Capítulo 1

Mi vida y mis amores

La memoria es la Madre de las Musas, el prototipo del artista. Por lo general, elige y destaca lo importante, omitiendo lo que es accidental o trivial. Sin embargo, a veces comete errores, como todos los artistas. No obstante, me guío sobre todo por ella.

Nací el 14 de febrero de 1855 y me llamaron James Thomas, nombre de los dos hermanos de mi padre. Él estaba en la marina. Era teniente al mando de un guardacostas, o lancha cañonera, y nosotros, los niños, lo veíamos muy de vez en cuando.

Mi primer recuerdo se refiere a James, el hermano de mi padre, capitán de un barco que hacía el servicio de las Indias occidentales, que me hacía saltar sobre su pie en el transcurso de una visita que nos hizo en el sur de Kerry cuando yo tenía unos dos años. Recuerdo claramente haber recitado de memoria un himno delante suyo, mientras mi madre me animaba desde el otro lado de la chimenea. Luego, conseguí que me hiciera balancear un poco más, que era todo lo que deseaba. Recuerdo a mi madre diciéndole que yo sabía leer, y su sorpresa.

El otro recuerdo debe pertenecer más o menos a la misma época: yo estaba sentado en el suelo, chillando, y mi padre entró y preguntó:

—¿Qué sucede?

—Es el señorito Jim —replicó malhumorada la niñera—, que grita sólo por mal carácter, señor. Mire, no hay una sola lágrima en sus ojos.

Debe haber sido alrededor de un año después que yo caminara orgulloso de un lado para otro de una enorme habitación, mientras mi madre apoyaba su mano en mi cabeza y me llamaba su bastón de paseo.

Más tarde todavía, recuerdo haber entrado por la noche en su habitación, susurrándole y besándola, pero su mejilla estaba fría y no contestó, y desperté toda la casa con mis alaridos: estaba muerta. No sentí dolor, pero sí algo melancólico y terrible en la interrupción repentina de las habituales actividades hogareñas.

Un par de días después, vi cómo se llevaban su ataúd y, cuando la niñera nos dijo a mi hermana y a mí que nunca volveríamos a ver a nuestra madre, me sentí simplemente sorprendido y pregunté por qué.

Mi madre murió cuando yo tenía casi cuatro años y, poco después, nos mudamos a Kingstown, cerca de Dublín. Acostumbraba a levantarme por la noche con mi hermana Annie, cuatro años mayor que yo, para saquear la despensa en busca de pan y mermelada o azúcar. Una mañana, al amanecer, me introduje en la habitación de la niñera y vi, junto a ella, en la cama, a un hombre de bigotes rojos. Hice entrar a mi hermana y ella también lo vio. Volvimos a deslizamos fuera sin despertarlos. Mi única emoción fue la sorpresa, pero al día siguiente la niñera me negó un poco de azúcar para poner sobre el pan con mantequilla y yo dije:

—¡Lo diré!

No sé por qué lo hice; por entonces, no conocía el periodismo moderno.

—¿Decir qué? —preguntó ella.

—Anoche había un hombre en tu cama —contesté.

—¡Chist, chist! —dijo ella, y me dio el azúcar.

Después de esto, descubrí que todo lo que tenía que hacer era decir «lo diré» para conseguir lo que deseaba. Incluso un día mi hermana quiso saber qué tenía que decir, pero yo me negué. Recuerdo con precisión mi sentimiento de superioridad sobre ella, que no tenía sentido suficiente como para explotar esa mina de azúcar.

Entre los cuatro y los cinco años fui enviado, junto con Annie, a un pensionado de niñas de Kingstown, dirigido por una tal señora Frost. A causa de mi conocimiento de la aritmética, fui destinado a la clase de las chicas mayores, y recuerdo que me esforcé porque deseaba estar con ellas, aunque no tenía una razón consciente que explicara mi preferencia. Recuerdo cómo la chica que tenía más cerca acostumbraba a levantarme y ponerme en mi silla alta, y cómo me apresuraba yo con las sumas, largas divisiones y proporciones aritméticas, porque tan pronto como había terminado dejaba caer al suelo mi lápiz, me daba la vuelta y bajaba de mi silla, aparentemente para buscarlo, pero en realidad para mirar las piernas de la chica. ¿Por qué? No habría podido explicarlo.

Estaba al fondo de la clase y, hacia el final de la larga mesa, las piernas se hacían más y más grandes. Yo prefería mirar las grandes.

Tan pronto como la niña que estaba a mi lado dejaba de verme, apartaba su silla y me llamaba. Yo fingía acabar de encontrar mi lápiz de grafito que, según decía, había rodado. Y entonces ella volvía a colocarme en mi silla alta.

Un día, descubrí un hermoso par de piernas al otro lado de la mesa, cerca del extremo. Detrás de la chica debía haber una ventana, porque sus piernas estaban iluminadas hasta las rodillas. Me llenaron de emoción, deparándome un placer indescriptible. No eran las piernas más gruesas, lo que me sorprendió. Hasta ese momento había pensado que eran las piernas gruesas las que me gustaban más, pero ahora veía que había varias chicas, tres por lo menos, que las tenían más grandes: pero ninguna como las de ella, tan bien formadas, con tobillos tan finos y líneas tan precisas. Yo estaba fascinado y al mismo tiempo un poco asustado.

Volví a trepar a mi silla con una idea fija en mi cabecita: quizás podría acercarme a esas piernas hermosas y tocarlas. ¡Expectación jadeante! Sabía que podía empujar mi lápiz y hacerlo rodar por entre la fila de piernas. Al día siguiente, lo hice y me arrastré hasta quedar cerca de las piernas que hacían latir mi corazón en la garganta y me deparaban, sin embargo, un extraño deleite. Estiré la mano para tocarlas. De pronto, pensé que la chica se asustaría simplemente ante mi contacto y apartaría las piernas, yo sería descubierto y… estaba asustado.

Regresé a mi silla para pensar y pronto encontré la solución. Al día siguiente, volví a agazaparme frente a las piernas de la chica, ahogado de emoción. Puse el lápiz cerca de los dedos de sus pies y pasé la mano izquierda por entre sus piernas como si quisiera alcanzarlo, ocupándome de tocar su pantorrilla. Ella chilló y juntó las piernas, apretándome la mano entre ellas, y gritó:

—¿Qué haces ahí?

—Busco mi lápiz —dije humildemente—. Ha rodado.

—Ahí está —contestó ella, pateándolo.

—Gracias —repliqué jubiloso, porque la sensación de su pierna suave persistía en mi mano.

—Muy gracioso, caballerito —dijo ella.

Pero no me importaba. Había tenido mi primer contacto con el paraíso y el fruto prohibido. ¡Me encontraba en los cielos!

No recuerdo su rostro. Parecía agradable, eso es todo lo que sé. Ninguna de las chicas me produjo esa impresión, pero recuerdo todavía el estremecimiento de admiración y placer que me deparaban sus hermosos miembros. Relato este incidente al detalle porque destaca en mi memoria y porque demuestra que el sentimiento sexual puede manifestarse en la primera infancia.

Un día, hacia 1890, cenaron conmigo en Park Lane, Meredith[5], Walter Pater [1839–94] y Oscar Wilde, y hablamos del momento del despertar sexual. Tanto Pater como Wilde hablaron de él como signo de la pubertad. Pater pensaba que comenzaba hacia los trece o catorce años y, para mi sorpresa, Wilde lo ubicaba en una edad tan tardía como los dieciséis años. Sólo Meredith se inclinaba a ubicarlo en una edad más temprana.

—Aparece esporádicamente —dijo—, y a veces antes de la pubertad.

Yo mencioné el hecho de que Napoleón cuenta cómo se enamoró, antes de los cinco años, de una compañera de escuela llamada Giacominetta, pero hasta Meredith se rio de esto y no quiso creer que pudiera manifestarse ningún tipo de sentimiento sexual a edad tan temprana. Para probarlo, relaté mi experiencia tal como lo he hecho aquí y esto dejó a Meredith en suspenso.

—Muy interesante —pensó—, ¡pero peculiar!

«En sus anormalidades» —dice Goethe—, «la naturaleza revela sus secretos». He aquí una anormalidad que tal vez, como tal, valga la pena tener en cuenta.

No tuve ningún otro sentimiento sexual hasta cerca de seis años después, cuando tenía once, momento a partir del cual han sido casi incesantes.

Mi promoción a la clase más avanzada de aritmética me ocasionó problemas al ponerme en relación con la directora, señora Frost, que era muy malhumorada y parecía pensar que yo debía escribir tan correctamente como hacía mis sumas. Cuando descubrió que no podía, tomó la costumbre de tirarme de las orejas y meter la larga uña de su pulgar en mi oído, hasta hacerlo sangrar. No me importaba el dolor. En realidad, estaba encantado, porque su crueldad despertó la compasión de las chicas mayores que acostumbraban a secarme los oídos con sus pañuelos y decían que la vieja Frost era una bestia y un gato.

Un día mi padre me mandó a buscar y fui con un oficialillo hasta su barco, en el puerto. Mi oído derecho había sangrado, manchándome el cuello. Tan pronto como mi padre lo vio y advirtió las cicatrices antiguas, se enfureció, me llevó de regreso a la escuela y le dijo a la señora Frost lo que pensaba de ella y de sus castigos.

Me parece que inmediatamente después me enviaron a vivir con mi hermano mayor, Vernon, diez años mayor que yo, que se alojaba con amigos en Galway y asistía a la universidad.

Allí pasé los cinco años siguientes, que pasaron sin dejar huella. No aprendí nada, excepto cómo jugar a «pillar», al «escondite», al «fútbol» y otros juegos de pelota. Era simplemente un animalito saludable y fuerte, sin trazas de dolor, o pesar, o pensamiento.

Recuerdo después un intervalo en Belfast, donde Vernon y yo nos alojamos con un viejo metodista que acostumbraba a obligarme a ir con él a la iglesia y se ponía durante el servicio una gorrita negra que me llenaba de vergüenza y me produjo odio. Hay un período de la vida durante el cual todo lo que es peculiar o individual provoca disgusto y es en sí mismo ofensivo.

Allí aprendí a hacer novillos y a mentir sólo para evitar la escuela y jugar, hasta que mi hermano descubrió que tosía y, habiendo llamado al médico, este le informó que yo sufría de una congestión pulmonar. La verdad era que yo jugaba todo el día y jamás volvía a casa para cenar antes de las siete, cuando sabía que regresaría Vernon. Menciono este incidente porque, mientras estuve confinado en la casa, descubrí, bajo la cama del viejo metodista, una colección de libros médicos, con láminas coloreadas, de las entrañas y partes pudendas de hombres y mujeres. Devoré los volúmenes, y muchos conocimientos adquiridos en ellos me acompañaron durante muchos años. Es bastante curioso observar que no fue entonces cuando descubrí la existencia del acto sexual fundamental, sino algo después, con los muchachos de mi edad.

En Belfast, no aprendí nada más que reglas de juegos y atletismo. Mi hermano Vernon acostumbraba a ir todos los días a un gimnasio donde hacía ejercicios y boxeaba. Para mi sorpresa, no estaba entre los mejores, de modo que, mientras él boxeaba, comencé a practicar un poco de todo, izándome hasta que mi mentón quedara por encima de la barra, hasta que, una tarde, Vernon descubrió que yo podía hacerlo treinta veces seguidas. Sus alabanzas me hicieron sentir orgulloso.

Más o menos por esa época, cuando tenía unos diez años, nos reunimos todos en Carrickfergus. Por primera vez, mis hermanos y hermanas se transformaron para mí en seres individuales, llenos de vida. Vernon estaba empleado en un banco y permanecía fuera todo el día. Willie, seis años mayor que yo, Annie y Chrissie, que era dos años menor que yo, iban a mi misma escuela externa, aunque las niñas tuvieran una entrada aparte y las maestras, otra. Willie y yo estábamos en la misma clase. Aunque había llegado a ser más alto que Vernon, yo podía derrotarlo en la mayor parte de las lecciones. Sin embargo, había una importante rama del saber en la cual era, sin dificultades, el mejor de la escuela. La primera vez que lo escuché recitar la batalla de Ivry, de Macaulay, quedé estupefacto. Gesticulaba, y su voz cambiaba de manera tan natural que quedé arrebatado de admiración.

Esa tarde, estando juntos mis hermanas y yo, hablamos del talento de Willie. Mi hermana mayor estaba entusiasmada, cosa que supongo que despertó en mí la envidia y el deseo de emulación. Me puse de pie y lo imité y, para sorpresa de mis hermanas, resultó que sabía el poema de memoria.

—¿Quién te lo enseñó? —quiso saber Annie y, cuando se enteró de que lo había aprendido al escuchar a Willie recitarlo una vez, quedó atónita y debió habérselo dicho a nuestro maestro, porque al día siguiente me pidió que sustituyera a Willie y me dijo que era muy bueno.

Desde entonces, la clase de recitación constituyó mi educación principal. Aprendí todos los poemas y podía imitar perfectamente a los muchachos, excepto a un bribón pelirrojo que podía recitar El jefe africano mejor que nadie, incluso mejor que el maestro. Era puro melodrama, pero el Pelirrojo había nacido actor y nos arrastraba con el realismo de su caracterización. Jamás olvidaré la manera en que el muchacho decía:

Mira, regodea tus ojos avariciosos en el oro,

Largamente guardado para el momento de mayor necesidad

Tómalo, ya que pides sumas fabulosas

Para liberarme.

Tómalo, mi esposa llora todo el largo, largo día

junto al árbol de cacao,

Y mis hijos abandonan sus juegos

Y preguntan por mí en vano[6].

No he visto o escuchado el poema durante estos últimos cincuenta años. Ahora me parece, pomposo, pero los acentos del muchacho surgían del verdadero corazón de la tragedia, y yo comprendí claramente que no podía recitar ese poema tan bien como él. Era inimitable. En cada ocasión, sus gestos y tonos cambiaban. Algunas veces, recitaba bellamente estos versos; en otras ocasiones, otros, de modo que no podía remediarlo. En su intensa comprensión de la tragedia, había siempre un toque novedoso. Es extraño, pero era el único poema que recitaba bien.

Llegaron los exámenes y fui el primero de la escuela en aritmética y elocución. Vernon llegó incluso a elogiarme, y Willie me abofeteó y yo le pateé en la espinilla. Vernon nos separó y le dijo a Willie que debería darle vergüenza pegar a alguien que tenía la mitad de su tamaño. Willie se apresuró a mentir, diciendo que yo lo había pateado primero. A mí no me gustaba Willie, apenas sé por qué, como no fuera porque era mi rival en la vida escolar.

Después de esto, Annie empezó a tratarme de otra manera y, aparentemente, empecé a mi vez a verla tal como era y quedé sorprendido por sus maneras peculiares. Deseaba que tanto Chrissie como yo la llamáramos «Nita»; era una abreviatura de Anita, decía, que era la manera francesa elegante de pronunciar Annie. Odiaba «Annie»; era «común y vulgar». Yo no comprendía por qué.

Una noche estábamos juntos, y ella había desvestido a Chrissie para meterla en la cama, cuando de pronto se abrió el vestido y nos mostró cómo habían crecido sus senos, mientras que los de Chrissie seguían siendo pequeños. Y realmente los de Nita eran mucho más grandes, hermosos y redondeados, como manzanas. Nita nos permitió tocarlos suavemente y estaba evidentemente orgullosa de ellos. Envió a Chrissie a acostarse en la habitación contigua, mientras yo seguía a su lado, aprendiendo una lección. Nita salió de la habitación, creo que a buscar algo, y Chrissie me llamó. Entré en la habitación preguntándome qué querría. Deseaba que supiera que sus senos también crecerían y serían tan hermosos como los de Nita.

—¿No lo crees? —preguntó, y tomándome una mano la puso sobre ellos.

Y yo dije:

—Sí —porque en realidad me gustaba más ella que Nita, que estaba llena de pretensión, monerías y afectaciones.

De pronto, Nita me llamó, y Chrissie me besó susurrando:

—No se lo digas —y yo lo prometí.

Siempre me gustaron Chrissie y Vernon. Chrissie era muy inteligente y bonita, con rizos oscuros y grandes ojos de avellana, y Vernon era una especie de héroe y siempre me trataba bien.

De este incidente no saqué nada. De hecho, apenas sentía ninguna atracción sexual por cualquiera de mis hermanas; nada parecido a lo que había experimentado cinco años antes con las piernas de las niñas en la escuela de la señora Frost, y hablo aquí de este incidente más bien por otra razón. Una tarde, por el año 1890, Aubrey Beardsley y su hermana Mabel, una muchacha muy bonita, almorzaron conmigo en Park Lañe. Después, fuimos al parque. Los acompañé hasta Hyde Park Corner. Por una u otra razón, hablé de que los hombres de treinta o cuarenta años corrompían habitualmente a jovencitas y que, a su vez, las mujeres de treinta o cuarenta corrompían a los jóvenes.

—No estoy de acuerdo —observó Aubrey—. Por lo general, es la hermana la que le da sus primeras lecciones sexuales. Sé que fue Mabel, aquí presente, quien primero me instruyó.

Yo estaba sorprendido por su franqueza. Mabel se ruborizó intensamente y yo me apresuré a agregar:

—En la infancia, las niñas son mucho más precoces. Pero estas pequeñas lecciones son por lo general demasiado tempranas como para tener Importancia.

Él no lo aceptaba, pero yo cambié resueltamente de tema y, tiempo después, Mabel me dijo que me estaba agradecida por haber interrumpido la discusión.

—Aubrey —dijo— adora todas las cuestiones sexuales y no le importa lo que dice o hace.

Yo ya había visto que Mabel era guapa. Ese día, cuando se inclinó a contemplar una flor, vi que su figura era exquisitamente ligera y redondeada. En ese momento, Aubrey me descubrió y observó maliciosamente:

—Mabel fue mi primera modelo, ¿no es cierto, Mabs? Estaba enamorado de su cuerpo —continuó juiciosamente—. Sus senos eran tan altos, firmes y redondeados que la tomé como ideal.

Ella rio, ruborizándose un poco, y replicó:

—Tus figuras, Aubrey, no son exactamente ideales.

En esta pequeña conversación aprendí que la mayor parte de las hermanas de los hombres son tan precoces como eran las mías, y estaban igualmente dispuestas a actuar como maestras en asuntos del sexo.

A partir de ese momento, aproximadamente, las individualidades empezaron a producirme impresiones definidas. De pronto, Vernon consiguió un empleo en un banco de Armagh y fui a vivir con él allí, en una pensión. La casera me desagradaba. Siempre estaba tratando de hacerme cumplir horarios y reglas, y yo era tan salvaje como un perro sin amo; pero, para mí, Armagh fue una ciudad maravillosa. Vernon me inscribió como externo en la Escuela Real. Fue mi primera gran escuela. Aprendía con mucha facilidad las lecciones, y la mayoría de los muchachos y todos los maestros eran amables conmigo. Me deleitaba el gran paseo, o la plaza del centro de la ciudad. Pronto había trepado prácticamente a todos los árboles, porque recitar y escalar árboles eran dos deportes en los que yo me lucía especialmente.

Cuando estábamos en Carrickfergus, mi padre me había llevado a bordo de su barco, haciéndome escalar las jarcias con un grumete, y, aunque el marinero era más rápido que yo en las crucetas, lo superaba en el descenso, saltando a una cuerda y dejándola deslizarse entre mis manos hasta llegar, casi a velocidad de caída, a cubierta. Después, escuché a mi padre contarle esto con placer a Vernon, quien halagó desorbitadamente mi vanidad y aumentó, si tal cosa era posible, mi incontenible deleite exhibicionista.

Hay otra razón por la cual mi vanidad había crecido de modo desmesurado. En Carrickfergus, había encontrado un libro de atletismo que pertenecía a Vernon y allí aprendí que, si uno se mete en el agua hasta el cuello y se echa audazmente hacia adelante y trata de nadar, nada, porque el cuerpo es más liviano que el agua y flota.

Cuando volví a bañarme con Vernon, en lugar de quedarme en la playa chapoteando en poca agua, fui con él hasta el final del muelle. Cuando se sumergió, yo bajé los escalones. Tan pronto como salió a la superficie, grité:

—¡Mira, yo también sé nadar! —y me lancé hacia adelante.

Después de un momento de espantoso ahogo y resoplidos, conseguí nadar. Cuando quise volver, pasé por un momento de miedo terrible: ¿podría regresar? De inmediato, descubrí que dar la vuelta era sencillo y pronto estuve de regreso en los escalones, a salvo.

—¿Cuándo aprendiste a nadar? —preguntó Vernon, saliendo él también del agua.

—En este mismo instante —respondí.

Al verlo sorprendido, le dije que lo había leído todo en su libro y que había decidido aventurarme. Poco tiempo después, escuché cómo lo contaba a unos amigos suyos de Armagh, y todos acordaron que yo demostraba tener un coraje extraordinario, porque era pequeño para mi £dad y parecía incluso más joven de lo que era.

Contemplando el pasado, veo que muchas causas concurrieron a fortalecer en mí la vanidad que ya se había hecho desaforada y que estaba destinada, en el futuro, a moldear mi vida y guiar sus propósitos. Allí, en Armagh, todo conspiraba para fortalecer mi principal pecado. Me pusieron con los muchachos de mi edad, creo que en el cuarto curso. El maestro, al ver que no sabía latín, me enseñó una gramática latina y me dijo que tendría que aprenderla tan pronto como fuera posible, porque la clase ya había comenzado a leer a César. Me dio como ejemplo la primera declinación mensa, preguntándome si podría aprenderla para el día siguiente. Dije que lo haría, y, por pura suerte, pasó en ese momento el maestro de matemáticas. El de gramática le dijo que yo estaba retrasado y debería estar en un curso inferior.

—Es muy bueno con los números —replicó el maestro de matemáticas—. Podría estar en el curso superior.

—¿De veras? —exclamó el de gramática—. Vea lo que puede hacer —me dijo—. Tal vez pueda ponerse al día. Aquí hay un César; puede llevárselo también. Sólo hemos hecho dos o tres páginas.

Esa tarde me dediqué a la gramática latina y, en una hora o así, había aprendido todas las declinaciones y casi todos los adjetivos y pronombres. Al día siguiente, temblaba con la esperanza de ser alabado y, si el maestro de gramática me hubiera animado o hubiera dicho alguna palabra de encomio, hubiera podido distinguirme en el trabajo diario, cambiando tal vez toda mi vida, pero evidentemente había olvidado todo lo relacionado con mi atraso. Escuchando las respuestas de los otros muchachos, adquirí las suficientes nociones como para repetirlas sin ser castigado y, muy pronto, mi buena memoria me colocó entre los mejores, pero no tenía interés en aprender latín.

Otro incidente alimentó mi autoestima y abrió para mí el mundo de los libros. Vernon visitaba con frecuencia a un clérigo que tenía una hija muy guapa, y yo también fui invitado a sus veladas. La hija descubrió que yo recitaba, y se adoptó la costumbre de hacerme recitar algún poema dondequiera que fuésemos. Vernon me compró los poemas de Macaulay y Walter Scott, y pronto los aprendí todos de memoria. Acostumbraba declamarlos con gran placer. Al comienzo, mis gestos eran una imitación de los de Willie, pero Vernon me enseñó a ser más natural y mejoré su enseñanza. Sin duda, mi pequeña estatura contribuía al efecto, y el acento irlandés hizo el resto. Pero todos me elogiaban, y la exhibición me hizo muy presumido, y —resultado más importante— el aprendizaje de nuevos poemas me llevó a leer novelas y libros de aventuras. Pronto estuve perdido en este nuevo mundo. Aunque en la escuela jugaba con los otros chicos, por la tarde jamás abría un libro de texto, sino que devoraba a Lever y a Mayne Reid, a Marryat y a Fenimore Cooper[7], con inexpresable deleite.

En la escuela, tuve una o dos peleas con chicos de mi edad. Detestaba luchar, pero era presuntuoso, combativo y fuerte, de modo que dos o tres veces me enredé a puñetazos. Cada una de las veces, tan pronto como un muchacho mayor veía la escaramuza, nos aconsejaba, después de uno o dos rounds, detenernos y hacernos amigos. Se supone que a los irlandeses les gusta más pelearse que comer, pero mis días escolares me han enseñado, sin embargo, que no son tan peleadores, o tal vez debería decir tan brutales, como los ingleses.

En una de mis peleas, un muchacho se puso de mi parte y nos hicimos amigos. Su nombre era Howard y acostumbrábamos a dar largos paseos juntos. Un día quise que conociera a Strangways, el hijo del vicario, que tenía catorce años y me parecía tonto. Howard sacudió la cabeza.

—No querrá conocerme —dijo—. Soy católico romano.

Todavía recuerdo el sentimiento de horror que me produjo su confesión. ¡Católico romano! ¿Podía ser católico alguien tan agradable como Howard?

Estaba estupefacto, y esta sorpresa siempre me ha iluminado con respecto al abismo de la intolerancia, protestante, pero no deseaba romper con Howard, que tenía dos años más que yo y me enseñaba muchas cosas. Me enseñó a gustar de los fenianos, aunque yo sabía apenas lo que significaba esta palabra. Recuerdo que un día me mostró en el palacio de justicia una pancarta que ofrecía cinco mil Libras esterlinas a quien pudiera informar sobre el paradero de James Stephen[8], el jefe de los fenianos.

—Viaja por toda Irlanda —susurró Howard—. Todos lo conocen —añadió entusiasmado—, pero nadie denunciaría al jefe ante los sucios ingleses.

Recuerdo haberme estremecido ante el misterio y la caballerosidad de la historia. Desde ese momento, el jefe fue para mí, como para Howard, un símbolo sagrado.

Un día encontramos a Strangways y, de un modo u otro, empezamos a hablar de sexo. Howard sabía todo lo que había que saber al respecto y le agradaba iluminarnos. También fue Cecil Howard quien nos inició a Strangways y a mí en la masturbación. Pese a mi lectura de novelas, a los once años era aún demasiado joven como para obtener placer de esta práctica, pero estaba encantado de saber cómo se hacían los niños y toda una serie de hechos nuevos sobre el sexo. Strangways tenía pelo en sus partes privadas, como también Howard, y cuando se frotaba y venía el orgasmo, salía de su polla un líquido pegajoso y lechoso, en el cual, según nos dijo Howard, estaba la semilla del hombre, que debía entrar al vientre de la mujer para hacer un niño.

Una semana más tarde, Strangways nos sorprendió contándonos cómo se había aproximado a la niñera de sus hermanas pequeñas, metiéndose por la noche en su cama. Al parecer, la primera vez ella no le había dejado hacer nada, pero después de una o dos noches, él se las arregló para tocar su sexo y nos aseguró que estaba todo cubierto de pelos sedosos. Algo después, nos contó que ella había echado el cerrojo a su puerta y que, al día siguiente, él había quitado el cerrojo y se había metido otra vez en su cama. Dijo que al principio estaba enojada, o al menos pretendía estarlo, pero él siguió besándola y suplicándole y, poco a poco, ella cedió y él volvió a tocar su sexo.

—Era una raja —dijo.

Algunas noches más tarde, nos contó que había metido su polla en su interior, y ¡oh, demonios, era maravilloso, maravilloso!

—¿Pero cómo lo hiciste?, quisimos saber, y nos contó toda su experiencia.

—A las chicas les gustan los besos —dijo—, así que la besé y la besé, y puse mi pierna sobre ella y su mano en mi polla y todo el tiempo le tocaba los pechos y el coñito (así lo llama ella), y por fin me puse entre sus piernas y ella guio mi polla al interior de su coño (¡Dios, qué hermoso!), y ahora voy con ella todas las noches, y a veces también durante el día. Le gusta que le toquen el coño, pero con mucha suavidad —añadía—. Me enseñó a hacerlo con un dedo, así —y unió la acción a la palabra.

En un momento, Strangways se transformó para nosotros no sólo en un héroe, sino en un prodigio. Fingíamos no creerle para obligarlo a decirnos la verdad y estábamos casi locos de jadeante deseo.

Conseguí que me invitara a la vicaría, y allí vi a Mary, la niñera, que me pareció casi una mujer y lo llamaba amo Will. Sin embargo, él la besó, pero ella frunció el ceño y dijo: «¡Déjeme!» —y también— «¡Pórtese bien!» —muy enojada, pero yo sentí que su ira tenía por objeto evitar que yo sospechara la verdad.

Ardía de deseo y, cuando se lo dije a Howard, él también ardió de lujuria y me llevó a dar un paseo, volviendo a preguntarme todo, hasta que, bajo un almiar, nos entregamos a un paroxismo de frotamientos que, por primera vez, me hicieron estremecer de placer.

Todo el tiempo, mientras jugábamos con nosotros mismos, yo pensaba en la caliente raja de Mary, tal como Strangways la había descrito, y finalmente tuve un verdadero orgasmo que me sacudió por entero. La imaginación había intensificado mi deleite.

Hasta ese momento, nada en mi vida era comparable en alegría a esa historia de placer sexual tal como había sido descrita y actuada para nosotros por Strangways.

Mi padre

Llegaba papá. Yo estaba enfermo de miedo. Era estricto y le gustaba castigar. En el barco me había pegado con una correa, porque me había adelantado para escuchar la charla sucia de los marineros. Sentí miedo y rechazo desde que lo vi una vez volver borracho al barco.

Era la tarde de una regata en Kingstown. Lo habían invitado a almorzar en uno de los yates grandes. Escuché a los oficiales hablando de eso. Decía que lo habían invitado porque sabía más sobre mareas y corrientes de la costa que cualquier otro, incluso más que los pescadores. Los capitanes que concursaban querían sacarle información. Otro añadió:

¡Conoce los giros del viento en Howth Head, sí, y también el tiempo, mejor que cualquier otro!

Todos estuvieron de acuerdo en que era un marino de primera clase.

—Uno de los mejores, el mejor si fuera más decente… el muy pillo.

—¿Te acuerdas cuando condujo la canoa en aquella carrera? ¿Si ganó? Por supuesto que ganó, siempre ha ganado… ¡ah! Es un gran marino y también se ocupa de la comida de los hombres, pero tiene el carácter del diablo en persona… esa es la verdad.

Esa tarde de la regata, subió rápidamente la escalerilla y tropezó, sonriendo, al pisar cubierta. Nunca lo había visto así: sonreía y caminaba vacilante. Lo contemplé asombrado. Un oficial se volvió y, al pasar a mi lado, le dijo a otro:

—Borracho como un señor.

Otro ayudó a mi padre a bajar a su cabina y reapareció cinco minutos más tarde.

—Está roncando. Pronto estará bien. Es ese champán que le dan y también las alabanzas y las presiones que recibe para que les dé datos y más datos.

—¡No, no! —gritó otro—. No es la bebida; él sólo se emborracha cuando no tiene que pagar —y todos sonrieron.

Sentí que era verdad, y yo despreciaba infinitamente la mezquindad.

Los odié porque lo veían y lo odié a él, borracho y tartajoso y vacilante, objeto de burla y piedad. Mi «gobernador», como lo llamaba Vernon. Lo despreciaba.

Recordé otros agravios. Una vez había venido a bordo un Lord del Almirantazgo. Papá llevaba sus mejores ropas. Yo era muy joven, y acababa de aprender a nadar en Carrickfergus. Mi padre acostumbraba a hacer que me desnudara y nadara alrededor del velero todas las mañanas, después de mis clases.

Esa mañana, como de costumbre, había aparecido a las once, y mi padre y un caballero desconocido hablaban cerca de los oficiales. Cuando aparecí, mi padre me miró frunciendo el ceño para que bajara, pero el desconocido me vio y me llamó riendo. Yo me acerqué a ellos, y el hombre quedó sorprendido cuando supo que sabía nadar.

¡Salta, Jim! —gritó mi padre—, y da unas vueltas.

Sin hacerme rogar, bajé la escalerilla, me quité las ropas y salté al agua. El desconocido y mi padre estaban arriba, sonriendo y hablando. Mi padre agitó la mano y yo nadé alrededor del barco. Cuando regresé y estaba a punto de subir los escalones y subir a bordo, mi padre dijo:

—No, no, sigue dando vueltas hasta que yo te diga basta.

Volví a irme, bastante orgulloso, pero después de dar la segunda vuelta estaba cansado. Nunca había nadado tanto, me había hundido mucho y un poco de agua se me había metido en la boca. Me alegré mucho de llegar otra vez a los escalones, pero, cuando estiraba la mano para subir, mi padre agitó la mano.

¡Continúa, continúa —gritó—, hasta que te digan que te detengas!

Seguí, pero estaba muy cansado y también asustado y, cuando llegaba a la proa, los marineros se asomaron por la borda y uno me animó:

—Ve despacio, Jim; darás bien la vuelta.

Vi que era «gran» Newton, el primer remero de la canoa de mi padre, pero, precisamente a causa de su simpatía, odié aún más a mi padre, por someterme al cansancio y al miedo.

Cuando di la vuelta por tercera vez, nadaba muy lentamente y me dejaba hundir, pero intervino el desconocido y él mismo me dijo que subiera.

Salí ansiosamente, pero algo asustado por lo que podría hacer mi padre, pero el desconocido se acercó a mí, diciendo:

—Está azul. Esta agua es muy fría, capitán. Alguien debería frotarlo con toallas.

Mi padre no dijo más que:

—Baja y vístete. Y caliéntate —añadió.

El recuerdo de mi miedo me hizo comprender que él siempre me pedía que hiciera demasiadas cosas, y odié a aquel hombre que podía emborracharse y humillarme a la vez, y hacerme correr por las jarcias con los grumetes, que eran mayores y podían vencerme. Me desagradaba.

Entonces, era demasiado joven para saber que era probablemente el hábito del mando el que refrenaba sus elogios. Sin embargo, de manera apenas consciente, sabía que estaba orgulloso de mí, porque fui el único de sus hijos en no marearse nunca.

Poco después llegó a Armagh, y la semana que siguió fue espantosa. Tenía que volver directamente a casa al salir de la escuela, y dar un largo paseo con el «gobernador», que no era una compañía agradable. Con él, no podía estar a mis anchas como con un compañero. En el calor de la charla, podía utilizar alguna palabra, o decirle cualquier cosa que me metiera en una trifulca horrible. De modo que caminaba a su lado en silencio, prestando atención a lo que diría en respuesta a sus preguntas más simples. No había compañerismo.

Por la noche, acostumbraba a mandarme temprano a la cama, incluso antes de las nueve, aunque Vernon siempre me permitía quedarme con él, leyendo, hasta las once o las doce. Una noche subí a mi habitación, pero regresó casi en seguida para buscar un libro y leer en la cama, lo que constituía para mí un placer. Tenía miedo de ir a la sala, de modo que me deslicé en el comedor, donde había algunos libros, aunque no tan interesantes como los otros. La puerta entre las dos habitaciones estaba entreabierta. De pronto, escuché a mi padre:

—Es un pequeño feniano.

Feniano —repitió Vernon, atónito—. Realmente, gobernador, no creo que conozca el significado de la palabra. Debe recordar que sólo tiene once años.

—Te digo —interrumpió mi padre— que hoy habló de James Stephen, el jefe de los fenianos, con inmensa admiración. Es un feniano, sí, ¿pero de dónde lo ha sacado?

—Le aseguro que no lo sé —replicó Vernon—. Lee mucho y es muy rápido. Lo averiguaré.

—¡No, no! —dijo mi padre—. El asunto es sacarlo de ahí. Debe ir a alguna escuela en Inglaterra. Eso le irá muy bien.

No esperé a oír más. Cogí mi libro y me deslicé escaleras arriba. De modo que porque amaba al jefe de los fenianos debía ser feniano.

—Qué estúpido es papá —fue mi conclusión, pero Inglaterra me tentaba. Inglaterra: la vida se abría.

Fue en la Escuela Real, el verano siguiente a mi primera experiencia sexual con Strangways y Howard, cuando empecé a fijarme en el modo de vestir. Un muchacho del sexto curso llamado Milman me había tomado simpatía y, aunque era cinco años mayor que yo, salía frecuentemente a pasear con Howard y conmigo. Era un maniático de la ropa y decía que nadie, excepto los «bribones» (palabra que yo escuchaba entonces por primera vez) y la gente del pueblo, usaría una corbata de lazo fijo. Me dio uno de sus pañuelos de cuello y me enseñó a hacer un nudo corredizo. En otra ocasión, me dijo que sólo los «bribones» llevarían un pantalón raído o remendado. ¿Fue la conversación de Milman o mi despertar sexual a través de Howard y Strangways lo que me hizo tomar conciencia de mi aspecto? No sabría decirlo, pero para esa época tuve una experiencia curiosa y prolongada. Mi hermano Vernon, al escucharme una vez quejándome de mis ropas, me consiguió tres trajes. Uno negro con una chaqueta Eton y un sombrero de copa, y los otros de tweed. También me dio camisas y corbatas, y empecé a cuidar de mi apariencia. En nuestras veladas, las chicas y jovencitas (amigas de Vernon) eran conmigo más amables que nunca y me descubrí preguntándome si realmente estaba «encantador», como decían.

Empecé a lavarme y bañarme cuidadosamente y a cepillarme el cabello hasta conseguir un peinado uniforme (sólo los «bribones» llevaban brillantina, según decía Milman) y, cuando me pedían que recitara, hacía mohines y decía que no deseaba hacerlo, para hacerme rogar.

Imagino que el sexo se despertaba en mí en ese momento, pero era todavía ambiguo. Durante más de seis meses, fui gobernado por dos preocupaciones: siempre me preguntaba qué aspecto tenía y vigilaba para ver si gustaba a la gente. Acostumbraba a tratar de hablar con el acento utilizado por la «gente bien» y, cuando tenía que entrar a una habitación, preparaba mi entrada. Alguien —creo que fue la novieta de Vernon, Mónica— dijo que tenía un perfil enérgico, de modo que procuraba mostrarlo siempre. En realidad, durante unos seis meses fui más una chica que un chico, con toda la autoconciencia y las variadas afectaciones y sensiblerías de una chica. Con frecuencia pensaba que no le importaba realmente a nadie y lloraba sobre mi desdeñada soledad.

Toda vez que, más tarde, como escritor, quise retratar a una jovencita, tuve sólo que recordar este período para obtener el peculiar punto de vista de una niña.