Capítulo 2

La vida en un instituto inglés de segunda enseñanza

Aun haciendo un esfuerzo, me llevaría un año describir la vida en ese instituto inglés de segunda enseñanza de R… Siempre había sido perfectamente feliz en todas las escuelas irlandesas y, en especial, en la Escuela Real de Armagh. Estableceré la diferencia tan brevemente como sea posible. En Irlanda, cuando yo murmuraba en clase, el maestro me miraba con el ceño fruncido y sacudía la cabeza; diez minutos más tarde, estaba hablando otra vez y él levantaba un dedo admonitor; la tercera vez, probablemente dijera: «Deje de hablar, Harris. ¿No comprende que molesta a su vecino?». Media hora más tarde, desesperado, gritaba: «Si continúa hablando, tendré que castigarlo».

Diez minutos después:

—Es usted incorregible, Harris. Venga aquí, y yo tenía que ir y quedarme de pie junto a su escritorio durante el resto de la mañana. Aun así, este castigo leve no sucedía más de dos veces por semana y, a medida que fui colocándome en el primer puesto de la clase, se hizo aún menos frecuente.

En Inglaterra, el procedimiento era muy diferente.

—Ese chico nuevo está hablando. Copie 300 versos y quédese quieto.

—Por favor, señor —balbuceaba yo.

—Copie 500 versos y quédese quieto.

—Pero, señor… —protestaba yo.

—Copie mil versos y, si vuelve a contestar, lo enviaré a ver al director.

Lo que significaba que me llevaría unos bastonazos, o una larga reprimenda.

Todos los maestros ingleses se imponían gracias al castigo. En consecuencia, durante el primer año estuve encerrado casi todos los días copiando versos, y también la mitad de todos los días festivos. Entonces, mi padre, por incitación de Vernon, se quejó al director de que escribir versos estaba arruinando mi letra.

Después de lo cual me castigaron a aprender los versos de memoria. Las frases se transformaron pronto en páginas y, antes de que finalizara la mitad del primer año, descubrí que sabía de memoria toda la historia escolar de Inglaterra, gracias a los castigos. Otra protesta de mi padre y me dieron a aprender versos de Virgilio. ¡Gracias a Dios! Eso parecía algo que valía la pena aprender, y la historia de Ulises y Dido en «las salvajes orillas del mar» se transformó para mí en una serie de cuadros vivientes que no se borrarán mientras viva.

Durante año y medio, esa escuela inglesa fue para mí una prisión brutal, con estúpidos castigos diarios. Cuando concluyó ese período, me dieron un asiento para mí solo, gracias al maestro de matemáticas. Pero esa es otra historia.

Los dos o tres muchachos de mi edad, en Inglaterra, estaban mucho más avanzados que yo en latín y ya estaban muy adelantados en gramática griega, que yo aún no había empezado; pero yo era mejor en matemáticas que cualquiera de los niños de los cursos inferiores. Como en lenguas estaba por debajo de la media inglesa, el profesor de gramática pensó que era estúpido y me llamó «estúpido», y en consecuencia nunca aprendí una lección de latín o griego en los dos años y medio que pasé en la institución. Sin embargo, gracias al castigo que me obligaba a aprender de memoria a Virgilio y a Livio, también era el mejor de mi edad en latín antes de que terminara el segundo año.

Tenía una extraordinaria memoria verbal. Recuerdo que una vez el director recitó unos versos de El paraíso perdido y nos dijo, con sus pomposos modales, que lord Macaulay sabía El paraíso perdido de memoria, de principio a fin.

—¿Es difícil eso, señor? —pregunté yo.

—¡Cuándo haya aprendido la mitad —replicó—, ya comprenderá lo difícil que es! Lord Macaulay era un genio —y volvió a subrayar la palabra «lord».

Una semana después, cuando el Director volvió a examinar a los alumnos en literatura, dije al final de la hora:

—Por favor, señor, sé de memoria El paraíso perdido.

Me probó y recuerdo cómo me miró después, de pies a cabeza, como preguntándose dónde había metido todo ese conocimiento. Este «ejemplo de impudicia», como lo llamaron los chicos mayores, me valió varios manotones y patadas de los muchachos de sexto y la mala voluntad de muchos otros.

Para mí, la vida escolar inglesa se resumía en el «servido». En la Escuela Real de Armagh había «servicio», pero era menos exigente. Si uno quería ir a dar un largo paseo con un compañero, sólo tenía que pedir permiso a uno de los de sexto para salteárselo.

Pero en Inglaterra la regla era de hierro. Se escribían en una pizarra los nombres de los alumnos en servicio y, si no se estaba a tiempo y dispuesto a ponerles las botas, te daban una docena de golpes en el trasero con una vara de fresno, y no mecánicamente y con disgusto, como lo hacía el Director, sino con saña, de modo que tenía dolorosas marcas y no podía sentarme durante días sin dar un respingo.

También sucedía que a los novatos, que eran jóvenes y débiles, se los trataba con frecuencia brutalmente sólo para divertirse. Por ejemplo, los domingos a la mañana, en verano, nos permitían quedarnos una hora más en la cama, Yo era uno de la media docena de novatos del dormitorio grande. Había también dos muchachos mayores, colocados uno en cada extremo, presumiblemente para mantener el orden, pero, en realidad, para dar lecciones de lascivia y corromper a sus jóvenes favoritos. Si las madres de Inglaterra supieran lo que ocurre en los dormitorios de estos pensionados, un día después todos estarían cerrados, desde Eton a Harrow, pasando por todos los niveles. Si los padres de Inglaterra tuvieran suficiente cerebro como para comprender que el fuego del sexo no necesita ser atizado en la infancia, también protegerían a sus hijos del repulsivo abuso. Pero ya volveré sobre esto. Ahora, quiero hablar de la crueldad.

Sobre los muchachos más jóvenes, débiles y nerviosos, se practicaban todas las formas de la crueldad. Recuerdo que, un domingo por la mañana, media docena de chicos mayores empujaron una cama contra la pared y obligaron a otros siete chicos más jóvenes a ponerse debajo, golpeando con varas toda mano o pie que se dejara ver. Un muchachito gritaba que no podía respirar y, de inmediato, la banda de atormentadores comenzó a tapar todas las aberturas, diciendo que harían del lugar un «Agujero negro». Pronto hubo bajo la cama gritos y forcejeos, y finalmente uno de los chicos empezó a chillar, de modo que los torturadores huyeron de la prisión, temiendo que algún maestro los oyera.

Una húmeda tarde de domingo, a mediados del invierno, un nervioso «hijo de papá» de las Indias occidentales, que estaba siempre resfriado y reptaba junto al fuego en la sala grande, fue cogido por dos de quinto y colocado cerca de las llamas. Otros dos brutos le ajustaron bien el pantalón sobre el culo y cuanto más se agitaba y rogaba que lo soltaran, más cerca de las llamas lo ponían, hasta que de pronto los pantalones se abrieron, quemados. Y, cuando el muchachito cayó hacia adelante, gritando, los torturadores comprendieron que habían ido demasiado lejos. El pequeño «negro», como lo llamaban, no nos dijo cómo había llegado a quemarse así, pero tomó como un respiro sus quince días de enfermería.

Leímos sobre un novato de Shrewsbury al que algunos muchachos mayores arrojaron a un baño de agua hirviendo, porque le gustaba bañarse con agua bien caliente. Pero este experimento salió mal, porque el jovencito murió y no fue posible acallar el asunto, aunque finalmente se cerró el caso por considerarlo tan sólo un lamentable accidente.

Los ingleses están orgullosos por dejar en manos de los chicos mayores gran parte de la disciplina escolar. Atribuyen esta innovación a Arnold of Rugby, y por supuesto piensan que, si es un genio el que se encarga de vigilar, esto sólo puede funcionar bien, nunca mal. Pero, por lo general, transforma a la escuela en una casa de crueldad e inmoralidad. Los muchachos mayores establecen la leyenda de que sólo los chivatos dicen algo a los maestros, quedando libres para dar rienda suelta a sus más bajos Instintos.

Los dos monitores de nuestro dormitorio grande eran un tipo fornido llamado Dick F…, que cansaba a todos los chicos pequeños metiéndose en sus camas y obligándoles a frotarlo hasta que llegaba al orgasmo. A los chicos les horrorizaba quedar cubiertos por su baba inmunda, pero tenían que fingir que les agradaba hacer lo que él ordenaba, y por lo general el tipo insistía en toquetearlos para excitarse. Dick sólo me eligió una o dos veces, pero me las arreglé para que su semen se vertiera en su propio camisón, de modo que, después de llamarme «sucio diablillo», me dejó solo.

El otro monitor era Jones, un muchacho de Liverpool de unos diecisiete años, muy atrasado en las lecciones, pero muy fuerte, el «Gallito» de la escuela en la pelea. Acostumbraba a ir siempre a la cama de un jovencito a quien favorecía de diversas maneras. Por lo general, Henry H… se libraba de cualquier servicio y nunca dejó escapar la ocasión de contar lo que Jones le obligaba a hacer por la noche, pero a la larga se hizo amigo de otro tipo y todo se descubrió. Un día, el compañero de Henry se fue de la lengua. Parece que Jones acostumbraba obligar al jovencito a tomar su sexo en su boca y a toquetearlo y chuparlo al mismo tiempo. Pero, una noche, había llevado un poco de mantequilla, la esparció sobre su polla y introdujo esta gradualmente en el ano de Henry. Esta práctica pasó a ser habitual. Pero, esa noche, había olvidado la mantequilla y, al encontrar cierta resistencia, se lanzó violentamente hacia adelante, causándole un agudo dolor y haciéndole sangrar. Henry gritó, y así, después de un intervalo de unas semanas o meses, salió a luz todo el asunto.

Aunque no hubiera habido monitores, habría habido masturbación, pero solitaria. Desde los doce o trece años, la mayor parte de los muchachos, y también de las chicas, practican de vez en cuando el onanismo ante cualquier leve provocación. Pero la práctica no se hace habitual a menos qué sea estimulada por los mayores y realizada en compañía. En Irlanda es esporádica; en Inglaterra, continua, y en las escuelas inglesas conduce frecuentemente a la sodomía, como en este caso.

En mi propio caso, hubo dos influencias restrictoras, y como sugerencia para los padres, desearía recordarlas aquí. Yo era un pequeño atleta muy animoso. Gracias a las instrucciones y fotografías del libro de atletismo de Vernon, descubrí cómo saltar y cómo correr. Para saltar alto, hay que hacer una carrera corta medio de lado y enderezarse horizontalmente cuando se pasa la barra. Mediante la práctica constante, podía, a los trece años, ponerme debajo de la barra y luego saltarla. Pronto observé que, si me había masturbado la noche anterior, no podía saltar tan bien, y en consecuencia me moderé y nunca me masturbaba, salvo los domingos, y pronto me las arreglé para omitir la práctica tres domingos de cada cuatro.

Desde que llegué a la edad de la razón, he estado agradecido a ese ejercicio por esta lección de auto–control. Además, uno de los muchachos estaba todo el tiempo toqueteándose. Hasta en la escuela mantenía su mano derecha en el bolsillo de su pantalón y continuaba con la práctica. Todos nosotros sabíamos que había hecho un agujero en su bolsillo, para poder juguetear con su polla, pero ninguno de los maestros lo notó nunca. El jovencito fue poniéndose cada vez más pálido hasta que le dio por llorar en los rincones, sacudido por un incontenible temblor nervioso que le duraba quince minutos. Finalmente, sus padres se lo llevaron. No sé qué se hizo de él después, pero sí sé que, hasta que se le enseñó la masturbación, era uno de los chicos de su edad más rápidos y dado, como yo, a la lectura.

En ese momento, esta lección objetiva sobre las consecuencias tuvo poca influencia sobre mí, pero más tarde me fue útil como advertencia. Esta enseñanza hubiera podido afectar a los espartanos, porque leemos que enseñaban la temperancia a sus hijos mostrándoles a un ilota borracho, pero quiero subrayar el hecho de que aprendí el auto–control mediante un deseo intenso de destacarme en el salto y la carrera, y tan pronto como descubrí que no podía correr tan ligero ni saltar tan alto después de la masturbación, empecé a controlarme, y esto, a su vez, tuvo una poderosa influencia sobre mi fuerza de voluntad.

Tenía más de trece años cuando se hizo sentir una segunda influencia represora, aún más fuerte, y resulta extraño el hecho de que esta influencia tuvo que ver con mi deseo por las chicas y mi curiosidad con respecto a ellas.

La historia marca una época en mi vida. En la escuela nos enseñaban a cantar, y cuando descubrieron que tenía una buena voz de tenor y muy buen oído, me eligieron para cantar solos, tanto en la escuela como en el coro de la iglesia. Antes de cada fiesta religiosa se hacían muchas prácticas con el organista, y las niñas de las casas vecinas se unían a nuestras clases. Sólo una niña cantaba como contralto, y ella y yo estábamos separados de los demás. El piano vertical estaba colocado en un rincón de la habitación, y nosotros dos nos sentábamos, o nos quedábamos de pie detrás, casi fuera de la vista de los demás. El organista, por supuesto, estaba sentado frente al piano. La niña E…, que cantaba junto conmigo, tenía más o menos mi edad. Era muy bonita, o así me lo parecía, con el cabello dorado y los ojos azules, y siempre me acercaba a ella todo lo que podía, a mi manera infantil. Un día, mientras el organista explicaba algo, E… se puso de pie sobre la silla y se inclinó sobre el piano para escuchar, o ver mejor. Sentado en mi silla detrás de ella, vi sus piernas, porque, al inclinarse, su vestido se levantaba. De inmediato quedé sin respiración. Sus piernas eran adorables, pensé, y me vino la tentación de tocarlas, ya que nadie podía verme.

Me puse en seguida de pie y me coloqué junto a la silla sobre la cual estaba ella. Casualmente, dejé que mi mano cayera sobre su pierna izquierda. Ella no apartó la pierna ni pareció sentir mi mano, de modo que la toqué con mayor audacia. No se movió, aunque ahora sé que tiene que haber sentido mi mano. Empecé a deslizaría hacia arriba, y de pronto mis dedos percibieron la carne cálida de su muslo, allí donde terminaba la media, encima de la rodilla. La sensación de su carne cálida me ahogó literalmente de emoción. Mi mano siguió subiendo, más y más caliente, y de pronto toqué su sexo. Todo era suave. El corazón me latía en la garganta. No tengo palabras para describir la intensidad de mis sensaciones.

Gracias a Dios, E… no se movió ni dio señal alguna de disgusto. En mí, la curiosidad era incluso más fuerte que el deseo y examiné con la mano su sexo. De inmediato me vino a la cabeza la idea de que era como un higo (más tarde, supe que los italianos lo llaman familiarmente fica); se abrió a mi contacto, y yo introduje suavemente mis dedos, tal como Strangways me había dicho que Mary le había enseñado a hacer. E… siguió inmóvil. Suavemente, froté con mi dedo la parte frontal de su sexo. Hubiera podido besarla mil veces, por gratitud.

De pronto, mientras continuaba, la sentí moverse, y luego otra vez. Era claro que estaba mostrándome dónde le producía más placer mi contacto. Hubiera podido morir de agradecimiento. Se movió una vez más y percibí un pequeño montículo, o botoncito de carne en la parte frontal de su sexo, sobre la confluencia de los labios menores. Por supuesto, se trataba de su clítoris. Hasta ese momento, tenía olvidados todos los libros médicos del viejo metodista, pero entonces volvió a mí ese conocimiento adquirido hacía ya tanto tiempo. Suavemente, froté su clítoris, y en seguida ella hizo un instante de presión sobre mi dedo. Traté de introducirlo en su vagina, pero ella se apartó de inmediato, cerrando su sexo como si le doliera, de modo que volví a acariciar su botoncito.

De pronto, cesó el milagro. El maldito organista había terminado su explicación sobre el canto llano y, cuando tocó las primeras notas, E… juntó las piernas. Yo saqué la mano, y ella bajó de la silla.

—Querida, querida —susurré, pero ella frunció el ceño y luego me concedió apenas una sonrisa con el rabillo del ojo para mostrarme que no estaba disgustada.

Ah, qué adorable, qué seductora me parecía en aquel instante; mil veces más adorable y seductora que antes. Mientras nos poníamos de pie para cantar otra vez, le susurré:

—¡Te amo, te amo, querida, querida!

No puedo expresar la mezcla de pasión y gratitud que sentía hacia ella por su bondad y su dulzura al pertimirme tocar su sexo. E… fue quien abrió para mí las puertas del Paraíso y me permitió gustar por primera vez los ocultos misterios del deleite sexual. Aún ahora, después de cincuenta años, siento el estremecimiento de alegría que me regaló con su respuesta, y la apasionada reverencia de mi gratitud todavía alienta en mí.

Esta experiencia con E… tuvo los más importantes e inesperados resultados. El simple hecho de que las niñas pudieran sentir el placer sexual «como los chicos» aumentó mi entusiasmo por ellas y llevó a un nivel más alto mi idea sobre el intercambio sexual. La excitación y el placer eran tanto más intensas que cualquier otra cosa que yo hubiera experimentado antes, que resolví guardarme para este júbilo más alto. No más masturbación para mí; conocía algo infinitamente mejor. Un beso era mejor; el contacto del sexo de una chica era mejor.

Nuestros guías y maestros espirituales no nos enseñan que besar y acariciar a una niña nos inculca el autocontrol; y, sin embargo, es verdad. En ese momento, una experiencia similar vino a reiterar la lección. Yo había leído toda la obra de Scott, y su heroína, Di Vernon[9], me había impresionado mucho. En ese momento, decidí guardar toda mi pasión para alguna Di Vernon. Así, las primeras experiencias de la pasión y la lectura de una historia de amor me curaron del mal hábito de la masturbación.

Como es natural, después de esta primera experiencia, estaba ansioso por vivir una segunda y anhelante como un halcón cazador. No podía ver a E… hasta la siguiente lección de música: una semana de espera. Pero incluso una semana como esa termina, y una vez más quedamos presos en nuestro aislamiento detrás del piano. Pero, aunque susurré todas las palabras dulces y suplicantes que podía imaginar, E… no hizo más que fruncir el ceño y sacudir su linda cabecita. En aquel momento, acabó mi fe en las niñas. ¿Por qué actuaba así? Me torturé buscando una respuesta razonable y no encontré ninguna. Era parte de la maldita inescrutabilidad de las niñas, pero entonces me entró una rabia feroz. Estaba loco de frustración.

—¡Eres vil! —le susurré finalmente, y hubiera dicho más si el organista no me hubiera llamado para un solo que canté tan mal que me obligó a salir de detrás del piano, eliminando así toda posibilidad de intimidades futuras. Una y otra vez maldije al organista y a la niña, pero estaba siempre alerta en busca de una experiencia similar. Como dicen los aficionados a los perros de caza: «Había probado la sangre y nunca olvidaría su olor».

Veinticinco años después, cené una noche con Frederic Chamman, editor del Fortnightly Review, en el que yo trabajaba. Algunas semanas más tarde me preguntó si había observado a una dama y me describió su traje, añadiendo:

—Sentía mucha curiosidad por usted. Tan pronto como entró usted en la habitación, lo reconoció y me pidió que le dijera si usted la había reconocido. ¿Y bien?

Sacudí la cabeza.

—Soy miope, sabe —dije—, y por lo tanto digno de ser perdonado. ¿Pero de dónde me conoce?

—De niño, en la escuela —replicó él—. Dijo que la recordaría por su nombre, E…

—¡Pero por supuesto! —grité—. Oh, por favor, dígame su nombre y su dirección. La visitaré. Quiero —y aquí la reflexión me sugirió prudencia— hacerle algunas preguntas —añadí, sumiso.

—No puedo dárselos —contestó—. Le prometí que no lo haría. Hace ya tiempo que está felizmente casada y me pidió que se lo dijera.

Lo presioné, pero se obstinó y, pensándolo mejor, comprendí que no tenía derecho a echarme sobre una mujer casada que no deseaba renovar sus relaciones conmigo, pero ¡oh!, anhelaba verla y escuchar de sus propios labios la explicación de lo que en aquel momento me pareció un cambio de actitud inexplicable y cruel.

Por supuesto, como hombre, sé que puede haber tenido alguna buena razón, y todavía hoy su simple nombre ejerce sobre mí cierto encanto y una inolvidable fascinación.

Mi padre siempre estaba dispuesto a alentar mi confianza en mí mismo. De hecho, trató de hacerme actuar como un hombre cuando era todavía un niño. Las vacaciones de Navidad duraban sólo cuatro semanas; por lo tanto, resultaba más barato alojarme en alguna ciudad vecina en lugar de regresar a Irlanda. De modo que el Director recibió la solicitud de darme unas siete libras para mis gastos y lo hizo, añadiendo excelentes consejos.

Mis primeras vacaciones las pasé en las termas de Rhyl, en Gales del Norte, porque un compañero, Evan Morgan, era de allí y me dijo que intentaría divertirme. Y en verdad hizo mucho porque la gente me cayera bien y disfrutara del lugar. Me presentó a tres o cuatro chicas, entre las cuales me enamoré de una tal Gertrude Hanniford. Gertie tenía más de quince años, era alta y bonita, pensé, con largas trenzas color castaño; una de las mejores compañeras posibles. Me besaba de buen grado, pero siempre que intentaba tocarla más íntimamente, respingaba la nariz con un «¡no!» o «¡no seas marrano!».

Un día le reproché:

—Acabarás haciéndome rimar «sucio» con «Gertie[10]», si sigues usándolo con tanta frecuencia.

Poco a poco se hizo más audaz, aunque demasiado lentamente para mi deseo. Pero la suerte estaba de mi lado.

Una tarde, al anochecer, estábamos juntos en una colina detrás de la ciudad cuando, de pronto, vimos un gran resplandor en el cielo que duró dos o tres minutos; al instante siguiente, fuimos sacudidos por una especie de terremoto, acompañado por un ruido sordo.

—¡Una explosión! —grité—, en el ferrocarril. Vayamos a ver.

Y allá fuimos. Durante un centenar de yardas, Gertie corrió tan rápido como yo, pero, después del primer cuarto de milla, tuve que refrenarme para no dejarla atrás. Sin embargo, era veloz y fuerte para ser una niña. Encontramos un sendero que corría junto a los rieles, porque correr sobre los durmientes era lento y peligroso. Habíamos hecho poco más de una milla, cuando vimos frente a nosotros el fuego y una multitud de figuras moviéndose a contraluz.

Pocos minutos después, estábamos frente a tres o cuatro vagones incendiados y los restos de una locomotora.

—¡Qué horror! —gritó Gertie.

—Saltemos la valla —contesté— y acerquémonos.

Poco después me había arrojado sobre la empalizada de madera, saltando y gateando alternativamente. Pero las faldas de Gertie le impidieron imitarme. Mientras permanecía allí, desolada, se me ocurrió una gran idea.

—Sube al poste más bajo, Gertie —grité—, luego al otro, y yo te levantaré ¡Rápido!

Hizo de inmediato lo que le decía y, mientras estaba vacilando, con un pie a cada lado y su mano en mi cabeza para sostenerse, puse mi mano y mi brazo derechos entre sus piernas y, empujándola al mismo tiempo hacia mí con la mano izquierda, la levanté tranquilamente. Pero mi mano permaneció en su entrepierna y, cuando la retiré, me detuve en su sexo y me puse a tocarlo.

Era más grande que el de E…, tenía más pelos y era igualmente suave, pero no me dio tiempo de excitarme tan intensamente.

¡No! —exclamó enojada—. ¡Quita la mano!

Obedecí, lentamente, reacio, tratando de excitarla primero. Como ella seguía frunciendo el ceño, grité: «¡Ven de prisa!» y, tomando su mano, la conduje hacia las humeantes ruinas.

En un instante supimos lo que había pasado. Un tren de mercancías, cargado de barriles de petróleo, estaba aparcado en lo alto de una vía muerta. Empezó a deslizarse arrastrado por su propio peso y chocó con el Expreso Irlandés que iba de Londres a Holyhead. Al colisionar, los barriles de petróleo fueron arrojados por encima de la máquina del expreso, se incendiaron en el camino y se volcaron, en llamas, sobre los tres primeros coches, reduciéndolos a ellos y a sus desafortunados ocupantes a cenizas en muy corto tiempo. En el cuarto y quinto vagón había algunas personas quemadas y chamuscadas, pero no muchas. Con los ojos bien abiertos, observamos al equipo de trabajadores que levantaron trastos quemados, que más parecían troncos que hombres y mujeres, y los depositaban reverentemente en filas a lo largo de los rieles; unos cuarenta cuerpos, si mal no recuerdo, fueron el resultado del holocausto.

Súbitamente, Gertie advirtió que era tarde y, rápidamente, tomados de la mano, emprendimos el camino de regreso a casa.

—Se enojarán conmigo —dijo Gertie— por llegar tan tarde. Es más de medianoche.

—Cuando les digas lo que has visto —contesté—, no les parecerá extraño que hayamos esperado. —Cuando nos separamos, dije—: Gertie, querida, quiero agradecerte…

—¿Qué? —preguntó ella.

—Ya sabes —dije astutamente—. Fue tan amable de tu parte…

Ella me hizo una mueca y subió corriendo los escalones que conducían a su casa.

Regresé lentamente a mi casa. A la mañana siguiente, me consideraron héroe cuando les conté toda la historia.

Esa experiencia en común hizo de nosotros grandes amigos. Ella acostumbraba a besarme y decirme que era tierno. Una vez, me permitió incluso ver sus pechos cuando le dije que una chica (no dije quién) me los había mostrado. Los de ella eran casi tan grandes como los de mi hermana, y muy bonitos. Gertie llegó incluso a dejarme tocar sus piernas por encima de la rodilla. Pero tan pronto como intentaba ir más adelante, se bajaba las faldas con el ceño fruncido. Y, sin embargo, yo seguía subiendo, haciendo progresos. La persistencia nos acerca siempre a cualquier objetivo. Pero, ay, era casi el final de las vacaciones de Navidad y, aunque volví a Rhyl para Pascua, jamás volví a ver a Gertie.

Cuando acababa de cumplir los trece años, traté, sobre todo por compasión, de organizar una revuelta de novatos. Al comienzo, obtuve un éxito parcial, pero algunos de los jovencitos hablaron y yo, como líder, recibí una paliza. Los monitores me arrojaron de cara sobre un escritorio. Un muchacho del sexto curso se sentó sobre mi cabeza, otro sobre mis pies y un tercero, que era Jones, me pegó con una vara de fresno. Lo soporté sin un gruñido, pero me es imposible describir la tormenta de ira y odio que hervía en mi interior. ¿Creen realmente los padres ingleses que este tipo de juegos forma parte de la educación? Me hizo sentir deseos asesinos. Cuando me soltaron, miré a Jones y, si las miradas pudieran matar, lo hubiera despachado. Trató de pegarme, pero yo esquivé el golpe y me retiré a planear la venganza.

Jones era el capitán del equipo de once del cricket, en el cual también me habían metido a mí, gracias a mi manera de lanzar. Vernon, de sexto, era el lanzador principal, pero yo era el segundo, único niño de los cursos inferiores que formaba parte del equipo. Poco después, un equipo de otra escuela vino a desafiarnos. Los capitanes rivales se encontraron frente a frente, todos muy correctos. Por alguna razón, tal vez porque Vernon no estaba preparado o algo así, me dieron la pelota nueva. Cerca de nosotros había un par de maestros. Jones perdió el sorteo y le dijo muy cortésmente al capitán rival:

—Si está listo, señor, salimos.

El otro capitán se inclinó, sonriendo.

Había llegado mi oportunidad.

—¡No jugaré contigo, bruto! —grité y arrojé la pelota a la cara de Jones.

Era muy rápido y, echando la cabeza a un lado, escapó al impacto del golpe. Sin embargo, la costura de la pelota nueva rozó el pómulo, abriéndole la piel. Todos miraron asombrados. Sólo la gente que conoce la fuerza de las convenciones inglesas puede comprender cuál fue la sensación general. El propio Jones no sabía qué hacer, pero sacó su pañuelo para enjugarse la sangre. En cuanto a mí, me alejé solo. Había quebrantado la suprema ley de nuestro honor de escolares: jamás descubrir nuestras disensiones a un maestro, y menos a muchachos y maestros de otra escuela. Además, había pecado en público, delante de todos. Sería universalmente condenado.

La verdad es que estaba desesperado y me sentía terriblemente desdichado, porque, desde el fracaso de la revuelta de los novatos, los chicos menores se habían apartado de mí y los mayores no me hablaban si podían evitarlo.

Me sentía proscrito, espantosamente solo y desgraciado, como sólo pueden serlo los proscritos despreciados. Además estaba seguro de que me iban a expulsar y sabía que mi padre me juzgaría con severidad: siempre estaba de parte de las autoridades y los maestros. Sin embargo, el futuro no iba a ser tan melancólico como mi imaginación anticipaba.

El profesor de matemáticas era un joven de Cambridge de unos veintiséis años, de nombre Stackpole. Un día le había hecho una pregunta sobre un problema de álgebra y había sido amable conmigo. Al regresar a la escuela esa tarde fatal, alrededor de las seis, me lo encontré cerca del campo de juego y, con un poco de simpatía, consiguió sonsacarme toda la historia.

—Quiero ser expulsado. Odio esta escuela de bestias —me quejaba.

Todo el encanto de las escuelas irlandesas fermentaba en mi interior: extrañaba la gentileza de los muchachos, y de los maestros para con ellos. Y sobre todo las fantasías sobre las hadas y «la gente menuda» que nos habían enseñado nuestras niñeras y que —aunque sólo creíamos a medias— enriquecían y glorificaban la vida. Todo esto estaba perdido para mí. Mi cabeza, en especial, estaba llena de historias de hechiceras, reinas de hadas y héroes, debidas en parte a la memoria y en parte a mi propio fabular, que hacían de mí un compañero querido para los muchachos irlandeses, pero atraían la burla de los ingleses.

—Ojalá hubiera sabido que te estaban maltratando —dijo Stackpole cuando lo hubo escuchado todo—. Puedo remediarlo fácilmente —y fue conmigo a un aula, donde borró mi nombre de la lista de los servicios y lo escribió en la primera fila de matemáticas.

—Ya está —dijo con una sonrisa—, ahora estás en la escuela superior, que es el lugar que te corresponde, creo —agregó—. Es mejor que vaya a ver al Director y le digas lo que he hecho. No te deprimas, Harris. Todo saldrá bien.

Al día siguiente, el sexto curso no hizo nada, salvo quitar mi nombre de la lista de los once. Me dijeron que Jones iba a azotarme, pero sorprendí a mi informante diciéndole:

—Lo acuchillaré si me pone la mano encima; puedes decírselo así.

De hecho, me hicieron el vacío, y lo que más me hirió fue que los más fríos conmigo, fueran los menores, los mismos por quienes había estado peleando. Esto me dio un amargo anticipo de lo que Iba a sucederme una y otra vez a lo largo de mi vida.

El boicot parcial que me hicieron no me afectó mucho. Daba largos paseos por el hermoso parque de Sir W. W…, cerca de la escuela.

He sido aquí muy severo con la vida escolar en Inglaterra, pero para mí tuvo dos aspectos favorables. Uno fue la biblioteca, que estaba abierta para todos, y otra el entrenamiento físico de los campos de juego, los diversos ejercicios atléticos y el gimnasio. Durante unos meses, la biblioteca significó para mí Walter Scott. ¡Cuánta razón tenía George Eliot al decir de él que «hace la alegría de mucha gente joven»! Ciertas escenas suyas me dejaron una imborrable impresión, aunque por desgracia no siempre pertenecían a sus mejores trabajos. El combate entre el puritano Balfour de Burleigh[11] y el soldado, era uno de mis pasajes favoritos. Otra de mis páginas preferidas sigue, a mi juicio de hombre maduro, gustándome mucho: el valeroso suicidio del pequeño boticario ateo en The Fair Maid of Perth. Pero la mejor obra de Scott, como por ejemplo el retrato de caracteres de los viejos servidores escoceses, me dejaba frío. A Dickens jamás pude tragarlo, ni de niño ni después. Su Historia en dos ciudades y Nicholas Nickleby, me parecían lo mejor de su producción, y desde entonces jamás tuve deseos de revisar mi juicio, sobre todo después de leer David Copperfield en mis días de estudiante y ver cómo describía a los hombres por un nombre, una frase o un gesto, a las mujeres por su modestia y a las almas por alguna estúpida palabra sensiblera. «Mero talento de caricaturista —me dije—; en el mejor de los casos, otro Hogarth».

Naturalmente, me tragué todas las novelas y relatos de aventuras; pero pocos me afectaron de manera vital. The Chase of the White Horse, de Mayne Reid, sigue vivo en mí a causa de las escenas de amor con la heroína española, y también Pedro Simple, de Marryat, que leí cien veces y podría volver a leer mañana, porque hay una descripción de carácter en Chucks, el contramaestre, mucho mejor que en todo Dickens, según mi humilde opinión. Recuerdo que diez años más tarde quedé atónito, cuando Carlyle habló despreciativamente de Marryat. Sabía que era injusto, como probablemente lo soy yo mismo con Dickens. Después de todo, hasta Hogarth tiene una o dos buenas pinturas en su haber, y nadie que no tenga algún mérito sobrevive a tres generaciones.

Durante los dos años que estuve allí, leí todos los libros de la biblioteca, y hay media docena de ellos que todavía amo.

También aproveché los juegos y ejercicios. No era bueno en el cricket. Era miope y recibí algunos golpes tontos a causa de un astigmatismo insospechado; pero tenía una habilidad extraordinaria para el lanzamiento, lo que, como he dicho, me puso entre los primeros once. Me gustaba el fútbol y era bueno. Obtenía el mayor deleite de toda forma de ejercicio. Podía saltar y correr mejor que casi cualquier muchacho de mi edad y en la lucha, así como más tarde en el boxeo, estaba entre los mejores de la escuela. También practicaba asiduamente en el gimnasio. Estaba tan ansioso por destacarme, que el maestro tenía que recomendarme continuamente que fuera más despacio. A los catorce años podía levantarme con una sola mano hasta que mi mentón sobrepasaba la barra.

En todos los juegos, los ingleses tienen un gran ideal de juego limpio y cortesía. Jamás se tomó nadie una ventaja injusta y la cortesía era ley. Si otra escuela mandaba un equipo para desafiarnos en el cricket o en el fútbol, los ganadores saludaban siempre a los vencidos cuando terminaba el juego, y era regla establecida que el capitán agradeciera al capitán de los visitantes por su amabilidad al venir y el buen juego que nos habían ofrecido. Esta costumbre se mantenía también en las Escuelas Reales de Irlanda, fundadas para la guarnición inglesa, pero no pude evitar observar que en las escuelas irlandesas comunes no se practicaban estas cortesías. Durante años, esta fue la única superioridad que tuve que reconocerle a John Bull.

El ideal de un caballero no es muy elevado. Emerson dice en alguna parte que la evolución del caballero es el principal producto espiritual de las últimas dos o tres centurias. Pero a mí me parece que el concepto distorsiona el ideal. Para mí, un «caballero» es una cosa con algunas partes pero sin magnitud. Habría que ser un caballero y mucho más: un pensador, un líder o un artista.

Las costumbres deportivas inglesas me enseñaron el valor y la necesidad de la cortesía, y el atletismo practicado con asiduidad hizo mucho por templar y fortalecer el control de mis deseos corporales. Dieron a mi mente y mi razón el dominio sobre mí. Al mismo tiempo, me enseñaron las leyes de la salud y la necesidad de su observancia.

Descubrí que bebiendo poco durante las comidas podía reducir velozmente mi peso, siendo por lo tanto capaz de saltar más alto que nunca. Pero cuando seguí bajando de peso, aprendí que había un límite más allá del cual, si persistía, comenzaba a perder fuerzas. El atletismo me enseñó lo que los franceses llaman el juste milieu, el camino intermedio de la moderación.

Cuando tenía alrededor de catorce años, descubrí que pensar en el amor antes de ir a dormir, significaba soñar con él durante la noche. Y esta experiencia me enseñó otra cosa: si repetía cualquier lección antes de dormir, la sabía perfectamente a la mañana siguiente. Parece que el cerebro trabaja también durante la inconsciencia. Desde entonces, he resuelto frecuentemente durante el sueño problemas de matemáticas o de ajedrez que me habían desconcertado durante el día.