Capítulo 14

Trabajo profesional y Sophy

Comenzó para mí una época maravillosa. Sommerfeld me liberaba de casi todo el trabajo de oficina. Sólo tenía que elaborar los discursos, porque él preparaba los casos Mis ingresos eran tan elevados que sólo dormía en mi oficina–dormitorio por conveniencia o más bien por libertinaje.

Tenía un calesín y un caballo en una cuadra y acostumbraba a sacar casi todos los días a Lily o a Rose. Como Rose vivía del otro lado del río, me resultó fácil mantenerlas separadas y en realidad ninguna de las dos soñó jamás con la existencia de la otra. Yo tenía una debilidad por Rose. La belleza de su rostro y de su cuerpo me complacían y excitaban, y su pensamiento también se desarrolló velozmente a través de nuestras conversaciones y los libros que le daba. Jamás olvidaré su alegría cuando compré una pequeña librería y se la envié a su casa una mañana, llena de libros que pensé que le gustarían y debía leer.

Por la noche vino directamente a mi oficina, me dijo que era lo que más deseaba y me permitió estudiar sus bellezas una por una. Pero cuando la hice dar la vuelta y besé su trasero, quiso que me detuviera.

—No es posible que te guste o admires eso —fue su veredicto.

—Por supuesto que sí —exclamé, pero me confesé que tenía razón. Su trasero tenía unos hoyuelos adorables, pero era un poco demasiado gordo y el contorno no era perfecto. Uno de sus senos era más bonito que el otro, aunque ambos eran pequeños y sobresalían con una línea audaz. Mi sentido crítico no encontraba nada que objetar a su mata o su sexo: los labios eran perfectos, pequeños y rosados y el clítoris era un botoncito diminuto. Muchas veces deseé que tuviera media pulgada de longitud, como el de la señora Mayhew. Sólo una vez en toda nuestra relación traté de hacerla llegar al clímax, lográndolo sólo a medias. Por lo tanto, acostumbraba simplemente a poseerla para mi goce y sólo de vez en cuando seguía hasta un segundo orgasmo como para entusiasmarla realmente con el juego amoroso. Rose no era sensual, aunque invariablemente dulce y una excelente compañera. Siempre me ha desconcertado como podía ser tan afectuosa siendo sexualmente fría.

Como ya he dicho, Lily era totalmente distinta. Era un alegre grillo, una digna hija de Venus. De vez en cuando me regalaba con una sensación verdaderamente intensa. Siempre estaba criticando a la señora Mayhew, pero curiosamente se le parecía mucho en muchos sentidos íntimos: una especie de esbozo de la mujer mayor y más apasionada, con la traviesa alegría y el gozo de vivir de un niño.

Pero ahora iba a llegar a mi vida una sensación nueva e intensa. Una noche entró en mi oficina, sin golpear la puerta, una muchacha sin sombrero. Sommerfeld ya se había ido a su casa y yo estaba poniendo en orden mis papeles antes de salir. Quedé sin aliento. Era sorprendentemente guapa, muy morena, con ojos grandes y negros y una figura delgada e infantil.

—Soy Topsy —anunció y se quedó allí sonriendo, como si su nombre fuera suficiente.

—Entra —dije— y siéntate. He oído hablar de ti.

Y era verdad. Era un personaje privilegiado de la ciudad. Viajaba sin pagar en tranvías y trenes. Los que la desafiaban eran «pobre basura blanca», como decía, y siempre había algún hombre dispuesto a pagarle. Jamás vacilaba en ir con quien se lo pidiese y cobraba un dólar o incluso cinco… e invariablemente lo conseguía. Su belleza era tan irresistible como su burlona reserva. A menudo había oído hablar de ella como «esta maldita preciosidad negra», pero no veía señales de características negroides en su pura belleza. Se sentó y dijo con un ligero acento sureño que me agradó:

—¿Su nombre es Harris?

—Sí —contesté sonriendo.

—¿Está aquí en lugar de Barker? —continuó—. Se merece haber muerto de hipo. ¡Pobre basura blanca!

—¿Cuál es su nombre real? —pregunté.

—Me llaman Topsy —contestó—, pero mi verdadero nombre es Sophy, Sophy Vexeridge. Usted fue muy amable con mi madre, que vive arriba. Sí —continuó desafiante—, es mi madre y una madre muy buena, no lo olvide —agregó, meneando despreciativamente la cabeza ante mi estupefacción.

—Su padre debe haber sido blanco —no pude evitar decir, porque no conseguía identificar a Topsy con la vieja negra por mucho que hiciera. Ella asintió.

—Sí que era blanco; es decir, su piel lo era —y se puso de pie y vagó por la oficina como si le perteneciera.

—Te llamaré Sophy —dije, porque percibía en ella una apasionada rebelión orgullosa. Ella me sonrió encantada.

No sabía qué hacer. No debía acostarme con una chica de color, aunque no encontraba trazas de sangre negra en Sophy y era increíblemente guapa, aun con su sencillo vestido de puntillas. Mientras caminaba por ahí, no pude dejar de observar la gracia de pantera de sus movimientos, y sus senos pequeños se apretaban contra el algodón delgado de una manera provocativa. Cuando se volvió hacia mí, yo tenía la boca seca.

—Puede desvestirme —dijo sonriendo— y me alegraré, porque a mi madre le gustas y yo la quiero… ¡eso sí!

Había algo infantil, directo, hasta inocente en su franqueza que me fascinaba y su belleza brillaba como un sol en la oficina oscurecida.

—Me gustas, Sophy —dije—, pero cualquiera hubiera hecho por tu madre lo mismo que hice yo. ¡Estaba enferma!

—¡Bah! —y rio indignada—. Le mayor parte de los blancos la hubieran dejado morir en las escaleras. Los conozco. Se hubieran enojado con ella por gemir. ¡Los odio! —y sus grandes ojos resplandecieron.

Se acercó a mí.

—Si hubieras sido americano, nunca hubiera venido a ti, ¡nunca! Prefiero morir o ahorrar y robar y pagarte… —la burla de su voz era amarga como el odio. Era evidente que el problema negro tenía ciertos aspectos que yo no había comprendido.

—Pero tú eres distinto —continuó—, así que vine… —e hizo una pausa, levantando su mirada con un ofrecimiento mudo e insistente.

—Me alegro —dije débilmente, rechazando la tentación— y espero que vuelvas pronto y seamos grandes amigos… ¿eh, Sophy? —y le tendí la mano sonriendo pero ella hizo una mueca y me miró con reproche o provocación o desilusión. No pude resistir: tomé su mano y la atraje hacia mí, besándola en los labios mientras deslizaba la mano derecha sobre su seno izquierdo. Era tan firme como caucho de la India. De inmediato sentí que mi sexo se erguía y latía. La resolución y el deseo luchaban en mi interior, pero yo estaba acostumbrado a hacer prevalecer mi voluntad.

—Eres la muchacha más hermosa de Lawrence —dije—, pero realmente ahora debo irme. Tengo una cita y estoy retrasado.

Ella sonrió enigmáticamente cuando tomé mi sombrero y me fui, sin detenerme siquiera a cerrar la puerta de la oficina.

Mientras caminaba por la calle, mis pensamientos y sentimientos giraban. ¿La deseaba? ¿La poseería? ¿Volvería?

¡Oh, demonios!, las mujeres son verdaderos diablos y los diablos no son tan negros como los pintan. ¿Negra?

Esa noche me despertó un fuerte golpe en la puerta de mi oficina. Di un salto y abrí sin pensar y Sophy entró riendo.

—¿Qué pasa? —exclamé, todavía medio dormido.

—Me cansé de esperar —contestó con descaro— así que vine.

Estaba a punto de reprochárselo, cuando gritó:

—Tú vé a la cama —y tomó mi cabeza entre sus manos y me besó.

Mi resistencia cedió.

—¡Ven rápido! —dije, metiéndome en la cama y mirándola desvestirse. En un abrir y cerrar de ojos estaba en camisa.

—Supongo que esto bastará —dijo con coquetería.

—Por favor, quítatela —pedí y un minuto después estaba entre mis brazos, desnuda. Cuando toqué su sexo, me pasó los brazos por el cuello, besándome ávidamente. Para mi sorpresa, su sexo estaba bien formado y era muy pequeño. Siempre había oído decir que los negros tienen genitales mucho más grandes que los blancos. Pero los labios del sexo de Sophy eran gruesos y duros.

—¿Te han poseído alguna vez, Sophy? —pregunté.

—¡No, señor! —contestó—. Me gustaste porque no me perseguiste y eras tan amable y pensé que como seguro tenía que hacerlo alguna vez, prefería que me tuvieras tú antes que otro cualquiera. No me gustan los hombres de color —agregó— y los blancos me miran con desprecio y yo… te amo —susurró, ocultando su cabeza en mi cuello.

—Al principio te haré sufrir, Sophy, me temo —comencé, pero ella barrió con mis escrúpulos.

—Hazlo, no me importa. Si te doy placer estaré satisfecha —y abrió las piernas, estirándose cuando me tendí sobre ella, un instante después, mi sexo acariciaba su clítoris y ella misma levantó las rodillas y de pronto, con un solo movimiento, metió, mi sexo en el suyo, contra su himen. No vaciló. Se movió ágilmente contra mí y un momento después había forzado la entrada y estaba en ella. Esperé un poco y luego comencé a hacerle el amor. En seguida, Sophy comenzó a seguir mis movimientos, levantando su sexo cuando yo entraba y bajándolo para retenerme cuando yo me retiraba. Incluso cuando apresuré los movimientos, mantuvo el ritmo, dándome el placer más intenso, sin detenerse, y cuando me corrí y mi semen salió a chorros en su interior, el músculo de su vagina apretó mi miembro, intensificando la sensación hasta hacerla casi dolorosa. Incluso me besó más apasionadamente que cualquier muchacha, lamiendo con su lengua ardiente la parte interior de mi boca. Cuando recomencé los lentos movimientos de entrada y salida, me siguió perfectamente y esa manera que tenía de mantener su sexo contra el mío cuando yo me retiraba, apretándolo al mismo tiempo, me excitaba furiosamente. Pronto comenzó a apresurar los golpes por impulso propio, mientras me apretaba hasta que ambos volvimos a perdernos en un éxtasis.

—Eres una perfecta maravilla —grité, jadeando a mi vez—, ¿pero cómo aprendiste tan pronto?

—Te amo —dijo— así que hago lo que pienso que te gusta y entonces me gusta a mí también, ¿ves?

Y su hermoso rostro resplandeció contra el mío.

Me levanté para enseñarle el uso de la jeringa y descubrí que estábamos en un baño de sangre. En un instante quitó la sábana.

—La lavaré por la mañana —dijo riendo, haciendo con ella una pelota y arrojándola a un rincón. Levanté la luz de gas. Nunca había visto un cuerpo más seductor. Su piel era morena, es cierto, pero no más que la de una italiana o una española, y sus formas ejercían sobre mí una atracción extraña. Los senos, pequeños, firmes y elásticos, eran provocativos; sus caderas, sin embargo, eran incluso más estrechas que las de Lily, aunque las nalgas eran redondas. Las piernas también eran redondeadas; ni señales de las piernas derechas de los negros. Hasta los pies eran esbeltos y muy arqueados.

—¡Eres la muchacha más adorable que he visto! —exclamé, mientras la ayudaba a introducirse la jeringa y lavarse.

—Eres mi hombre —dijo orgullosamente— y quiero mostrarte que puedo amar mejor que cualquier basura blanca. ¡Lo único que hacen es darse aires!

—Tú eres blanca —grité—. ¡No seas absurda!

Sacudió su cabecita.

—Si supieras, —dijo—. Cuando era una niña, una chica, los viejos, los mejores de la ciudad, tenían la costumbre de decirme palabras sucias en la calle y trataban de tocarme… ¡bestias!

Quedé sin aliento. No había tenido idea de tanto desprecio y persecución.

Cuando estuvimos otra vez en la cama, pregunté:

—Dime, Sophy, querida, ¿cómo aprendiste a moverte al mismo tiempo que yo y producirme esos estremecimientos?

—¡Ja! —gritó, riendo complacida—. Es fácil. Tenía miedo de no gustarte, así que esta tarde fui a ver a una negra vieja muy sabia y le pregunté cómo había que hacer para que un hombre te amara realmente. Me dijo que me metiera en cama contigo e hiciera eso —y sonrió.

—¿Nada más? —pregunté.

Sus ojos brillantes se abrieron.

—¡Sí! —gritó—. ¡Si quieres amarme otra vez, te mostraré!

Un instante después, estaba en ella y esta vez mantuvo el ritmo incluso mejor que al principio, y de algún modo los labios gruesos y firmes de su sexo parecieron excitarme más de lo que me había excitado nunca en mi vida. Instintivamente, creció en mí la lujuria y me apresuré y cuando comencé con los golpes rápidos y cortos, de pronto pasó sus piernas alrededor de mí y cerrándolas mantuvo mi sexo en un apretón firme y entonces comenzó a «ordeñarme» —no encuentro una palabra más conveniente— con extraordinaria habilidad y velocidad, de modo que un momento después yo estaba jadeando y ahogándome a causa de la intensidad de la sensación y mi semen salió a chorros ardientes mientras ella continuaba con ese movimiento incansable, infatigable.

—Qué maravilla eres —exclamé en cuanto recuperé el aliento—, la mejor compañera de lecho que he tenido. ¡Eres hermosa, querida!

Resplandeciente de orgullo, pasó sus brazos por mi cuello y me montó como lo había hecho Lorna Mayhew. ¡Pero qué diferencia! Lorna estaba tan preocupada con la gratificación de su propia lujuria, que a menudo olvidaba mis sentimientos y sus movimientos eran extremadamente torpes. Pero Sophy sólo pensaba en mí y mientras Lorna estaba siempre deslizando mi sexo fuera de ella, Sophy se sentó encima mío y empezó a balancear su cuerpo hacia atrás y hacia adelante, levantándolo un poco cada vez que se movía, de modo que mi sexo adquirió una especie de movimiento doble, atrapado entre sus labios gruesos y duros. Cuando sintió que iba a correrme, hizo una especie de movimiento rotatorio nuevo, repitiéndolo una docena de veces, y luego, volvió a balancearse, de modo que me extrajo el semen, por decirlo así, produciéndome sensaciones indescriptiblemente agudas, casi dolorosas. Yo estaba sin aliento, estremeciéndome ante cada movimiento suyo.

—¿Has sentido algún placer, Sophy? —pregunté en cuanto estuvimos tendidos otra vez.

—¡Sí! —dijo sonriendo—. Eres muy fuerte. ¿Y tú —preguntó— sentiste placer?

—¡Gran Dios! —grité—. ¡Sentía como si los pelos de la cabeza bajaran como un ejército por mi columna vertebral! ¡Eres extraordinaria, querida!

—Guárdame contigo, Frank —susurró—. Si me quieres, haré cualquier cosa, todo. Nunca pensé que tendría un amante como tú. Oh, esta nena está muy contenta de que te gusten sus pechos y su sexo. Tú me enseñaste esa palabra, en lugar de la que usan los blancos. ¡«Sexo» es una buena palabra, muy buena! —canturreó encantada.

—¿Cómo lo llama la gente de color? —pregunté.

—Palomita —contestó sonriendo—. Palomita. Buena palabra también, ¡muy buena!

Muchos años después, escuché contar una historia americana que me recordó vívidamente la actuación de Sophy.

Un ingeniero, padre de una bonita muchacha, tenía un asistente de extraordinarias cualidades como maquinista y que era tranquilo y bien educado. El padre presentó el ayudante a su hija y pronto quedó arreglado el matrimonio. Sin embargo, después del casamiento el yerno se apartó y el suegro procuró en vano descubrir las razones de este alejamiento. Finalmente, se lo preguntó audazmente a su yerno.

—Mi intención era buena, Bill —comenzó a decir con total seriedad—, pero si he cometido un error, lo lamento. ¿No era buena la mercadería? ¿No era virgen?

—¡No me importa nada! —replicó Bill frunciendo el ceño.

—¡Sé justo conmigo, Bill! —gritó el padre—. ¿No era virgen?

—¿Cómo podría saberlo? —exclamó Bill—. Lo único que puedo decir es que jamás había conocido a una virgen que hiciera esos movimientos laterales.

Sophy fue quien me enseñó esos movimientos y ¡era indudablemente virgen!

Como amante, Sophy era la perfección de lo perfecto y las líneas largas y las curvas ligeras de su hermoso cuerpo llegaron a constituir para mí el punto más alto del tipo de mujer dispensadora de placer.

Primero Lily y después Rose quedaron atónitas y tal vez un poco heridas ante el súbito enfriamiento de mi pasión por ellas. De vez en cuando sacaba a pasear a Rose o le enviaba libros y poseía a Lily en cualquier lugar y en cualquier momento, pero ninguna de ellas podía compararse a Sophy como compañera y hasta su charla comenzó a fascinarme cuanto más la conocía. Había aprendido la vida en la calle, primero el lado más animal, pero era sorprendente la velocidad con la cual crecía su comprensión. ¡El amor es el único maestro mágico! En una quincena, su manera de hablar era mejor que la de Lily. Un mes después, hablaba tan bien como cualquiera de las muchachas americanas que había poseído. Su deseo de saber y su capacidad de esponja para la adquisición de conocimientos, me sorprendían siempre. Tenía un cuerpo más hermoso incluso que el de Rose y diez veces más seductor que Lily. Jamás vaciló en tomar mi sexo en su mano y acariciarlo. Era una hija de la naturaleza, audaz con una audacia animal, y además se permitía mil familiaridades encantadoras. Sólo tenía que insinuar un deseo para que se apresurara a gratificarlo. Sophy era una perla entre las mujeres que conocí en esta primera etapa de desarrollo y sólo desearía poder transmitir al lector una sugerencia de sus caricias singulares y arrobadoras. Mi admiración por ella me limpió de todo posible desdén que de otro modo podría haber sentido por el pueblo negro, y me alegro, porque, en caso contrario, hubiera podido cerrar mi corazón al pueblo indio, perdiéndome así la parte mejor de mi experiencia vital.

Hice que un gran artista hiciera un esbozo de su espalda. Transmite algo del extraño vigor y de la fuerza llena de nervio de su cuerpo maravillosamente firme.

Pero estaba escrito que cada vez que conseguía tranquilidad y contento, el destino mezclaba las cartas y me tocaba otra mano.

En primer lugar, llegó una carta de Smith, diciéndome que había tenido una polución una noche y había cogido un resfriado severo. Entonces había vuelto la tos y estaba perdiendo peso y ánimos. Había llegado también a la misma conclusión que yo en el sentido de que el aire húmedo de Filadelfia le hacía daño y ahora los médicos empezaban a incitarlo a trasladarse a Denver, Colorado, porque los mejores especialistas estaban de acuerdo en que el aire de montaña era el más apropiado para su trastorno pulmonar. Si yo no podía ir, debía enviarle un cable y entonces él se detendría en Lawrence para verme; tenía mucho que decir…

Un par de días después llegaba al Eldridge House y fui a verlo. Su aspecto me impresionó. Parecía un espectro y los grandes ojos ardían como lámparas en la cara blanca. Supe inmediatamente que estaba condenado y apenas pude retener las lágrimas.

Pasamos todo el día juntos, y cuando supo cómo transcurrían mis días, con lecturas y charlas ocasionales y sesiones nocturnas con Topsy, me instó a abandonar la abogacía e irme a Europa, para hacer de mí un verdadero erudito y pensador. Pero yo no podía renunciar a Sophy y a mi vida extremadamente agradable. De modo que me resistí, le dije que me sobreestimaba. Me sería fácil transformarme en el mejor abogado del estado, dije, y hacer mucho dinero y luego regresar a Europa y también estudiar.

Me advirtió que debía elegir entre Dios y Mamóm; yo contesté frívolamente que Mamóm y mis sentidos me daban muchas cosas que Dios me negaba.

—Los serviré a ambos —grité, pero él sacudió la cabeza.

—Estoy terminado, Frank —dijo por fin—, pero lamentaría menos irme si supiera que tú emprenderás el trabajo que esperé poder realizar alguna vez. ¿No lo harás?

No pude resistirme a su ruego.

—Está bien —dije, después de tragarme las lágrimas—, dame unos meses y me iré, primero a dar una vuelta por el mundo y después a Alemania, a estudiar.

Me atrajo hacia él y me besó en la frente. Lo sentí como una suerte de consagración.

Un día después tomó el tren a Denver y me sentí como si el sol hubiera desaparecido de mi vida.

En esa época tenía poco que hacer en Lawrence, excepto leer, y comencé a pasar un par de horas diarias en la biblioteca de la ciudad. La señora Trask, la bibliotecaria, era viuda de uno de los primeros pobladores que había sido brutalmente asesinado durante el motín Quantrell, en el que los bandidos de Missouri «acribillaron» a la ciudad de Lawrence en un último intento por transformar a Kansas en un estado esclavista.

La señora Trask era una mujercita más bien bonita, a quien habían hecho bibliotecaria como compensación por la pérdida de su marido. Conocía bien la literatura americana y con frecuencia seguí su consejo en la elección de libros. Yo le gustaba, creo, porque era invariablemente gentil conmigo y le debo muchas horas agradables y alguna instrucción.

Después que Smith se hubo ido al oeste, empecé a pasar cada vez más tiempo en la biblioteca, porque mi trabajo legal se facilitaba continuamente. Un día, alrededor de un mes después de la partida de Smith, entré en la biblioteca y no pude encontrar nada atractivo para leer. En ese momento pasó la señora Trask.

—¿Qué puedo leer? —le pregunté.

—¿Ha leído algo de eso? —preguntó, señalando la edición de Bohn de las obras de Emerson, en dos volúmenes—. ¡Es bueno!

—Lo vi en Concord —dije— pero era sordo y no me causó mucha impresión.

—Es el más grande pensador americano —contestó y debe leerlo.

Automáticamente, tomé el volumen y se abrió en la última página de los consejos de Emerson a los estudiantes de Dartmouth College. Llevo en la memoria cada palabra. Puedo ver la página izquierda y volver a leer el mensaje divino. No necesito pretextos para citarlo casi palabra por palabra:

Caballeros, me he aventurado a ofreceros estas consideraciones sobre el lugar y la esperanza del estudioso, porque he pensado que estando, como muchos de vosotros, en el umbral de este Colegio, ansiosos y preparados para salir y asumir tareas públicas y privadas en vuestro país, no lamentaríais que os impusiesen de esos deberes primordiales del intelecto de los que poco oiréis de labios de vuestros nuevos compaña ros. Todos los días escucharéis las máximas de la prudencia rastrera. Oiréis decir que el deber más importante es adquirir tierra y dinero, lugar y nombre. «¿Qué es esa Verdad que buscáis? ¿Qué es esa belleza?», preguntarán los hombres, en tono burlón. Sin embargo, si Dios os ha llamado para explorar la verdad y la belleza, sed audaces, sed firmes, sed honestos. En el momento en que digáis: «Como hacen otros, así haré yo; renuncio, y lo siento, a mis visiones tempranas; debo comer el fruto de la tierra y dejar las expectativas románticas y de conocimiento para otro momento…», entonces muere en vosotros el hombre; entonces mueren una vez más los retoños del arte y la poesía y la ciencia, como han muerto ya en miles y miles de hombres. La hora de esa elección es la crisis de vuestra historia; ved de manteneros fieles al intelecto. Es el temperamento dominante del mundo sensual el que crea la extremada necesidad de sacerdotes de la ciencia… Contentaos con un poco de luz, en la medida en que sea vuestra. Explorad y explorad. Que no os saquen con engaños o alabanzas de vuestra posición de investigación perpetua. No dogmaticéis ni aceptéis el dogmatismo de otros. ¿Por qué iríais a renunciar a vuestro derecho de atravesar los desiertos de la verdad, iluminados por las estrellas, en beneficio de las comodidades prematuras de un acre, una casa y un granero? La verdad también tiene su techo, su cama y su alimento. ¡Haceos necesarios para el mundo y la humanidad os dará pan, aunque no sea en gran cantidad, y no obstante de modo tal que no os podrá quitar vuestra propiedad en el afecto de los hombres, en el arte, en la naturaleza y en la esperanza[43]!

La verdad de esto me impresionó. «¡Entonces mueren los retoños del arte y la poesía y la ciencia, como ya han muerto en miles y miles de hombres!». Esto explica por qué no había un Shakespeare ni un Bacon ni un Swinburne en América donde, según la población y la riqueza, deberían haber habido docenas.

Resplandeció en mí la comprensión de la verdad: que era precisamente porque aquí era fácil hacerse rico, que esto ejercía una atracción incomparable y en su prosecución «morían miles y miles» de espíritus dotados que de otro modo hubieran inspirado a la humanidad realizaciones nuevas y más nobles.

La pregunta se imponía: ¿Iba a hundirme en la gordura, a revolearme en la sensualidad, a degradarme por una pasión nerviosa?

¡No! —me dije—. ¡Mil veces no! ¡Iré y buscaré los desiertos de la Verdad iluminados por las estrellas o moriré en el camino!

Cerré el libro y, con él y el segundo volumen en la mano, me acerqué a la señora Trask.

—Quiero comprar este libro —dije—. Hay en él un mensaje para mí que no debo olvidar nunca.

—Me alegro —dijo la dama, sonriendo—. ¿Cuál?

Le leí una parte del pasaje.

—Ya veo —exclamó—, ¿pero por qué quiere los libros?

—Quiero llevármelos conmigo —dije—. Tengo intención de abandonar Lawrence de inmediato e ir a Alemania a estudiar.

—¡Dios bendito! —exclamó—. ¿Cómo podría hacer eso? Pensé que era socio de Sommerfeld. ¡No se puede ir en seguida!

—Debo hacerlo —dije—. El suelo hierve bajo mis pies. Si no me voy ahora, no me iré nunca. Mañana estaré fuera de Lawrence.

La señora Trask levantó los brazos al cielo y se enfrentó conmigo: esas decisiones rápidas eran peligrosas, ¿por qué iba a tener tanta prisa?

Lo repetí una y otra vez.

—Si no me voy ahora, no me iré nunca. El innoble placer irá haciéndose cada vez más dulce y gradualmente me hundiré y me ahogaré en el lodo de miel de la vida.

Por fin, viendo que era inflexible y estaba resuelto, me vendió los libros y después agregó, algo vacilante:

—¡Casi desearía no haberle recomendado a Emerson! —y la querida dama parecía angustiada.

—¡No tiene por qué lamentarlo! —–exclamé—. La recordaré mientras viva por eso y siempre le estaré agradecido. El profesor Smith me dijo que tenía que irme, pero hada falta la palabra de Emerson para darme el empujón decisivo. ¡Los retoños de la poesía, la ciencia y el arte no morirán en mí como «ya han muerto en miles y miles de hombres!». ¡Gracias a usted! —agregué afectuosamente—, muchísimas gracias. Ha sido el mensajero de la buena fortuna.

Le estreché las manos, quise besarla, pero temí tontamente ofenderla de modo que me conformé con un largo beso en la mano y me fui inmediatamente a ver a Sommerfeld.

Estaba en la oficina y allí mismo le conté toda la historia: cómo Smith había tratado de convencerme y cómo había resistido yo hasta encontrar esta página de Emerson, que me había convencido.

—Lamento dejarlo en el brete —expliqué—, pero debo irme en seguida.

Me dijo que era una locura. Podía estudiar alemán allí, en Lawrence. Él me ayudaría con mucho gusto.

—No debe desperdiciar un modo de vida sólo por una palabra —exclamó—. Es una locura. ¡Jamás escuché una decisión más demencial!

Discutimos durante horas. No pude convencerlo y él tampoco persuadirme. Hizo lo que pudo porque me quedase al menos dos años, para marcharme luego con los bolsillos llenos.

—Puede perder dos años —exclamó.

—Ni siquiera dos días —respondí—. Tengo miedo de mí mismo.

Cuando supo que deseaba el dinero para dar en primer lugar una vuelta al mundo, vio una oportunidad de retraso y dijo que debía darle un poco de tiempo para ver cuánto correspondía. Le dije que confiaba totalmente en él (lo que era cierto) y que sólo podía darle el sábado y el domingo, porque me iría como muy tarde el lunes. Finalmente cedió y fue muy amable conmigo.

Compré un vestido y un sombrerito para Lily y muchos libros y una esclavina de chinchilla para Rose. A la mañana siguiente le di la noticia a Lily, dejando a Rose para la tarde. Para mi sorpresa, tuve más problemas con Lily. No quería atender a razones.

—No es razonable —gritó una y otra vez y después rompió a llorar—. ¿Qué será de mí? —sollozó—. ¡Siempre esperé que te casarías conmigo —confesó por fin—, y ahora te vas por nada… nada… una aventura estúpida…!, a estudiar —agregó en tono desdeñoso—, ¡cómo si no pudieras estudiar aquí!

—Soy demasiado joven como para casarme, Lily —dije— y…

—No eras demasiado joven como para hacer que te amara —me interrumpió—, ¿y qué haré yo ahora? Hasta mamá decía que debíamos prometernos y te quiero tanto… oh… oh… —y volvió a derramar lágrimas.

Al final no pude evitar decirle que volvería a pensarlo y le diría algo y me fui a ver a Rose. Rose me escuchó en completo silencio y luego, mirándome a los ojos con afecto, dijo:

—Sabes, a menudo he temido una decisión como esta. Me he preguntado uno docena de veces por qué irías a quedarte aquí. El ancho mundo te llama, y si yo me siento inclinada a odiar mi trabajo porque no me permite estudiar, ¿cómo se sentirá él en esa horrible corte día tras día? ¡Siempre supe que te perdería, querido! —agregó—, pero fuiste el primero en enseñarme a pensar y a leer, de modo que no debo quejarme. ¿Te vas pronto?

—El lunes —dije, y sus queridos ojos se ensombrecieron y le temblaron los labios.

—¿Escribirás? —preguntó—. ¡Por favor, hazlo, Frank! No importa lo que suceda, jamás te olvidaré. Me has ayudado, me has animado más de lo que puedo explicar. ¿Te dije que he conseguido trabajo en la librería de Crew? Cuando dije que tú me habías enseñado a amar los libros, se alegró y dijo: «Si llega a conocerlos tan bien como él o por lo menos la mitad de bien resultará valiosísima». De modo que ya ves, sigo tus pasos, así como tú sigues los de Smith.

—¡Si supieras cuánto me alegro de saber que realmente te he ayudado y no te he herido, Rose! —dije tristemente, porque la voz acusadora de Lily seguía resonando en mis oídos.

—No podrías herir a nadie —exclamó, casi como si adivinara mis remordimientos—. Eres tan gentil y amable y comprensivo.

Sus palabras fueron un bálsamo para mí; me acompañó hasta el puente, donde le dije que por la mañana tendría noticias mías. Quería saber lo que pensaría de los libros y la esclavina. Lo último que vi de ella fue su mano alzada, como si me bendijera.

Reservé la mañana del domingo para Sommerfeld y mi amigo Will Thomson y el resto del día para Sophy.

Sommerfeld llegó a las oficinas antes de las nueve y me dijo que la firma me debía tres mil dólares. Yo no quise tomarlos. No podía creer que tuviera intención de ir a medias conmigo, pero él insistió y me pagó.

—No estoy de acuerdo con su súbita determinación —dijo—, tal vez porque fue súbita, pero no dudo que saldrá bien en todo lo que intente. Déjeme saber de usted de vez en cuando y si alguna vez necesita un amigo, ya sabe dónde encontrarme.

Cuando nos estrechamos las manos comprendí que partir podía ser tan doloroso como desgarrarse la carne.

Descubrí que Thompson estaba ansioso por quedarse con las vallas y ocupar mi puesto en el Liberty Hall. Había llevado consigo a su padre y después de mucho regatear le transferí todo por tres mil quinientos dólares. De modo que después de cuatro años de trabajo tenía exactamente la misma cantidad de dinero que había tenido en Chicago cuatro años antes.

Comí en Eldridge House y regresé a la oficina para ver a Sophy, que estaba destinada a sorprenderme incluso más que Lily y Rose.

—Voy contigo —anunció fríamente— si no te avergüenza llevarme. Vas a Frisco… tan lejos —suplicó, adivinando mi sorpresa y mis pocas ganas.

—Por supuesto, estaré encantado —dije—, pero…

Sencillamente, no podía decirle que no.

Ella canturreó de alegría y sacó su bolso.

—Tengo cuatrocientos dólares —dijo orgullosamente— y eso puede llevar muy lejos a esta nena.

Hice que guardara el dinero y me prometiera que mientras estuviéramos juntos no gastaría un céntimo, y después le dije cómo deseaba vestirla cuando llegáramos a Denver, porque deseaba detenerme un par de días allí para ver a Smith, quien había escrito expresando su aprobación y agregando, para alegría de mi corazón, que estaba mucho mejor.

El lunes por la mañana, Sophy y yo salimos hacia el Oeste. Había tenido el tacto de ir primero a la estación, de modo que nadie unió nunca nuestros nombres en Lawrence. Sommerfeld y el juez Bassett fueron a despedirme y a desearme buena suerte. Así llegó a su fin la segunda etapa de mi vida.

Sophy era una compañera vivaz y dulce. Después de salir de Topeka entró audazmente en mi compartimiento y ya no se separó de mí. ¿Puedo confesarlo? Hubiera preferido que se quedara en Lawrence. Deseaba la aventura de la soledad y había en el tren una muchacha cuyos grandes ojos sostenían mi mirada cuando pasaba junto a su asiento. Y pasaba mucho. Si Sophy no hubiera estado conmigo, habría hablado con ella.

Cuando llegamos a Denver, fui a ver a Smith, dejando a Sophy en el hotel. Lo encontré mejor, pero adiviné que la maldita enfermedad sólo estaba tomándose un respiro, por decirlo así, antes del asalto final. Regresó conmigo a mi hotel y en cuanto vio a Sophy declaró que debía regresar con él. Había olvidado algo que quería darme. Yo le sonreí a Sophy, a quien Smith trataba con mucha cortesía, y lo acompañé. En cuanto estuvimos en la calle, Smith comenzó a hablar horrorizado.

—Frank, es una chica de color. Debes dejarla de inmediato o te crearás terribles problemas más adelante.

—¿Cómo supiste que era de color? —pregunté.

—Mira sus uñas —gritó— y sus ojos. Ningún sureño lo dudará un momento. ¡Debes dejarla ahora, por favor!

—Nos separaremos en Frisco —dije. Y cuando me instó a que la enviara a su casa de inmediato, me negué. No la avergonzaría así y aun ahora estoy seguro de haber actuado correctamente.

Smith lo lamentaba, pero fue amable conmigo y así nos separamos para siempre.

Había hecho por mí más que cualquier otro hombre y hoy, después de cincuenta años, sólo puedo confesar mi inmensa deuda para con él y lágrimas ardientes vienen a mis ojos, como vinieron cuando nos estrechamos las manos por última vez. Era el hombre más querible, más dulce, más noble que he encontrado en esta peregrinación terrestre. Ave atque vale.

A medida que se aproximaba el momento de la partida del barco, Sophy fue poniéndose pensativa. Le conseguí un bonito vestido color maíz que destacaba su belleza, como la dorada luz del sol la de un hermoso bosque, y cuando me dio las gracias y me abrazó, quise meter la mano bajo sus ropas, porque hizo una observación picara que me divirtió y me recordó que el día anterior habíamos viajado todo el día y no la había poseído. Para mi sorpresa, me detuvo.

—No me he lavado todavía —explicó.

—¿Te lavas tan a menudo?

—Sí —replicó, observándome.

—¿Por qué? —pregunté, buscando su mirada.

—Porque tengo miedo de oler a negra —barbotó apasionadamente.

—¡Qué tontería! —exclamé.

—Ninguna tontería —me contradijo, enojada—. Una vez mi madre me llevó a la iglesia de los negros y estuve a punto de ahogarme. Nunca volví a ir, no podría. Cuando se calienta, hiede…, ¡puah! —y sacudió la cabeza e hizo una mueca de disgusto y desprecio.

—Por eso vas a dejarme —agregó después de una larga pausa, con la voz ahogada por las lágrimas—. Si no fuera por esa maldita sangre negra, nunca te dejaría. Seguiría contigo como tu sirvienta o algo. ¡Ah, Dios, cómo te amo y qué sola estará esta Topsy! —y las lágrimas rodaron por su rostro tembloroso—. Si sólo fuera toda blanca o toda negra —sollozó—. ¡Soy tan desdichada!

Mi corazón sangró por ella. Si no hubiera sido por el recuerdo del desdén de Smith, hubiera cedido, llevándola conmigo. Tal como fueron las cosas, sólo pude intentar consolarla.

—Un par de años, Sophy, y estaré de regreso —dije—. Pasan pronto. Te escribiré a menudo, querida.

Pero Sophy sabía y la última noche se superó a sí misma. Hacía calor y nos acostamos temprano.

—¡Es mi noche, querido! —dijo—. ¡Déjame que te muestre! No querría que fueras detrás de ninguna blanca de estas islas, hasta que llegues a China y no irás con esas chicas amarillas, de ojos rasgados… por eso te amo tanto, porque te guardas para las que te gustan… pero eres malo y te gustan muchas, ¡mi hombre! —y me besó con pasión. Me dejó poseerla casi sin responder, pero después del primer orgasmo apretó mi sexo y me ordeñó y después, montándome, me hizo estremecer una y otra vez hasta que quedé sin hablar y, como dos niños, nos quedamos dormidos uno en brazos del otro, llorando por la partida de la mañana siguiente.

Dije adiós en el hotel y fui solo a bordo del buque, con los ojos fijos en el Golden Gate, en el gran Pacífico y en las esperanzas y azares de la nueva vida. Finalmente, iba a ver el mundo. ¿Qué encontraría en él? Por entonces no tenía idea de si encontraría poco o mucho, según la medida exacta de lo que tuviera, y la parte más triste de estas confesiones es que en este primer viaje alrededor del mundo iba tan sin guía, tan irreflexivo, que no saqué prácticamente nada de mi larga travesía.

Como Odiseo, vi muchas de las ciudades de los hombres, pero los paisajes apenas enriquecen el espíritu. Sin embargo hay uno o dos lugares que me produjeron una impresión definida, joven y rudo como era: la Bahía de Sidney y Heights; también Hong Kong, pero sobre todo, la vieja puerta china que lleva a la ciudad de Shangai, tan cerca de la ciudad europea y tan increíblemente distinta. También Kioto se grabó en mi memoria, así como los hombres y muchachas japonesas que salían desnudos de sus baños calientes para ver si yo era realmente todo blanco.

No aprendí nada que merezca la pena recordarse hasta que llegué a Table Bay y vi la larga línea de Table Mountain cuatro mil pies por encima de mí: un acantilado que cortaba el cielo produciendo un incomparable efecto de dignidad y grandeza. Me quedé un mes en Ciudad del Cabo y por pura suerte conocí a Jan Hofmeyr, quien me enseñó cuán buena gente eran realmente los bóers y cuánto estimaban al premier Gladstone por haberles dado la libertad después de Majuba[44].

—Lo reverenciamos —dijo mi amigo Hofmeyr— como a la conciencia de Inglaterra.

¡Pero ay!, Inglaterra no podía tragarse Majuba y más tarde tuvo que derramar sangre y dinero para mostrar al mundo la virilidad de los bóers. Pero gracias a Dios, Inglaterra volvió a conceder libertad y auto–gobierno a Sudáfrica, rehabilitándose por sus «campos de concentración». Gracias a Jan Hofmeyr, llegué a conocer y estimar a los bóers de Sudáfrica incluso en este primer breve contacto.

Cuando veinte años más tarde di por segunda vez la vuelta al mundo, traté de encontrar los Hofmeyr de cada sitio y así aprendí toda clase de cosas útiles y extrañas que contaré, espero, al final del siguiente volumen. El único camino corto al conocimiento es la relación con hombres sabios y dotados.

Ahora debo confesar algo de mis primeros seis meses de locura y placer en París, y luego volveré a hablar de Inglaterra y de Thomas Carlyle y la incomparable influencia que ejerció sobre mí, conduciéndote, gentil lector, a mis posteriores años de aprendizaje en Alemania y Grecia.

En Atenas aprendí nuevos secretos sexuales que tal vez interesen hasta a los filisteos, aunque también pueden aprenderse en París, y se reseñarán sencillamente en el segundo volumen de estas «confesiones» que hablará del arte del amor tal como se lo concibe en Europa, y contendrá tal vez el relato de mi segundo viaje alrededor del mundo y la posterior instrucción en el gran arte que recibí de adeptos de oriente… refinamientos inimaginables, porque han estudiado el cuerpo tan profundamente como el alma.