Tiempos difíciles y nuevos amores
Hasta ese momento había tenido más suerte que la habitual en la mayor parte de los jóvenes que inician su camino en la vida. Ahora iba a conocer la mala suerte y a ser probado. Tan ocupado estaba con mis cosas que apenas había dedicado un pensamiento a los asuntos públicos. Me vi forzado a hacerlo.
Un día Kate me dijo que Willie estaba muy atrasado en los pagos. Había vuelto a casa del diácono Conklin, a vivir del otro lado del río Kaw y naturalmente yo había supuesto que antes de irse había pagado. Descubrí que debía a los Gregory sesenta dólares suyos y una cantidad mayor mía.
Fui a verlo realmente enojado. Si me hubiera advertido, no me hubiera importado tanto, pero que hubiera esperado a dejar a los Gregory para avisarme me producía un terrible desagrado y por entonces no conocía todavía la magnitud de su egoísmo. Años más tarde mi hermana me contó que había escrito una y otra vez a mi padre pidiéndole dinero, afirmando que era para mí y que yo estaba estudiando y no ganaba nada.
—Willie nos mantuvo en la pobreza, Frank —me dijo y yo sólo pude bajar la cabeza. Pero si en ese momento lo hubiera sabido, habría cambiado mi relación con él.
Tal como sucedieron las cosas, lo encontré en la miseria. Arrastrado por su optimismo, había comprado bienes raíces en 1871 y 1872, hipotecándolos por más de lo que daban, y mientras continuaba el boom, había repetido una y otra vez este juego sobre papel, suponiendo —una vez más sobre el papel— que había hecho cien mil dólares. Esto me lo dijo y yo me alegré por él sinceramente.
Era fácil comprender que el boom y el período de inflación se habían basado al principio en el crecimiento extraordinario del país a raíz de la inmigración y el comercio que sucedieron a la guerra civil. Pero la guerra franco–alemana había agotado prodigiosamente las riquezas, arruinando también el comercio, dirigiéndolo hacia otros canales. Francia primero’ e Inglaterra después sintieron el golpe. Londres tuvo que pedir la devolución de préstamos hechos a los ferrocarriles americanos y otras empresas. Poco a poco, hasta el optimismo americano quedó seriamente dañado, porque en 1871–72 la inmigración disminuyó mucho y las demandas extranjeras de efectivo vaciaron nuestros bancos. La quiebra se produjo en 1873. No se vio nada igual en estos estados hasta la depresión de 1907, que llevó a la fundación del Banco de Reserva Federal.
La fortuna de Willie se desvaneció en un instante. Había que pagar esta hipoteca y aquella otra y sólo podía hacerlo mediante ventas forzosas, encontrando compradores sólo a precios irrisorios. Cuando hablé con él estaba casi desesperado: no tenía dinero, no tenía propiedades. Todo estaba perdido. Había desaparecido el producto de tres años de duro trabajo y especulación exitosa. ¿Podía ayudarlo? Si no, estaba arruinado. Me dijo que había pedido a mi padre todo lo que pudiera darle. Naturalmente, prometí ayudarlo, pero primero tenía que pagar a los Gregory, y para estupefacción mía, me suplicó que en lugar de eso le diera el dinero a él.
—Le gustas a la señora Gregory y a todos —suplicó—. Ellos pueden esperar; yo no. ¡Sé de una compra que podría hacer que volvería a hacerme rico!
Comprendí entonces que era totalmente egoísta, inconsciente a causa de su egotista avidez. Abandoné la débil esperanza de que me devolviera el dinero alguna vez. De allí en adelante, era para mí un extraño, y un extraño que ni siquiera podía respetar, aunque tenía algunas buenas cualidades.
Lo dejé para atravesar el río y unas manzanas después encontré a Rose. Se veía más bonita que nunca y yo me volví y caminé con ella, poniendo su belleza por los cielos. En realidad, se lo merecía. Recuerdo que los cortos puños verdes de su vestido destacaban sus brazos blancos, torneados, exquisitos. Le prometí algunos libros y le hice afirmar que los leería. A decir verdad, yo estaba sorprendido por lo entusiasta de su gratitud. Me dijo que era encantador de mi parte, me miró a los ojos y nos separamos como los mejores amigos, con una insinuación de relaciones más cálidas para el futuro.
Esa noche pagué a los Gregory la deuda de Willie y la mía y no le envié el saldo de lo que poseía, tal como había prometido, sino una carta diciéndole que había preferido cancelar su deuda.
Al día siguiente vino y me dijo que basándose en mi promesa había prometido dinero a su vez; que también había comprado cien cajones de pollos para enviar a Denver y tenía ya una oferta del alcalde por el doble de lo que había pagado. Leí las cartas y el cable que me mostró y le presté cuatrocientos dólares, lo que me dejó sin nada durante varios meses; en realidad, hasta que hice el arreglo con Dingwall, que voy a relatar y que volvió a ponerme en una situación boyante.
Debería contar la mala suerte de Willie con su carga de pollos. Baste decir que fue engañado por el comprador y que jamás vi un dólar de lo que le había prestado.
Volviendo la mirada al pasado, comprendo que fue probablemente la depresión de 1873 la que indujo a los Mayhew a ir a Denver; pero después de que se fueron, estuve en situación extrema durante algunos meses. No podía conseguir trabajo, pese a que lo intenté todo. En todas partes me daban la misma excusa: ¡Tiempos difíciles! ¡Tiempos difíciles! Finalmente, conseguí un puesto de camarero en el Eldridge House, único trabajo que pude hallar que me dejaba libres las mañanas para ir a la universidad. A Smith le desagradaba esta nueva actividad mía y me dijo que pronto me encontraría un puesto mejor, y la señora Gregory estaba disgustada y resentida… en parte por esnobismo, supongo. Desde ese momento, la sentí en contra mía y gradualmente minó mi influencia sobre Kate. Pronto comprendí que había descendido en la estima pública, pero no fue por mucho tiempo.
Un día de otoño, Smith me presentó a un tal señor Rankin, cajero del First National Bank, quien pronto me ofreció la taquilla del Liberty Hall, el único salón de la ciudad lo bastante grande como para contener a unas mil personas. Tenía escenario también, de modo que podía usarse para espectáculos teatrales. Dejé mi trabajo en Eldridge House y acostumbraba a sentarme en la oficinita desde las dos a las siete de la tarde, haciendo todo lo que podía por arrendarlo ventajosamente a los agentes de los diversos espectáculos o conferenciantes. Me pagaban sesenta dólares mensuales por este trabajo y un día tuve una experiencia que cambió mi vida, porque me enseñó cómo se hace el dinero en este mundo y cómo cualquier hombre inteligente puede conseguirlo.
Una tarde, el agente de los Músicos de Hatherly entró en la oficina y me arrojó su tarjeta.
—Esta ciudad piojosa debería usar ropas de enterrador —gritó.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—¡Qué pasa! —repitió burlonamente—. ¡Creo que no hay lugar en esta maldita ciudad que sea lo bastante grande como para exhibir nuestros programas! Ni uno. Ni un lugar. Tenía intención de gastar diez mil dólares en publicidad para los Músicos de Hatherly, el mejor espectáculo del mundo. Estarán aquí una maldita quincena y por Dios que no obtendrá mi dinero. ¡En este agujero muerto no les interesa el dinero!
El tipo me divirtió. Estaba tan convencido de lo que decía y era tan franco, que sentía simpatía cor él. El azar quiso que ese día hubiera estado en la universidad hasta tarde y no hubiera ido a comer a casa de los Gregory. Estaba saludablemente hambriento. Le pregunté al señor Dingwall si había comido.
—No, señor —fue su respuesta—. ¿Se puede comer en este lugar?
—Supongo que sí —contesté—. Si me hace el honor de aceptar mi invitación, comerá por lo menos un bistec de solomillo —y lo llevé al Eldridge House, que estaba cerca, dejando en mi lugar a Will Thomson, un joven amigo hijo de un médico a quien conocía.
Ofrecí a Dingwall la mejor comida posible y salimos. Era realmente un «cable energético», como decía, y de pronto, inspirado por su optimismo, pensé que si conseguía que depositara esos diez mil de los que había hablado, yo podría poner vallas en los terrenos vacíos de la calle Massachusetts para exhibir los programas de los distintos espectáculos en gira que visitaban Lawrence. No era la primera vez que me habían pedido ayuda para publicitar una u otra cosa. Expuse tímidamente mi idea y Dingwall la aceptó en seguida.
—Si puede conseguir apoyo o una buena garantía —dijo—, le dejaré cinco mil dólares. No estoy autorizado a hacerlo, pero usted me gusta y me arriesgaré.
Lo llevé a ver al señor Rankin, el banquero, que me escuchó con benevolencia y finalmente dijo que sería mi fiador para que durante una quincena yo exhibiera en las calles principales mil programas a ser fijados en vallas que debían comenzar a construirse de inmediato, con la condición de que el señor Dingwall pagara cinco mil dólares por adelantado; y le dio una carta a ese efecto, diciéndome luego amablemente que ponía a mi disposición cinco mil dólares y un poco más.
Dingwall tomó el primer tren hacia el oeste, dejándome para que durante el mes siguiente pusiera las vallas después de conseguir permiso de los dueños de los lotes. Para abreviar, conseguí el permiso de cien propietarios en una semana por intermedio de mi hermano Willie, que como agente de bienes raíces los conocía a todos. Después firmé contrato con un pequeño carpintero inglés, puse las vallas e hice fijar los anuncios tres días antes de la fecha fijada. Los Músicos de Hatherly tuvieron una quincena de gloria y yo conseguí cincuenta dólares semanales de beneficio mediante el alquiler de las vallas, pese a la depresión.
De pronto, Smith cayó en cama con un resfriado serio. Lawrence está a unos mil pies sobre el nivel del mar y en invierno puede ser tan helado como el Polo. Comenzó a toser. Una tos pequeña, desagradable, seca. Lo convencí de que viera a un médico e hiciera una consulta y el resultado fue que todos los especialistas diagnosticaron una tuberculosis y recomendaron un inmediato cambio de aires en el medio este. Por una u otra razón, creo que fue porque le ofrecieron un puesto en el Press de Filadelfia, dejó apresuradamente Lawrence y se instaló en la ciudad cuáquera.
Su partida produjo en mí efectos notables. En primer lugar, la consecuencia espiritual me sorprendió. Tan pronto como se hubo ido, comencé a repasar todo lo que me había enseñado, especialmente lo referido a economía y metafísica. Poco a poco llegué a la conclusión de que su comunismo marxista era sólo la mitad de la verdad y probablemente la mitad menos importante. También su hegelianismo, que creo no haber mencionado, era en mi opinión como un rayo de luna; extremadamente bello por momentos, como la luna cuando platea las nubes purpúreas. «La historia es el desarrollo del espíritu en el tiempo; la naturaleza es la proyección de la idea en el espacio». Suena maravilloso, pero es luz de luna y no alumbra demasiado.
En los primeros tres meses de ausencia de Smith, mi individualidad se alzó como un árbol joven que durante mucho tiempo ha estado doblegado hasta casi romperse, por decirlo así, bajo un peso excesivo, y comencé a crecer con una especie de juventud renovada. Fue la primera vez, alrededor de los diecinueve años, que comencé a relacionarme con la vida a mi manera y con este nombre: Frank.
En cuanto regresé del Eldridge House a casa de los Gregory, para volver a alojarme allí, Kate se mostró tan amable como siempre. Venía a mi dormitorio dos o tres veces por semana y siempre era bienvenida, pero una y otra vez sentí que su madre procuraba mantenemos separados tanto como era posible, y finalmente dispuso que Kate debía hacer una visita a ciertos amigos ingleses instalados en Kansas. Kate pospuso varias veces esta visita, pero finalmente tuvo que ceder a las instancias y consejos de su madre. Para entonces, mis vallas me producían buen dinero, de modo que prometí acompañar a Kate y pasar la noche con ella en algún hotel de Kansas.
Llegamos al hotel alrededor de las diez y con total descaro nos registramos como el señor William Wallace y señora, y subí a nuestra habitación con el equipaje de Kate y el corazón latiendo en mi garganta. También Kate «estaba toda temblorosa», según confesó poco después, ¡pero qué noche pasamos! Kate decidió darme todo su amor y se entregó apasionadamente, aunque observé que nunca tomaba la iniciativa, coma acostumbraba a hacer la señora Mayhew.
Al comienzo la besé y hablamos un poco, pero en cuanto arregló sus cosas comencé a desnudarla. Cuando cayó su camisa, preguntó, resplandeciente bajo mis caricias:
—¿Realmente te gusta eso? —y puso su mano sobre su sexo, quedándose allí de pie como una Venus griega.
—Naturalmente —exclamé— y esto también —y besé y chupé sus pezones hasta que enrojecieron.
—¿Es posible hacerlo… de pie? —preguntó, algo turbada.
—¡Por supuesto! —contesté—. ¡Probemos! ¿Pero cómo se te ocurrió?
—Una vez vi a un hombre y una chica detrás de la iglesia, cerca de casa —susurró— y me pregunté cómo… —y enrojeció.
Cuando la penetré, tuve dificultades. Su conejito era realmente pequeño y esta vez parecía caliente y seco. La sentí dar un respingo y me retiré en seguida.
—¿Todavía te duele, Kate? —pregunté.
—Un poco al principio —contestó—. Pero no me importa —se apresuró a agregar—. Me gusta el dolor.
Como respuesta, la rodeé con mis brazos, pasándolos bajo su trasero, y la llevé a la cama.
—Esta noche no te haré daño —dije—. Primero te haré derramar tu jugo y después ya no te dolerá.
Unos besos y suspiró.
—Estoy mojada ahora —dijo, y yo me metí en la cama y apoyé mi sexo contra el suyo.
—Voy a dejarte la iniciativa —dije—, pero por favor no te hagas daño.
Ella tomó mi sexo y lo guio a su interior, gimiendo un poco de satisfacción a medida que entraba.
Después del primer éxtasis, la obligué a usar la jeringa mientras la observaba con curiosidad.
—¡No hay peligro ahora! —grité cuando regresó a la cama—. No hay peligro. ¡Mi amor es rey!
—¡Querido mío! —exclamó con los ojos abiertos como si estuviera maravillada—. Mi sexo late y pica y ¡oh!, siento ese hormigueo en el interior de los muslos. Te deseo terriblemente, Frank —y mientras hablaba se estiró, levantando las rodillas.
Me puse encima de ella y suave, lentamente, dejé que mi sexo se introdujera en el suyo. Entonces comenzó el juego amoroso. Cuando tuve el segundo orgasmo, me permití golpes rápidos y cortos, aunque sabía que ella prefería los largos movimientos lentos, porque esa noche dorada estaba decidido a producirle todas las sensaciones. Cuando sintió que recomenzaban los movimientos que amaba, suspiró dos o tres veces y me acercó a ella tomándome por las nalgas, pero por lo demás dio pocas señales de sentir nada en la media hora siguiente. Yo seguí. En ese momento los movimientos lentos me daban poco placer. Eran más bien una tarea que un goce. Pero estaba decidido a ofrecerle una verdadera fiesta. No sé cuánto tiempo duró el encuentro, pero una vez me retiré y comencé a frotar su clítoris y la parte delantera de su sexo y ella, jadeando, bajó la cabeza y se frotó extasiada contra mí. Después volví a los movimientos lentos.
—¡Por favor, Frank —jadeó—. No puedo más. Me vuelvo loca… me ahogo!
Por extraño que resulte, sus palabras me excitaron más que el acto. Sentí que iba a correrme y al mismo tiempo la penetré ruda y salvajemente, arrodillándome entre sus piernas para poder también frotar su botoncito.
—¡Voy a violarte! —grité y me entregué al agudo deleite. Cuando surgió mi semen no habló; permaneció allí quieta y pálida. Yo salté de la cama, tomé una esponja con agua fría y la puse sobre su frente.
Para mi alegría, abrió los ojos de inmediato.
—Lo siento —barbotó, y tomó un sorbo de agua—, pero estaba tan cansada que debo haberme dormido. ¡Corazón mío!
Cuando dejé la esponja y el vaso, volví a introducirme en ella y poco después se puso histérica.
—No puedo evitar llorar, Frank, mi amor —suspiró—. Soy tan feliz, querido. ¿Me amarás siempre? ¿Sí? ¡Tesoro!
Naturalmente, la tranquilicé con promesas de afecto duradero y muchos besos. Finalmente, pasé mi brazo izquierdo alrededor de su cuello y me quedé dormido así, con la cabeza sobre su blando seno.
Por la mañana volvimos a hacerlo, aunque, innecesario es decirlo, Kate estuvo más curiosa que apasionada.
—¡Quiero estudiarte! —dijo, y tomó mi sexo entre sus manos y después mis huevos—. ¿Para qué son? —preguntó y tuve que explicarle que de allí salía mi semen. Hizo una mueca, de modo que agregué—: Tú tienes una cosa similar, querida mía, sólo que dentro de ti, y se llaman ovarios y les lleva un mes hacer un huevo, mientras que mis pelotas hacen millones por hora. A menudo me pregunto por qué.
Después de ofrecerle a Kate un excelente desayuno, la puse en un cabriolé y llegó a casa de sus amigos en el momento previsto, aunque su amiga jamás acertó a comprender cómo era posible que no se hubieran visto en la estación.
Regresé a Lawrence el mismo día, preguntándome qué me reservaba la suerte. Pronto descubriría que la vida puede ser desagradable.
La universidad de Kansas había sido fundada por los primeros viajeros del oeste, que como la mayor parte de los pioneros, tenían cerebro y coraje. Por lo tanto, precisaron en los estatutos que en la universidad no habría enseñanza religiosa de ningún tipo y que la religión no debía utilizarse como prueba o calificación.
Pero a su debido tiempo llegaron los yanquis de Nueva Inglaterra para evitar que Kansas se transformara en un estado esclavista, y estos yanquis eran fanáticos de todas las sectas conocidas de las llamadas cristianas, y todos distinguidos o más bien deformados por una pecatería intolerante en asuntos de religión y sexo. Su honestidad no era de ningún modo tan notable. Cada secta necesitaba su propio profesor. De modo que la historia quedó a cargo de un clérigo episcopaliano que no sabía nada de historia; y el latín a cargo de un baptista que, cuando Smith lo saludó en latín, sólo pudo ruborizarse y rogarle que no expusiera su vergonzosa ignorancia; la dama que enseñaba francés era un chiste, pero buena metodista, creo, y así sucesivamente. La educación fue degradándose por competencias sectarias.
En cuanto el profesor Smith abandonó la universidad, la facultad hizo pública la resolución de establecer una «capilla universitaria» a imitación de la costumbre inglesa. De inmediato escribí protestando y citando los estatutos de los fundadores. La facultad no contestó mi carta y en lugar de a capilla llamó a lista. Cuando tuvieron a todos los estudiantes reunidos para pasar lista, hicieron cerrar las puertas y comenzaron las plegarias, finalizando con un himno.
Después de esto, me puse de pie, fui hacia la puerta y traté de abrirla en vano. Por fortuna, la puerta de ese lado del hall era sólo una estructura frágil de planchas de madera delgadas. Retrocedí uno o dos pasos y volví a recurrir a los profesores sentados en la plataforma. Al ver que no me prestaban atención, tomé carrerilla y salté contra la puerta, dándole una patada. Saltó y la puerta se abrió con un crujido.
Al día siguiente, por voto unánime de la facultad, fui expulsado de la universidad y quedé libre para dedicar toda mi atención a las leyes. El juez Stephens me dijo que iniciaría contra la facultad una acción a mi favor, si yo lo deseaba, porque estaba seguro de que conseguiría mi reingreso, aduciendo daños y perjuicios. Pero la universidad sin Smith significaba para mí menos que nada, ¿y por qué iba a perder el tiempo luchando contra fanáticos sin cerebro? Por entonces no sospechaba que ese sería el principal trabajo de mi vida. Pero por esta vez dejé la victoria y el campo en manos de mis enemigos, como probablemente haga a la larga.
Me decidí a estudiar leyes y para comenzar convencí a Barker, de Barker & Sommerfeld, de que me dejara estudiar en su despacho. No recuerdo cómo los conocí, pero Barker, un hombre inmensamente gordo, era un famoso abogado y muy amable conmigo, sin razón aparente. Sommerfeld era un judío alto, rubio, de aspecto alemán, particularmente incoherente, casi mudo en inglés. Pero era un excelente abogado y un hombre honesto y gentil a quien respetaban todos los judíos y alemanes del condado Douglas, en parte porque su pequeño y obeso padre había sido uno de los primeros pobladores de Lawrence, además de uno de los comerciantes más exitosos. Tenía un almacén de artículos generales y había sido amable con sus compatriotas en sus primeros días de dificultades.
Era una sociedad admirable. Sommerfeld atendía a los clientes y preparaba los expedientes, y Barker hablaba en la corte con una especie de buen humor invencible para el cual nunca encontré rival, salvo el famoso periodista y financiero inglés Bottomley. Frente al jurado, Barker exudaba bondad y sentido común, ganando incluso los casos difíciles. De Sommerfeld hablaré a su debido tiempo.
Poco después recibí deprimentes noticias de Smith. Su tos no había disminuido y extrañaba nuestra amistad. Había en la carta una desesperanza que me llegó al alma, ¿pero qué podía hacer? Sólo seguir trabajando fuerte en el despacho de los abogados, utilizando mis momentos libres para aumentar mis ingresos mediante el asunto de las vallas.
Una noche me encontré con Lily por la calle. Kate estaba todavía en Kansas, de modo que me detuve deseoso de charlar, porque Lily siempre me había interesado. Después de saludarnos, me dijo que iba a su casa.
—No hay nadie, me parece —agregó.
De inmediato me ofrecí a acompañarla y aceptó. Era a comienzos del verano, pero ya hacía calor, y cuando entramos en la sala y Lily se sentó en el sofá, su fino vestido blanco delineaba seductoramente el cuerpo esbelto.
—¿Y qué haces —preguntó con malicia— ahora que la señora Mayhew se ha ido? ¡Debes extrañarla! —agregó insinuante.
—Sí —confesé con audacia—. Me pregunto si habrás reunido bastante como para decirme la verdad —continué.
—¿Reunido qué? —y frunció el ceño, haciendo un mohín.
—Valor, quiero decir —dije.
—Oh, tengo valor —contestó.
—¿Alguna vez subiste a la habitación de la señora Mayhew cuando yo había ido a buscar un libro? —pregunté.
Los ojos negros brillaron y rio.
—La señora Mayhew dijo que te había llevado arriba para mojar tu pobre cabeza después del baile —respondió, desdeñosa—, pero no me importa. ¡Lo que tú hagas no tiene nada que ver conmigo!
—Y sin embargo, sí tiene que ver —dije, llevando la lucha a su propio terreno.
—¿De qué manera? —preguntó.
—Bueno, el primer día te fuiste y me dejaste, aunque estaba realmente indispuesto —dije—, de modo que naturalmente pensé que te desagradaba, aunque a mí me pareciste preciosa.
—No soy preciosa —dijo—. Tengo la boca demasiado grande y soy delgada.
—No te maltrates —repliqué con seriedad—. Es precisamente por eso que eres seductora y excitas a los hombres.
—¿De veras? —gritó, y así continuó la charla, mientras yo me devanaba los sesos buscando una oportunidad sin hallarla, temiendo que llegaran su padre y su madre. Finalmente, enojado conmigo mismo, me puse de pie para irme, con algún pretexto, y ella me acompañó al rellano. Dije adiós desde el primer escalón y después salté por el costado, rogando para que bajara uno o dos escalones, cosa que hizo. Allí estaba, con las caderas a la altura de mi boca. Un instante después, mis manos se deslizaron bajo su vestido: la derecha hacia su sexo y la izquierda hacia el trasero, para sujetarla. Cuando toqué el plumón nuevo de su sexo, el estremecimiento que me produjo fue casi doloroso por su intensidad. Al primer movimiento que hizo quedó sentada en el escalón y de inmediato mi dedo comenzó a explorar su raja.
—¡Cómo te atreves! —gritó, pero no estaba enojada—. ¡Saca la mano!
—¡Oh, qué adorable es tu sexo! —exclamé, como si estuviera sorprendido—. Oh, debo verlo y tenerte, milagro de belleza —y con la mano izquierda atraje hacia mí su cabeza para darle un largo beso, mientras mi dedo medio continuaba acariciándola. De pronto sus labios se calentaron y yo susurré:
—¿No me amarás, querida? Te deseo tanto. Estoy ardiendo de deseo. (¡Sabía que ella lo estaba!). Por favor, no te lastimaré y tendré cuidado. Por favor, amor, nadie se enterará —y el resultado fue que allí mismo, en el porche, la traje hacia mí y puse mi sexo contra el suyo, comenzando a frotar su botoncito y la parte frontal de su sexo, sabiendo que eso la excitaría. Un instante después, se corrió y su rocío humedeció mi miembro, excitándome terriblemente. Pero seguí frotándola con mi arma y pensando en otras cosas, para evitar correrme, hasta que me besó por propia iniciativa y echándose hacia adelante repentinamente, se metió mi polla en su conejito.
Quedé estupefacto, porque no hubo obstáculo ni himen que romper, aunque su sexo era sorprendentemente pequeño y estrecho. Entonces no tuve escrúpulos en correrme, sólo que retirándome hacia los labios y frotándole el clítoris al mismo tiempo, y tan pronto como mi semen dejó de brotar, volví a deslizarme dentro de ella y continué el lento movimiento de entrada y salida, hasta que jadeó con la cabeza apoyada en mi hombro y me pidió que me detuviera. Hice lo que deseaba, porque sabía que acababa de ganarme otra hermosa amante.
Volvimos a entrar en la casa, porque insistió en que debía conocer a su padre y su madre, y mientras esperábamos me mostró sus pechos pequeños y encantadores, apenas más grandes que manzanas pequeñas, y yo fui consciente de algo infantil en su mentalidad que coincidía con los trazos aniñados de sus caderas y su conejito a medio desarrollar, adorables.
—Pensé que estabas enamorado de la señora Mayhew —confesó— y no conseguía comprender por qué hacía esos ruidos graciosos. Pero ahora lo sé, muchacho malo —agregó—, porque sentía palpitar mi corazón y estaba casi ahogada.
No sé por qué, pero esa especie de violación de Lily me la hizo muy querida. Decidí verla desnuda y hacerla estremecer de éxtasis tan pronto como fuera posible y convinimos encontrarnos del otro lado de la iglesia, desde donde sabía que podría introducirla sin problemas en mi habitación en casa de los Gregory. Y después me fui, porque era tarde y no estaba especialmente deseoso de conocer a sus padres.
La noche siguiente encontré a Lily junto a la iglesia y la llevé a mi habitación. Cuando entramos, rio llena de deleite, porque en realidad era casi como un muchachito de espíritu audaz y aventurero. Me confesó que mi desafío a su coraje le había gustado mucho.
—¡Nunca acepté un reto! —gritó en su argot americano, sacudiendo la cabeza.
—Yo te lanzaré dos ahora mismo —susurré—. El primero es que te desafío a desnudarte como voy a hacerlo yo, y el otro te lo diré cuando estemos en la cama.
Volvió a menear su cabecita negro–azulada.
—Bah —exclamó—, me desnudaré la primera.
Y lo hizo. Su belleza hizo latir mis pulsos y me secó la boca. Era imposible no admirarla. Era muy delgada, con senos pequeños, como ya he dicho, vientre chato y flancos y caderas derechos. Su mata estaba apenas delineada, por decirlo así, con pelos suaves y esponjosos, y cuando atraje hacia mí su cuerpo desnudo, su aspecto y su contacto exasperaron mi deseo. Seguía admirando las líneas más maduras, más ricas y lascivas de Kate: su figura se acercaba más a mi ideal juvenil. Pero Lily representaba un tipo de adolescencia que estaba destinado a ser muy importante para mí. En realidad, a medida que disminuía mi virilidad juvenil, disminuyó también mi amor por los opulentos encantos femeninos y amé cada vez más las líneas esbeltas, jóvenes, con las características sexuales más insinuadas que pronunciadas. ¡Qué apetito devorador confiesa Rubens con los senos grandes y colgantes y los traseros gordos y rosados de sus Venus!
Puse a Lily sobre la cama y le separé las piernas para estudiar su conejito. Me hizo una mueca, pero, cuando froté mi sexo caliente contra el botoncito que apenas podía ver, sonrió y se tendió satisfecha. Uno o dos minutos después, estaba húmeda y yo me metí en el lecho y deslicé mi miembro en su coño pequeño. Aun con los labios totalmente abiertos, parecía cerrado, y esto y su esbelta desnudez me excitaron furiosamente. Continué con los movimientos lentos durante unos minutos, pero una vez ella movió su sexo rápidamente hada el mío cuando yo me retiraba hacia los labios, dándome un placer intenso. Sentí que me corría y me dejé ir en empujones cortos y rápidos que pronto me procuraron el espasmo de placer. Levanté su cuerpo pequeño, apretándolo contra el mío, y la besé en los labios. Era extrañamente incitante, excitante como un licor.
La saqué de la cama y usé la jeringa, explicándole su objeto. ¡Después volvimos a la cama y le hice pasar el mejor momento de su vida! Una hora después, yaciendo entre sus piernas, pero de costado la desafié a que me dijera cómo había perdido la virginidad. Primero tuve que explicarle lo que era. Insistió tercamente en que «ningún tipo» la había tocado nunca, excepto yo, y la creí, porque admitió haberse acariciado a sí misma desde que tenía diez años. Me dijo que al comienzo ni siquiera podía meterse el dedo en el conejito.
—¿Y cuántos años tienes ahora? —pregunté.
—En abril cumpliré dieciséis —fue su respuesta.
Hacia las once se vistió y se fue a su casa, después de concretar otra cita conmigo.
El ritmo apresurado de esta narración tiene muchas desventajas no previstas: produce la impresión de que yo hacía conquista tras conquista, con poca o ninguna dificultad. En realidad, mi media docena de victorias estuvo dispersa casi en la misma cantidad de años y una y otra vez me encontré con rechazos suficientes como para mantener dentro de los límites de la discreción incluso a mi vanidad. Pero quiero subrayar el hecho de que el éxito en el amor, así como el éxito en cualquier aspecto de la vida, corresponde por lo general al hombre fuerte que no ceja en su empeño. Chaucer tenía razón cuando hace confesar a su Vieja esposa de Bath:
Y para decir más o menos la verdad,
es por la espera y la atención esmeradas que nos atrapan.
El hombre que tiene más éxito con las mujeres no es el más guapo o el más viril, aunque ambas cualidades facilitan el camino, sino el que emprende la persecución más asidua, el que las halaga con mayor constancia e insiste siempre en tomar el «no» como un «sí», sus reproches como caricias y hasta el enojo como un encanto nuevo.
Después de todo, después de cada rechazo es necesario seguir adelante, porque tan pronto como una muchacha dice que no, comienza a arrepentirse y puede conceder entonces lo que negó expresamente un momento antes. Sin embargo, podría mencionar docenas de casos en los que la asiduidad y los halagos, los libros amorosos y las palabras fueron ineficaces, tanto que no podría decir con Shakespeare: «No es un hombre que no pueda ganarse a una mujer». También descubrí que, por lo general, las que me resultaron más fáciles de ganar eran también las más apropiadas, porque las mujeres poseen un instinto más fino que los hombres para descubrir la afinidad amorosa.
Y ahora mencionaré un ejemplo de entre mis muchos fracasos, que tuvo lugar cuando era todavía un estudiante y tenía buenas oportunidades de éxito.
En la universidad era costumbre que cada clase durara cuarenta y cinco minutos, dejando así al estudiante quince minutos por lo menos para volver a su aula privada a preparar la lección siguiente. Todos los estudiantes se turnaban para utilizar estas aulas para su placer. Por ejemplo, se suponía que todos los días entre doce menos cuarto y doce, yo estaba trabajando en el aula de primer curso y ningún estudiante se asomaba o me molestaba de ninguna manera.
Un día, una novata de nombre Grace Weldon, hija del dueño de la mayor tienda de Lawrence, se acercó a Smith cuando estábamos con él la señorita Stephens y yo, para interrogarlo sobre la traducción de una o dos frases de Jenofonte.
—¡Explícaselo a la señorita Weldon, Frank! —dijo Smith, y minutos más tarde le había aclarado el pasaje. Me agradeció con mucha fineza.
—Si alguna vez necesita algo en que pueda ayudarla, señorita Weldon —dije—, estaré encantado. Siempre estoy en el aula de primer curso desde las doce menos cuarto a las doce.
Me dio las gracias y uno o dos días después se me acercó con otro problema. Así fue creciendo nuestra relación. Me dejó besarla casi en seguida, pero en cuanto intenté pasar la mano bajo su vestido, me detuvo. Durante casi un año fuimos amigos, amigos íntimos, y recuerdo que un sábado intenté todo lo que sabía y no pude conseguir que se rindiera, pese a que estuvimos todo el día solos en el estudio, hasta el crepúsculo.
Lo curioso fue que ni siquiera podía acariciar mi herida vanidad con la presunción de que era físicamente fría. Era muy apasionada, por el contrario; simplemente, había decidido no hacerlo y no iba a cambiar de idea.
Ese sábado, en el aula, me dijo que si cedía me odiaría. No le encontré sentido, pese a que después iba a descubrir qué arma terrible es el confesionario en manos de un sacerdote católico irlandés. Cometer el pecado es fácil, pero la idea de tener que confesárselo al sacerdote es para muchas mujeres un freno eficaz.
Creo que fue unos días después cuando recibí una carta de Smith que me decidió a ir a Filadelfia tan pronto como mis vallas publicitarias me dieran dinero suficiente. Le escribí diciéndole que iría y animándolo. No tuve que esperar mucho.
A comienzos de ese otoño, Charles Bradlaugh[36] fue al Liberty Hall a dar una conferencia sobre la revolución francesa. Era un gigante de gran cabeza, de rasgos duros e irregulares y voz estentórea. Imposible imaginar figura más apropiada para un rebelde. Yo sabía que había sido soldado raso en Inglaterra durante doce años, pero pronto descubrí que pese a su apasionada rebelión contra la religión cristiana y sus convenciones morales baratas, era un individualista convencido y no veía nada malo en el despotismo del dinero que ya se había establecido en Gran Bretaña, condenado por Carlyle en la última parte de su Revolución francesa, como la más vil de las tiranías.
El discurso de Bradlaugh me enseñó que un hombre notorio y popular, serio, dotado e intelectualmente honesto además, podía estar cincuenta años adelantado a su tiempo en un aspecto y con otros cincuenta de retraso con respecto a la mejor opinión de su época, en otro. En nuestro gran conflicto actual entre los «pudientes» y los «no pudientes», Bradlaugh no desempeñaba ningún papel. Malgastaba sus inmensos poderes en un ataque vano contra las raíces podridas del árbol del cristianismo, mientras podría haber asimilado el espíritu de Jesús, utilizándolo para dar brillo a su amor por la verdad.
Más o menos para esa época, Kate me escribió diciéndome que no regresaría en varias semanas. Declaró que se sentía otra mujer. Estuve tentado de escribir: «Yo también, quédate tanto como quieras», pero en lugar de eso escribí una carta afectuosa y tentadora, porque descubrí que sentía verdadero cariño por ella.
Cuando regresó semanas después, la vi como si fuera nueva y desconocida y tuve que volver a ganármela. Pero en cuanto mi mano tocó su sexo, desapareció la extrañeza y se entregó con renovado ardor.
La provoqué para que me explicara lo que sentía y finalmente aceptó.
—Comienza con la primera vez —le rogué— y luego sigue hasta la noche de Kansas.
—Será muy difícil —dijo—. Prefiero escribirlo.
—Esto servirá —contesté, y aquí está la historia que me envió al día siguiente.
«Creo que la primera vez que me poseíste —comenzaba—, sentía más curiosidad que deseo. ¡Tantas veces había intentado imaginarlo! Cuando vi tu sexo quedé estupefacta, porque me parecía muy grande y me pregunté si podrías meterlo en el mío, porque sabía que era apenas lo bastante grande como para meter mi dedo. Pero quería sentirlo dentro de mí y tus besos y el contacto de tu mano en mi sexo me pusieron aún más ansiosa. Cuando deslizaste la cabeza de tu sexo dentro del mío, me dolió terriblemente. Era como un cuchillo, pero por alguna razón el dolor me excitaba y empujé hacia adelante para que entraras más. Creo que fue eso lo que rompió el himen. Al comienzo estaba decepcionada porque no sentía ningún estremecimiento; sólo dolor. Pero cuando mi sexo se mojó y se abrió y el tuyo pudo entrar y salir con facilidad, comencé a sentir verdadero placer. Me gustaba más el movimiento lento. Me excitaba sentir la cabeza de tu sexo tocando los labios del mío y cuando seguiste haciéndolo despacio todo el tiempo, me produjo un deleite que me ahogaba. Cuando te retirabas, quería tenerte dentro. Y cuando más tiempo seguías, más placer me dabas. Mi sexo quedó sensibilizado durante horas. Si lo frotaba, por suavemente que fuera, comenzaba a picar y arder.
»Pero esa noche en el hotel de Kansas realmente te deseaba y el placer que me diste entonces fue más intenso que el de la primera vez. Me besaste y me acariciaste unos minutos y pronto sentí que me mojaba y el botón de mi sexo comenzó a latir. Mientras metías y sacabas tu mango, sentí un placer extraño: cada pequeño nervio del interior de mis muslos y mi vientre parecía estremecerse y retorcerse; era casi una sensación de dolor. Al comienzo no fue tan intensa, pero cuando te detuviste y me hiciste lavar, estaba sacudida por espasmos cortos y rápidos en los muslos y mi sexo quemaba y latía. Te deseaba más que nunca.
»Cuando volviste a comenzar con esos movimientos lentos, sentí la misma sensación en los muslos y el vientre, sólo que más aguda, y, mientras continuabas, el placer se hizo tan intenso que apenas podía soportarlo. De pronto, frotaste tu sexo contra el mío y mi botón comenzó a latir; casi podía sentir cómo se movía. Luego empezaste a moverte rápido, entrando y saliendo; un instante después, estaba tan ahogada de emoción, tan desmayada y exhausta, que supongo que me quedé dormida unos minutos, porque no me enteré de nada hasta que sentí el agua fría corriendo por mi cara. Cuando recomenzaste me hiciste llorar, tal vez porque estaba bañada en sensaciones y también era demasiado feliz. Ah, el amor es divino, ¿no es verdad?».
Kate pertenecía realmente al tipo más alto de mujer: madre y amante en una. Acostumbraba a bajar y pasar la noche conmigo con más frecuencia que antes y en una de esas ocasiones encontró una palabra nueva para su pasión. Declaró que sentía movérsele el útero de deseo por mí cuando yo estaba en vena de conversación o recitaba poesía en lo que había bautizado su semana santa. Fue Kate quien me enseñó que las mujeres pueden conmoverse más por las palabras que por los hechos. Recuerdo que una vez, mientras hablaba románticamente, me abrazó impulsivamente y nos poseímos con los ojos húmedos.
Otro efecto de la ausencia de Smith fue que me acercó mucho a la señorita Stephens. Pronto descubrí que había heredado lo mejor del cerebro de su padre y mucho de su fortaleza de carácter. Si se hubiera casado con Smith, hubiera hecho algo notable; tal como era, resultaba muy atractiva y culta y estoy seguro de que hubiera sido para él una excelente esposa.
Sólo una vez traté de insinuarle que su dulzura para con él podía dañarlo físicamente, pero la sospecha del reproche la hubiera enojado y evidentemente no podía o no quería comprender lo que quería decirle sin darle una explicación física que seguramente hubiera resentido. Tuve que dejarla con lo que ella hubiera llamado su daimon, porque era tan afectadamente pedante como la Princesa de Tennyson o cualquier otra heroína victoriana.
También llegué a conocer bastante bien a su hermano Ned. Era un joven alto y guapo con hermosos ojos grises. Buen atleta, pero un cerebro vulgar.
El padre era el más interesante de toda la familia, aunque sólo fuera por su prodigiosa vanidad. Tenía noble aspecto: una cabeza grande y hermosa con cabellos de plata, coronando una figura corpulenta bastante más alta que la media. Pese a sus pretensiones de superioridad, encontré limitado su pensamiento, porque aceptaba todas las convenciones familiares americanas, creyendo, o más bien sabiendo, que el pueblo americano, «en especial la buena gente de Nueva Inglaterra, era la sal de la tierra, la mejor gente que podía encontrarse».
Su inteligencia queda demostrada por el hecho de que procurara encontrar una razón a este convencimiento.
—El roble inglés es bueno —dijo sentenciosamente un día—, pero el nogal americano es más duro. Esta certeza mía es razonable —agregó—, porque el último período glacial barrió el suelo fértil de Nueva Inglaterra y lo hizo duro de pelar. Y los ingleses que vinieron aquí por problemas de conciencia, eran lo más selecto del viejo país, y durante generaciones se vieron obligados a ganarse la vida con el suelo más pobre y en el peor clima del mundo, rodeados por indios hostiles que aguzaron su combatividad y eliminaron a los débiles y a los inútiles.
Había cierto grado de verdad en lo que decía, pero esto fue lo más cercano a un pensamiento original que jamás le haya escuchado expresar: y su intenso fervor patriótico me hacía dudar de su inteligencia.
Me deleitó descubrir que Smith lo juzgaba de la misma manera.
—Un abogado de primera categoría, creo —fue su juicio—, un hombre amable y sensato.
—Un poco más alto que la media —fue mi interpretación.
—Y aunque está considerablemente por encima de la media en cuanto a volumen, nunca hubiera hecho nada notable en literatura o en el mundo del pensamiento —agregó sonriendo.
A medida que transcurría el año, las cartas de Smith fueron haciéndose más apremiantes y finalmente fui a reunirme con él en Filadelfia.