PRÓLOGO

Lance, año 240 D. N. C. (Después del Nacimiento de la Confederación)

La tarde se mostraba bastante apacible.

El silencio reinaba como un señor en su castillo. Ni el más leve ruido irrumpía en la sosegada calma que invitaba a una de las menos frecuentadas prácticas de ocio en aquella época.

Por aquel entonces el adiestramiento tanto con la espada como con el caballo entre los jóvenes guerreros, los trabajos agrícolas o labores en el hogar entre los campesinos y el aprendizaje de normas de conducta y etiqueta entre la nobleza y la burguesía, absorbía el tiempo de cualquier adolescente.

Pero ella había logrado escapar de todo esto. Su única afición, sobrepasando sus deberes y labores en repetidas ocasiones, era la lectura, en cuya ocupación pasaba horas y horas sin deber, o querer, hacer ninguna otra cosa. No obstante, su condición social se lo permitía.

El tema de los libros no trataba sobre antiguos sabios, grandes señores o poderosos magos que se vanagloriaban de su renombre y dejaban sus obras para el deleite propio ante sus lectores, en la exposición pública de su engreída magnificencia.

No. El contenido era bien distinto.

Las páginas estaban llenas del colorido, a veces intenso y crudo, de la acción de la guerra. Una batalla eterna entre las fuerzas del bien contra las fuerzas oscuras. Las tropas de la luz, normalmente representadas por seres de las razas humana, élfica y thogûn, se enfrentaban en situaciones imposibles de minoría e inferioridad a los vastos ejércitos de raigans, demonios, hykars y otras criaturas maléficas; y siempre salían con vida de sus luchas o, incluso, salían victoriosos.

Ella se sentía completamente identificada con los personajes femeninos que aparecían en los relatos. Apreciaba cada emoción, cada liza como si fuera suya y deseaba, una vez terminada la historia, poder llegar a ser la heroína de alguna historia y vivir una aventura como aquellas que encontraban refugio en los libros.

Sin embargo, no todo era tan fácil y sencillo en su simple vida. Tenía un problema que se le antojaba grave. La posibilidad de hallar cada vez nuevos volúmenes de libros se iba reduciendo peligrosamente, hasta la circunstancia de que en su último recibo en caravana el contenido no era más que un único ejemplar, antiguo y ajado.

Este libro era el que permanecía entre sus manos en este momento, con escasas páginas para el fin de la historia.

Ella descansaba en un confortable sillón situado en el salón de la casa. «Viste unas ropas poco femeninas», decían los empleados y las sucesivas institutrices que la adjudicaban para tratar de encauzar sus habituales desmanes; unos amplios y cómodos pantalones, una sencilla túnica, junto a unas suaves botas de piel de gamo, arropaban siempre a la fémina.

Pese a que la disposición económica de su padre le permitía suficiente, e incluso holgada, libertad monetaria para adquirir los complicados y exuberantes trajes con los que soñaba una multitud de doncellas, ella no comprendía que ventaja podrían tener aquellas ropas ante lo prácticas que le resultaban las propias.

En el lento paso de las horas había alcanzado el último capítulo del ejemplar, donde se iba a decidir el resultado de la batalla. La liza se había establecido en un precario equilibrio en favor de los campeones del bien, mas la situación era crítica. En ese instante oyó como alguien entraba en la estancia, quebrando su concentración.

—Taris-sin, te presento a Weran de Nareh, señor duque de Falan.

La grave de cansada voz pertenecía a su padre, Giben DecLaire, un poderoso comerciante cuyas rutas mercantiles de caravanas cruzaban el sur de Aekhan.

A Giben le acompañaba un hombre de pelo moreno, con barba y bigote bien cuidados. Vestía un oscuro traje de seda, bordado con finos hilos de plata y un par de relucientes botas de cuero negro que le alcanzaban las rodillas. El noble se dirigió a la dama con buenos modales, realizando una ligera reverencia de cortesía.

—Encantado de conoceros, Taris-sin hija de Giben.

—Lo mismo digo, señor de Nareh —saludó Thäis reprimiendo una nota de antipatía en su voz. Cerró con acritud el interesante libro y lo depositó cuidadosamente sobre una mesa de madera bien pulida.

«Otro más», pensó ella con resignación. «¿Es que no se da cuenta mi padre de que traiga el pretendiente que traiga lo voy a rechazar? ¡Aunque trajera a casa al mismísimo príncipe de Adanta!». Taris-sin respiró con fuerza para reprimir su indignación y trató de adoptar una mueca de falsa cortesía. «Bueno, tendré que aguantar lo mejor que pueda a este señor duque de Falan. Va a ser una tarde muy larga».

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Y así fue.

Después de las presentaciones, vino una aburrida y muy larga conversación sobre temas intrascendentes relativos a la adquisición de unos territorios estratégicamente comerciales sobre los que se había interesado el padre de Taris-sin y que pertenecían al señor Weran. La discusión se prolongó hasta la hora de la cena. El señor de la casa, en un gesto de cortesía, invitó a ella a Weran para que pudieran seguir con sus negocios, y los temas que no eran negocio; respecto a Taris-sin.

El joven cortesano era uno de estos hombres que no veían más allá de la seguridad de sus propiedades y la máxima rentabilidad de su fortuna. Pese a las reiteradas indirectas de Giben respecto a su hija, Weran pareció ignorar la presencia de la joven muchacha casadera. Por supuesto, hasta el punto donde lo permitían las normas de cortesía.

El noble declinó la invitación, para la casi incontenible satisfacción de Taris-sin. Weran tenía que atender otras obligaciones en la comarca de Lance y no podía desocupar sus asuntos por más tiempo. Tras la retahíla propia de las despedidas, el padre de Taris-sin, cariacontecido por el escaso éxito en sus dos pretendidos objetivos, acompañó a su huésped hasta la puerta.

Una vez se hubo marchado, ella aprovechó la circunstancia para marcharse con premura a sus aposentos.

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Sus habitaciones no eran las esperadas para una dama nacida en la riqueza.

Las paredes estaban cubiertas por tapices y grabados que representaban guerras acaecidas en los Reinos Libres, en las que se implicaban la mayoría de las razas de Aekhan. Dos pequeñas y decoradas dagas colgaban entrecruzadas sobre el marco de la puerta. El resto del mobiliario guardaba el mismo estilo y consonancia que los adornos de la estancia.

Se tumbó con fuerza en la cama y comenzó a pensar sobre los sucesos de la tarde. «Otro pretendiente. ¡Otro maldito pretendiente!», pensó con enfado.

—Sé que mi padre lo hace por mi bien, buscarme un buen futuro para disfrutar de una vida más sencilla, sin sobresaltos ni complicaciones. ¡Pero no se da cuenta de que la que tendrá que casarse seré yo! —murmuró agitada Thäis—. Si alguna vez he de casarme, ¡lo haré con quien yo quiera!

En ese punto llamaron a la puerta.

—Señorita Taris-sin, su padre la requiere en el salón principal —indicó la voz del mayordomo al otro lado de la puerta.

—Ahora mismo iré, Jarv —respondió ella.

«El problema de siempre. La acostumbrada charla después del último interesado», suspiró melodramática y se dirigió pesadamente hacia la puerta.

Ésta se abrió a un pasillo tenuemente iluminado. Brillantes tapices en las paredes y exuberantes alfombras en el piso conformaban el de otra manera largo y sobrio corredor. Pasó por delante de numerosas puertas cerradas, que daban a diferentes habitaciones, todas vacías. Tal era la soledad que se respiraba en el caserón.

Al final del pasillo, Taris-sin se encontró con un espejo de trabajado marco que le devolvía su reflejo envuelto en tintineantes sombras: una muchacha de diecisiete otoños, muy delgada en sus formas, de tersa piel clara, alabastrina. Un largo y sedoso cabello negro como el azabache le llegaba a la cintura, con rebeldes mechones cayendo sobre su cara y una pequeña trenza reposando sobre su hombro derecho. Asimismo, también se apreciaba su herencia élfica, los rasgos perfectamente detallados que la denotaban como poseedora de la noble sangre de esta antigua y bucólica raza: los labios finos con un suave tono plateado, los vivos ojos almendrados de intenso color verde, las delineadas cejas alargadas y ascendentes, la nariz pequeña y perfecta, los firmes pómulos altos y las características, e ineludibles, orejas ligeramente puntiagudas.

Se apartó del espejo y bajó las escaleras hasta el piso inferior. Continuó de puntillas hasta la puerta que daba al salón de la casa. La abrió lentamente y entró.

Su padre la esperaba tensamente frente al acceso, sentado en una robusta silla de madera de nogal. Era su asiento favorito, pese a la escasez de diseños y la tosca artesanía que se había brindado a su creación. Observó de arriba a abajo a su hija y, sin perderse en otros asuntos, Giben abordó el tema principal.

—¿Qué sucede, Taris-sin? ¿Por qué te comportas así? —reprendió Giben.

«Mala señal. Me llama por mi nombre completo», pensó la semielfa, intentando interpretar las palabras y gestos de su padre.

—Lo siento, padre. No pretendía mostrarme…

—¡Que no pretendías! —la interrumpió Giben a mitad de frase. Su tono se suavizó al notar las emociones que provocaba su enojo en el rostro de su niña—. Conozco perfectamente tus intenciones. Todo esto lo estás haciendo para desprenderte de la posibilidad de un compromiso firme y seguro. —Giben cabeceó contrariado—. Y pensar que todo lo estoy haciendo para que tengas un futuro tranquilo, sin preocupaciones.

—¡Padre! —exclamó sobresaltada Thäis—. ¡No quiero un futuro tranquilo si no lo comparto con un esposo al que ame con todo mi corazón! —trató de calmar sus nervios—. Por favor, padre, no traigas a más pretendientes o me veré obligada a rechazarlos. Cuando llegue el hombre que el Destino ha elegido para mí, no dudaré en casarme con él.

—Así se hará —sentenció fríamente Giben. A Thäis le asustó la vehemencia en el tono de su padre, por lo que esperó nerviosa sus próximas palabras—. No obstante, no dispondrás de toda tu vida para encontrarlo. Si no te has desposado cuando cumplas los diecinueve años, acatarás mi decisión y la llevarás a cabo sin quejas ni protestas.

—De acuerdo, padre —aceptó ella en tono sumiso, tratando de apaciguarle.

Thäis salió de la habitación pensando en lo que acababa de suceder en ella. Volvió al pasillo y subió de nuevo las escaleras hasta su dormitorio. Se puso su camisón blanco y se metió en la cama, mas no tenía intención de dormir. Un único pensamiento residía en su mente.

—¡Dos años! —exclamó ahogadamente la semielfa—. ¡Sólo dos años! ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?

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La tenebrosa figura meditaba con cierto disgusto. Sus pensamientos corrían coléricos acerca de un tema que no le permitía sentirse plenamente satisfecho.

Se hallaba rodeado por un manto de inextinguible oscuridad en el que también otros seres residían. Éstos, se mantenían a una más que prudente distancia de la sombra, con un respeto reverencial que se confundía con temor. Estos seres eran demonios y su lúgubre morada era el Averno.

Todo lo maligno y dañino se albergaba aquí y llamaba a este inhóspito paraje su hogar. Mas el deseo de las demoníacas criaturas no se aplacaba únicamente con el deseo de subsistir inmemorialmente en este plano de la realidad. El propósito que otorgaban a su mísera e imperecedera existencia era el de lograr alcanzar el Plano Natural, donde con su poder desatado sembrarían el caos y la muerte sobre los seres inferiores que allí habitaban.

Entre ellos estaba un diablo de gran poder, un auténtico monstruo de los Infiernos, que había saboreado en varias ocasiones el placer de matar y satisfacer sus placeres en el mundo.

Su nombre era Nagurr y actualmente soportaba el castigo de permanecer recluido en el Averno. La causa, haber sido derrotado en el Plano Natural mientras luchaba con un mortal. Lo había subestimado una vez, pero no volvería a suceder.

Se desplazaba pesadamente sobre el asqueroso lodazal, creando un círculo vacío de criaturas alrededor suyo en tanto avanzaba.

Su destino era la mortal sombra que permanecía sin haber sido invitada en sus dominios. Pronto la halló, sentada sobre un macabro trono formado por cráneos de diferentes formas y tamaños que miles de infectos y repulsivos seres habían tomado como su morada.

La figura era esbelta, delgada y alta, y con un largo cabello que oscilaba eternamente al soplo de un viento inexistente. Sus rasgos la identificaban como una mujer hykar, pero la perfección de sus líneas, las coriáceas alas que brotaban a su espalda y la imposible belleza que irradiaba no ofrecían otra opción. Se la conocía por muchos nombres, La Señora de la Intriga, La Reina Arpía, pero uno era conocido y temido en todo Aekhan; Maevaen, la diosa Hykar.

—¿Qué nuevas conspiraciones planeas que te traen a mis dominios, Maevaen? —preguntó sarcásticamente el gran demonio—. ¿Acaso el desorden entre tus amadas criaturas aún no es demasiado elevado?

—Te veo un poco impaciente, Nagurr. ¿La espera es, quizá, demasiado larga? —zahirió suavemente la diosa, mas sus palabras hedían a ponzoña.

Esta pregunta hizo daño al poderoso demonio, porque era cierta. Sus ansías crecían ilimitadamente mientras caían lentamente los granos de arena de un inexistente reloj.

—¿Qué tramas ahora, Hykar? —gruñó encolerizado, pero refrenado ante el inmenso poder de la figura que descansaba cómodamente en su propio trono frente a él.

—No te preocupes. No preciso de tu inestimable ayuda esta vez —aclaró enigmática la diosa.

—Entonces, ¿a qué has venido? —inquirió, algo exasperado ante la poca información que recibía.

La sombría diosa reflejó en su pérfido pero delicioso rostro una expresión de honda meditación; tras ella se desentrañaban complejos planes.

—Los tiempos están cambiando —rompió el silencio con su voz vibrante, implacable—. El Orden natural se está resquebrajando rápidamente.

—¡Desde cuando a la Reina del Caos le preocupa la pérdida de Orden! —se carcajeó el gran diablo.

—¡Silencio demonio! —amenazó airada Maevaen, mas sin perder la elegancia de su apostura—. ¡O tu espera en los Infiernos no será lo único que tenga que preocuparte!

»Los problemas en las ciudades han alcanzado cotas impensables e insultantes —comentó perdida en sus pensamientos—. La falta de un poder gobernante ha provocado un grave desconcierto que han aprovechado los traidores para escapar de sus fronteras. ¡Incluso mezclan su sangre superior con la de otras razas! Pero, pagarán por su osadía —sentenció venenosamente la deidad—. Aunque, desgraciadamente, te impedirá ejecutar tu justa y deseada venganza.

»¡Disfruta de tu estancia en el Averno, gran Nagurr, porque no será breve! —Maevaen soltó una carcajada y desapareció.

La ira se adueño del gran diablo y la descargó salvajemente sobre los demonios menores que halló en su camino, infligiéndoles todo tipo de torturas en un inútil intento de desahogar su desbordada cólera.