Capítulo 13

Nuevas experiencias: Emerson, Walt Whitman, Bret Harte

Smith fue a esperarme a la estación. Estaba más delgado que nunca y la maldita tos lo sacudía con mucha frecuencia pese a las tabletas que el médico le había recetado para que chupara. Comencé a alarmarme y pronto llegué a la conclusión de que el clima húmedo de la ciudad cuáquera era peor para él que el aire delgado y seco de Kansas. ¡Pero él creía en sus médicos!

Se alojaba con una agradable familia puritana en cuya casa me había conseguido habitación y pronto reanudamos la antigua vida. Pero ahora lo vigilaba constantemente e insistía en una rigurosa abstinencia, atando su órgano rebelde todas las noches con un cordel, que era todavía más eficiente (y doloroso) que la tralla. Pero tardaba en mejorar. Pasó un mes antes de que pudiera volver a encontrar en él parte del antiguo vigor, pero poco después la tos disminuyó y comenzó a recuperar su brillante personalidad.

En una de nuestras primeras veladas, le describí la conferencia de Bradlaugh más o menos en los términos en que lo he hecho aquí.

—¿Por qué no lo escribes? —preguntó Smith—. Deberías hacerlo; el «Press» lo publicaría. Me has hecho un extraordinario retrato de un gran hombre, ciego, por decirlo así, de un ojo, como un Cíclope. Si hubiera sido comunista, hubiera sido más grande.

Me arriesgué a disentir y pronto estábamos enredados en la discusión. Yo quería ver ambos principios realizados en la vida, el individualismo y el socialismo, la fuerza centrífuga tanto como la centrípeta, y estaba convencido de que el problema era poner ambas fuerzas en equilibrio, lo que aseguraría una aproximación a la justicia y contribuiría a la felicidad de todos.

Por otra parte, Smith discutió al principio como un comunista y partidario de Marx, pero era demasiado justo como para seguir cerrando los ojos a la evidencia. Pronto comenzó a felicitarme por mi intuición, declarando que había escrito un nuevo capítulo sobre el problema económico.

Su conversión me hizo sentir que por fin pensábamos igual. En cualquier campo en el que su erudición no le diera una ventaja demasiado grande, ya no era su alumno sino su igual, y su pronto reconocimiento del hecho aumentó, creo, nuestro cariño mutuo. Aunque era infinitamente más culto, me destacaba en cualquier reunión con la más rara generosidad, asegurando que yo había descubierto nuevas leyes sociológicas. Vivimos felices durante meses, pero su hegelianismo resistía todos mis ataques. Se correspondía demasiado íntimamente con el profundo idealismo de su carácter.

En cuanto hube escrito la historia de Bradlaugh, Smith me llevó a la oficina del «Press» y me presentó al editor jefe, un tal capitán Forney. En realidad, por lo general llamaban al periódico el «Forney Press», aunque algunos ya hablaban de él como el «Philadelphia Press». A Forney le gustó mi retrato de Bradlaugh y me empleó como periodista en su equipo y como ocasional escritor descriptivo, por cincuenta dólares a la semana, lo que me permitió ahorrar todo el dinero que me llegaba de Lawrence.

Un día Smith me habló de Emerson y confesó que se había conseguido una carta de introducción y la había enviado al filósofo, solicitándole una entrevista. Deseaba que lo acompañase a Concord. Acepté, pero sin ningún entusiasmo. Por entonces Emerson era un desconocido para mí. Smith me leyó parte de su poesía y la alabó mucho, aunque yo saqué poco o nada de ella. Ahora, cuando los jóvenes me demuestran una indiferencia similar, mi propia experiencia me facilita la excusa. ¡No saben lo que hacen! Esa es la explicación y la excusa para todos nosotros.

Un brillante día de otoño, Smith y yo fuimos a Concord, y al día siguiente visitamos a Emerson. Nos recibió de la manera más agradable y cortés, nos hizo sentar y se dispuso a escuchar. Smith comenzó a hablar, diciéndole cómo había influido en su vida y lo había ayudado con su valeroso estímulo. El viejo sonrió benevolente y asintió, exclamando de vez en cuando «¡sí, sí!». Gradualmente, Smith empezó a hablar de su obra y deseó saber por qué Emerson nunca había expresado sus opiniones sociológicas o las relaciones entre capital y trabajo. Una o dos veces, el anciano se llevó la mano a la oreja, pero todo lo que dio fue: «¡Sí, sí!» o «Eso creo», con la misma sonrisa bondadosa.

Imaginé en seguida que era sordo, pero Smith no lo había advertido, porque siguió probando, hablando, mientras Emerson contestaba con naderías agradables totalmente irrelevantes. Estudié al gran hombre con toda mi atención. Parecía tener unos cinco pies y nueve o diez pulgadas, era muy delgado, hasta emaciado, y estaba muy atildadamente vestido. Su cabeza era estrecha, aunque larga; su rostro, huesudo. Una nariz larga, alta, parecida a un pico, era el rasgo más destacado de su fisonomía. Una buena idea de sí mismo, me dije, y considerable fuerza de voluntad, porque el mentón era grande y bien definido. Pero no saqué nada más. De sus ojos grises claros y francos, obtuve una profunda impresión de gentileza y buena voluntad y ¿por qué no decirlo?, hasta de dulzura, como si se tratara de un alma que estaba mucho más allá de los cuidados y luchas de la tierra.

—Un agradable anciano —me dije—, pero sordo como una tapia.

Muchos años más tarde su sordera se transformó para mí en el símbolo y la explicación de su genio. Siempre había vivido «la vida distanciada», manteniéndose intocado por el mundo. ¡Esto explica tanto su parvedad de simpatías como las alturas que alcanzó! Cada vez que oigo mencionar su nombre, recuerdo el rostro estrecho y agradablemente sonriente.

Pero en ese momento estaba indignado con su sordera y malhumorado con Smith porque no la notaba y de alguna manera parecía rebajarse. Cuando salimos, exclamé:

—¡El viejo tonto es sordo como una tapia!

—Ah, entonces esa era la explicación de su sonrisa estereotipada y sus peculiares respuestas —gritó Smith—. ¿Cómo lo adivinaste?

—Se llevó la mano a la oreja más de una vez —respondí.

—Es verdad —exclamó Smith—. ¡Qué tonto, no haber hecho la inferencia obvia!

Creo que fue ese otoño cuando los Gregory se fueron a Colorado. Al principio sentí mucho la ausencia de Kate, pero no había hecho una impresión profunda en mi mente y la nueva vida en Filadelfia y mi trabajo periodístico me dejaban poco tiempo para lamentaciones. Y jamás me escribió, siguiendo sin duda el consejo de su madre, de modo que pronto se borró de mi memoria. Además, Lily era una amante tan interesante como ella y hasta la misma Lily había empezado a palidecer en mí. La verdad es que en la juventud la fiebre del deseo es una enfermedad que cura pronto mediante la intimidad. Por otra parte, ya estaba detrás de una chica de Filadelfia que durante mucho tiempo me mantuvo alejado. Cuando cedió, descubrí que su cuerpo era vulgar y su sexo tan grande y laxo que no merece ocupar un lugar en esta crónica. Era modesta, si puede decirse así, y ninguna maravilla. Desde entonces he pensado que la modestia es la hoja de parra de la fealdad.

En la primavera de ese año de 1875, tuve que regresar a Lawrence por asuntos relacionados con mis vallas publicitarias. En varios casos, los propietarios de los terrenos se negaban a seguir aceptando las pizarras a menos que les diera una parte razonable de los beneficios. Finalmente, los reuní y llegué a un arreglo amistoso de dividir el veinticinco por ciento de los beneficios entre ellos, año tras año.

También tenía que presentarme a examen para ser admitido en el tribunal. Ya tenía mis primeros papeles de naturalización y el juez Bassett, del tribunal del distrito, nombró como examinadores a los abogados Barker y Hutchings. El examen fue una simple formalidad. Me hicieron tres preguntas cada uno, las contesté y nos fuimos al Eldridge House a cenar. Bebieron champan a mi salud. El juez Bassett me notificó que había aprobado el examen y me dijo que me presentara para mi admisión el veinticinco de junio de 1875, me parece.

Para mi sorpresa, la corte estaba bastante llena. Estaba incluso el juez Stephens, a quien nunca había visto allí. Hacia las once, el juez informó a la audiencia que yo había aprobado satisfactoriamente el examen, obteniendo mis primeros papeles, y que a menos que algún abogado deseara primero hacerme algunas preguntas para probar mi capacidad, proponía mi ingreso en los tribunales. Para mi estupefacción, el juez Stephens se puso de pie.

—Con el permiso de la corte —dijo—, me gustaría hacer algunas preguntas a este candidato que llega con excelentes recomendaciones universitarias.

(Nadie sabía nada sobre mi expulsión, excepto él). Entonces comenzó a hacerme una serie de preguntas que pronto sondearon las profundidades abismales de mi ignorancia. Yo no sabía qué era, en la antigua ley inglesa, una demanda de cuentas. No lo sé ahora y tampoco deseo saberlo. Había leído cuidadosamente a Blackstone y un libro de leyes romanas, el de Chitty, sobre evidencia y algo sobre contratos. Media docena de libros, eso era todo. Durante las primeras dos horas, el juez Stephens se limitó a exponer mi ignorancia. Era una mañana calurosa y cuando el juez Bassett propuso un receso para almorzar, mi vanidad había sufrido un duro golpe. Stephens aceptó el receso y nos pusimos de pie. Quedé sorprendido cuando Barker, Hutchings y otra media docena de abogados se reunieron a mi alrededor para animarme.

—Stephens se está exhibiendo —dijo Hutchings—. ¡Ni yo podría haber contestado la mitad de sus preguntas!

Hasta el juez Bassett me hizo ir a su oficina y prácticamente me dijo que no tenía nada que temer, de modo que regresé a las dos, resuelto a hacer lo mejor posible y seguir sonriendo a toda costa.

El examen continuó en la corte atestada hasta las cuatro y entonces el juez Stephens se sentó. En esta sesión lo había hecho mejor, pero me había atrapado en un punto insignificante de la ley de evidencia y hubiera podido darme de patadas. Pero entonces se levantó Hutchings, como decano de los examinadores que la corte me había asignado, y dijo simplemente que repetía la opinión que ya había tenido el honor de expresar al juez Bassett: que yo estaba listo y preparado y era persona adecuada para practicar la ley en el estado de Kansas.

—El juez Stephens —agregó— nos ha demostrado cuán profundamente versado es en la ley inglesa, pero algunos de nosotros lo sabíamos ya y en ningún caso debería su erudición constituir un purgatorio de candidatos. Parece —continuó— como si deseara castigar al señor Harris por su superioridad sobre sus compañeros de clase. Las personas imparciales presentes en esta audiencia —concluyó— admitirán que el señor Harris sorteó brillantemente una prueba excesivamente severa, y tengo la agradable tarea de proponer, Su Señoría, que sea admitido en el tribunal ahora, aunque tal vez no pueda practicar hasta que sea ciudadano de pleno derecho, de aquí a dos años.

Todos esperaban que Barker secundara su propuesta, pero mientras este se levantaba, habló el juez Stephens.

—Deseo secundar esa propuesta —dijo—, y creo que debo explicar por qué sometí al señor Harris a un examen severo en la corte. Desde que llegué a Kansas proveniente de Nueva York, hace veinticinco años, me han solicitado numerosas veces que examinara candidatos. Siempre me negué. No deseaba castigar a los candidatos del oeste, enfrentándolos con nuestras leyes del este. Pero finalmente aparece aquí un candidato que ha merecido honores en la universidad y para quien, por lo tanto, un examen severo en la corte sólo podía resultar una vindicación. Según esto, examiné al señor Harris como si hubiera estado en Nueva York, porque sin duda Kansas también ha llegado a la mayoría de edad y a sus habitantes no puede agradarles que se les trate como a seres inferiores. El asunto —continuó— me recuerda una historia sobre un amante de los perros que se cuenta en el este. El padre se ganaba la vida criando y entrenando bulldogs. Un día, obtuvo un cachorro extraordinariamente prometedor. El padre y el hijo acostumbraban acuclillarse, sacudir los brazos frente al cachorro y estimularlo a morder el puño de sus chaquetas, quedando colgado. Una vez, mientras se hallaban en este juego, el cachorro, animado por los constantes elogios, saltó y se colgó de la nariz del padre. Instintivamente, el anciano comenzó a tratar de sacudírselo, pero el hijo exclamó: ¡No lo hagas, padre, por el amor de Dios! ¡Puede resultarte incómodo, pero contribuirá a educar al cachorro! Del mismo modo, pensé que mi examen del señor Harris podría resultarle incómodo, pero contribuiría a su educación.

La corte rugió de risa y yo aplaudí alegremente.

—Deseo, sin embargo —continuó el juez Stephens— mostrarme no como enemigo sino como amigo del señor Harris, a quien conozco desde hace años. Evidentemente, el señor Hutchings piensa que el señor Harris debe esperar dos años para llegar a ser ciudadano de los Estados Unidos. Me alegra poder asegurar, basándome en mi conocimiento de las leyes y estatutos de mi país, que el señor Harris no necesita esperar ni un día. La ley dice que si un menor ha vivido tres años en cualquier estado, puede, al llegar a la mayoría de edad, elegir ser ciudadano de los Estados Unidos. Si el señor Harris quiere ser uno de nosotros, puede ser admitido ya como ciudadano. Y si Su Señoría lo aprueba, puede comenzar a practicar mañana.

Se sentó en medio de grandes aplausos a los cuales me uní de buen grado. De modo que ese día fui admitido a la práctica de la ley como ciudadano de todo derecho. Por desgracia, cuando pedí mis papeles al empleado del tribunal, me dio únicamente el certificado de mi admisión a la práctica legal en Lawrence, diciendo que como esto sólo podía concederse a un ciudadano, era suficiente.

¡Cuarenta años más tarde, el gobierno de Woodrow Wilson se negó a aceptar esta prueba de mi ciudadanía, obligándome a pasar por muchos problemas para volver a naturalizarme!

Pero en ese momento, en Lawrence, todo era júbilo, y acto seguido alquilé una habitación en el mismo primer piso en el que tenían sus oficinas Barker & Sommerfeld y puse mi placa.

He relatado detalladamente esta historia, porque pienso que demuestra claramente la flexibilidad y la profunda gentileza del carácter americano.

Un par de días después estaba de regreso en Filadelfia.

Creo que fue a finales de este año de 1875 o a principios del siguiente, cuando Smith me llamó la atención sobre un anuncio de que Walt Whitman, el poeta, iba a hablar en Filadelfia sobre Thomas Paine, el famoso infiel quien, según Washington, había hecho más por asegurar la independencia de los Estados Unidos que cualquier otro hombre. Smith decidió ir al mitin, y si Whitman podía rehabilitar a Paine contra los ataques venenosos de los clérigos que afirmaban resueltamente que era un notorio borracho y un libertino, convencería a Forney de que lo dejara escribir una defensa exhaustiva y convincente de Paine en el «Press».

Yo estaba bastante seguro de que jamás se publicaría semejante artículo, pero no deseaba enfriar el entusiasmo de Smith. Llegó el día, uno de esos días espantosos comunes en Filadelfia durante el invierno, con una temperatura de cero grados y la nieve cayendo siempre que se lo permitía el viento huracanado. Por la tarde, Smith decidió finalmente que no debía arriesgarse y me pidió que fuera en su lugar. Acepté gustoso, y empleó varias horas en leerme lo mejor de la poesía de Whitman, subrayando especialmente, recuerdo, «When Lilacs Last in the Dooryard Bloom’d». Me aseguró una y otra vez que Whitman y Poe eran los mayores poetas producidos por los Estados Unidos, diciéndome que esperaba que fuera muy amable con el gran hombre.

Nada podía ser más deprimente que el aspecto del salón esa noche. Mal iluminado y frío, con tal vez treinta personas dispersas en un espacio que podía acomodar a mil. Esta era la recepción hecha por América a uno de sus más grandes espíritus, aunque este aspecto del asunto no se me ocurrió durante muchos años.

Me senté en el centro de la primera fila, saqué mi carnet de notas y me preparé. Pocos minutos después, Whitman apareció en la plataforma desde la [izquierda] para decir lo que tenía que decir, ni más ni [menos][37]. Caminaba lentamente, con rigidez, y esto me hizo sonreír, porque por entonces no sabía que había tenido un ataque de parálisis y su manera de caminar me parecía una simple pose. Además, sus ropas le quedaban increíblemente mal y no sentaban a su figura. Debe haber tenido unos seis pies de altura y su aspecto era fuerte, y sin embargo usaba una chaqueta corta que se levantaba por detrás de la manera más absurda. Mirado de frente, el cuello blanco de su camisa se abría, descubriendo un mechón de pelos grises, mientras sus pantalones, que se apretaban a sus piernas, no coincidían, con el chaleco y dejaban ver un margen de astrosa camisa blanca. Su apariencia me llenó de desprecio, pobre inglesito esnob que yo era. Me recordaba irresistiblemente a un viejo gallo de Cochinchina que había visto cuando niño, que se paseaba por la granja con el mismo paso lento y rígido y llevaba detrás una cola rala y levantada.

No obstante, una segunda mirada me mostró a Whitman como una bella figura de hombre, con algo fascinante en la perfecta simplicidad de su voz y sus maneras. Arregló sus notas en completo silencio y comenzó a hablar muy lentamente, haciendo frecuentes pausas para encontrar una palabra mejor o para consultar sus papeles. Vacilando y repitiéndose a veces. Evidentemente, se trataba de un conferenciante sin experiencia que despreciaba cualquier apariencia de oratoria. Nos dijo simplemente que en su juventud había conocido muy bien a cierto coronel del ejército que había tenido una relación estrecha con Tilomas Paine. Este coronel le había asegurado más de una vez que las acusaciones hechas sobre los hábitos y el carácter de Paine eran falsas, mero resultado de la intolerancia cristiana. Paine bebía uno o dos vasos de vino durante la comida, como cualquier hombre bien educado de su época, pero era moderado y en los últimos diez años de su vida jamás bebió con exceso, según aseguraba el coronel. Este absolvió también a Paine de cualquier sospecha sobre la relajación de sus hábitos morales de una manera muy decisiva, hablando de él como un hombre invariablemente correcto, de conversación ingeniosa y vasta información: un compañero muy interesante y agradable. Y según nos aseguró Whitman, el coronel era un testigo impecable, un hombre de honor y escrupulosamente veraz.

Whitman hablaba a un ritmo tan peculiarmente lento, que pude reproducir a mano sus principales frases. Estaba evidentemente decidido a decir exactamente lo que tenía que decir, ni más ni menos, lo que producía una impresión singular de sinceridad y veracidad.

Cuando terminó, subí a la plataforma para tenerlo cerca y hacerlo hablar, si era posible. Le mostré mi tarjeta del «Press» y le pregunté si sería tan amable como para firmar, autentificándolas, las frases sobre Paine que había usado en su discurso.

—¡Sí, sí! —fue todo lo que dijo, pero leyó cuidadosamente la media docena de frases, corrigiendo una palabra aquí y allá.

Le di las gracias y le dije que el profesor Smith, un editor del «Press», me había enviado para hacer un informe Literal de su discurso, porque tenía intención de escribir un artículo sobre Paine, a quien admiraba mucho.

—¡Sí, sí! .—exclamaba Whitman de vez en cuando, mientras sus claros ojos grises absorbían todo lo que le decía. Continué asegurándole que Smith tenía una profunda admiración por él (Whitman), creía que era el mayor poeta americano y lamentaba profundamente no estar lo bastante bien de salud como para salir esa noche y conocerlo personalmente.

—Yo también lo siento —dijo lentamente Whitman—, porque en su amigo Smith debe haber algo grande para estar interesado en Paine y en mí.

—¡Walt Whitman me pareció perfectamente sencillo y honesto, y aun en su auto–estima, un gran hombre!

No tenía nada más que decir, de modo que volví de prisa a casa para mostrarle a Smith la firma infantil de Whitman y hacerle una descripción del hombre. La impresión que me produjo Whitman fue de transparente simplicidad y sinceridad. En él no había ni un solo amaneramiento, ni una traza de afectación. Era simplemente un hombre seguro de sí mismo, muy cuidadoso al hablar, pero totalmente indiferente a la apariencia y, curiosamente, libre de ulterioridades y remordimientos. Un nuevo tipo de personalidad que, por extraño que resulte, ha ido creciendo en mi país y más con el paso de los años y ahora me parece representativa de lo mejor de América, de la enorme alma apacible de ese gran pueblo manifiestamente llamado y elegido para ejercer una influencia cada vez más importante en los destinos de la humanidad. ¡Moriría tranquilo si pudiera creer que la influencia americana sería exactamente tan varonil, verdadera y clara como la de Whitman, pero ay…!

Resultaría difícil transmitir a los lectores europeos una idea exacta del horror y el disgusto con que miraban en ese momento a Walt Whitman en los Estados Unidos, a causa simplemente de sus poemas sexuales de Hojas de hierba. Los poemas que podrían objetarse no constituyen más que el cinco por ciento del libro y mi única objeción a ellos es que el amor y el deseo de cualquier hombre normal constituyen mucho más que el cinco por ciento de su vida. Además, la expresión de la pasión es extremadamente controlada. Nada en Hojas de hierba puede compararse con media docena de pasajes del Cantar de los Cantares. Piensen en los siguientes versos:

Yo duermo pero mi corazón vela./ Es la voz del amado que llama: ¡Ábreme, hermana mía, amada mía,/ paloma mía, inmaculada mía!/ Que está mi cabeza cubierta de rocío/ y mis cabellos de la escarcha de la noche…

Mi amado metió su mano/ por el agujero/ y mis entrañas se estremecieron por él.

Y luego las frases[38]: «sus labios son como una hilera de murajes[39]…, su amor como un ejército con banderas[40]», pero el puritanismo americano es incluso más tímido que sus maestros medio ciegos.

En ese momento se decía que Whitman había llevado una vida de extraordinaria permisividad. Los rumores le atribuían media docena de hijos ilegítimos y gustos perversos. Creo que esas afirmaciones son exageradas o, lo que es peor, tan poco fiables como las historias de la ebriedad de Paine. En todo caso, Horace Traubell[41] me dijo más tarde que la vida de Whitman era singularmente limpia y puede considerarse que su propia carta dirigida a John Addington Symonds[42] lo descarga de la acusación de homosexualidad. Pero me atrevería a jurar que amó más de una vez, y no prudentemente sino demasiado bien, porque de otro modo no se hubiera arriesgado a la reprobación del común. En cualquier caso, fue en su honor que se atrevió, en América, a escribir francamente sobre los goces de la relación sexual. El mismo Whitman nos cuenta que Emerson hizo todo lo posible, durante una larga tarde, para disuadirlo de la publicación de los poemas sexuales, pero por fortuna sus argumentos sólo sirvieron para fortalecer su propósito. Por ciertas quejas posteriores se extrae la conclusión de que el propio Whitman era demasiado ignorante como para prever los atroces resultados que tendría para él y su reputación este atrevimiento, pero la misma ignorancia que le permitió utilizar montones de espantosos neologismos en este caso, lo mantuvo firme en su resolución. Era correcto que hablara francamente de sexo. En consecuencia, habló, desdeñando la mejor opinión de su tiempo. Y estaba justificado. A largo plazo, será claro para todos que de esta manera puso sobre su juicio el sello del Altísimo. ¿Qué podemos pensar y qué pensará la posteridad de la condena hecha por Emerson de Rabelais, a quien se atrevió a comparar con un chiquillo sucio que escribe indecencias en los lugares públicos y luego huye, y de su desdeñosa estimación de Shakespeare como un dramaturgo obsceno, cuando en verdad él era el «conciliador» que Emerson buscaba y no tuvo la inteligencia de reconocer?

Whitman fue el primero de los grandes hombres que escribió francamente sobre el sexo y dentro de quinientos años esta será su distinción singular y suprema.

Smith parecía haber mejorado de manera permanente, aunque por supuesto por el momento estaba decepcionado, porque su cuidadoso panegírico de Paine jamás apareció en el «Press», de modo que un día le dije que tenía que regresar a Lawrence a proseguir con mi trabajo legal, aunque Thompson, el hijo del médico, mantenía en orden mis asuntos personales y me informaba de todo lo qué pasaba. En ese momento, Smith pareció estar de acuerdo conmigo, y estaba a punto de partir cuando recibí una carta de Willie, donde me decía que mi hermano mayor, Vernon, estaba en el hospital de Nueva York, porque habla intentado suicidarse, y que debía ir a verlo.

Fui en seguida y encontré a Vernon en cama en una sala. El cirujano me dijo que había tratado de dispararse un tiro y que la bala había atravesado la mandíbula en un ángulo tal, que dio la vuelta a su cabeza y la extrajeron por encima de su oreja izquierda.

—Lo aturdió y eso es todo. Puede irse cuando quiera.

La primera mirada me mostró al mismo viejo Vernon.

—Siempre un fracaso, ves, Joe —exclamó—. ¡Ni siquiera pude matarme, aunque lo intenté!

Le dije que ahora me llamaba Frank. Asintió amistosamente, sonriendo.

Lo animé como pude, le conseguí alojamiento, lo saqué del hospital, le encontré trabajo y después de una quincena vi que podía dejarlo con seguridad. Me dijo que lamentaba haber tomado tanto dinero de mi padre.

—Tu parte, me temo, y la de Nita, ¿pero por qué me lo dio? Hace años hubiera podido rehusarse a que lo desplumara, pero yo era un tonto y siempre lo seré en lo que se refiere al dinero. No puedo pensar en el mañana.

Esa quincena me hizo comprender que Vernon sólo tenía el barniz de un caballero. En lo profundo era tan egoísta como Willie, pero sin su capacidad de trabajo. Cuando era niño, lo había sobreestimado mucho, pensando que era noble y culto. Pero la verdadera nobleza, cultura e idealismo de Smith me hicieron ver que Vernon era apenas una imitación. Tenía buenos modales y buen carácter y eso era todo.

A mi regreso a Lawrence, me detuve en Filadelfia sólo para decirle a Smith cuánto le debía, cosa que me había hecho comprender mi asociación con Vernon. Tuvimos una gran noche y luego, por primera vez, me aconsejó que fuera a Europa a estudiar, transformándome en maestro y guía de hombres. Le aseguré que me sobreestimaba a causa de mi excelente memoria verbal, pero declaró que yo tenía una originalidad inconfundible y un juicio imparcial y, sobre todo, una fuerza de voluntad como no había visto nunca.

—Decidas lo que decidas —concluyó— lo realizará porque tienes tendencia a subestimarte.

En ese entonces reí, diciéndole que no imaginaba mi ilimitada vanidad, pero sus palabras y consejos se grabaron en mí y en su momento ejercieron una influencia decisiva y forma dora en mi vida.

Regresé a Lawrence, puse en mi oficina de abogado un sofá–cama y comencé a hacer mis comidas en el Eldridge House. Leía mucho sobre leyes y pronto tuve algunos clientes, «casos difíciles» en su mayor parte, que me enviaban, según descubrí, el juez Stephens y Barker, ansiosos por pasar los asuntos fastidiosos a un principiante.

Una vieja mujer mulata limpiaba nuestras oficinas por algunos dólares mensuales y una noche me despertaron sus gemidos y gritos. Vivía en un desván dos pisos más arriba y evidentemente sufría de indigestión y estaba muy asustada, como le sucede a la gente de color cuando tiene alguna molestia.

—¡Me voy a morir! —me dijo una docena de veces.

La traté con whisky y agua caliente, utilizando mi calefacción a gas, y me senté a su lado hasta que finalmente se quedó dormida. Al día siguiente declaró que le había salvado la vida y jamás lo olvidaría.

—¡Nunca, seguro!

Me reí de ella y lo olvidé todo.

Todas las tardes pasaba un rato por el Liberty Hall para mantenerme al tanto de lo que sucedía, aunque dejaba 1.a mayor parte del trabajo a Will Thompson. Un día quedé encantado al descubrir que venía Bret Harte a dar una conferencia. Su tema: «Los argonautas del ’49». Conseguí algunos de sus libros en una librería de la calle Massachusetts, atendida por un lisiado de nombre Crew, me parece, y los leí cuidadosamente. Su poesía no me impresionó demasiado. Simples versos, pensé. Pero The Out–casts of Poker Flat y otros cuentos me parecieron casi obras maestras pese a su colorido romántico y sus toques de melodrama. La descripción de Oakhurst, el jugador, me impresionó especialmente. Se recordará que cuando cruzan la «línea divisoria», Oakhurst aconseja al grupo de proscritos que sigan viajando hasta que lleguen a un lugar seguro. Pero no insiste; decide que no tiene sentido, y entonces viene la frase extraordinariamente reveladora de Bret Harte: «Para Oakhurst, la vida era en el mejor de los casos un juego incierto y aceptaba el porcentaje habitual a favor del que era mano». Hay más humor y comprensión en esta frase que en todo el trabajo de Mark Twain, ridículamente ensalzado.

Una tarde, estando solo en la taquilla del Liberty Hall, entró Rose, tan bonita como siempre. Yo estaba encantado de reanudar nuestra relación y todavía más encantado cuando descubrí que deseaba entradas para la conferencia de Bret Harte.

—No sabía que te interesaba la lectura, Rose —dije un poco sorprendido.

—El profesor Smith y usted le harían leer a cualquiera —exclamó—; en todo caso, usted me inició.

Le di las entradas y la invité a un paseo en calesa al día siguiente. Estaba seguro de gustarle a Rose, pero pronto me sorprendió al desplegar una virtud más enérgica que la que solía encontrar.

Cuando se lo pedí, en la calesa, me besó, pero al mismo tiempo me dijo que los besos no le interesaban mucho.

—Todos los hombres —dijo— persiguen a las chicas por la misma razón. Es desagradable. Todos quieren besos e intentan tocarte y dicen que te aman. Pero no saben amar y yo no deseo vuestros besos.

—Rose, Rose —dije— no debes ser demasiado dura con nosotros. Somos distintos de las chicas. Eso es todo.

—¿Cómo distintos? —preguntó.

—Quiero decir que el simple deseo —dije—, el deseo de besaros y disfrutar de vosotras es lo que primero conmueve al hombre, pero detrás de la lujuria hay con frecuencia mucho afecto y a veces florece una ternura profunda y sagrada. Mientras que la chica comienza con el afecto y después aprende a disfrutar de los besos y las caricias.

—Ya veo —dijo lentamente—. Creo que comprendo. Me alegro de creerlo.

Su profundidad y sinceridad inesperadas me impresionaron y continué.

—Los hombres podemos estar tan hambrientos a veces que comemos con avidez incluso fruta mala, pero eso no quiere decir que no prefiramos la fruta buena, dulce y alimenticia cuando podemos conseguirla.

Me miró a los ojos.

—Ya veo —dijo—, ya veo.

Y luego seguí diciéndole lo hermosa que era y la impresión que me había producido y me aventuré a esperar gustarle un poco, diciéndole que deseaba que fuera buena conmigo y llegara a interesarse en mí. Me sentí infinitamente complacido al descubrir que era la charla adecuada e hice lo que pude, siempre en la misma línea. Tres o cuatro veces por semana la llevaba a pasear en el calesín y al poco tiempo le había enseñado a besar y había conseguido que me confesara que se preocupaba por mí, que, de hecho, me amaba, y poco a poco fue permitiéndome las pequeñas familiaridades del amor.

Un día la llevé temprano a pasear, para hacer un picnic y dije:

—Me haré el turco y tú debes atenderme —y me extendí sobre una alfombrilla bajo un árbol.

Ella entró con entusiasmo en el espíritu del juego, me trajo comida y finalmente, mientras estaba de pie cerca de mí, no pude seguir controlándome. Puse la mano bajo su vestido, sobre sus piernas firmes y su sexo, Un instante después, estaba de rodillas a su lado.

—Ámame, Rose —supliqué—, te deseo tanto. ¡Tengo hambre de ti, querida!

Me miró gravemente con los ojos muy abiertos.

—Yo también te amo —dijo—, pero ¡oh!, tengo miedo. ¡Sé paciente conmigo! —agregó, como una niñita.

Fui paciente, pero persistente, y seguí acariciándola hasta que sus labios calientes me dijeron que la había excitado realmente.

Mis dedos me informaron que su sexo era perfecto y sus piernas eran hermosamente firmes y tentadoras. Y hubo en su capitulación la certidumbre de que cedía por cariño, lo que me produjo un estremecimiento difícil de explicar. En seguida la convencí de que viniera al día siguiente a mi oficina. Vino alrededor de las cuatro y yo la besé y acaricié y finalmente, al atardecer, conseguí que se desnudara. Tenía el mejor cuerpo que yo había visto y esto hizo que me gustara más de lo que había creído posible. Pero en cuanto la penetré, descubrí que no era siquiera tan apasionada como Kate, para no mencionar a Lily. Era una amante fría, pero hubiera sido una estupenda esposa, porque era toda abnegación y cariño tierno y reflexivo. En un rincón de mi corazón, sigo guardando afecto por esa mujer–niña y estoy más bien avergonzado de haberla seducido, porque no servía como juguete o pasatiempo.

Pero, siendo siempre incurablemente el mismo, uno o dos días después poseí a Lily y envié a Rose una selección de libros en lugar de ir a buscarla. Seguí sacándola a pasear una vez por semana hasta que me fui de Lawrence y llegué a estimarla cada vez más.

Lily, por otra parte, había nacido «hija de la vida», para utilizar la expresión de Shakespeare, y procuraba hacerse cada vez más diestra en el juego. Quería saber cuándo y cómo me daba más placer y realmente se esforzaba por excitarme. Además, pronto desarrolló una afición por los sombreros y vestidos y cuando le pagaba un nuevo conjunto, saltaba de alegría. También era una compañerita entretenida, ligera, y con frecuencia descubría pequeñas frases que me divertían. Su objeto preferido de aversión era la señora Mayhew. La llamaba «el Pirata», porque decía que a Lorna sólo le gustaban las «mercaderías robadas» y deseaba que todos los hombres «bajaran la planchada hacia su dormitorio». Lily insistía en que Lorna podía llorar siempre que quisiera, pero que no había en ella afectos reales, y en cuanto a su marido, la llenaba de desprecio.

—Una pareja bien avenida —exclamó un día—, una yegua y un mulo y la yegua en celo, como dicen los hombres, toda mojada… —y frunció disgustada su naricilla.

Durante la conferencia de Bret Harte, tanto Rose como Lily comprendieron que después yo procuraría tener una charla con el gran hombre.

Esperaba obtener muchas cosas de esta conferencia y el agente de Harte había arreglado que el héroe de la velada me recibiría en el Eldridge House después del discurso.

Tenía que ir a buscarlo al hotel y llevarlo al salón. Cuando llamé, me recibió un hombre de tamaño mediano, con una sonrisa más bien agradable y hermosa y ojos introspectivos y pensativos. Harte tenía un traje de etiqueta que sentaba bien a su figura ligera, y como no parecía inclinado a hablar, lo llevé de inmediato a la sala y me apresuré a acomodarme en la parte delantera para ver su entrada. Caminó sencillamente hacia el escritorio, arregló metódicamente sus notas y comenzó a decir en un tono llano de conversación:

—Los argonautas —y lo repitió—. Los argonautas de 1849.

Observé que en su acento no había el tono nasal del americano, pero pese a mis mejores esfuerzos no puedo hacer un relato de la conferencia, como tampoco puedo hacerlo del hombre. Sólo recuerdo una frase, pero creo que es probablemente la mejor. Refiriéndose a los veteranos que cruzaban las grandes planicies, dijo: «Voy a hablarles de una nueva cruzada, una cruzada sin cruz, un éxodo sin profeta».

Diez años más tarde, en Londres, cuando tenía mayor confianza en mí mismo y una mejor comprensión del talento y el genio, volví a encontrarlo, pero jamás pude sacar nada de valor de Bret Harte, pese al hecho de que entonces y ahora sentía admiración por su indudable talento. En Londres hice todo lo posible por sonsacarlo, por hacerle decir lo que pensaba de la vida, la muerte y el país no descubierto, pero o bien mascullaba algunos lugares comunes o se retiraba a su concha de silencio total, aunque aparentemente reflexivo.

El trabajo monótono y los interludios apasionados de mi vida, fueron repentinamente interrumpidos por un suceso extraño. Un día Barker entró en mi pequeña oficina y se quedó allí, hipando de vez en cuando. ¿Conocía yo algún remedio para el hipo? Sólo sabía que por lo general un sorbo de agua lo detenía.

—¡He bebido toda clase de cosas —dijo—, pero supongo que lo dejaré tranquilo y me iré a casa a descansar, y si continúa llamaré a un médico!

Sólo pude asentir. Al día siguiente supe que estaba peor y guardaba cama. Una semana después, Sommerfeld me dijo que debía ir a ver al pobre Barker, porque estaba seriamente enfermo.

Fui esa misma tarde y quedé horrorizado al ver el cambio. El hipo permanente había sacudido la carne de sus huesos. La piel de su cara estaba fláccida y bajo los delgados pliegues se veía la estructura ósea. Fingí pensar que estaba mejor e intenté alegrarlo, pero ni siquiera intentó engañarse.

—Si no lo pueden parar, él me parará a mí —dijo—, pero nadie supo jamás de un hombre que se muriera de hipo, y todavía no tengo cuarenta años.

Días más tarde llegaron noticias de que había muerto. ¡Ese gran hombre gordo!

Su muerte cambió mi vida, aunque en ese momento no imaginé que tal cosa podía suceder. Un día me hallaba en la corte defendiendo un caso frente al juez Bassett. Aunque el hombre me gustaba, ese día había conseguido exasperarme contradiciéndome. Planteé mi caso bajo todos los ángulos posibles, pero no cedía y finalmente falló en mi contra.

—Llevaré este caso ante la corte suprema haciéndome cargo de los gastos —dije amargamente— y haré cambiar la decisión.

—Si desea gastar tiempo y dinero —observó agradablemente—, no puedo impedírselo.

Salí de la corte y de pronto encontré a Sommerfeld a mi lado.

—Peleó muy bien ese caso —dijo— y lo ganará en el supremo, pero no debería habérselo dicho a Bassett en su propio…

—¿Dominio? —sugerí, y él asintió.

Cuando llegamos a nuestra planta y giré en dirección a mi oficina, él preguntó:

—¿No querría entrar a fumar un cigarro? Me gustaría conversar con usted.

Los cigarros de Sommerfeld eran invariablemente excelentes, de modo que lo seguí muy gustoso a su oficina grande y tranquila en la parte trasera, que tenía ventanas sobre algunos terrenos vacíos. No sentía curiosidad, porque una charla con Sommerfeld significaba por lo general un rato de fumar silenciosamente. Sin embargo, esta vez tenía algo que decir y lo dijo en forma abrupta.

—Barker se ha ido —observó al aire, y luego—: ¿Por qué no viene aquí y ocupa su lugar?

—¿Cómo su socio? —exclamé.

—Seguro —dijo—. Yo haré los expedientes, como hacia con Barker, y usted los defenderá en la corte. Por ejemplo —agregó con sus lentas maneras— hay una decisión de la suprema corte del estado de Ohio que resuelve su caso de hoy casi con sus mismas palabras, y si la hubiera citado, hubiera convencido a Basett —y se volvió y leyó el informe.

—El Estado de Ohio —continuó— es uno de los cuatro estados que, como usted sabe (yo no lo sabía), han adoptado el código de Nueva York: Nueva York, Ohio, Kansas y California —prosiguió— los cuatro estados que establecen una línea en el continente. Ninguna de estas cortes contradecirá a la otra. De modo que puede estar seguro del veredicto. Bueno, ¿qué dice? —concluyó.

—Estaré encantado —contesté de inmediato—. En realidad, me siento orgulloso de trabajar con usted. No podía haber deseado nada mejor.

Me tendió la mano en silencio y el asunto quedó arreglado. Sommerfeld fumó un rato sin hablar y después observó como por casualidad:

—Acostumbraba a darle a Barker cien dólares semanales para los gastos de su casa. ¿Le viene bien?

—Perfectamente, perfectamente —exclamé—, sólo espero ganarlos y justificar su buena opinión.

—Aun ahora es usted mejor abogado que Barker —dijo—, pero tiene una desventaja —y vaciló.

—Por favor, continúe —dije—, ¡no tenga miedo! Puedo soportar cualquier crítica y obtener de ella un beneficio… espero.

—Su acento es algo inglés, ¿no le parece? —dijo—. Y eso llena de prejuicios al juez y al jurado, en especial al jurado. Si tuviera el acento de Barker, sería el mejor abogado defensor del estado.

—Aprenderé el acento —exclamé—. Es totalmente cierto. Ya había percibido la necesidad de hacerlo, pero era obstinado. Ahora lo lograré, puedo apostar a que sí. Lo haré en una semana.

Y lo hice. Había en la ciudad un abogado llamado Hoysradt que había tenido una furiosa querella con mi hermano Willie. Tenía el acento del oeste americano más pronunciado que he escuchado en mi vida, y me puse todas las mañanas y todas las noches a imitar el acento de Hoysradt y su manera de hablar. También me impuse como regla utilizar en la vida cotidiana la lenta enunciación del oeste, y una semana después nadie hubiera pensado que no era americano.

Sommerfeld estaba encantado y me dijo que tenía en mí más confianza que nunca. Desde entonces nuestro acuerdo fue perfecto, porque cuanto más lo conocía, más lo estimaba. Era realmente capaz, trabajador, veraz y honesto: un compendio de todas las virtudes, pero tan modesto e inarticulado que resultaba con frecuencia su peor enemigo.