BARROS y ESPINILLAS

Un día asoleado en la mañana nos levantamos, nos dirigimos al baño y, ¡oh desgracia!, vemos que nuestra cara está llena de granos.

Pero no hay de qué preocuparse: durante la pubertad, nuestro organismo produce enormes cantidades de hormonas que suelen alterar el funcionamiento de las glándulas sebáceas (estas glándulas segregan una delgada capa de grasa, el sebo, que se encarga de mantener la piel lisa y suave). Cuando ocurre esto, un exceso de sebo bloquea las glándulas sudoríparas y los folículos pilosos (por donde sale el pelo), por lo que las oportunistas bacterias se empiezan alimentar de los ácidos grasos que quedan atrapados en los conductos… y un enorme grano hace su aparición.

Posteriormente, nuestro cuerpo se da cuenta de la «emergencia» que tenemos en la cara y envía una instrucción a los leucocitos o glóbulos blancos para que combatan la infección, y a otros soldados del sistema inmune, llamados fagocitos y que tienen la función de comerse a las bacterias. Entonces, en el grano se forma una mezcla de sebo, aceite, células muertas, bacterias y fagocitos, mejor conocida como pus.

Lo primero que se nos ocurre es exprimirnos el barro o la espinilla, pero ¡oh desgracia!, ¡es lo peor que podemos hacer!, porque dañaremos los alrededores del grano y no permitiremos que los fagocitos acaben con él.

Así que la mejor recomendación es no exprimirse los granos, sino dejarlos madurar y lavarse con agua y jabón, pero no muy frecuentemente porque se reseca la piel y eso produce un exceso de aceite que las bacterias agradecerán cumplidamente.

Para los adolescentes debería ser un orgullo tener barros; eso los distingue de sus padres, que se morirían de ganas de portar un símbolo tan evidente de juventud.