dispersos, los colores adquirieron un encanto que jamás había observado. No podía comprender qué me había sucedido.
Creo que fue el despertar de la vida sexual quien me reveló la belleza de la naturaleza inanimada.
Una o dos noches después, quedé fascinado por una luna casi llena que barría con radiaciones de marfil nuestro campo de juegos, haciendo del almiar que había en Un rincón una cosa de belleza sobrenatural.
¿Por qué no había visto antes la maravilla del mundo, el puro encanto de la naturaleza que me rodeaba? Desde ese momento comencé a disfrutar de las descripciones de paisaje que encontraba en los libros y también a amar las pinturas de paisajes.
¡Gracias a Dios, el milagro estaba cumplido, finalmente, y mi vida enriquecida, ennoblecida, transfigurada como por la generosidad de Dios! Desde ese día comencé a vivir una vida encantada, porque de inmediato traté de ver la belleza en todas partes, y en todo momento del día y de la noche veía fugazmente cosas que me llenaban de deleite y transformaron mi ser en un himno de alabanza y júbilo.
La fe me había abandonado, y junto con la fe, la esperanza en el cielo y de hecho en cualquier clase de existencia futura. Entristecido y temeroso, era como aquel que está en prisión cumpliendo una sentencia indeterminada. Pero ahora, en un momento, la prisión se había transformado en un paraíso, los muros de lo real se habían derrumbado y devenido marcos de cuadros deleitosos. Vagamente, me hice consciente de que si esta vida era sórdida y mezquina, vil y desagradable, la falta estaba en mí mismo y mi ceguera. ¡Comencé entonces a comprender que yo mismo era un mago y podía crear mi propia tierra de hadas, sí, y mi propio cielo, transformando este mundo en la sala del trono de un dios!
Son esta alegría y esta convicción las que deseo transmitir a otros más que cualquier otra cosa, porque han sido para mí un nuevo Evangelio de coraje y resolución y cierta recompensa, porque el credo del hombre enseña que a medida que se crece en sabiduría, valor y gentileza, las cosas buenas vienen por añadidura.
Advierto que me desvío de mi historia y transcribo aquí un estadio de pensamiento y fe que sólo fue mío mucho más tarde. Pero el comienzo de la vida individual de mi alma fue esta experiencia: que había estado ciego a las bellezas de la naturaleza y ahora veía. Esto fue la raíz y el germen, por decirlo así, de la fe posterior que gobernó mi vida madura, llenándome de coraje y produciendo esperanzas y júbilo inefables.
Muy pronto, el primer mandamiento de este credo estuvo en mis labios casi cada hora: «¡Culpa a tu ceguera! ¡Cúlpate siempre a ti mismo!».