Un poco de estudio y más amor
Cuando entré en el comedor de los Gregory, la cena estaba a punto de terminar. Kate, su madre, su padre y Tommy, el muchacho, estaban sentados en un extremo de la mesa, comiendo. La docena de huéspedes había terminado y desaparecido. La señora Gregory se apresuró a levantarse y Kate se puse de pie para seguir a su madre a la cocina.
—¡Por favor, no se levante! —le rogué a la chica—. Nunca me perdonaré por haberlos interrumpido. Yo me serviré o los serviré a ustedes —agregué sonriendo—, si desean algo.
Me miró con ojos duros e indiferentes y bufó burlonamente.
—Si se sienta allí —dijo, señalando el otro extremo de la mesa—, le traeré la cena. ¿Toma café o té?
—Café, por favor contesté, y ocupé el sitio indicado, resolviendo de inmediato ser frío con ella, ganándome a los otros. Pronto el chico empezó a preguntarme si había visto indios alguna vez.
—Con pinturas de guerra y armados, quiero decir —agregó ansiosamente.
—Sí, y también les he disparado —repliqué sonriendo.
Los ojos de Tommy resplandecieron.
—¡Oh, cuéntenos! —barbotó, y supe que siempre podría contar con un buen oyente.
—Tengo mucho que contar, Tommy —dije—. Pero ahora debo comer mi cena a toda velocidad o tu hermana se enojará… —agregué, al ver entrar a Kate con la comida humeante.
Ella hizo una mueca y se encogió despreciativamente de hombros.
—¿Dónde predica usted? —pregunté al padre, de cabellos canos—. Mi hermano dice que es usted realmente elocuente.
—Elocuente, jamás —contestó desaprobadoramente—, pero a veces muy severo, tal vez, especialmente cuando sucede algo que señala a la historia del Evangelio.
Hablaba como hombre bastante educado y advertí que le complacía ser puesto en primer lugar.
Después Kate me trajo café recién hecho y la señora Gregory regresó y continuó comiendo. La charla se hizo interesante gracias al señor Gregory, que no pudo evitar decir que el incendio de Chicago había despertado en sus oyentes el sentimiento cristiano, otorgándole un gran tema. Mencioné casualmente que había estado en el incendio y conté lo del puente de la calle Raldolph y el linchamiento y todo lo que vi allí y al borde del lago esa inolvidable mañana de lunes.
Al comienzo, Kate entraba y salía de la habitación, quitando fuentes como si la historia no le interesara, pero cuando hablé de las mujeres y los niños semidesnudos a orillas del lago, mientras las llamas alcanzaban el cénit como una sábana roja que arrojaba flechas de fuego e incendiaba los barcos que había frente a nosotros, ella también se detuvo a escuchar.
De inmediato tomé mi partido: ser admirado y resultar agradable para todos, pero indiferente y frío con ella. Me puse de pie, como si el hecho de que ella se hubiera detenido fascinada me hubiera interrumpido, y dije:
—Lamento entretenerlos. He hablado demasiado. ¡Perdónenme! —y me retiré a mi cuarto pese a las protestas y ruegos para que continuara hablando. Kate se ruborizó, pero no dijo nada.
Me atraía mucho. Era infinitamente deseable, muy guapa y muy joven (sólo dieciséis años, me dijo después su madre), y sus grandes ojos color avellana eran casi tan excitantes como la boca bonita y los labios grandes y su buena estatura. Me gustaba íntimamente, pero resolví ganármela y sentí que había empezado bien. En todo caso, pensaría en mí y en mi frialdad.
Pasé la tarde ordenando mi media docena de libros, sin olvidar mis tratados médicos, y después dormí el sueño profundo de la recuperación sexual.
A la mañana siguiente volví a visitar a Smith en las habitaciones que tenía en casa del reverendo Kellog, que era profesor de historia inglesa en la universidad, según me dijo. Kellog era un hombre de unos cuarenta años, fornido y bien puesto, con una desteñida esposa de aproximadamente su misma edad. Rose, la bonita sirvienta, me hizo entrar. Tuve para ella una sonrisa y una cálida palabra de agradecimiento. Era sorprendentemente bonita, la chica más hermosa que había visto en Lawrence: ¡estatura y cuerpo medianos, con un rostro adorable y una exquisita piel de rosa! Me sonrió. Evidentemente, mi admiración le agradaba.
Descubrí que Smith me había conseguido libros: diccionarios de latín y griego y también un Tácito y la Memorabilia de Jenofonte, con una gramática griega. Yo insistí en pagarlos y comenzó a hablar. Alababa a Tácito sólo por sus frases soberbias y el gran retrato de Tiberio, «tal vez el mayor retrato histórico que se haya escrito». Yo tenía una especie de retrato del rey Eduardo IV en mi cabeza romántica, pero no me atreví a sacarlo a relucir. Pronto Smith pasó a Jenofonte y su retrato de Sócrates en relación con el de Platón. Escuché atentamente mientras leía un pasaje de Jenofonte en el que retrataba a Sócrates con pequeños toques humanos. Conseguí que tradujera palabra por palabra y me dio una gran lección. Resolví que cuando volviera a casa aprendería la página de memoria. Smith fue infinitamente amable conmigo. Me dijo que podría entrar al curso «júnior», quedándome así sólo dos años para la graduación. Aunque Willie sólo me devolviese quinientos dólares, podría hacerlo sin preocupaciones ni trabajo.
Luego Smith me contó que después de su universidad americana había ido a Alemania, cómo había estudiado allí y después trabajado en Atenas con el griego antiguo, hasta que pudo hablarlo con tanta fluidez como el alemán.
—Había una docena de profesores y estudiantes —dijo—, que se reunían con regularidad y hablaban sólo griego clásico. Siempre trataban de hacer que la lengua moderna se pareciera a la antigua.
Me dio una traducción de Das Kapital de Marx y de cien maneras distintas me incitó a un esfuerzo renovado.
Volví para cenar a casa de los Gregory y deliberé conmigo mismo sobre si iría a casa de la señora Mayhew, como había prometido, o trabajaría con el griego. Decidí trabajar e hice en ese momento el voto de preferir siempre el trabajo; voto más honrado con su violación que con su observancia, me temo. Pero al menos le escribí excusándome y prometiéndole la tarde siguiente. Me puse a estudiar de memoria esas dos páginas de la Memorabilia.
Esa noche me senté cerca del extremo de la mesa. ¡La cabecera estaba ocupada por el profesor de física de la universidad, un pedante aburrido!
Cada vez que Kate se me acercaba, me mostraba ceremoniosamente cortés.
—¡Muchísimas gracias! ¡Muy amable de su parte! —y ni una palabra más.
Tan pronto como pude, subí a mi habitación a trabajar.
Al día siguiente, a las tres de la tarde, golpeé la puerta de la señora Mayhew. La abrió ella misma.
—¡Qué amable de su parte! —exclamé, y una vez en la habitación la atraje hacia mí y la besé una y otra vez. Parecía fría e indiferente.
Al comienzo no habló, pero después dijo:
—Me siento como si hubiese padecido la fiebre —y se pasó las manos por el pelo, levantándolo con un gesto que en los siguientes días aprendería a conocer bien—. Nunca vuelvas a prometer si no vas a venir. Pensé que me volvería loca. ¡Esperar es una tortura horrible! ¿Quién te retuvo? ¿Alguna chica? —y sus ojos buscaron los míos.
Me disculpé, pero su intensidad me enfrió. Aun a riesgo de perder mis lectoras femeninas, debo confesar que este era el efecto que me producía su pasión. Cuando la besé, sus labios estaban fríos. Pero cuando subimos, había cedido. Cerró gravemente la puerta.
—¡Mira qué preparada estoy para ti! —comenzó, y en un instante había abierto su bata y estaba de pie frente a mí, desnuda. Arrojó la ropa sobre una silla; cayó al suelo. Se inclinó para recogerla, mostrándome el trasero. Besé su culo suave y la levanté, con la mano en su sexo.
Inclinó la cabeza sobre un hombro.
Me he lavado y perfumado para usted, señor. ¿Qué le perece el perfume? ¿Y qué le parece esta mata de pelo? —y tocó su monte con una mueca—. Me avergonzaba tanto cuando niña. Acostumbraba a afeitarlo. Eso es lo que la hizo tan espesa, supongo. Un día mi madre me vio y me obligó a dejar de afeitarme. Oh, qué avergonzada estaba. Es animal, feo… ¿no lo detestas? Oh, dime la verdad —gritó—; o mejor, no. Dime que te gusta.
—¡Me gusta —exclamé—, porque es tuyo!
—¡Oh, querido amante —sonrió—, siempre encuentras la palabra justa, el bálsamo halagador para la herida!
—¿Estás Lista para recibirme —pregunté—, realmente lista o te beso primero y acaricio el conejito?
—Lo que hagas estará bien —dijo—. ¡Sabes que estoy más que madura, suave y mojada para ti, siempre!
Durante todo ese tiempo me iba tacando la ropa. Ahora yo también estaba desnudo.
—Quiero que levantes las rodillas —dije—. Quiero ver el sagrario, el altar de mi idolatría.
Hizo de inmediato lo que le pedía. Sus piernas y su trasero estaban bien formados, sin parecer estatuescos, pero su clítoris era mucho más que el botoncito habitual. Sobresalía como media pulgada y los labios menores de su vulva colgaban un poco por debajo de los mayores. Supe que vería conejitos mejores. Estaba seguro que el de Kate estaría mejor formado, y los labios pesados, amarronados, me enfriaron un poco.
Al instante siguiente, comencé a acariciar su clítoris rojo con mi órgano duro y caliente. Lorna suspiró profundamente una o dos veces y sus ojos se dieron vuelta. Lentamente, metí del todo mi polla y volví a sacarla tocando los labios; luego volví a entrar y sentí cómo se derramaban sus jugos amorosos cuando levantó todavía más las piernas para dejarme llegar más adentro.
—Oh, es divino —suspiró—, mejor que la primera vez —y a medida que mis embestidas se hicieron más fuertes y rápidas mientras me sacudía el orgasmo, ella me oprimía la polla cuando yo me retiraba, como si quisiera agarrarla, y cuando derramé en ella mi semen, me mordió el hombro y apretó las piernas como para mantener mi sexo dentro suyo. Nos quedamos unos instantes inmóviles, disfrutando de la bendición. Luego, cuando comencé a moverme otra vez para intensificar la sensación, se levantó a medias apoyada en el brazo.
—¿Sabes —dijo— que ayer soñé con tomarte y hacértelo? ¿Te importaría que probara?
—¡No, por supuesto! —grité—. ¡Hazlo, soy tuyo!
Se incorporó sonriendo y se puso de rodillas sobre mí, metiendo mi polla en su conejito y sentándose encima con un profundo suspiró. Trató de moverse hacia arriba y abajo sobre mi órgano, y en seguida se levantó demasiado y tuvo que usar su mano para volver a meterse mi Tommy. Luego volvió a meterlo en ella tanto como pudo.
—¡Puedo sentarme bien —gritó, sonriendo ante el doble sentido[30], pero no puedo levantarme! ¡Qué tontas somos las mujeres, ni siquiera podemos dominar el acto del amor! ¡Somos tan torpes!
Sin embargo, tu torpeza me excita, dije.
—¿De veras? —gritó—. Entonces lo haré lo mejor que pueda —y durante un rato se alzó y se sentó rítmicamente, pero a medida que crecía su excitación, se dejó caer sobre mí y meneó su culo hasta que nos corrimos. Estaba ruborizada y caliente y no pude evitar hacerle una pregunta.
—¿Tu excitación te lleva a un espasmo de placer o te vas excitando cada vez más, sin parar? —pregunté.
—Cada vez me excito más —dijo— hasta que el otro día, contigo y por primera vez, el placer se hizo tan «insoportablemente» intenso que me puse histérica, mi adorado.
Desde entonces, he leído libros lascivos en media docena de lenguas, y todos ellos representan a las mujeres llegando a un orgasmo durante el acto, como los hombres, y disfrutando luego de un período de tranquilidad, lo que demuestra simplemente que los libros están escritos por hombres. Hombres ignorantes e insensibles, además. La verdad es que apenas una mujer casada entre mil llega jamás a su más alta posibilidad de placer. Por lo general, cuando comienza a sentir, su marido se duerme. Si la mayor parte de los maridos satisfaciera de vez en cuando a sus mujeres, la rebelión de estas buscaría pronto otro objeto. Las mujeres desean por sobre todo un amante que viva para excitarlas hasta el extremo de sus posibilidades. Como regla, los hombres, a causa de la situación económica, se casan tan tarde, que antes de hacerlo ya han casi agotado su potencia viril. Y cuando se casan jóvenes, son tan ignorantes y egoístas que imaginan que sus esposas deben estar satisfechas cuando ellos lo están. La señora Mayhew me dijo que su esposo nunca la había excitado realmente. Negó que hubiese obtenido alguna vez un placer agudo real en sus abrazos.
—¿Te pongo histérica otra vez? —pregunté con vanidad juvenil—. Puedo hacerlo, ¿sabes?
—¡No debes cansarte! —advirtió ella—. Hace mucho tiempo mi esposo me enseñó que, cuando una mujer cansa a un hombre, él llega a sentir disgusto por ella, y yo quiero tu amor y tu deseo, querido, mil veces más que el deleite que me procuras…
—No temas —la interrumpí—. Eres dulce, no podrías cansarme. Ponte de costado, levanta la pierna izquierda y yo dejaré que mi sexo acaricie tu clítoris suavemente. De vez en cuando, lo dejaré entrar hasta que nuestras matas se encuentren.
Estuve en este juego tal vez una media hora, hasta que ella empezó a suspirar y suspirar y luego hizo movimientos bruscos con su conejito, que yo traté de adivinar y satisfacer como deseaba. De pronto, gritó:
—¡Oh, oh! ¡Hazme daño, por favor! ¡Hazme daño o te morderé! Oh, Dios, oh, oh —jadeando, sin aliento, hasta que volvió a llorar.
—Querido —sollozó—. ¡Cómo puedes amar! ¿Podrías seguir siempre?
Como respuesta, puse mi mano en su sexo.
—¡Tan malo como siempre! —exclamó—. ¡Y yo me estoy ahogando, sin aliento, estoy exhausta! Oh, lo siento —continuó—, pero deberíamos levantarnos, porque no quiero que mi asistenta se entere o se imagine. Las negras hablan…
Yo me levanté y fui hada la ventana. Una daba al porche, pero la otra directamente al jardín.
—¿Qué estás mirando? —preguntó, acercándose.
—Estaba buscando la mejor manera de salir por si alguna vez nos sorprenden. Dije: Si dejamos esta ventana abierta, siempre puedo saltar al jardín y escapar rápidamente.
—¿No te harías daño? —gritó.
—Ni un poquito —respondí—. Podría saltar el doble sin lastimarme. ¡El único problema es que debería tener las botas y los pantalones o esos espinos que tienes me pincharían!
—¡Niño! —exclamó, riendo—. Creo que después de tu fortaleza y tu pasión, lo que más me gusta de ti es tu juventud —y me besó una y otra vez.
—Debo trabajar —le advertí—. Smith me ha dado mucho que hacer.
—Oh, querido mío —dijo con los ojos llenos de lágrimas—, eso quiere decir que no vendrás mañana o —agregó rápidamente— tal vez tampoco pasado mañana.
—No puedo —declaré—. Tengo trabajo para una semana. ¡Pero sabes que vendré la primera tarde que tenga libre y te avisaré el día antes, tesoro!
Me miró con los ojos húmedos y los labios temblorosos.
—¡El amor lleva en sí su propio tormento! —suspiró, mientras yo me vestía y me iba apresuradamente.
La verdad es que ya estaba saciado. Su pasión no tenía nada nuevo. Me había enseñado todo lo que podía y no tenía nada más, pensé, mientras que Kate era más hermosa, más joven y virgen. ¿Por qué no voy a confesarlo? Era la virginidad de Kate lo que me atraía irresistiblemente. Imaginé sus piernas, sus caderas y sus muslos…
Pasé los días siguientes leyendo los libros que me había prestado Smith, especialmente Das Kapital, cuyo libro segundo, con su sincera exposición del sistema industrial inglés, me resultó sencillamente fascinante. También leí algo de Tácito y Jenofonte, con ayuda de una traducción, y todos los días aprendía de memoria una página de griego. Cuando me sentía cansado de trabajar, asediaba a Kate. Es decir que llevé adelante mi plan de campaña. Un día, invité a su hermano a mi habitación y le conté historias reales de la caza del búfalo y luchas con indios; otro día, hablé de teología con su padre, o incité a su querida madre a hablarme de su infancia en Cornwall.
—Jamás pensé que llegaría a trabajar así en mi vejez, pero los chicos toman todo y dan poco. Recuerdo que cuando niña yo no era mejor…
¡Y me hizo un relato de su breve cortejo!
Mucho antes de decirle a Kate una palabra que no fuera de simple cortesía, me había ganado a toda la casa. Pasó más o menos una semana, hasta que un día los retuve a todos después de la cena, mientras contaba la historia de nuestras correrías por México. Por supuesto, tuve cuidado de que Kate no estuviera en la habitación. Entró cuando terminaba el relato. Me apresuré a finalizarlo abruptamente, y después de excusarme salí al jardín.
Media hora más tarde, vi que estaba en mi habitación, ordenándola. Lo pensé y subí los escalones exteriores. En cuanto la vi, fingí sorprenderme.
—Le pido perdón —dije—. Sólo tomaré un libro y me iré en seguida. ¡No se moleste! —y fingí buscar el libro.
Ella se volvió bruscamente y me miró.
—¿Por qué me trata así? —estalló, temblando de indignación.
—¿Cómo? —dije, simulando sorpresa.
—Lo sabe muy bien —siguió ella de prisa, enojada—. Al comienzo pensé que era casual, no intencionado. Ahora sé que lo hace a propósito. Cada vez que está hablando o contando una historia, se detiene y se va en cuanto entro en la habitación, como si me odiara. ¿Por qué? ¿Por qué? —gritó, con los labios temblorosos—. ¿Qué he hecho para disgustarle tanto? —y sus hermosos ojos se llenaron de lágrimas.
Sentí que había llegado el momento. Puse mis manos sobre sus hombros y miré con toda mi alma sus ojos.
—¿Nunca pensaste, Kate, que podía ser amor y no odio? —pregunté.
—¡No, no! —gritó ella, con las lágrimas rodando por su cara—. ¡El amor no actúa de esa manera!
—El miedo a no ser amado, sí, te lo aseguro —grité—. Al principio pensé que te desagradaba y ya habías empezado a importarme (mis brazos rodearon su cintura y la atraje hacia mí), había empezado a amarte y desearte. Bésame, querida —y ella me dio sus labios, mientras mi mano se ocupaba en sus senos y luego bajaba hacia su sexo.
De pronto me miró, alegre, brillantemente, lanzando un hondo suspiro de alivio.
—¡Estoy contenta, contenta! —dijo—. Si supieras lo herida que estaba y cómo me torturaba. De pronto estaba enojada, y luego triste. Ayer decidí hablar, pero hoy me dije: seré tan obstinada y fría como él y ahora… —y por propia decisión me echó los brazos al cuello y me besó—, ¡eres un tesoro, un tesoro! ¡De todos modos, te amo!
—¡No debes darme esos picoteos! —exclamé—. Esos no son besos. Quiero que tus labios se abran y se aprieten contra los míos —y la besé mientras mi lengua se introducía en su boca, apretando suavemente su sexo. Ella se ruborizó, pero no comprendió al principio. Luego, repentinamente, se puso muy roja y sus labios se calentaron y salió de la habitación casi corriendo.
Yo estaba exultante. Sabía que había ganado. Debía ser tranquilo y reservado y el pájaro vendría solo. Me sentía alegremente seguro.
Mientras tanto, pasaba todas las mañanas con Smith. ¡Horas doradas! Antes de separarnos me mostraba siempre alguna nueva belleza o me revelaba alguna verdad inesperada. Me parecía la criatura más hermosa de este mundo extraño e iluminado por el sol. ¡Yo acostumbraba a estar pendiente de sus labios elocuentes, en trance! (¡Es extraño! Hasta los sesenta y cinco años no encontré un adorador del héroe como yo era de Smith, quien sólo tenía veinticuatro o veinticinco años). Me dio a conocer todos los dramaturgos griegos: Esquilo, Sófocles y Eurípides, y me los explicó con mayor veracidad que la que encuentro hoy en los eruditos alemanes o ingleses. Sabía que Sófocles era el más grande, y de sus labios aprendí todos los coros de Edipo Rey y Edipo en Colonna, antes de dominar por completo la gramática griega. En realidad, fue la suprema belleza de esa literatura la que me obligó a aprender la lengua. Al enseñarme los parlamentos del coro, se cuidó de señalarme que era posible respetar la métrica marcando sin embargo el acento. De hecho, hizo que el griego clásico fuera para mí una lengua viva, tan viva como el inglés. Tampoco me dejaba descuidar el latín. Durante el primer año que estudié con él, aprendí de memoria poemas de Cátulo, con tanta perfección como sabía los de Swinburne. Gracias al profesor Smith, no tuve problemas para entrar en el curso júnior de la universidad. De hecho, después de los primeros tres o cuatro meses, era el primero de la clase, mejor incluso que Ned Stephens, hermano de la enamorada de Smith. Pronto descubrí que Smith estaba locamente enamorado de Kate Stephens; herido en el corazón, como diría Mercurio, por los hermosos ojos azules de una muchacha.
No es muy sorprendente, porque Kate era adorable. Un poco más alta que la media, con un cuerpo ligero y redondeado y un rostro muy atractivo. El óvalo de la cara era un poco alargado, más que redondo, con rasgos encantadores y perfectos, iluminados por un par de ojos gris azulados estupendos; ojos que eran alternativamente deliciosos, reflexivos y atrayentes y que reflejaban una inteligencia extraordinaria. Estaba en el curso superior y más tarde ocupó durante años el puesto de Profesora de Griego en la universidad. En un volumen posterior de esta historia hablaré más de ella, porque volví a encontrarla en Nueva York casi cincuenta años después. Pero en 1872 o 73, su hermano Ned —un muchacho guapo de dieciocho años, que estaba en mi curso— me interesaba más. El único otro miembro de la clase superior en ese momento era un tipo estupendo, Ned Bancroft, que más tarde fue conmigo a Francia, a estudiar.
Es curioso, pero en esa época Kate Stephen estaba a punto de prometerse a Ned Bancroft, aunque ya era evidente que estaba enamorada de Smith, y mi franca admiración por él la ayudó, espero, así como sé que lo ayudó a él, a llegar a un mejor entendimiento mutuo. Bancroft aceptó la situación con extraordinario altruismo y no perdió la amistad de Smith ni la de Kate. Rara vez he visto abnegación más noble. En realidad, fue su actuación en esta crisis la que ganó en primer lugar mi admiración, mostrándome sus otras estupendas cualidades.
Casi al principio, experimenté serias inquietudes. Con bastante frecuencia, Smith enfermaba y tenía que guardar cama durante uno o dos días. No había explicaciones sobre esta enfermedad, que me desconcertaba y me provocaba cierta ansiedad.
Un día de mediados de invierno ocurrió algo. Smith no sabía cómo actuar y se confió a mí. Había encontrado al profesor Kellog, en cuya casa vivía, tratando de besar a la bonita asistente, Rose, contra su voluntad. Smith subrayó el punto: la chica luchaba con fiereza para liberarse cuando él los interrumpió por casualidad.
Yo alivié un poco la solemne gravedad de Smith con rugidos de risa. La idea de un viejo profesor y clérigo tratando de ganarse una chica por la fuerza, me divertía.
—¡Qué tonto debe ser el hombre! —fue mi juicio inglés.
Al principio, Smith adoptó el alto tono moral americano.
—¡Piensa en la deslealtad hacia su esposa, que está en la misma casa —gritó—, y luego el escándalo si la chica habla, y seguramente hablará!
—Seguramente no hablará —corregí—. Las chicas tienen miedo del efecto de ese tipo de revelaciones. Además, una palabra suya pidiéndole que no ofenda a la señora Kellog, asegurará su silencio.
—Oh, no puedo aconsejarla —gritó Smith—. No me mezclaré en esto. ¡En su momento le dije a Kellog que tendría que abandonar la casa, pero no sé dónde ir! ¡Es indigno de su parte! ¡Su mujer es realmente amable!
Por primera vez, fui consciente de una diferencia básica entre Smith y yo. Su violenta condena moral sobre la base de datos insuficientes, me parecía infantil, ¡pero sin duda muchos de mis lectores pensarán que mi tolerancia es una prueba de desvergonzado libertinaje! Sin embargo, yo salté ante la oportunidad de hablarle a Rose de asunto tan escabroso y al mismo tiempo resolví el problema de Smith proponiéndole que tomara habitación y pensión en casa de los Gregory… un buen golpe de diplomacia práctica de parte mía, o por lo menos así me pareció, porque de ese modo hacía un incalculable servicio a los Gregory, a Smith y a mí mismo. Smith se entusiasmó con la idea, me pidió que le averiguara todo en seguida y le avisara y luego llamó a Rose.
Entró medio asustada, medio enojada, a la defensiva, según pude ver, de modo que hablé primero, sonriendo.
—Oh, Rose —dije—, el profesor Smith me ha estado contando su problema, pero no debería estar enojada, porque es usted tan bonita que no es sorprendente que un hombre quiera besarla. Debe culpar a sus hermosos ojos y a su boca.
Rose rio en seguida. Había entrado esperando reproches y obtenía dulces alabanzas.
—Hay una sola cosa, Rose —continué—. La historia lastimaría a la señora Kellog si saliera a luz y ella no es muy fuerte, de modo que no debe decir nada, por su bien. Eso es lo que deseaba decirle el profesor Smith —agregué.
—Claro que no lo voy a decir —exclamó Rose—. Pronto lo habré olvidado, pero supongo que es mejor que consiga otro trabajo. Seguro que probará otra vez, aunque le di una buena bofetada —y rio alegremente.
—Me alegra tanto por el bien de la señora Kellog —dijo gravemente Smith—, y si puedo ayudarla a conseguir otra colocación, por favor acuda a mí.
—Supongo que no tendré problemas —contestó frívolamente Rose, mostrando una sombra de desagrado ante la solemnidad del profesor—. La señora Kellog me dará una buena recomendación —y la saludable y joven cabecita loca sonrió—; además, no estoy segura, pero creo que me quedaré un tiempo en casa. Estoy harta de trabajar y querría unas vacaciones, y mamá me quiere en casa…
—¿Dónde vive, Rose? —pregunté, con el ojo puesto en las oportunidades futuras.
—Del otro lado del río —contestó—, en la casa contigua a la de Eider Conklin, donde se aloja su hermano —agregó sonriendo.
Cuando Rose se fue, le rogué a Smith que empacara, porque le conseguiría la mejor habitación de los Gregory, asegurándole que sería realmente grande y confortable, que cabrían todos sus libros, etcétera. Y me fui a cumplir mi promesa. Por el camino, me puse a pensar cómo podía transformar el favor que estaba haciendo a los Gregory en algo ventajoso para mi amor. Decidí compartir la buena acción con Kate, o por lo menos hacerla heraldo de las buenas nuevas. De modo que cuando llegué a casa, toqué la campanilla de mi habitación y, tal como esperaba, acudió Kate. Cuando escuché sus pasos estaba temblando, ardiendo de deseo, y aquí quiero describir un sentimiento que comencé a advertir por entonces. Anhelaba poseer a la chica bruscamente, por así decirlo, violarla en realidad, o por lo menos meter las dos manos bajo su vestido y sentir su culo y su sexo. Pero ya sabía lo bastante como para comprender que las muchachas prefieren los acercamientos gentiles y corteses. ¿Por qué? Estoy seguro de que es así. De modo que dije gravemente:
—Entra, Kate. Quiero preguntarte si todavía está libre la mejor habitación y si os gustaría que la ocupara el profesor Smith, si yo consiguiera hacerlo venir.
—Estoy segura de que mamá estará encantada —exclamó.
—Ya ves —continué— que estoy tratando de hacer todo lo posible por vosotros, y sin embargo tú ni siquiera me besas por tu propio impulso.
Sonrió, de modo que la atraje hacia la cama y la coloqué encima. Vi su mirada y la contesté.
—La puerta está cerrada, querida —dije, y medio tendido sobre ella, comencé a besarla apasionadamente, mientras mis manos iban hacia su sexo por debajo del vestido. Para deleite mío, no usaba bragas, pero al principio mantuvo las piernas apretadas, frunciendo el ceño.
—El amor no niega nada, Kate —dije gravemente.
Lentamente, abrió las piernas, entre llorosa y sonriente, y me dejó acariciarle el sexo. Cuando surgió su jugo amoroso, la besé y me detuve.
—Aquí es peligroso —dije—, esa puerta por la que entraste está abierta. Pero debo ver tus hermosos miembros —y levanté su vestido. No había exagerado. Sus piernas eran como las de una estatua griega y el triángulo de pelo castaño se enrulaba sobre su vientre en pequeños rizos sedosos y después… el coñito más dulce del mundo. Me incliné y lo besé.
Un minuto después, Kate estaba de pie, arreglándose el vestido.
—Qué niño eres —exclamó—, pero en parte es por eso que te amo. Oh, espero que me ames por lo menos la mitad. ¡Di cuál es tu voluntad, Señor, y haré lo que quieras!
—Lo haré —repliqué—, pero, oh, me alegro de que desees amor. ¿Puedes venir esta noche? Quiero tener dos horas sin interrupción contigo.
—Esta tarde —dijo— diré que voy a dar un paseo y vendré, querido. A esa hora están descansando o han salido y no me echarán en falta.
Sólo podía esperar y pensar. Tenía un solo pensamiento: debo tenerla, hacerla mía antes de que venga Smith. Es demasiado fascinante, pensé, como para ser de fiar con una chica tan bonita. Pero tenía miedo de que sangrara y no deseaba lastimarla la primera vez, de modo que salí y compré una jeringa y un pote de crema que puse junto a mi cama.
¡Oh, cómo se estiraba esa comida! La señora Gregory me agradeció cálidamente mi amabilidad para con ellos (¡lo que me pareció agradablemente irónico!) y el señor Gregory hizo lo mismo. Pero por fin todos terminaron y fui a mi habitación a prepararme. Primero eché el cerrojo de la puerta que daba al exterior y bajé las persianas; luego estudié la cama, la deshice y arreglé una toalla en el borde. ¡Felizmente, tenía la altura aproximadamente correcta! Después me aflojé los pantalones, me desabotoné la bragueta y puse la camisa por encima. Poco después, Kate asomó su bonita cara por la puerta y se deslizó dentro. Eché el cerrojo y comencé a besarla. Las chicas son extraños mortales: se había quitado el corsé, de la misma manera en que yo había puesto una toalla a mano. Le levanté las ropas y toqué su sexo, acariciándolo suavemente mientras la besaba. Uno o dos minutos después, se derramó su leche.
La puse sobre la cama, me bajé los pantalones, unté mi polla con la crema y luego, separando sus piernas y haciéndole levantar las rodillas, acerqué su culo al borde de la cama. Frunció el ceño, pero yo expliqué rápidamente.
—Al comienzo puede dolerte un poco, querida. Y quiero metértela tan poco como sea posible —y deslicé en su interior la cabeza de mi polla, suave, lentamente. Aun con la crema, su conejito era estrecho y al entrar sentí el obstáculo, su himen. Me tendí sobre ella, la besé, y dejé que ella o la madre naturaleza me ayudaran.
En cuanto comprendió que lo dejaba en sus manos, se echó audazmente hacia adelante y el obstáculo cedió.
—¡Oh, oh! —gritó y volvió a empujar y mi órgano entró en ella hasta la empuñadura y su clítoris debe haber sentido mi vientre. Resueltamente, reprimí mi deseo de entrar o salir durante un minuto o dos y después lo saqué despacio hasta sus labios, y cuando volví a meter suavemente a Tommy, ella se incorporó y me besó apasionadamente. Lentamente, con el mayor cuidado, me dominé y entré y salí con largas embestidas lentas, aunque ansiaba mucho penetrarla fuerte y apresurar los golpes tanto como fuera posible. Pero sabía por la señora Mayhew que los empujones suaves y las retiradas lentas eran lo mejor para excitar la pasión de una mujer, y estaba decidido a ganarme a Kate.
Dos o tres minutos después, había vuelto a soltar el jugo amoroso, o eso creí, y yo continué con el juego, sabiendo que la primera experiencia es inolvidable para una chica y resuelto a continuar hasta la hora de la cena, si era necesario, para que su primera justa amorosa fuera para siempre memorable. Kate tardó más que la señora Mayhew. Antes de que comenzara a moverse, me corrí muchas veces, tardando cada vez más entre orgasmo y orgasmo; pero finalmente su aliento comenzó a acortarse y me atrajo violentamente hacia ella, moviendo mientras tanto su conejito arriba y abajo contra la base de mi polla. De pronto, se aflojó y cayó hacia atrás. No había histeria, pero yo sentía claramente la boca de su útero cerrándose sobre mi polla como si quisiera chuparla. Eso me excitó furiosamente y por primera vez me permití golpes rápidos y fuertes, hasta que me sacudió un espasmo de placer intenso y mi semen surgió o pareció surgir por sexta o séptima vez.
Cuando terminé de besar y alabar a mi hermosa compañera y me aparté, me sentí horrorizado: la cama estaba cubierta de sangre y había un poco en mis pantalones. Los muslos y piernas de Kate estaban de color carmesí, transformando el hermoso marfil de su piel en algo rojo. Pueden imaginar con cuánta suavidad utilicé una toalla para secar sus piernas y su sexo, antes de mostrarle el resultado de nuestra escena amorosa. Para mi sorpresa, no pareció afectada.
—Debes llevarte la sábana y quemarla —dijo—, o arrojarla al río. Supongo que no será la primera.
—¿Dolió mucho? —pregunté.
—Al comienzo sí —contestó—, pero pronto el placer superó al dolor y no querría siquiera olvidarlo. Te amo tanto. Tampoco tengo miedo de las consecuencias. Confío absolutamente en ti y me gusta hacerlo y correr todos los riesgos que quieras.
—¡Querida! —exclamé—. No creo que haya consecuencias, pero quiero que vayas al lavabo y uses esta jeringa. Después te diré por qué.
De inmediato, fue hacia el lavabo.
—Me siento rara, débil —dijo— como si estuviera… no puedo describirlo… sacudida hasta las piernas. Ahora me alegro de no usar bragas en verano. Se mojarían.
Después de terminadas sus abluciones y de haber sacado y envuelto en papel la sábana, descorrí el cerrojo y comenzamos a charlar. La encontré inteligente y amable, pero ignorante y mal educada. Sin embargo, no tenía prejuicios y ansiaba saberlo todo sobre los bebés y cómo se hacían. Le dije lo que le había dicho a la señora Mayhew y algo más: cómo mi semen estaba compuesto por decenas de miles de animálculos en forma de renacuajos. En ese momento, en su vagina y su útero, estas cosas infinitamente pequeñas corrían una carrera. Podían avanzar casi una pulgada en una hora y la más fuerte y rápida llegaba primero adonde su huevo estaba esperando, en la mitad de su útero. Mi pequeño renacuajo, el primero en llegar, metía la cabeza en su huevo y después de haber cumplido su trabajo de fecundación, perecía, porque el amor y la muerte eran hermanos gemelos.
Lo curioso era que este renacuajo increíblemente pequeño podía transmitir las cualidades de sus progenitores en determinadas proporciones: ningún maestro religioso había imaginado nunca un milagro semejante. Y más curioso aún era el hecho de que el feto en el útero pasa en nueve meses por todos los estadios principales que la raza humana ha transitado en el transcurso de incontables eones, en su progreso de renacuajo a hombre. Hasta el quinto mes, el feto es prácticamente un animal de cuatro patas.
Le expliqué que en la actualidad se aceptaba que las semanas que transcurrían en el útero con esas metamorfosis correspondían exactamente a las edades que habían ocupado en la realidad. De modo que los tres últimos meses era un animal erguido, de dos piernas, mono y después hombre, y esto correspondía aproximadamente al tercio de la existencia total de un hombre sobre la tierra. Kate escuchaba arrobada, pensé, hasta que de pronto me preguntó:
—¿Pero qué hace que un niño sea varón y otro hembra?
—Lo más cerca que hemos llegado en esa materia —dije— está contenido en la llamada ley de los contrarios. Si el hombre es más fuerte que la mujer, los niños serán en su mayor parte hembras; si la mujer es mucho más joven o fuerte, la progenie estará constituida en su mayor parte por varones. Esto contradice el viejo proverbio inglés: «cualquier alfeñique puede hacer un varón, pero se necesita un hombre para hacer una hembra».
Kate rio y en ese momento golpearon la puerta.
—¡Adelante! —grité, y entró la doncella de color con una nota.
—Ha estado una dama y ha dejado esto —dijo Jenny.
Vi que era de la señora Mayhew, de modo que la metí en el bolsillo, diciendo apenado.
—Debo contestar en seguida.
Kate se excusó y después de un largo, largo beso, se fue a preparar la cena, mientras yo leía la nota de la señora Mayhew, que era breve, pero no exactamente dulce.
«Ocho días sin Frank y sin noticias. No puedes querer matarme. Ven hoy si es posible.
Lorna».
Contesté en seguida, diciendo que iría por la mañana, que estaba tan ocupado que no sabía qué hacer, pero seguramente estaría con ella al día siguiente, y firmé «Tu Frank».
Esa tarde a las cinco llegó Smith y lo ayudé a arreglar sus libros y ponerse cómodo.