Europa y los Carlyle
Regresé a Europa haciendo escala en Bombay, aspirando una bocanada del perfume intoxicante de esa tierra de maravillas con su enseñanza espiritual noble, aunque triste, que comienza ahora, a través del Rig Veda, a informar lo mejor del pensamiento europeo.
Me detuve también en Alejandría y subí hasta El Cairo por una semana, para ver las grandes mezquitas. Admiré su espléndida retórica, pero me enamoré del desierto y las pirámides y sobre todo de la esfinge y su eterno interrogar a cosas y sensaciones. Y así, mediante etapas cómodas y memorables que incluyeron Génova y Florencia y sus celebrados palacios, llegué finalmente a París.
Desconfío de las primeras impresiones sobre los grandes lugares, los acontecimientos o los hombres. Quién puede describir la fascinación inmortal del simple nombre y la primera visión de París para el joven estudiante o artista de otra raza. Si ha leído y pensado, estará en una fiebre: se internará en ese mundo de maravillas con lágrimas en los ojos y el corazón estremecido de gozosa expectativa.
Llegué a la estación una mañana de verano, temprano, y envié mi equipaje en fiacre al Hotel Maurice, en la rué de Rivoli, el mismo viejo hotel que había elogiado Lever, el novelista, y después subí a una pequeña victoria y me hice conducir a la plaza de la Bastilla. La obvia vida de café del pueblo no me interesaba, pero cuando vi la gloria resplandeciente de la Columna de Julio, las lágrimas inundaron mis ojos, porque recordé la descripción hecha por Carlyle del asalto a la prisión.
Pagué al cocher y caminé por la rué Rivoli, pasando el Louvre, más allá de las paredes ennegrecidas con las ventanas cegadas del palacio de las Tullerías, con su llamado pesaroso y desolado, y seguí hasta la plaza de la Greéve, con sus recuerdos de la guillotina y la gran revolución ahora sumergidos en la Place de la Concorde. Justo en frente distinguí la cúpula dorada de los Inválidos, donde yace el cuerpo de Napoleón, como él lo deseara: «A orillas del Sena, en medio de ese pueblo francés que tan apasionadamente he amado».
Y los caballos de Marly[45] tascando el freno a la entrada de los Campos Elíseos, y en el extremo de la colina, el Arco. A mis labios vinieron las palabras:
Subiendo el largo camino brumoso donde rugió
El ejército de Italia en su marcha
Junto al gran arco pálido de la Estrella.
Lo que primero me sedujo fue el profundo sentido histórico de este gran pueblo y su admiración cariñosa por sus poetas, artistas y dirigentes. Jamás podré describir la emoción que me produjo encontrar en una casita una placa de mármol que registraba el hecho de que el pobre Alfred de Musset había vivido allí, y otra placa en la casa en que murió. Cuánta razón tienen los franceses en tener una Place Malherbe, una avenida Victor Hugo, una avenida de la Grande Armée también y una avenida de la Impératrice, aunque desde entonces su nombre se haya transformado en el más prosaico de Avenue du Bois de Boulogne.
Desde la Place de la Concorde, crucé el Sena y caminé por los muelles de la margen izquierda y pronto pasé frente a la Conciergerie y Ste. Chapelle, con sus maravillosos vitraux de mil años de antigüedad; y entonces, frente a mí, en la lie de la Cité, las torres gemelas de Notre Dame suspendieron mi mirada y mi aliento. Finalmente, a primeras horas de la tarde, subí por el Boul’Mich y pasé por la Sorbona y después, de alguna manera, me perdí en la vieja calle St. Jacques que Dumas padre y otros escritores me habían descrito mil veces.
Finalmente, algo cansado, habiendo dejado atrás los jardines del Luxemburgo con sus estatuas, que me prometí examinar mejor en otra ocasión, entré en un pequeño restaurante y despacho de bebidas que llevaba una dama fornida y agradable cuyo nombre, supe, era Marguerite. Después de una comida excelente, tomé una gran habitación del primer piso, con ventanas a la calle, por cuarenta francos al mes, y si venía un amigo a vivir conmigo, bueno, Marguerite prometió con una gran sonrisa poner otra cama por diez francos adicionales y suministrarnos además café por la mañana y todas las comidas que quisiéramos a precios razonables. Allí viví días extravagantes, dorados, durante unas tres semanas celestiales.
Me arrojé glotonamente sobre el francés, y este fue mi método, aunque no lo recomiendo, sino que me limito a registrarlo, pese a que al final de la primera semana había conseguido comprender todo lo que se decía. Pasé cinco días enteros con la gramática, aprendiéndome de memoria todos los verbos, especialmente los auxiliares y los irregulares, hasta que los supe tan bien como el alfabeto. Después, en un largo día de dieciocho horas, leí el Hernani de Hugo con ayuda de un diccionario y la noche siguiente fui a la galería de la Comédie Française para ver la obra en que Sarah Bemhardt hacía doña Sol y Monet–Sully hacía Hernani. Durante un rato, el habla rápida y el acento extraño me desconcertaron, pero después del primer acto comenté a comprender lo qué se decía en el escenario y después del segundo acto no me perdía nada. Y para deleite mío, cuando salí a la calle comprendí todo lo que me decían. Después de esa noche maravillosa con la voz trainante de Sarah en mis oídos, hice progresos rápidos, por lo inconscientes.
Al día siguiente, en el restaurante, tomé un ejemplar sucio y desgarrado de Madame Bovary, al que le faltaban las primeras ochenta páginas. Lo llevé a mi habitación y lo devoré en dos horas de arrebato, comprendiendo de inmediato que era una obra maestra, pero marcando ciento cincuenta palabras nuevas que más tarde consulté con mi diccionario de bolsillo. Aprendí cuidadosamente de memoria estas palabras y desde entonces no he vuelto a dedicar esfuerzos al francés.
Lo que sé, y ahora sé bastante, proviene de haberlo leído y hablado durante treinta años. Sigo cometiendo errores, sobre todo de género, lamento decirlo, y mi acento es el de un extranjero. Pero en general conozco la lengua y su literatura y la hablo mejor que la mayor parte de los extranjeros, y eso me parece suficiente.
Después de unas tres semanas, llegó a vivir conmigo Ned Bancroft, desde los Estados Unidos. Nunca fue particularmente simpático conmigo y no puedo explicar nuestro compañerismo, salvo diciendo que yo era especialmente despreocupado y estaba lleno de irreflexiva bondad humana. He dicho poco de Ned Bancroft, que estaba enamorado de Kate Stephens antes de que ella se decidiera por el profesor Smith, pero sí he hablado de la manera generosa en que se retiró, manteniendo intacta su amistad tanto con Smith como con la muchacha. Pensé que era admirable de su parte.
Poco después de nuestro primer encuentro, abandonó Lawrence y la universidad y mediante un «enchufe» obtuvo un buen puesto en el ferrocarril en Columbia, Ohio.
Siempre me escribía para que fuera a visitarlo y a mi regreso de Filadelfia, creo que fue en 1875, me detuve en Columbia y pasé un par de días en su compañía. Tan pronto como se enteró de que me había ido a Europa y estaba en París, me escribió que hubiera deseado que lo invitara a venir conmigo. De modo que escribí explicando cuáles eran mis intenciones y de inmediato dejó de lado sus buenas perspectivas de riquezas y honores y vino a encontrarse conmigo en París. Vivimos juntos durante unos seis meses. Era un tipo alto y fuerte, con rostro pálido y ojos grises. Un buen estudiante, un hombre honorable, gentil, muy inteligente, pero contemplábamos la vida desde ángulos totalmente distintos y cuanto más estábamos juntos, menos nos comprendíamos.
Éramos opuestos en todo. Él debería haber sido inglés, porque era un aristócrata de nacimiento, con gustos imperiosos y caros, mientras que yo me había transformado realmente en un americano del oeste, desinteresado en el vestido, el alimento y la posición y sólo empeñado en la adquisición de conocimiento y, de ser posible, de sabiduría, con el objeto de alcanzar la grandeza.
La primera noche cenamos en el restaurante de Marguerite y pasamos la velada charlando y repasando noticias. A la tarde siguiente, Ned quería pasear por París y comimos en un restaurante de lujo del Grand Boulevard. A unas pocas mesas de distancia, una morenita alta y muy guapa, de unos treinta años, comía con dos hombres. Pronto vi que Ned y ella intercambiaban miradas y señas. Me dijo que tenía intención de irse con ella. Protesté, pero era tan obstinado como Charlie, y cuando le hablé de los riesgos dijo que nunca volvería a hacerlo, pero que esta vez no podía zafarse.
—Pagaré la cuenta en seguida —dije—, y vayámonos.
Pero no quiso. Se había despertado en él el deseo y un sentimiento de falsa vergüenza le impidió aceptar mi consejo. Media hora más tarde, la dama hizo una señal y él salió con el grupo, y me dijo que cuando ella entró en la victoria y él la siguió, el par que quedó en la acera rompió a reír. Se fueron juntos.
A la mañana siguiente regresó temprano, diciendo solamente que lo había pasado maravillosamente bien y que ni siquiera pasó miedo. Sus habitaciones eran espléndidas, declaró; tuvo que darle cien francos; las disposiciones del lavabo y el toilette eran dignas de una reina; no había peligro. Y me expuso una teoría tan descabellada como la de Charlie. Me dijo que las grandes cocottes que ganan montañas de dinero se cuidan tanto como los caballeros.
—Vete con una prostituta común y seguramente pescarás algo. Ve con una de primera categoría y es seguro que estará sana.
Y perfectamente tranquilo, se puso a trabajar con entusiasmo.
El sistema de aprendizaje del francés de Bancroft era totalmente distinto del mío. Recurrió a la gramática y la sintaxis hasta que las dominó. Cuatro meses después, podía escribir un excelente francés, pero hablaba con muchas vacilaciones y con un feroz acento americano. Cuando le dije que iba a escuchar la conferencia de Hippolyte Adolphe Taine, sobre filosofía del arte y el ideal del arte, se rio de mí, pero creo que yo saqué más de Taine que él de su conocimiento más exacto del francés. Cuando conocí a Taine y pude visitarlo y hablar con él, Bancroft también quiso conocerlo, pero Taine no quedó muy impresionado porque Ned, por falsa vergüenza, apenas abrió la boca. Pero yo aprendí mucho de Taine y hay un ejemplo suyo que aún recuerdo como concepción verdadera y vivida del arte y su ideal. En una clase señaló a sus estudiantes que el león no era un animal corredor, sino una gran mandíbula colocada sobre cuatro poderosos resortes de piernas cortas y sólidas. El artista —continuó— tomando la idea del animal, puede exagerar el tamaño y la fuerza de la mandíbula; puede subrayar también la capacidad de salto de sus lomos y piernas y la potencia desgarradora de sus patas y garras delanteras. Pero si alargara las piernas o achicara la mandíbula, desnaturalizaría la verdadera idea de la bestia y producirla un aborto. Sin embargo, el ideal sólo debía esbozarse. También las charlas de Taine sobre literatura y la importancia del entorno aun sobre los grandes hombres, produjeron en mí (una) profunda impresión. Después de escucharlo durante algún tiempo, comencé a ver mi camino con mayor claridad. Nunca olvidaré algunas de sus palabras inspiradoras. Hablando un día del monasterio de Monte Cassino, donde cien generaciones de estudiantes, libres de las sórdidas preocupaciones de la existencia, han entregado días y noches al estudio y al pensamiento y han preservado además los inapreciables manuscritos de las épocas pasadas, preparando así el camino para un renacimiento del conocimiento y el pensamiento, agregó gravemente:
—Me pregunto si la ciencia hará alguna vez tanto por sus partidarios como la religión ha hecho por los suyos. En otras palabras, me pregunto si habrá alguna vez un Monte Cassino laico.
Taine era un gran maestro y le debo mucho estímulo amable y aun iluminación.
Agrego esto último, porque su libertad de palabra tan francesa fue como la clara agua de un manantial para mi alma sedienta. Un día, un grupo de una docena de nosotros estábamos hablando con él cuando un estudiante con un gran don para el pensamiento confuso y la retórica pretenciosa quiso saber qué pensaba Taine de la idea de que todos los mundos y planetas y sistemas solares giraban en tomo a un eje y se movían hacia una divina plenitud (realización). Taine, a quien siempre le disgustó la retórica pomposa, observó tranquilamente:
—El único eje, que yo sepa, alrededor del cual se mueve todo hacia alguna realización, es el coño de una mujer (le con d’une femme).
Rieron, pero no como si la palabra audaz los hubiera sorprendido. La utilizaba cuando era necesario, así como a menudo le he oído hacerlo a Anatole France y nadie se ha escandalizado.
Pese a la espléndida instalación de su morenita, a fines de la semana Ned descubrió lo afortunados que son aquellos, descritos en las Sagradas Escrituras, que pescan toda la noche y no cogen nada. Había atrapado una espantosa gonorrea y le prohibieron los licores, el vino y el café hasta que se pusiera bien. Tampoco podía hacer demasiado ejercicio, de modo que cuando yo salía él tenía que quedarse en casa, y el panorama de la rué St. Jacques era cualquier cosa menos estimulante. Naturalmente, esto aumentó su deseo de salir y ver cosas, y en cuanto comenzó a comprender el francés hablado y a hablar un poco, se rebeló contra el confinamiento y la habitación sin baño. Ansiaba el centro, la ópera y los bulevares e insistió en que debíamos tomar alojamiento en el corazón de París. Dijo que pediría dinero prestado a sus parientes.
Yo acepté, como un tonto, y un día alquilamos habitaciones en una calle tranquila detrás de la Madeleine, por un precio diez veces mayor que el que pagábamos en casa de Marguerite. Pronto descubrí que mi dinero se desvanecía, pero la vida era muy agradable. Íbamos con frecuencia al Bois, a la ópera, los teatros y el music–hall y apreciábamos también los grandes restaurantes, el Café Anglais y el Trois Frères, como si hubiéramos sido millonarios.
El azar quiso que la enfermedad venérea de Ned y las cuentas de los médicos fueran un pesado desembolso adicional que apenas podía permitirme. Súbitamente, un día, descubrí que sólo tenía seiscientos dólares en el banco. De inmediato decidí detenerme y empezar de nuevo. Hablé a Bancroft de mi resolución; me pidió que esperara. Había escrito a su gente pidiéndoles dinero, dijo, y pronto me pagaría su deuda conmigo. Pero no era eso lo que yo deseaba. Sentía que a causa de él me había desviado del camino adecuado y estaba enojado conmigo mismo por haber gastado mi caudal en una vida pródiga y, sobre todo, en lujos tontos y estúpida exhibición.
Declaré que estaba enfermo y me iba a Inglaterra de inmediato. Debía recomenzar y acumular algo más de dinero, de modo que unos días más tarde dije adiós a Ned Bancroft, crucé el canal y fui a casa de mi hermana y mi padre en Tenby, llegando con un severo acceso de escalofríos, un terrible dolor de cabeza y todos los síntomas de la malaria.
En verdad estaba enfermo y exhausto. Había tomado dosis dobles de vida y literatura, había devorado los principales escritores franceses, desde Rabelais y Montaigne a Flaubert, Zola y Balzac, pasando por Pascal y Vauvenargues, Renán y Hugo: un festín de seis meses. Además, había olfateado este y aquel otro estudio de pintor, había pasado horas mirando trabajar a Rodin y más horas comparando a una y otra modelo del pintor, a estos senos y estas caderas con aquellos.
Mi amor por la belleza plástica estuvo a punto de complicarme por lo menos una vez, y tal vez sea mejor que relate el incidente, aunque en el momento más bien lastimó mi vanidad. Un día fui al antiguo estudio de Manet, que en ese momento estaba alquilado por un pintor americano llamado John White Alexander. Tenía verdadera capacidad artesanal, pero poco cerebro, y siempre procuraba que la belleza o alguna particularidad de su modelo reemplazaran su falta de originalidad. Durante esta visita, observé un extraordinario esbozo de una jovencita en esa edad en que coinciden la infancia y la madurez. Se había cortado el cabello y sus ojos oscuros le daban una distinción sorprendente.
—¿Le gusta? —preguntó Alexander—. Tiene el cuerpo más perfecto que he conocido.
—Me gusta —contesté—. Me pregunto si la magia está en el modelo o en su pincel.
—Ya lo verá —dijo, algo amoscado—. Ya debería estar aquí —y casi mientras hablaba entró ella, con pasos rápidos y alertas. Era más baja que la media, pero evidentemente ya una mujer. Sin una palabra, pasó detrás del biombo para desvestirse.
—¿Bueno? —dijo Alexander y tuve que pensar un momento antes de contestar.
—¡Dios y usted han conspirado juntos! —exclamé, y en verdad su pincel se había superado a sí mismo. Había captado y transmitido una inocencia infantil en su expresión que yo no había observado, y estampado los rasgos con brío soberbio.
—Es su mejor trabajo hasta la fecha —continué— y casi cualquiera hubiera deseado firmarlo.
En ese momento, la modelo salió envuelta en una sábana y, probablemente a causa de mi elogio, Alexander me presentó a la señorita Jeanne y dijo que yo era un importante escritor americano. Ella me saludó con descaro, me mostró los dientes en una sonrisa fugaz y subió a la plataforma, arrojando la sábana y adoptando su pose… todo en un instante. Yo quedé en suspenso. Cuanto más miraba, más perfecciones encontraba. Innecesario es decir que se lo dije con mi mejor francés, ofreciéndole cien comparaciones. También quedé bien con Alexander, rogándole que no hiciera nada más en ese esbozo, sino que me lo vendiera e iniciara otro. Finalmente, aceptó cuatrocientos cincuenta francos por él y una hora después tenía otro.
Mi compra había convencido a la señorita Jeanne de que yo era un joven millonario y cuando le pregunté si podía acompañarla a su casa, aceptó a toda velocidad. De hecho, la llevé a dar un paseo por el Bois de Boulogne y de allí a comer a un reservado del Café Anglais. Durante la comida comenzó a gustarme. Vivía con su madre, según me había dicho Alexander y aunque no era de ningún modo gazmoña, y mucho menos virginal, no era una coureuse. Pensé que podía correr el riesgo, pero cuando conseguí que se quitara la ropa y comencé a acariciar su sexo, se retiró y dijo casi con negligencia:
—¿Por qué no faire minette?
Cuando le pregunté qué quería decir, me lo dijo francamente:
—Nosotras, las mujeres, no nos excitamos en un momento como ustedes. ¿Por qué no me besas y me lames allí unos minutos? Entonces habré gozado y estaré preparada.
Me temo que más bien hice una mueca, porque observó fríamente:
—Como quieras, sabes. En una comida, yo prefiero los hors–d’oeuvres a la pièce de résistance, como muchas otras mujeres; en realidad, con frecuencia me contento con los hors–d’oeuvres y no tomo nada más. Seguramente comprendes que una mujer va excitándose cada vez más durante una o dos horas y no hay hombre que pueda satisfacerla satisfaciéndose al mismo tiempo.
—Yo puedo —dije tercamente—. Puedo seguir toda la noche si me gustas, de modo que podríamos salteamos el aperitivo.
—¡No, no! —contestó, riendo—, ¡tengamos un banquete entonces, pero empieza con los labios y la lengua!
La demora, el vaivén de los argumentos y sobre todo la idea de besar y lamer su sexo, me habían retornado a la frialdad y a la razón. ¿No era tan tonto como Bancroft si cedía a ella… una chica desconocida?
—No, damita —contesté por fin—, tus encantos no son para mí —y volví a sentarme a la mesa, sirviéndome un poco de vino. Tenía la repugnancia juvenil inglesa o americana ante lo que me parecía una degradación, sin imaginar ni por un instante que Jeanne me estaba dando la segunda lección del noble arte de la seducción, del cual mi hermana me había enseñado los rudimentos mucho tiempo antes.
La siguiente vez que me pidieron una minette, era más sabio y no tuve escrúpulos, pero esa es otra historia. El hecho es que durante mi primera visita a París me mantuve perfectamente casto, gracias en parte al ejemplo del error de Ned y también a mi disgusto por mantener una relación sexual con una chica que no me importaba. Y Jeanne no me importaba. Era demasiado imperiosa, y es una de las características que más me desagradan en una chica, tal vez porque padezco un exceso de esa cualidad. En todo caso, no fue la sexualidad lo que me enfermó en París, sino mi apasionado deseo de aprender, que había disminuido mis horas de sueño y exasperado mis nervios. Tomé frío y padecí una espantosa recurrencia de la malaria. Quería descanso y tiempo para respirar y pensar.
La casita en una calle lateral del hermoso balneario galés, era exactamente el refugio de descanso que necesitaba. Pronto estuve bien y fuerte y aprendí a conocer a mi padre. Daba largos paseos conmigo, aunque tenía más de sesenta años. Después del terrible accidente que había sufrido siete años antes (resbaló y cayó desde una altura de treinta pies a un dique seco, mientras reparaban su barco), un lado de su cabello y su bigote se había vuelto completamente blanco, y el otro seguía siendo negro. Al comienzo quedé sorprendido por su vigor. Un paseo de diez millas no lo impresionaba y en una de nuestras excursiones le pregunté por qué no me había dado la nominación que deseaba como contramaestre.
Permaneció curiosamente silencioso y descartó el tema con un:
—¿La marina para ti? ¡No! —y sacudió la cabeza.
Sin embargo unos días más tarde retomó el tema por propia iniciativa.
—Me preguntaste —comenzó— por qué no te envié la nominación para rendir el examen de contramaestre. Ahora te lo diré. Para entrar en la marina británica y hacer carrera, debes ser de buena cuna o rico. Tú no eras ninguna de las dos cosas. Para un joven sin posición ni dinero hay sólo dos caminos posibles de ascenso: el servilismo o el silencio, y tú eras incapaz de ninguna de las dos cosas.
—¡Oh, Gobernador, qué verdadero y qué sabio de tu parte! —grité—, ¿pero por qué no me lo dijiste? Lo hubiera entendido tal como lo entiendo ahora y hubiera respetado tu decisión de contradecirme.
—Olvidas —continuó— que me había entrenado en el otro camino del silencio. Aun ahora me resulta difícil expresarme —y prosiguió con amargura en la voz y en el acento—: Me llevaron al silencio. Si supieras lo que tuve que soportar antes de dar mi primer paso como teniente. Si no hubiera sido porque estaba decidido a casarme con tu madre, nunca hubiera podido tragar las incontables humillaciones de mis estúpidos superiores. Veía como en un cristal lo que te hubiera sucedido a ti. Eras extraordinariamente vivaz, impulsivo y apasionado. ¿No sabes que los inútiles odian la inteligencia, la energía y la fuerza de voluntad? Y en este mundo son mayoría. Algún teniente o capitán te hubiera tomado antipatía, que hubiera ido aumentando ante cada demostración de tu superioridad. Te hubiera puesto obstáculos por insubordinación e insolencia, tal vez durante meses, y después, en algún puesto en el cual tuviera poder, te hubiera llevado ante una corte marcial y hubieras sido despedido de la marina, en desgracia, tal vez con toda tu vida arruinada. La marina británica es el peor lugar del mundo para el genio.
Esta escena inició la reconciliación con mi padre; otra experiencia la completó.
Durante uno de nuestros paseos me mojé y al día siguiente tenía lumbago. Fui a ver a un agradable médico galés que había conocido, que me dio una mezcla de belladona para uso externo.
—No tengo una botella de las requeridas para los venenos —agregó—, y no tengo derecho a darle esta. (En Gran Bretaña está prohibido recetar venenos, salvo en unas botellas octogonales que traicionan la naturaleza de su contenido al tacto).
—¡No voy a beberla! —dije riendo.
—¡Bueno, si lo hace no me mande a buscar —dijo— porque aquí hay más que suficiente para matar a una docena de hombres!
Tomé la botella y nos quedamos unos minutos hablando de la belladona y sus efectos. Richards (este era su nombre) prometió enviarme esa misma noche una poción y me aseguró que mi lumbago mejoraría pronto. Tenía razón, pero la cura no se efectuó como él pensaba.
Mi hermana tenía una asistenta llamada Eliza, Eliza Gibby, si no me equivoco. Lizzie, como la llamábamos, era una chica delgada y pelirroja de unos dieciocho años, con ojos realmente grandes y una naricilla chata, y cuello y brazos pecosos. No sé qué me indujo a acercarme a ella en primer lugar, pero pronto la estaba besando. Sin embargo, cuando quise tocar su sexo se retiró. Le expliqué inmediatamente que me retiraría después del primer espasmo y que luego no habría más riesgos. Confió en mí y una noche vino a mi cuarto en camisón. Se lo saqué dándole muchos besos y quedé realmente estupefacto ante su blanca piel marfileña y su forma infantil casi perfecta. La acomodé al borde de la cama, acomodé sus rodillas bajo mis axilas y comencé a frotar su clítoris. Un momento después, comenzó a poner los ojos en blanco y me aventuré a deslizar dentro la cabeza de mi sexo. Para mi sorpresa, no había himen que romper y pronto mi sexo había entrado en el coño más estrecho que había conocido. Muy pronto hice de Onán y, como el héroe bíblico, «derramé mi semilla en el suelo»… que en mi caso era una alfombra. Luego me metí en la cama con ella y practiqué el arte del amor tal como lo comprendía en ese momento. Dos horas me depararon cuatro o cinco orgasmos y a Lizzie un par de docenas, a juzgar por el aliento jadeante, los gritos inarticulados y los largos besos que pronto se transformaron en mordiscos.
Lizzie era lo que la mayoría de los hombres hubiera considerado una perfecta compañera de lecho, pero yo extrañaba la ciencia de Sophy y su apasionada determinación de darme el más alto placer concebible. Sin embargo, después de una docena de noches agradables, nos hicimos grandes amigos y comencé a notar que entrando y saliendo muy despacio podía, después del primer orgasmo, seguir indefinidamente sin volver a correrme. ¡Ay!, en ese momento no tenía idea de que este control marcaba simplemente la primera disminución de mi potencia sexual. Si lo hubiera sabido, hubiera apartado a todas las Lizzie que pululaban en mi vida, reservándome para el amor que iba a desbancar la mera urgencia sexual.
Junto a nuestra casa vivía la viuda de un médico con sus dos hijas. La mayor era una chica de altura media, con cabeza grande y bonitos ojos grises, que apenas podía llamarse bonita, aunque todas las chicas eran lo bastante lindas como para excitarme, al menos durante los diez años siguientes. La llamaban Molly, apodo cariñoso de María. Su hermana Kathleen era mucho más atractiva físicamente. Más bien alta y ligera, con una gracia intensamente provocativa. Sin embargo, aunque veía el embrujo felino de Kathleen, me sentía inclinado hacia Molly. Me parecía inteligente e ingeniosa. Había leído mucho, también, y sabía francés y alemán. Estaba tan por encima de las chicas americanas que conocí, en lo que se refiere al conocimento de los libros y el arte, como inferior en belleza corporal a las mejores de entre ellas. Por primera vez, mi mente estaba excitada e interesada y pensé que estaba enamorado, y una tarde o atardecer, en Castle Hill, le dije que la amaba y nos prometimos. ¡Oh, qué dulce locura! Cuando me preguntó cómo viviríamos, qué pensaba hacer, no supe qué contestarle, salvo exhibir la perfecta auto–confianza del hombre que ya se ha probado en la lucha por la vida. Afortunadamente para mí, esto no le pareció muy convincente. Admitió que tenía tres años más que yo, y si hubiera dicho cuatro se hubiera acercado más a la verdad; y estaba convencida de que no me resultaría tan fácil tener éxito en Inglaterra como en América; subestimó tanto mi cerebro como mi fuerza de voluntad. Me confió que tenía una renta de cien libras al año, pero que esto, por supuesto, era insuficiente. De modo que aunque me besó libremente y me permitió una serie de pequeñas intimidades, estaba decidida a no entregarse por completo. Su desconfianza en mi capacidad y su reserva deliciosamente picante, intensificaron mi pasión y en una oportunidad me dio su consentimiento para un casamiento inmediato. Cuando estaba bien, Molly era sorprendentemente inteligente y franca. Una noche, solos los dos en nuestra sala, que mi padre y mi hermana nos habían dejado, hice lo posible por conseguir que se me entregara. Pero ella sacudió la cabeza.
—No sería correcto, querido, hasta que estemos casados —insistió.
—Supón que estamos en una isla desierta —dije— y no fuera posible el matrimonio.
—Querido mío —dijo, besándome en la boca y riendo—, ¿acaso no lo sabes? ¡En ese caso cedería sin que insistieras, querido! Te deseo, señor, tal vez más de lo que tú me deseas.
Pero usaba bragas cerradas y yo no sabía como desabotonarlas a los lados. Y aunque se excitó rápida e intensamente, no pude romper la barrera final. En cualquier caso, antes de que pudiera ganar, el Destino usó sus tijeras.
Una mañana le reproché a Lizzie no haberme traído la poción que el doctor Richards había prometido enviarme.
—Está sobre la chimenea, en el comedor —dije—, pero no te preocupes. Yo iré a buscarla —y corrí como estaba escaleras abajo.
Una o dos noches más tarde, dejé la mezcla de belladona que me había preparado el doctor sobre la chimenea. Al igual que la poción, era de color marrón oscuro y la botella se parecía.
A la mañana siguiente, Lizzie me despertó y me ofreció un vaso lleno de líquido oscuro.
—Tu medicina —dijo, y yo, medio dormido todavía, le dije que dejara a un lado la bandeja del desayuno y vacié el vaso que me había traído. El sabor me despertó. La bebida me había secado la boca y la garganta. Salté de la cama y fui hacia el espejo. ¡Sí, sí! Mis pupilas estaban anormalmente dilatadas. ¿Me había dado la poción de belladona en lugar de la otra? Todavía escuchaba sus pasos en las escaleras, ¿pero para qué perder tiempo preguntándole? Fui hacia la mesa y vacié taza tras taza de té. Luego bajé corriendo al comedor, donde desayunaban mi padre y mi hermana. Bebí tazas de su té en silencio; luego pedí a mi hermana que me consiguiera mostaza y agua caliente y cuando mi padre me preguntó qué sucedía, le di una explicación breve y le pedí lo siguiente:
—Vé a buscar al doctor Richards y dile que venga en seguida. Por error, he bebido la mezcla de belladona y no hay tiempo que perder.
Mi padre estaba ya fuera de la casa. Mi hermana me trajo la mostaza y yo mezclé una dosis grande con agua caliente, preparando un emético, pero no dio resultado. Subí las escaleras hacia mi habitación y me puse los dedos en la garganta. Tuve arcada tras arcada, pero no salió nada: era evidente que mi estómago estaba paralizado. Mi hermana entró llorando.
—Me temo que no hay esperanzas, Nita —dije—. El médico me dijo que había bastante como para matar a una docena de hombres, y lo he bebido. Pero siempre has sido buena y amable conmigo, querida, y la muerte no es nada.
Sollozaba de una manera terrible, de modo que para darle algo que hacer, le pedí que me consiguiera una tetera llena de agua caliente. Se fue escaleras abajo y yo me quedé frente al espejo para repasar las cuentas con mi alma. Ahora sabía que había bebido la belladona, y con el estómago vacío. No había posibilidades. Diez minutos después estaría insensible; en unas horas, muerto. ¡Muerto! ¿Tenía miedo? Reconocí con orgullo que no estaba asustado ni tenía dudas. La muerte no es nada más que un sueño eterno. ¡Nada! ¡Sin embargo, deseaba haber tenido tiempo de probarme y mostrar lo que había en mí! ¿Tenía razón Smith? ¿Hubiera podido transformarme en uno de los mejores cerebros del mundo? ¿Hubiera podido estar junto con los grandes, si hubiera vivido? Nadie podía decirlo, pero decidí, con la velocidad de la mordedura de una serpiente, que haría todo lo posible por vivir. Todo ese tiempo había estado bebiendo agua fría. Entró mi hermana con el recipiente de agua caliente.
—Puede hacerle vomitar, querido —dijo, y yo comencé a bebería a grandes sorbos. Poco a poco iba sintiendo mayores dificultades para pensar, de modo que besé a mi hermana, diciendo—: ¡Sería mejor que me metiera en la cama mientras todavía puedo caminar, porque soy bastante pesado! —y luego, cuando me metía en la cama, dije—: Me pregunto si lo próximo que harán será sacarme con los pies para adelante cantando el Miserere. No importa. He tomado un gran sorbo de vida y estoy preparado para irme, si es necesario.
En ese momento entró el doctor Richards.
—Pero hombre, cómo, en nombre de Dios, después de nuestra charla, ¿cómo demonios pudo tomársela? —su agitación y su fuerte acento galés me hicieron reír.
—Deme la sonda gástrica, doctor, porque estoy lleno de líquido hasta el gollete —grité.
Tomé el tubo y lo metí adentro, sentándome en la cama, y él bombeó, pero sólo salió un líquido amarronado. Había absorbido la mayor parte de la belladona. Ese fue casi mi último pensamiento consciente, aunque para mis adentros decidí seguir pensando tanto tiempo como me fuera posible.
—Le daré opio… una dosis grande.
Y yo sonreí para mis adentros al pensar que el narcótico del opio y el estimulante de la belladona producirían el mismo efecto de inconsciencia, uno estimulando la acción del corazón, otro disminuyéndola.
Muchas horas después, desperté. Era de noche, ardían las bujías y el doctor Richards estaba inclinado sobre mí.
—¿Me conoce? —me preguntó.
—Por supuesto que lo conozco, Richards —contesté de inmediato, y seguí jubiloso—: Estoy salvado. He ganado. Si hubiera tenido que morir, nunca hubiera recuperado el conocimiento.
Para mi sorpresa, su ceño se frunció y dijo:
—Beba esto y vuelva a dormir tranquilamente. Está bien —y acercó a mis labios un vaso de un líquido blancuzco.
Yo vacié el vaso y dije gozoso:
—¡Leche! ¡Qué gracioso que me dé leche! No está prescrita en ninguno de sus libros.
Después me dijo que lo que me había dado era aceite de castor y yo lo había confundido con leche. De algún modo, sentía que mi lengua era independiente de mí, aun antes de que él me pusiera una mano sobre la frente para tranquilizarme, diciendo:
—¡Por favor! ¡No hable, descanse! ¡Por favor!
Y yo fingí obedecerle, pero no podía comprender por qué me hacía callar. Tampoco podía recordar mis palabras. ¿Por qué?
Súbitamente, me sacudió una idea espantosa: ¿había estado diciendo tonterías? El rostro de mi padre también parecía terriblemente turbado mientras yo hablaba.
¿Era posible pensar cuerdamente y, sin embargo, hablar como un lunático? ¡Qué destino aterrador! Decidí que en ese caso usaría mi revólver para matarme, tan pronto como supiera que mi estado era desesperado. Esta idea me llenó de paz y me volví para acomodarme. Pocos minutos después, estaba profundamente dormido.
La siguiente vez que me desperté, era otra vez de noche y otra vez estaba junto a mí el doctor, junto con mi hermana.
—¿Me conoce? —preguntó otra vez, y yo volví a contestar:
—Por supuesto que lo conozco y también a mi hermana.
—Excelente —gritó alegremente—. Ahora pronto se pondrá bien.
—Por supuesto que sí —exclamé, gozoso—. Ya se lo dije antes, pero usted parecía molesto. ¿Acaso deliraba?
—¡Vamos, vamos —gritó—, no se excite y pronto estará bien otra vez!
—¿Estuve a punto de morir? —pregunté.
—Debe saber que sí —contestó—. Tomó sesenta granos de belladona en ayunas, y los libros dan cuando mucho un cuarto de grano como dosis y declaran que un grano es generalmente fatal. Jamás podré alardear de su caso en las revistas médicas —continuó sonriendo—, porque nadie creería que un corazón puede latir más rápido de lo que es posible contar, pero en verdad latió doscientas veces por minuto durante treinta horas, y sin estallar. Ha sido probado —concluyó— como nadie antes, y ha regresado a salvo. Pero ahora vuelva a dormir —dijo—. El sueño es el restaurador de la naturaleza.
A la mañana siguiente me desperté descansado, pero muy débil. Entró el médico, me pasó una esponja con agua caliente y me cambié las ropas. Mi camisón y gran parte de la sábana estaban marrones.
—¿Puede hacer aguas? —preguntó, alcanzándome un orinal.
Traté y tuvo éxito inmediato.
—¡La maravilla es completa! —exclamó—. ¡Apostaría a que se ha curado el lumbago también!
Y en verdad no sentía absolutamente ningún dolor.
Esa tarde o la siguiente, mi padre y yo tuvimos una gran charla de corazón a corazón. Le hablé de mis ambiciones y trató de convencerme de que aceptara cien libras al año para continuar mis estudios. Le dije que no podía, aunque estaba agradecido.
—Conseguiré trabajo tan pronto como esté fuerte —dije, pero su afecto generoso me llegó al alma y cuando me dijo que mi hermana también había estado de acuerdo en darme esa asignación, sólo pude menear la cabeza y darle las gracias. Esa tarde me acosté temprano y él vino conmigo y se sentó a mi lado. Dijo que el consejo del médico era que me tomara un largo descanso. Cada vez que cerraba los ojos, extrañas luces coloreadas pasaban frente a mí, de modo que le pedí que se tendiera a mi lado y me tomara la mano. De inmediato lo hizo y, con su mano en la mía, me quedé dormido como un leño hasta las siete de la mañana siguiente. Me desperté perfectamente bien y refrescado y quedé impresionado al ver que el rostro de mi padre estaba extrañamente agotado y blanco, y cuando trató de salir de la cama estuvo a punto de caer. Entonces vi que había estado acostado toda la noche sobre el larguero de metal de la cama, por no arriesgarse a molestarme para que le dejara más espacio. Desde ese momento hasta el fin de su vida noble y generosa, que se produjo unos veinticinco años más tarde, sólo tengo para él palabras de alabanza y admiración.
Tan pronto como comencé a tomar nota de las cosas, observé que Lizzie ya no se acercaba a mi dormitorio. Un día le pregunté a mi hermana qué había sido de ella. Para mi estupefacción, mi hermana estalló demostrando un apasionado disgusto.
—Mientras estabas inconsciente —gritó— y el médico te tomaba el pulso a cada minuto, preguntó si podía conseguir que se le preparara una receta en seguida. Quería inyectarte morfina, dijo, para detener o controlar la carrera de tu corazón. Escribió la prescripción y envié a Lizzie con ella, diciéndole que se apresurara tanto como pudiera, porque tu vida podía depender de ella. Cuando pasaron diez minutos y no regresó, conseguí que el doctor volviera a escribir y mandé a papá. La trajo en la mitad del tiempo. Pasaron las horas y Lizzie no regresaba. Se había ido antes de las diez y no regresó hasta casi la una. Le pregunté dónde había estado. ¿Por qué no había regresado antes? Me contestó fríamente que había estado escuchando la banda. Yo estaba tan escandalizada y enojada, que no quise que se quedara ni un momento más. La eché de inmediato. ¡Piénsalo! ¡No tengo paciencia con esos brutos sin corazón!
La indiferencia de Lizzie me pareció todavía más extraña a mí que a mi hermana. He observado a menudo que las chicas son menos consideradas que los muchachos, a menos que esté comprometido su afecto, pero realmente yo creía haberme ganado por lo menos a Lizzie. Sin embargo, el caso es tan singular que lo relato por lo que pudiera servir.
Durante mi convalecencia, que duró tres meses, Molly fue a hacer una visita a unos amigos. En ese momento lo lamenté. Ahora, mirando atrás, no tengo dudas de que se fue para librarse de un compromiso que pensaba erróneo. Al extrañarla, estuve tonteando con su hermana Kathleen, más joven y bonita, que era más sensual y más afectuosa que Molly.
Algo más tarde, Molly fue a Dresde a quedarse con una hermana mayor, casada. Desde allí me escribió pidiéndome que la dejara libre, y yo acepté muy gustoso. En realidad, por entonces ya sentía más cariño real por Kathleen que por Molly.
Mientras me recuperaba, conocí a un joven de Oxford que afirmaba estar atónito ante mis conocimientos de literatura, y que vino un día con la noticia de que Grant Alien, el escritor, había renunciado a su trabajo como profesor de literatura en el Brighton College.
—¿Por qué no lo solicita? Son unas doscientas libras al año y no creo que se lo rehúsen.
Le escribí de inmediato a Alien, hablándole del trabajo y de mi enfermedad, y pidiéndole que me enviara una carta de recomendación si pensaba que era lo apropiado. A vuelta de correo recibí una carta suya recomendándome de la manera más calurosa. Envié esta carta, junto con otra del profesor Smith, de Lawrence, al doctor Bigge, el director, y este me contestó pidiéndome que fuera a verlo a Brighton. Cuarenta y ocho horas después estaba allí y fui aceptado, aunque él pensaba que parecía demasiado joven como para mantener la disciplina. Pronto comprendió que sus temores eran imaginarios, porque yo podría haber puesto orden en una jaula de hienas.
Un largo libro no llegaría a agotar mi año como maestro en el Brighton College, pero sólo hay dos o tres incidentes que merece la pena contar aquí, porque afectaron mi carácter y su desarrollo. En primer lugar, en cada clase de treinta muchachos descubrí cinco o seis con capacidad real, y en toda la escuela sólo tres o cuatro con cerebros privilegiados y bien dotados, además, en modales y espíritu. Pero de cada diez, seis eran estúpidos y obstinados, y a estos los dejé enteramente librados a sí mismos.
El doctor Bigge me advirtió en un informe fijado a la pizarra del sexto curso, que mientras algunos de mis alumnos mostraban grandes adelantos, la vasta mayoría no exhibía ninguno. Fui a verlo inmediatamente y le llevé mi renuncia escrita para ponerla en vigencia en el momento que quisiera.
—No puedo molestarme con los tontos que ni siquiera desean aprender —dije—, pero haré cualquier cosa por los otros.
Creo que le gustaba a la mayor parte de los muchachos aventajados, y un pequeño incidente característico vino en mi ayuda. Había un maestro llamado Wolverton, un hombre de Oxford hijo de un archidiácono bien conocido, que a veces salía conmigo al teatro o a la pista de patinaje de West Street. Una noche, en la pista, me llamó la atención sobre un joven con sombrero de paja que salía acompañado de una mujer.
—¡Mire eso —dijo Wolverton— allí va Fulano, con nuestros colores y con una mujer! ¿Lo ha visto?
—No presté demasiada atención —repliqué— pero seguramente no hay nada extraordinario en el hecho de que un muchacho del sexto curso pruebe sus alas fuera del nido.
En la siguiente reunión de maestros, para mi horror, Wolverton relató el incidente y terminó declarando que a menos que el muchacho pudiese dar el nombre de la mujer, debía ser expulsado. Me nombró como testigo.
Yo me puse de pie en seguida y dije que era demasiado miope como para distinguir a un muchacho a la mitad de esa distancia y me negué a ser utilizado de ninguna manera.
El doctor Bigge pensaba que la ofensa era grave.
La moral de un muchacho —declaró— era la parte más importante de su educación. Había que seguir el asunto hasta el fin. Pensaba que, reflexionándolo, yo no negaría que había visto a un muchacho esa noche, con los colores del colegio y en compañía sospechosa.
Entonces me puse en pie y hablé: todo el grupo me parecía formado por simples hipócritas.
—En la propia casa del doctor —dije— donde preparo mis clases, podría darle una lista de muchachos que son amantes reconocidos, hasta notorios, y en tanto que la escuela se cierre los ojos a ese vicio, no tomaré parte en la persecución de alguien que ceda a una pasión legítima y natural.
Apenas había terminado de decirlo cuando Cotteril, hijo del obispo de Edimburgo, se puso de pie y me pidió que limpiara su casa de esa sospecha odiosa e insoportable.
Yo contesté en seguida que en su casa había una pareja conocida como «los inseparables» y seguí declarando que mi pelea era con el sistema de pensionado y no con los maestros como individuos que, estaba dispuesto a creer, hacían todo lo que podían.
El vicerrector, doctor Newton, fue el único que reconoció incluso mis buenas intenciones. Salió de la reunión conmigo y me aconsejó consultar con su esposa. Después de esto, fui prácticamente boicoteado por los maestros. Me había atrevido a decir en público lo que Wolverton y los otros habían aceptado una docena de veces en reuniones privadas.
La señora Newton, esposa del vicerrector, era uno de los líderes de la sociedad de Brighton. Era lo que los franceses llaman une maîtresse–femme, con una inclinación natural al liderazgo. Me aconsejó que armara clases de literatura para jovencitas en los medios días libres de cada semana; fue lo bastante bondadosa como para enviar las circulares y prestar su comedor para mis primeras clases. Una semana después tenía cincuenta alumnas que me pagaban media corona por lección y pronto descubrí que sacaba diez libras semanales, además de mi paga. Ahorré cada penique y así, en un año, conseguí la libertad económica.
En cada crisis de mi vida he sido ayudado por buenos amigos que lo han hecho por pura gentileza, al precio de tiempo y problemas. Smith me ayudó en Lawrence y la señora Newton en Brighton, por simple simpatía humana.
Antes de esto había conocido a un hombre llamado Harold Hamilton, gerente del London County Bank, me parece, de Brighton. Le divertía ver con cuanta rapidez y regularidad crecía mi cuenta. Pronto le confié mis planes y mis intenciones: fue todo comprensión. Le presté libros y su hija Ada asistía a todas mis clases.
En el momento oportuno para mí, estalló la guerra entre Chile y Perú. Los bonos chilenos cayeron de 90 a 60 puntos. Vi a Hamilton y le aseguré que si dejaban sola a Chile, podría vencer a toda Sudamérica. Me aconsejaba que esperara. Un poco más tarde, Bolivia se unió a Perú y los bonos chilenos cayeron a 43 o 44. De inmediato, fui a ver a Hamilton y le pedí que comprara bonos chilenos con todo lo que poseía, sobre un margen de tres o cuatro. Después de mucho hablar, hizo lo que le pedía, con un margen de diez. Una quincena más tarde llegaron las noticias de la primera victoria chilena, y los bonos chilenos llegaron a 60 y continuaron aumentando sin cesar. Vendí a más de 80, obteniendo dos mil libras con mis quinientas. Para Navidad, era otra vez libre de proseguir mis estudios con tranquilidad. Hamilton me dijo que había seguido mi intuición un poco tarde, pero que había obtenido más con una inversión mayor.
Ahora debo relatar los más importantes acontecimientos que tuvieron lugar en Brighton. Ya he contado en un retrato que hice de Carlyle, publicado por Austin Harrison en la «English Review» hace unos doce años, cómo fui una mañana de domingo a Chelsea, a visitar a mi héroe, Thomas Carlyle. Allí dije también cómo más de un domingo lo encontré durante el paseo que daba a lo largo del dique de Chelsea, y cómo por lo menos una vez me habló de su esposa y admitió su impotencia.
En el retrato que hice de él, sólo di el resumen de algunas charlas, porque no era necesario subrayar los rasgos mediante la repetición, pero me inclino ahora a agregar algunos detalles, porque todo lo que tiene que ver con Carlyle es de interés permanente.
Cuando le conté cómo me había afectado la lectura del discurso de Emerson a los estudiantes del Dartmouth College y cómo, de alguna manera, me había obligado a abandonar la práctica legal y volver a Europa a estudiar, me interrumpió, excitado:
—Recuerdo bien haberle leído esa página a mi esposa, diciéndole que no había nada igual en cuanto a pura nobleza, desde que Schiller había dejado de hablar. Tiene gran poder. ¿De modo que le hizo empezar una nueva vida?… No me extraña… Era un gran reclamo.
Después de esto, Carlyle pareció sentir simpatía por mí. Y en nuestra despedida final, cuando me iba a Alemania a estudiar, me deseó:
—Buena suerte y buena cosecha en el camino —volvió a hablar de Emerson y de la pena que había sentido al separarse de él. Profunda, profunda pena y dolor, y agregó poniendo sus manos en mis hombros—: «Lamentando más que nada el hecho de que no volverían a ver su rostro».
Recordé el pasaje y grité:
—Oh, señor, yo debería haber dicho eso, porque mía es la pérdida, mía la inexpresable desdicha ahora —y a través de mis lágrimas vi que sus ojos también estaban húmedos.
Acababa de darme una carta para J. A. Froude, el historiador, «el bueno y gentil Froude» que, estaba seguro, me ayudaría para alcanzar cualquier posición literaria «si yo me he ido, como es probable», y a su debido tiempo Froude me ayudó, como relataré en el lugar apropiado.
Mi semblanza de Carlyle fue ferozmente atacada por un pariente, Alexander Carlyle, que evidentemente creía que yo había conocido la debilidad de Carlyle, gracias a unas revelaciones hechas por Froude en 1904. Pero, afortunadamente para mí, sir Charles Jessel, el jurista, recordó una comida en el Garrick Club, ofrecida por él en 1886 o 1887, en la que estábamos presentes el cirujano sir Richard Quain y yo mismo. Jessel recordaba claramente que esa noche yo había relatado la historia de la impotencia de Carlyle para explicar la tristeza de su vida matrimonial y después había afirmado que la confesión me la había hecho el propio Carlyle.
Durante esa cena, sir Richard Quain dijo que había sido médico de la señora Carlyle y que más tarde me diría exactamente qué le había confesado ella. Aquí está el relato de Quain, tal como lo hizo esa noche en un reservado del Garrick. Dijo lo siguiente:
—Hacía años que era amigo de los Carlyle. Para mí él era un héroe, uno de los hombres más sabios y mejores. Ella era singularmente ingeniosa y mundana y me gustaba incluso más que el sabio. Una tarde la encontré tendida en el sofá, presa de grandes dolores. Cuando le pregunté qué le dolía, me indicó la parte baja del vientre y yo supuse de inmediato que debía ser algún problema conectado con la menopausia. Le rogué que subiera a su dormitorio, diciéndole que yo subiría quince minutos después y la examinaría, asegurándole que estaba convencido de poder ofrecerle alivio inmediato. Subió. Unos diez minutos después, pregunté a su marido si deseaba subir conmigo. Él contestó con su fuerte acento escocés, que tenía siempre una nota emotiva.
—No tengo nada que ver con eso. Arréglenselas.
Entonces subí y golpeé la puerta del dormitorio de la señora Carlyle. No hubo respuesta. Traté de entrar. La puerta estaba cerrada y al no recibir respuesta, bajé las escaleras y salí de la casa. Me mantuve alejado una quincena, pero cuando regresé una tarde quedé horrorizado al ver lo enferma que parecía la señora Carlyle, tendida en el sofá y pálida como la muerte.
—¿Está usted peor? —pregunté.
—Mucho peor y más débil —contestó.
—¡Criatura tonta y obstinada! —grité—. Soy su amigo y su médico y cualquier cosa menos estúpido. Estoy seguro de poder curarla y usted prefiere sufrir. Es tonto de su parte… Suba ahora y piense en mí sólo como su médico —y la levanté, ayudándola a llegar a la puerta. La sostuve para que subiera las escaleras y cuando llegamos a la puerta de su habitación, dijo:
—Deme diez minutos, doctor, y estaré lista. Le prometo no volver a cerrar la puerta.
Con esta seguridad, esperé y diez minutos después golpeé la puerta y entré. La señora Carlyle estaba tendida en la cama con un chal de lana blanca en torno a su cabeza y su rostro. Pensé que era una afectación absurda en una anciana mujer casada, de modo que decidí tomar medidas drásticas. Subí la luz, puse la mano bajo su vestido y de un tirón lo levanté por encima de su cabeza. Le separé las piernas, la arrastré hasta el borde de la cama y comencé a insertar el espéculo en su vulva. Encontré un obstáculo… miré… e inmediatamente exclamé:
—¡Pero cómo, es usted virgo intacta!
Ella se quitó el chal de la cabeza y dijo:
—¿Qué esperaba?
—Cualquier cosa menos eso —dije— en una mujer con veinticinco años de matrimonio.
Pronto descubrí la causa de su trastorno y la curé o mejor dicho, la extirpé. Esa noche descansó bien y al día siguiente, cuando fui a verla, era otra vez la persona alegre y rebelde que conocía. Un poco después me contó su historia.
Después de la boda —dijo— Carlyle estaba extraño, parecía muy nervioso e irritable. Cuando llegamos a la casa, cenamos y alrededor de las once de la noche dije que me iría a la cama, porque estaba algo cansada. Él asintió y farfulló algo. Puse mis manos en sus hombros al pasar a su lado y dije: «Querido, ¿sabes que no me has besado ni una vez en todo el día… en este día entre todos?», y me incliné y apoyé mi mejilla contra la suya. Me besó, pero dijo: «¡Vosotras, las mujeres, siempre estáis besando… pronto subiré!». Obligada a contentarme con esto, subí, me desvestí y me metí en la cama. ¡Ni siquiera me había besado por propia iniciativa en todo él día! Un poco más tarde subió, se desvistió y se metió en la cama junto a mí. Yo esperaba que me tomara en sus brazos y me besara y me acariciara. Pero nada, se quedó allí, como moviéndose. («Imaginé lo que quería decir», dijo Quain, «el pobre diablo, aterrorizado, estaba tocándose…»). Reflexioné un tiempo —continuó la señora Carlyle—; en un momento deseaba besarlo y acariciarlo; al minuto siguiente me sentía indignada. De pronto se me ocurrió que en ninguna de mis esperanzas y fantasías sobre la primera noche me había siquiera acercado a la realidad. Silencioso, el hombre yacía allí moviéndose, moviéndose. De pronto rompí a reír. ¡Era demasiado espantoso, demasiado absurdo! De inmediato salió de la cama con una sola palabra burlona: «¡Mujer!» y fue a la habitación contigua. Nunca volvió a mi lecho. Y sin embargo es uno de los hombres mejores y más nobles del mundo, y si hubiera sido más expansivo y me hubiera dicho más a menudo que me amaba, yo hubiera podido perdonarle fácilmente cualquier debilidad física. El silencio es el peor enemigo del amor, y después de todo, jamás me puso celosa, salvo un corto tiempo con lady Ashburnham. Supongo que he sido con él tan feliz como podría haberlo sido con cualquiera, y sin embargo… Esta es mi historia —dijo Quain para terminar— y se la doy como regalo. Aun en los Campos Elíseos estaría contento de estar en compañía de los Carlyle. ¡Eran una gran pareja!
Una escena más. Cuando le conté a Carlyle cómo había hecho unas dos mil quinientas libras en un año y le conté además que un banquero me ofrecía la casi certidumbre de una gran fortuna si compraba con él cierta mina de carbón en Tunbridge Wells (era el plan favorito de Hamilton), quedó muy sorprendido.
—Quiero saber —continué— si piensa usted que haré algo que valga la pena en literatura; si es así, haré lo que pueda. De otro modo, tendré que hacer dinero en lugar de perder tiempo transformándome en otro escritor de segunda.
—Nadie puede decirle eso —dijo lentamente Carlyle—. ¡Tendrá suerte si llega a saberlo antes de morir! Creí que mi Frederick era una gran obra; sin embargo, el otro día usted me dijo que lo había enterrado bajo doce volúmenes, y es posible que tenga razón. ¿Pero he hecho alguna vez algo que valga la pena?
—Seguro —interrumpí, dolorido por mi sarcasmo—, sin duda. Su French Revolution debe vivir, y Heroes and Hero Worship y Latter Day Pamphlets y… y…
—¡Es bastante! —gritó—. ¿Está seguro?
—Muy, muy seguro —contesté.
Y entonces dijo:
—Puede estar igualmente seguro de su propio lugar, porque todos podemos alcanzar aquellas alturas que somos capaces de otear.