A los dieciocho años
Venus toute entière à sa proie attachée
Me propuse no escribir más que la verdad en estas páginas, y sin embargo ahora soy consciente de que mi memoria me ha jugado bromas. En un artista, es lo que los pintores llamarían escorzos. Es decir, cosas que se produjeron a lo largo de meses, se amontonan en unos pocos días, pasando, por decirlo así, de cumbre en cumbre de sensación, y así el efecto de la pasión queda realzado por la eliminación parcial del tiempo. No puedo hacer otra cosa más que advertir a mis lectores que en realidad algunas escenas amorosas que describiré estuvieron separadas por semanas y a veces por meses, que las pepitas de oro fueron «descubrimientos» ocasionales en un desierto.
Después de todo, no puede importarle a mis «gentiles lectores», y los buenos lectores habrán adivinado ya que, cuando se resumen dieciocho años en nueve capítulos[31], es preciso dejar fuera algunos sucesos menores, dedicándose sobre todo a los importantes. Por fortuna, estos llevan su mensaje.
Con mi conocimiento sucedió como con mis pasiones. Trabajé febrilmente día tras día. Cada vez que encontraba un pasaje como el de la construcción del puente, en César, me negaba a cargar mi memoria con las docenas de palabras nuevas, porque pensaba, y sigo pensando, que el latín es comparativamente poco importante, y que lo más cercano a un gran hombre que han producido los latinos han sido Tácito o Lucrecio. Ninguna persona sensata se tomaría el trabajo de dominar una lengua para conocer los escritores de segunda línea. Pero las palabras griegas nuevas eran preciosas para mí, así como las palabras nuevas en inglés, y acostumbraba a memorizar cada pasaje en el que las encontraba, salvo los coros como el de las aves en Aristófanes, donde menciona pájaros que me son desconocidos en la realidad.
Descubrí que Smith conocía ese tipo de palabra en ambas lenguas. Un día se lo pregunté y él admitió que había leído todo lo escrito en griego clásico, siguiendo el ejemplo de Hermann, el famoso erudito alemán, y creía saber casi todas las palabras.
Yo no deseaba esa perfección pedante. No tengo pretensiones de erudición de ningún tipo y en realidad el aprendizaje de cualquier índole me deja indiferente, a menos que conduzca a una mayor comprensión de la belleza o a ese ensanchamiento del espíritu por simpatía que es otra forma de la sabiduría. Pero lo que deseo subrayar aquí es que en ese primer año con Smith aprendí de memoria docenas de coros de los dramaturgos griegos y la totalidad de la Apología y el Critias de Platón, pensando entonces, cosa que aún creo, que el Critias es un modelo de cuento corto más importante que cualquiera de las especulaciones de Platón. ¡Platón y Sófocles! Valía la pena pasar cinco años de duro trabajo para acceder a su intimidad y hacer de ellos espíritus hermanos de mi alma. ¿Acaso Sófocles no me dio a Antígona, el prototipo de la nueva mujer en todo tiempo, en su sagrada rebelión contra las leyes obstaculizadoras y las convenciones distorsionantes, el eterno modelo de esa intrépida afirmación del amor que está más allá del sexo y por encima de él, en el verdadero corazón de lo divino?
Y el Sócrates de Platón me llevó a aquel alto lugar donde el hombre se transforma en Dios, habiendo aprendido la obediencia a la ley y la alegre aceptación de la muerte. Pero, aun ahí, necesitaba a Antígona, hermosa melliza de Bazaroff[32], por lo menos tan importante como él, comprendiendo intuitivamente que el trabajo de mi vida también sería sobre todo de rebelión y que el castigo padecido por Sócrates y arriesgado por Antígona, sería casi con seguridad el mío. Porque estaba destinado a conocer peores oponentes. ¡Después de todo, Creonte sólo era estúpido, mientras que Sir Thomas Horridge[33] era maligno y Woodrow Wilson indescriptible!
Una vez más, me adelanto cincuenta años en mi historia.
Pero en lo que he escrito de Sófocles y Platón el lector adivinará, espero, mi intenso amor y admiración por Smith, quien me condujo, como Virgilio a Dante, al mundo ideal que rodea nuestra tierra con ilimitados espacios de cielo púrpura, barrido por el viento y encendido de estrellas.
Si pudiera explicar lo que la compañía diaria de Smith hizo por mí, apenas necesitaría escribir este libro, porque, como todo lo que he escrito, parte de lo mejor le pertenece a él tanto como a mí. Durante el primer año y medio, yo era en su presencia como una esponja, absorbiendo aquí esta verdad, allá aquella otra, apenas consciente de un impulso original. Sin embargo, como se verá, durante todo ese tiempo yo lo aconsejaba y ayudaba con mi conocimiento de la vida. ¡Nuestra relación era casi como la de un esposo pequeño y práctico con una Aspasia sabia e infinitamente culta! Quiero decir aquí que, contra todas las probabilidades, en los años que duró nuestra intimidad, viviendo juntos durante más de tres años, jamás encontré en él una falta de carácter o comprensión, salvo la que lo llevó a la muerte.
Pero ahora debo dejarlo un momento y volver a la señora Mayhew. Por supuesto, fui a verla la tarde siguiente, antes de las tres. Me recibió sin una palabra, con tanta gravedad que ni siquiera la besé. En cambio, comencé a explicarle lo que Smith significaba para mí y cómo jamás podría hacer bastante por él, que lo era todo para mi mente, así como ella (¡qué Dios me perdone!) lo era todo para mi corazón y mi cuerpo. Besé sus labios fríos mientras ella sacudía tristemente la cabeza.
—Nosotras las mujeres tenemos un sexto sentido cuando estamos enamoradas —comenzó—. Siento en ti una influencia nueva. Huelo el peligro en el aire que traes. No me pidas que lo explique. No puedo, pero mi corazón está pesado y frío como la muerte. Si me dejas, habrá una catástrofe. La caída desde semejante altura de felicidad debe ser fatal. Si puedes sentir placer lejos de mí, es que ya no me amas. ¡Yo no siento ninguno excepto al tenerte, al verte, al pensar en ti! ¡Ninguno! Oh, ¿por qué no puedes amar como una mujer? ¡No, como yo amo! Sería el cielo. Porque tú y sólo tú satisfaces a la insaciable. ¡Me dejas bañada en bendición, suspirando de satisfacción, feliz como la Reina del Cielo!
—Tengo mucho que decirte, cosas nuevas —comencé, apresuradamente—. Ven arriba —dije, interrumpiéndome—. Quiero verte cómo eres ahora, con el color en las mejillas, la luz en tus ojos, la vibración de tu voz. ¡Ven!
Y ella me siguió como una sibila pesarosa.
—¿Quién te dio el tacto —comenzó, mientras nos desvestíamos—, el tacto de alabar siempre?
Yo la cogí y me quedé desnudo contra ella, cuerpo a cuerpo.
—¿Qué cosas nuevas tienes para decirme? —pregunté, llevándola a la cama y tendiéndome a su lado, acurrucándome contra su cuerpo cálido.
—Siempre hay algo nuevo en mi amor —gritó, tomando mi rostro entre sus manos delgadas y uniendo sus labios a los míos—. Oh, cómo te deseé ayer, porque yo misma llevé la carta y te oí hablar en tu habitación, tal vez con Smith —agregó, mirándome a los ojos—. Anhelo creerlo, pero cuando escuché tu voz o imaginé escucharla, sentí que los labios de mi sexo se abrían y se cerraban y luego comenzó a arder y picarme de manera intolerable. Estaba a punto de ir a buscarte, pero en lugar de eso, me volví y me fui de prisa, furiosa contigo y conmigo…
—No te dejaré decir eso —grité, separando sus muslos blandos mientras hablaba y deslizándome entre ellos.
Un momento después mi sexo estaba en ella y éramos un solo cuerpo, mientras yo me retiraba lentamente y luego volvía a entrar, con su cuerpo desnudo estrechado contra el mío.
—Oh —gritó—, cuando te retiras mi corazón sigue a tu sexo por miedo a perderlo y cuando vuelves a entrar, se abre extasiado y te quiere todo, todo… —y me besó con los labios calientes.
—¡Aquí hay algo nuevo! —exclamó—. ¡Alimento de mi amor para tu vanidad! Aunque me vuelves loca con tus embestidas, porque en un momento estoy caliente y seca de deseo y al siguiente húmeda de pasión, bañada en amor, podría vivir contigo toda mi vida sin tenerte, si así lo desearas, o si fuera bueno para ti. ¿Me crees?
—Sí —repliqué, continuando el juego amoroso, pero retirándome ocasionalmente para frotar su clítoris con mi sexo y volviendo a enterrarlo en su coño hasta la empuñadura.
—Las mujeres no tenemos alma, sino amor —dijo débilmente, con los ojos empañados—. Me atormento pensando en un nuevo placer para ti y sin embargo me dejarás, siento que lo harás, por alguna chica tonta que no puede sentir lo que yo siento o darte lo que yo te doy… —y comenzó a jadear—. He estado pensando cómo darte más placer. Déjame probar. Querido, amo tu semen. No lo quiero en mi sexo; quiero sentirte estremecer, así que lo quiero en mi boca. Quiero beber tu esencia y lo haré… —y uniendo la acción a la palabra, se bajó en la cama y tomó mi sexo con su boca, comenzando a frotarlo arriba y abajo hasta que mi semen salió en largos chorros, llenándola mientras ella tragaba ávidamente.
—Y ahora, ¿no te amo, señor? —exclamó, volviendo a mi lado y acurrucándose contra mí—. Espera a que alguna chica te haga esto y sabrás que te ama hasta la locura o mejor, hasta la auto–destrucción[34].
—¿Por qué hablas de alguna otra chica? —bromeé—. Yo no te imagino yendo con otro hombre. ¿Por qué tienes que atormentarte sin motivo?
Ella sacudió la cabeza.
—Mis temores son proféticos —suspiró—. Deseo creer que todavía no ha sucedido, y sin embargo… ¡ah, Dios, la idea torturante! El simple espanto de que vayas con otra me vuelve loca. Podría matar a ta perra. ¿Por qué no se consigue un hombre que sea suyo? ¿Cómo se atreve a mirarte? —y me estrechó contra ella.
Nada reacio, volví a penetrarla y comencé el movimiento lento que la excitaba tan rápidamente y a mí tan gradualmente, porque aunque usaba mi habilidad para darle el mayor placer, no podía evitar la comparación y comprendí que el conejito de Kate era más pequeño y más firme y me daba infinitamente más placer. Sin embargo, seguí para su deleite. Y ahora comenzó otra vez a jadear y ahogarse y, mientras yo continuaba trabajando su cuerpo y tocando el útero con cada lento empujón, comenzó a gritar inarticuladamente con pequeños gritos cortos que fueron creciendo en intensidad, hasta que de pronto chilló como un conejo herido y luego rio, terminando con una tormenta de suspiros y sollozos y ríos de lágrimas.
Como de costumbre, su intensidad me enfrió un poco, porque su paroxismo no despertaba en mí un ardor similar, incluso impedía mi placer con los movimientos graciosos e irregulares que hacía.
De pronto, escuché pasos que se alejaban de la puerta. Pasos ligeros, furtivos. ¿Quién podía ser? ¿La sirvienta o…?
Lorna también los había escuchado y aunque todavía jadeaba y tragaba convulsivamente, escuchó con atención, mientras sus grandes ojos vagaban. Supe que podía dejarle las riendas. Mi tarea era tranquilizarla y acariciarla.
Me levanté y fui hacia la ventana abierta para respirar, un poco de aire, y de pronto vi a Lily corriendo velozmente por el césped y desapareciendo en la casa contigua. ¡De modo que ella era la oyente! Cuando recordé los gritos jadeantes de Lorna, sonreí para mis adentros. Supuse que si Lily trataba de explicárselos, pasaría una hora incómoda.
Cuando Lorna se hubo vestido —y se vistió a toda prisa y bajó rápidamente las escaleras para convencerse, creo, de que su negra no la había espiado— la esperé en la sala. Debía advertirla que mis «estudios» sólo me permitían dedicar un día a la semana a nuestros placeres.
—¡Oh! —exclamó, palideciendo mientras se lo explicaba—. ¡No me había equivocado!
—Pero Lorna —supliqué—, ¿no dijiste que podías pasarte sin mí si era por mi bien?
—¡No, no, no, mil veces no! —gritó—. Dije que si estuvieras conmigo siempre, podría arreglármelas sin pasión. ¡Pero esta ración de hambre de una vez por semana! Vete, vete —gritó—, o diré algo de lo que me arrepentiré después. ¡Vete! —y me empujó fuera. Pensándolo mejor en vista del futuro, me fui.
La verdad es que estaba contento. La novedad es el alma de la pasión. Hay un viejo proverbio inglés que dice: «Coño nuevo, vigor nuevo». Mientras volvía a casa, pensé más a menudo en la figura esbelta y oscura de Lily que en la mujer de cuyo cuerpo conocía cada valle y colina. Mientras que Lily, con sus caderas estrechas y sus flancos derechos, debía tener un sexo diminuto. «Maldita Lily», pensé, y me apresuré a reunirme con Smith.
Bajamos a cenar juntos y presenté Smith a Kate. Fueron corteses, pero cuando ella se volvió hacia mí me escrutó con curiosidad, con las cejas alzadas en un gesto de «Sé lo que sé», que pronto iba a serme familiar.
Después de la comida, tuve una larga charla con Smith en su habitación. Una conversación de corazón a corazón que alteró nuestras relaciones.
Ya he dicho que más o menos cada quince días, Smith se enfermaba. Yo no tenía idea de la causa ni noción de la magnitud de la enfermedad. Esa noche se sintió nostálgico y me lo contó todo.
Parece que siempre había pensado que era muy fuerte, hasta que se fue a estudiar a Atenas. Allí trabajó prodigiosamente y, casi al principio de su estancia, conoció a una chica griega de la clase alta que hablaba griego con él y finalmente se le entregó apasionadamente. Lleno de vigor juvenil siempre despierto por vivas fantasías, me dijo que por lo general la primera vez se corría tan pronto como la penetraba y que, con el objeto de darle placer, se veía obligado a correrse dos o tres veces y que esto lo agotaba. Admitió que se había abandonado a este frenético juego amoroso día tras día. Cuando regresó a los Estados Unidos, trató de sacarse de la cabeza a esta chica griega. Pero pese a todo lo que hizo, tenía sueños de amor que terminaban en orgasmo y poluciones más o menos una vez cada quince días. Y después de un año, estas poluciones quincenales comenzaron a provocarle dolores intensos en la parte inferior de la espalda, que duraban unas veinticuatro horas, evidentemente hasta haber secretado más semen. Yo no podía imaginar cómo una polución quincenal podía debilitar y molestar a un hombre joven del vigor y la salud de Smith, pero en cuanto presencié sus sufrimientos, empleé mi ingenio y le conté el truco mediante el cual había terminado con mis sueños húmedos en la escuela de Inglaterra.
De inmediato, Smith aceptó probar mi remedio y, como se acercaba el fin de la quincena, fui en seguida en busca de una cuerda y noche tras noche até su miembro rebelde. El remedio funcionó durante algunos días; luego salió y pasó la tarde y la noche en casa del juez Stephen, y volvió a enfermar. Por supuesto, no había habido ninguna conexión. De hecho, en mi opinión hubiera sido mucho mejor para Smith si la hubiera habido, pero la proximidad de la muchacha que amaba y, por supuesto, los besos que se permiten a las parejas de prometidos según la costumbre americana, se produjeron sin ningún tipo de control, y cuando se fue a dormir, su sueño terminó en un orgasmo. Lo peor de todo fue que como mi remedio había evitado que soñara con un clímax durante dieciocho o veinte días, soñó una segunda vez y tuvo otra polución que lo redujo a un estado de miseria y de dolor aún más intenso que lo habitual.
Combatí el mal con todo el ingenio que poseía. Conseguí que Ned Stephens prestara un caballo al profesor. Yo tenía a Blue Devil, y salíamos a cabalgar dos o tres veces por semana. También conseguí guantes de boxeo y pronto Ned o yo teníamos un combate con Smith todos los días. Gradualmente, estos ejercicios mejoraron su salud general y cuando hube atado la cuerda todas las noches durante más o menos un mes, aumentó de peso y ganó fortaleza de manera sorprendente.
Lo peor de esto es que la mejora de su salud siempre llevaba a uno o dos días pasados con su prometida, que lo desbarataban todo. Le aconsejé casarse y después controlarse enérgicamente. Pero él deseaba ponerse bien primero y ser otra vez vigoroso como antes. Hice todo lo que pude para ayudarlo, pero durante mucho tiempo no sospeché que unta polución ocasional podía tener consecuencias serias. Cuando éramos escolares, solíamos hacer bromas con eso. ¿Cómo podía imaginar…? Pero como son las naturalezas mejores y más ajustadas las que son pasibles de sufrir de esta manera, diré lo que sucedió paso a paso. Baste decir que mientras estuvo conmigo en casa de los Gregory, estuvo más saludable que en ningún otro momento anterior y que yo esperaba continuamente una mejoría permanente.
Después de esa primera charla nuestra en casa de los Gregory, bajé al comedor con la esperanza de encontrar a Kate sola. Fui afortunado. Había convencido a su madre, que estaba cansada, de que se fuera a la cama, y es taba terminando la limpieza.
—Quiero verte, Kate —dije, tratando de besarla.
Ella apartó la cabeza.
—Será por eso que has estado fuera toda la tarde, supongo —y me echó una mirada de soslayo.
Se me ocurrió una idea.
—¡Kate —exclamé—, debía hacerme tomar las medidas para mi ropa nueva!
—¡Perdóname! —exclamó en seguida, porque la excusa le pareció válida—. Pensé, temía… oh, sospecho sin razón, lo sé… estoy celosa sin motivos. ¡Vaya! ¡Confieso! —y los grandes ojos color avellana me miraron llenos de amor.
Yo jugué con sus senos, murmurando:
—¿Cuándo voy a verte desnuda, Kate? Lo deseo. ¿Cuándo?
—¡Has visto la mayor parte de mí! —y rio gozosamente.
—Muy bien —dije, volviéndome—. Si estás decidida a reírte de mí y ser mezquina conmigo…
—¡Mezquina contigo! —gritó, cogiéndome y haciéndome dar la vuelta—. Me resultaría más fácil serlo conmigo. Estoy contenta de que quieras verme, contenta y orgullosa y esta noche, si dejas tu puerta abierta, iré. ¡Mezquina! Oh… —y me entregó su alma con un beso.
—¿No es arriesgado? —pregunté.
—Hoy por la tarde probé las escaleras —dijo, resplandeciente—. No crujen. Nadie oirá, de modo que no te duermas o te sorprenderé.
Para sellar el pacto, puse la mano bajo sus ropas y acaricié su sexo. Estaba caliente y pronto se abrió para mí.
—¡Bueno, señor, vete —dijo sonriendo— o me obligarás a ser muy mala y tengo mucho que hacer!
—¿Qué quieres decir con «mala»? —pregunté—. ¡Dime lo que sientes, por favor!
—Siento latir mi corazón —dijo— y, y… oh, espera hasta la noche y trataré de decírtelo, querido —y me alejó de un empujón.
Por primera vez en mi vida, observo aquí que el arte del escritor no sólo es inferior a la realidad en cuanto a intensidad de sensación y emoción, sino también más igual, incluso monótono, en lo que se refiere a mostrar las mínimas diferencias que la personalidad expresa. Al describir el amor de Kate después del de la señora Mayhew, parezco estar repitiéndome, haciendo del sentimiento de la muchacha una réplica más desvaída del de la mujer. En realidad, ambas eran completamente diferentes. Los sentimientos de la señora Mayhew, reprimidos durante largo tiempo, se inflamaban con el calor de una tarde de julio o agosto, mientras que en los de Kate se sentía la novedad y frescura de una mañana de verano, atravesada por la insinuación del calor por venir. Y hasta esta comparación es inepta, porque deja fuera el efecto de la belleza de Kate, los grandes ojos de avellana, la piel sonrosada, el cuerpo soberbio. Además, en Kate había el encanto del espíritu. Lorna Mayhew jamás tocaría una cuerda que no surgiese de la pasión. En Kate yo sentía una personalidad espiritual y el estremecimiento de las posibilidades no desarrolladas. Y sin embargo, esforzándome al máximo, no he mostrado al lector la enorme superioridad de la muchacha y su amor menos egoísta. Pero todavía no he terminado.
Smith me había prestado The Mill on the Floss. Yo no había leído a George Elliot y descubrí que este libro casi merecía su alabanza. Había leído casi hasta la una de la mañana, cuando mi corazón la escuchó. ¿O era un estremecimiento de expectación? Al minuto siguiente, se abrió la puerta y ella entró con el cabello sobre los hombros y una larga bata que le cubría hasta los pies enfundados en medias. Me levanté como un relámpago, pero ella ya había cerrado la puerta y pasado el cerrojo. La llevé a la cama y le impedí que se quitara la bata.
—Déjame que te quite las medias primero —susurré—. ¡Quiero tenerte totalmente grabada en mí!
Un momento después estaba desnuda y la oscilante llama de la bujía proyectaba singulares arabescos de luz en su cuerpo de marfil. Miré y miré. Desde el ombligo para abajo era perfecta; la hice volverse, y también la espalda y el trasero lo eran, aunque algo grandes. ¡Pero, ay, los senos eran demasiado grandes para ser bellos, demasiado blandos como para excitar! Debo pensar sólo en la curva audaz de sus caderas, reflexioné, en el esplendor de los muslos firmes, cuya carne tiene el contorno duro del mármol, y en su… sexo. La puse sobre la cama y le abrí los muslos. Su conejito era perfecto.
En seguida quise penetrarla, pero ella suplicó.
—Por favor, querido, ven a la cama. Tengo frío y te necesito.
De modo que me acosté y empecé a besarla.
Pronto se calentó y yo me saqué el camisón mientras acariciaba su sexo con el dedo medio. Se abrió rápidamente.
—¡Eh, eh! —dijo, reteniendo el aliento—. Todavía duele.
Puse suavemente mi sexo contra el suyo, moviéndolo despacio arriba y abajo, hasta que levantó las rodillas para dejarme entrar. Pero en cuanto entró la cabeza, su cara se retorció un poco por el dolor y como yo había tenido una larga tarde, estaba más que inclinado a perdonar, de modo que me retiré y me acomodé a su lado.
—–No puedo soportar hacerte daño —dije—. El placer del amor debe ser natural.
—¡Eres dulce! —susurró—. Estoy contenta de que te hayas detenido, porque eso demuestra que realmente te importo, y no sólo por el placer —y me besó amorosamente.
—Kate, recompénsame —dije—, diciéndome qué sentiste cuando te poseí por primera vez —y puse su mano sobre mi sexo caliente y rígido para estimularla.
—Es imposible —dijo, ruborizándose un poco—. Había tantos sentimientos nuevos. Bueno, esta noche, mientras estaba en cama esperando que pasara el tiempo y pensando en ti, sentí una extraña sensación de picazón en la parte interior de los muslos que nunca había sentido y ahora —y escondió su rostro luminoso contra mi cuello— ¡la siento otra vez! El amor es curioso, ¿no es cierto? —susurró un momento después—. Ahora esa sensación se ha ido y la parte delantera de mi sexo quema y pica. ¡Oh, debo tocármelo!
—¡Déjame a mí! —grité, y un instante después estaba sobre ella, pasando mi órgano arriba y abajo por su clítoris, la entrada, por llamarla así, del templo del Amor. Un poco después, ella misma metió la cabeza dentro de su conejito caliente y seco y después cerró los ojos como si le doliera, para evitar que fuese más adelante. Pero yo empecé a frotar mi sexo arriba y abajo sobre su botoncito, dejándolo deslizarse dentro de vez en cuando, hasta que gimió y sus jugos se vertieron y mi arma se deslizó en ella de manera natural. Pronto comencé los suaves y lentos movimientos de entrada y salida que aumentaron enormemente su excitación, dándole más y más placer, hasta que me corrí e inmediatamente ella apartó mi torso de sus senos con ambas manos, mostrando su rostro resplandeciente.
—¡Para, nene —barbotó—. Por favor, mi corazón está a punto de reventar! Yo también me corrí, sabes, contigo —y en verdad la sentí temblar convulsivamente.
Me retiré y para estar seguros la hice usar la jeringa, cuya eficacia ya le había explicado. Estuvo adorablemente torpe y cuando terminó, volví a llevarla a la cama y la apreté contra mí, besándola.
—¡De modo que me amas de verdad, Kate!
—De verdad —dijo—. ¡No sabes cuánto! Trataré de no volver a sospechar nada ni estar celosa otra vez —y continuó—: Es una cosa odiosa, ¿no es verdad? Pero quiero ir a tu clase. ¿Me llevarías una vez a la universidad?
—Pero por supuesto —exclamé—. Me alegraría muchísimo. Te llevaré mañana por la tarde. O mejor —agregué—, sube a la colina a las cuatro y nos encontraremos en la entrada.
De modo que lo arreglamos así y Kate regresó a su habitación tan sigilosamente como había venido.
A la tarde siguiente la encontré esperando en el hall de la universidad diez minutos antes de la hora, porque como nuestras clases comenzaban a la hora exacta, terminaban cuarenta y cinco minutos después, para darnos tiempo a llegar a cualquier otra clase. Después de mostrarle todo lo que podía interesarle, regresábamos a casa riendo y hablando cuando, a cien yardas de la casa de la señora Mayhew, nos encontramos cara a cara con esta dama. No sé cuál era mi aspecto, porque como era algo miope, no la reconocí hasta que estuvo a diez yardas de mí. Pero su mirada me traspasó. Se inclinó con una mirada que nos incluía a ambos. Yo levanté mi sombrero y pasé.
—¿Quién es esa? —exclamó Kate—. ¡Nos miró de una manera tan extraña!
—Es la esposa de un jugador —repliqué tan indiferentemente como pude—. Él me da trabajo de vez en cuando —continué, prediciendo extrañamente el futuro.
Kate me miró, sondeándome, y luego dijo:
—No me importa. ¡Me alegro de que sea bastante vieja!
—¡Tan vieja como nosotros dos juntos! —contesté traidoramente, y continuamos.
Estas escenas amorosas con la señora Mayhew y Kate, más mis lecciones y charlas con Smith, son bastante representativas de mi vida durante el año que transcurrió entre mis diecisiete y dieciocho años, con la sola excepción de que mis tardes con Lorna fueron resultándome cada vez menos agradables. Pero ahora debo relatar circunstancias que volvieron a afectar mi vida.
No habían pasado cuatro meses aún desde que me había mudado a casa de los Gregory, cuando Kate me dijo que hacía quince días mi hermano había dejado de pagar mi pensión.
—No importa, querido —agregó dulcemente—, pero pensé que debías saberlo y odiaría que alguien te ofendiera, de modo que decidí pagarlo yo misma.
La besé, dije que era muy tierno de su parte y partí en busca de Willie. Se excusó, de manera voluble pero no convincente, y terminó por darme un cheque, pidiéndome al mismo tiempo que le dijera a la señora Gregory que él también se alojaría en su casa.
El incidente me hizo pensar. Hice prometer a Kate que me avisaría si él dejaba de pagar lo que se debía y utilicé el suceso para excusarme con Lorna. Fui a verla y le dije que debía pensar de inmediato en ganarme la vida. Todavía tenía unos quinientos dólares, pero quería adelantarme a la necesidad. Además, me proporcionó una buena excusa para no visitarla ni siquiera semanalmente.
—¡Debo trabajar! —repetía, aunque estaba avergonzado de la mentira.
—¡No me atormentes, querido! —rogó ella—. Ya es bastante dolorosa mi imposibilidad de ayudarte. Dame tiempo para pensar. Sé que Mayhew está en una situación bastante buena. Dame uno o dos días, pero ven cuando puedas. Ya ves, no tengo orgullo cuando se trata de ti. Me limito a rogar como un perro un trato amable, en bien de mi amor. Nunca hubiera creído que podía transformarme así. Siempre fui tan orgullosa. Mi esposo me llama «orgullosa y fría». ¡Yo fría! Es verdad que tiemblo cuando escucho tu voz, pero es el temblor de la fiebre. Cuando entraste ahora inesperadamente y me besaste, sentí oleadas de calor por todo el cuerpo. Mi útero se mueve dentro de mí. Nunca sentí eso hasta que te amé y ahora, por supuesto, mi sexo arde… desearía ser fría. Una mujer fría podría gobernar el mundo. ¡Pero no! No querría cambiar, así como tampoco quise ser nunca un hombre, nunca. ¡Aunque había otras chicas que decían que les hubiera gustado cambiar de sexo, yo nunca! Y desde que me casé, menos que nunca. ¿Qué es un hombre? Su amor ha terminado antes de que el nuestro empiece.
—¿De veras? —la interrumpí, sonriendo.
—¡Tú no, mi amor! —exclamó—. ¡Oh, tú no, pero tú eres más que un hombre! Ven, no perdamos tiempo hablando. Ahora te tengo; llévame a nuestro Cielo. Estoy lista, «madura», como dices tú. Voy a nuestra cama como si fuera a un altar. Si voy a tenerte aún menos que una vez por semana, no vuelvas durante diez días. Entonces estaré bien otra vez y seguramente podrás darme la leche de varios días. Quiero alcanzar las alturas y asir la ilusión, llenando una cálida semana con esta bendición, y después, la muerte durante quince días. ¡Qué desdichadas somos las mujeres! Ven, querido, yo seré tu vaina y tú serás la espada que me penetra. ¡Pero te ayudaré! —gritó de pronto—. ¿Qué es lo que te dijo esa chica? ¿Qué debías el dinero de la comida?
Yo asentí y ella resplandeció.
—¡Oh, te ayudaré, no temas! Nunca me gustó esa muchacha. Es descarada y presuntuosa y… ¡oh! ¿Por qué paseabas con ella?
—Quería ver la universidad —dije— y no podía rehusarme.
—Oh, págala —exclamó— pero no pasees con ella; es vulgar. ¡Imagínate, mencionarte el dinero a ti, querido!
Esa misma noche recibí una nota de Lorna, diciéndome que su marido deseaba verme.
Encontré al hombrecito en la sala y me propuso que fuera a su local todas las noches después de la cena y me sentara a leer junto a la puerta, pero con un Colt a mano, de modo que nadie pudiera robarle y escapar con el botín.
—Me sentiría más seguro —terminó—, y mi esposa me dice que es usted un tirador seguro y acostumbrado a la vida salvaje. ¿Qué me contesta? Le daría sesenta dólares al mes y más de la mitad del tiempo estaría usted libre antes de la medianoche.
—Es muy amable de su parte —exclamé, con las mejillas ardiendo—, y también de parte de la señora Mayhew. Lo haré y le ruego que crea que nadie lo molestará y se irá con la piel entera —y así quedó acordado.
¿No son maravillosas las mujeres? En medio día había resuelto mi problema y descubrí que las horas que pasaba en el salón de juego de Mayhew eran más valiosas de lo que había imaginado. El hombre medio se revela más en el juego que en el amor o la bebida, y quedé estupefacto al comprobar que muchos de los llamados mejores ciudadanos apostaban con Mayhew de vez en cuando. No creo que hubiera juego limpio. Él ganaba demasiado constantemente para que así fuera. Pero en la medida en que los clientes aceptaran los resultados, no era asunto mío. Y con frecuencia, después de haber despojado a un hombre de todo lo que poseía, mostraba su amabilidad devolviéndole algunos dólares.
Como es natural, el hecho de estar trabajando para su marido me introdujo más en la sociedad de la señora Mayhew. Unas dos veces por semana tenía que pasar la tarde con ella, y la obligación me fastidiaba. Kate también ponía objeciones a mis visitas. Me había visto entrar en casa de la señora Mayhew y supongo que adivinó el resto, porque al comienzo se mostró fría conmigo y evitaba hasta mis besos.
—Me has enfriado —exclamó—. Creo que nunca podré volver a amarte por completo.
Pero cuando entré en ella… y realmente la excité, me besó de pronto con fervor y sus ojos gloriosos estaban llenos de grandes lágrimas.
—¿Por qué lloras, querida? —pregunté.
—Porque no puedo poseerte como tú me posees —gritó—. ¡Oh —continuó, apretándome contra ella—, creo que el placer aumenta con el miedo espantoso y el odio… oh, ámame a mí y sólo a mí, amor mío!
Por supuesto, prometí fidelidad, pero me sorprendió advertir que también mi deseo por Kate comenzaba a disminuir.
El arreglo con los Mayhew tuvo un final inesperado y prematuro. De vez en cuando, Mayhew hacía un torneo con otro jugador, y apenas habían pasado tres meses desde que había comenzado a trabajar con él, cuando un jugador de Denver hizo con él una gran competición y le propuso que unieran sus fuerzas y Mayhew se trasladara a Denver.
—Allí se hace más dinero en una semana —dijo— que en un mes en Lawrence.
Finalmente convenció a Mayhew, que tuvo la prudencia de no decirle nada a su esposa hasta que estuvo todo arreglado. Ella enloqueció, pero no pudo hacer otra cosa que ceder y tuvimos que separarnos. Mayhew me dio cien dólares como indemnización, y Lorna una tarde inolvidable, sorprendente, que debo tratar de describir ahora.
Al día siguiente de este regalo, no fui a casa de los Mayhew, dejando a Lorna suponer que lo daba todo por terminado. Pero al otro día recibí un mensaje suyo, un imperioso: «Ven en seguida. Debo verte».
Por supuesto, fui, aunque reacio.
Tan pronto como entré en la habitación, ella se levantó del sofá y se acercó a mí.
—Si te consigo trabajo en Denver, ¿vendrás?
—¿Cómo? —pregunté, totalmente estupefacto—. Sabes que estoy atado aquí por la universidad y también quiero entrar en un despacho de abogado. Además, no podría dejar a Smith; jamás he conocido un maestro igual. Creo que nunca podría encontrar otro igual en ninguna parte.
Ella asintió.
—Ya veo —suspiró—. Supongo que es imposible. Pero debo verte —exclamó—. Si no tuviera la esperanza… qué digo… la certeza de volverte a ver, no me iré. ¡Prefiero matarme! ¡Me emplearé como sirvienta y me quedaré contigo, querido, y te cuidaré! No me importa hacer cualquier cosa, con tal de que estemos juntos. Estoy casi loca de miedo de perderte.
—Todo es una cuestión de dinero —dije tranquilamente, porque la idea de que se quedara me aterrorizaba—. Si puedo ganar dinero, me encantaría ir a Denver para las vacaciones. En verano debe ser estupendo, a seis mil metros por encima del nivel del mar. Me encantaría.
—Si te envío el dinero, ¿vendrás?
Hice una mueca.
—No puedo tomar dinero de… un amor (dije «amor» en lugar de decir «mujer»; no era tan feo) —pero Smith dice que puede conseguirme trabajo y todavía me queda un poco. Iré en las vacaciones.
—¡Serán días santos para mí[35]! —dijo solemnemente, y después, con un rápido cambio de humor—: Prepararé una hermosa habitación para nuestro amor en Denver. Pero debes venir para Navidad. No podría esperar hasta el verano. Oh, cómo sufriré por ti… sufriré.
—Sube —la incité, y vino y nos metimos en la cama. La encontré loca de deseo, pero después de haberla llevado a la histeria en una hora, cuando yacía llorando en mis brazos, dijo de pronto—: Prometió venir temprano esta tarde y dije que le tendría preparada una sorpresa. Cuando nos encuentre juntos, así, será una sorpresa, ¿no te parece?
—¡Pero tú estás loca! —grité, levantándome como un rayo—. ¡Nunca podré visitarte en Denver si tenemos una pelea aquí!
—Es verdad —dijo, como si estuviera soñando—, es verdad. Es una lástima. Me hubiera gustado ver su estúpida cara estirándose de asombro, pero tienes razón. ¡Apresúrate! —gritó, y salió de la habitación en un instante.
Cuando regresó, yo ya estaba vestido.
—Baja y espérame —ordenó—, en nuestro sofá. Si golpea, ábrele la puerta. Será una sorpresa, aunque no tan grande como la que había planeado —agregó riendo con estridencia.
—¿Te vas sin besarme? —dijo cuando yo estaba en la puerta—. Bueno, ve, está bien, ve, porque si vuelvo a sentir tus labios, podría retenerte.
Bajé y ella me siguió minutos después.
—¡No puedo soportar que te vayas! —dijo—. ¡Cómo duelen las despedidas! —susurró—. ¿Por qué deberíamos separarnos otra vez, querido mío? —y me miró con ojos arrobados—. En esta vida nada que no sea el amor vale la pena. Hagamos inmortal al amor, tú y yo, yendo juntos a la muerte. ¿Qué perdemos? ¡Nada! ¡Este mundo es una cáscara vacía! ¡Ven conmigo, amor, y buscaremos juntos la muerte!
—Oh, quiero hacer tantas cosas antes —exclamé—. El imperio de la muerte es eterno, pero esta breve tarea de la vida, su aventura, sus cambios, sus inmensas posibilidades, me atraen. No puedo dejarla.
—¡El cambio! —gritó con las narices dilatadas, mientras sus ojos se ensombrecían—. ¡El cambio!
—Estás decidida a malinterpretarme —exclamé—. ¿Acaso cada día no es un cambio?
—Estoy fatigada —lloró— y vencida. Sólo puedo rogarte que no olvides tu promesa de venir… ¡ah! —y me besó en la boca—. Moriré con tu nombre en los labios —dijo y se volvió para esconder la cara en el cojín del sofá.
Yo me fui. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Los fui a despedir a la estación. Lorna me había hecho prometer que escribiría a menudo, y juró escribir todos los días. De hecho, me envió cortas notas todos los días durante una quincena. Luego vinieron intervalos cada vez más largos.
La sociedad de Denver era agradable y un tal señor Wilson, un estudiante, era asiduo. «Viene todos los días», escribió. Finalmente, excusas, notas apresuradas, y dos meses después sus cartas eran formales, frías. A los tres meses habían cesado.
La ruptura no me sorprendió. Yo le había enseñado que la juventud era el primer requisito en un amante para una mujer de su tipo. Sin duda, había puesto en práctica mis preceptos. El señor Wilson era probablemente tan ideal como yo y estaba mucho más cerca.
Las pasiones de los sentidos exigen proximidad y satisfacción, y no hay nada más olvidable que los placeres de la carne. Si la señora Mayhew me había dado poco, yo le había dado todavía menos de mi verdadero ser.