9
NYRIE
Región de los Grandes Bosques, año 242 D. N. C.
Los tres viajeros cabalgaban en un trote ligero por las densas paredes de vegetación del bosque.
El silencio era una grave constante en toda la travesía que comenzara dos jornadas atrás y suponía un grave peso en la consciencia de la semielfa, que hervía con las infinitas preguntas que deseaba realizarles a los dos elfos, sobre sí misma y sobre su madre.
Radik, de cortos cabellos dorados y severas y formales maneras, se mostraba tan frío como cuando le conociera, mostrando un deje de resignada condescendencia respecto a la presencia de la mestiza. Como representante de la estirpe ridyan, Radik exhibía los refinados y nobles modales de los suyos, mas su propio orgullo era una pared que le mantenía ligeramente apartado de los demás.
El caso de Furan era totalmente diferente. Furanthalas, de largos y enmarañados cabellos tan oscuros como los de la fémina, ofrecía con sus despreocupadas y cálidas sonrisas y sus vivaces ojos negros un refugio a la creciente soledad de la mestiza. El elfo era muy alto, excediendo con largueza los cánones típicos de su raza, pues aventajaba en más de una cabeza la ya más que considerable estatura de la semielfa. Sus maneras eran desenfadadas y agradablemente espontáneas, no limitadas por ninguna estricta norma de conducta y modales, sino las adquiridas por un vagabundo de los caminos y los bosques.
Furan parecía deseoso de hablar abiertamente con la mestiza, mas ella no sabía porque razón, pero permanecía frustradamente callado, esperando, quizá, que sucediera algo en particular que rompiera su obligado mutismo.
Y así fue.
Tras unas horas de cansada cabalgada, el grupo aprovechó un repecho en la senda para permitir descansar a los corceles.
Radik realizó una serie de labores respecto a su montura, que bien parecía que podría hacerlas con los ojos cerrados, de lo automáticos e involuntarios que eran sus movimientos. Finalmente, tomó una manta de las bolsas de su caballo y la extendió sobre el polvoriento terreno. Se sentó con flemática tranquilidad ante Furan y, en particular, ante Thäis, cuando ambos hacía algún tiempo que descansaban sobre el suelo desnudo.
—Dyreah Anaidaen —comenzó el elfo ridyan, adoptando en su aterciopelada voz un tono de seriedad y grave importancia—, ha llegado el momento en que debas conocer la historia de tu madre y cómo sus actos trascenderán en los tuyos.
»Así fue como sucedió.
Los rayos del sol se filtraban brillantemente a través de las tupidas copas de los árboles.
La mañana era fresca e invitaba a dar un paseo por la seguridad del bosque, sobre todo por la franca tranquilidad que se respiraba allí.
Esta sensación crecía gradualmente día tras día, por la falta de incursiones humanas o de otro tipo de intrusos durante varios años.
«¡Ojalá continúe así!», pensó ella.
Nyrie Anaidaen era una joven elfa, de linaje dalyan, que disfrutaba saliendo de los límites de la ciudad en que residía, la magnífica y espléndida Aeral, la Ciudad de la Belleza como la llamaban los bardos. Sin embargo, estos pomposos y resplandecientes atributos no interesaban a la elfa.
Era una soñadora, una cualidad que era considerada como peligrosa entre los de su raza, y esto la impulsaba a actuar de forma irreflexiva y embarcarse en alocadas y precipitadas aventuras. Tampoco se mostraba demasiado respetuosa con las tradiciones élficas ni con sus superiores, no obstante, se la consentía en compensación por sus altos valores respecto a los dioses y a la naturaleza.
Estas motivaciones se manifestaban por el sentimiento de opresión que mantenían los elfos sobre sus costumbres: aislarse del resto de las razas y prosperar en sus propios ámbitos.
Nyrie se consideraba un alma libre, un ser que debería recorrer los caminos, poder conocer los rasgos significativos de todas y cada una de las razas, ver las diversas tierras que el mundo le ofrecía y que únicamente conocía por la existencia de libros y mapas en Aeral relativos a la geografía de Aekhan.
La elfa intentó apartar estos aburridos problemas de su inquieta mente y disfrutar de la acogedora compañía del bosque.
La noche anterior había llovido débilmente, sin embargo, el ambiente se había refrescado y se podía disfrutar del agradable olor de la tierra mojada. Se había levantado una tenue bruma que confería al bosque unos paisajes irreales, con los débiles matices de verdes y marrones difuminados en azul claro que adquirían un cierto carácter insustancial, casi espectral.
El terreno manchaba con barro las finas suelas de sus livianas y cómodas botas bajas de piel de gamo, en tanto que sus claros ropajes permanecían impolutos. Estos vestidos, confeccionados en su mayoría con sedas de diferentes tonos, volaban amplios sobre el esbelto cuerpo de la elfa, aunque en breves incisos de tiempo las ráfagas de viento ajustaban las telas al contorno de las suaves líneas de la muchacha, que resaltaban con timidez.
Sus finos y bien dibujados labios plateados entonaban una melodía que acompañaba a la joven en su camino. Se trataba de un salmo en honor de la Madre Naturaleza, que había aprendido a corta edad y que la hacía sentirse unida a su entorno, una con la fronda, como si de otra criatura del bosque se tratara.
«Estamos unidos al bosque», le decían sus mayores.
«¡No lo estamos!», se rebelaba Nyrie. «¡Si realmente perteneciéramos al bosque, viviríamos en él tal cual es, no escondidos en las casas de piedra de nuestra ciudad!», argumentaba ella con la consecutiva respuesta evasiva por parte de los adultos, que trataban de cambiar de tema y no prestar mayor atención a las insólitas ideas de la joven.
En cambio, esta actitud por parte de sus mayores, daba a la elfa la sensación de tener razón y la confería aún más energía con la que luchar por imponer sus creencias.
Pero lo que más la agobiaba de la comunidad élfica era la monotonía de su transcurrir, la lentitud en sus acciones, el estancamiento en sus costumbres. Nyrie sabía, a no ser que sufriera algún percance o accidente, que le quedaban por vivir varios cientos de años más y no creía que fuera posible que muriera de vieja sin antes volverse loca en este rígido ambiente.
Desearía escapar, aunque sólo fuera temporalmente, de Aeral y vivir en armonía con los bosques, alimentándose de lo que allí cazara, durmiendo al raso con el cielo de fondo, observar las bulliciosas y ocupadas vidas de los animales salvajes, llegar a comprenderlos.
Nyrie tenía alma de guardabosques y necesitaba un acontecimiento que le permitiera romper con su anterior vida. Y ese momento llegó inesperadamente aquel día.
La elfa avanzaba rápidamente por el interior del bosque esquivando o apartando las ramas bajas que se cruzaban en su camino. En algunos ratos se permitía tomar un moderado trotecillo que la asemejaba a un cervatillo, por la elegancia y armonía de sus movimientos, la agilidad de sus amplias zancadas y la resistencia que atesoraba en su menudo cuerpo.
Así corría cuando sus disciplinados sentidos élficos la avisaron de algo. Notaba que algo no marchaba bien. Al principio fue un arrítmico sonido que retumbaba en sus agudizados oídos de elfa, luego un leve movimiento entre unos arbustos a unos cincuenta metros de donde ella se encontraba y por último, una sombra que emergió de la floresta.
Era la sombra de una forma bípeda que, por las proporciones, podría tratarse de un elfo o de un humano. Avanzaba pesada y torpemente, tratando de conservar a duras penas la verticalidad. Al final no consiguió resistir y terminó cayendo con un amortiguado grito de dolor sobre la hojarasca que conformaba el suelo del sotobosque.
La imprudente muchacha saltó de su posición y rápidamente se aproximó al yacente, pese a las continuas advertencias que le lanzaba un primigenio instinto de supervivencia. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, se percató de la raza del sujeto.
Se trataba de un varón y los rasgos eran indiscutiblemente humanos. Los músculos faciales se contraían en una mueca de dolor, pero Nyrie pudo discernir el enorme atractivo de aquel rudo semblante masculino.
Lucía una larga melena castaña que se extendía libremente sobre el verde oscuro de las hojas muertas. Su rostro se mostraba imberbe, a pesar de la edad adulta que se adivinaba por sus rasgos, y su atuendo consistía en una simple capa cruzada que cubría humildemente el fornido cuerpo.
Apoyó la cabeza del desconocido sobre su confortable regazo y vertió agua de su odre sobre los cuarteados labios. La boca se entreabrió en un movimiento espasmódico y entre toses y en breves tragos, bebió el revivificante líquido.
Poco a poco fue volviendo en sí para alivio de Nyrie y la primera prueba que tuvo de ello fue la mirada que le devolvió el humano.
Los violentos fuegos verdes que constituían el iris de los ojos del varón se fijaron en la elfa como si en tal acción le fuese la vida. Se levantó violentamente con la mirada perdida, tratando de escapar de allí. Apartó bruscamente a la muchacha de su lado y se intentó alejar.
La elfa no supo cómo reaccionar ante tan súbita situación, así que cuando lo hizo fue tarde. Trató inútilmente de sujetar al humano, pero la superior fortaleza de éste la rechazó sin dificultad.
Sin embargo, la huida del hombre no duró mucho. Aún débil, pronto cayó de nuevo desmayado al suelo.
Nyrie se aproximó al cuerpo otra vez, buscando evidencias físicas que denunciarán el enfermizo estado del humano y alguna razón que justificase su comportamiento.
Tras un concienzudo examen del cuerpo no descubrió ningún signo de maltrato o castigo físico, no obstante, lo que sí halló fueron grilletes rotos tanto en el cuello, las muñecas y los tobillos. No había lugar a dudas. Se trataba de un esclavo fugado.
La elfa conocía muy poco de la cultura humana, pero sí sabía que la esclavitud era una costumbre demasiado frecuentada por esta belicosa raza.
Nyrie se propuso auxiliarlo al límite de sus posibilidades, sin tener en cuenta que no todos estos forzados siervos procedían del tráfico de esclavos. A algunos hombres se les sentenciaba a esta condición por los graves crímenes cometidos.
Día tras día partía la elfa al salir el alba en dirección al bosque.
Sus padres y tutores se preocupaban por ella y le preguntaban si sucedía algo. La respuesta de Nyrie siempre era negativa, aunque nerviosa ante la posibilidad de ser descubierta.
Los adultos no la interrogaban por sus paseos matutinos. Ya estaban acostumbrados a ellos. Lo que les preocupaba realmente era la nueva actitud de la muchacha, mucho más animada y cordial en su trato. Una nueva y misteriosa luz se abría progresivamente camino en su vivaz semblante.
La elfa rebosaba felicidad en su trayecto al bosque, al punto de reunión. En su pequeña bolsa llevaba la que creía que sería la última entrega. Constaba de unas prendas de vestir de buena calidad que garantizaban su larga duración, unas fuertes botas y, por último, una delicada cadena de plata.
Esta pequeña joya la había realizado Nyrie personalmente. Cada noche durante un mes había ofrecido dos horas de su sueño a la elaboración de esta pequeña cadena de finos enclaves plateados. En su centro colgaba una circunferencia que reflejaba en su interior la letra K con runas mágicas grabadas en su revés.
Le elección de esta letra en particular se debía al nombre del humano, Kuztan. Volcaba toda su atención y voluntad en este abalorio, porque se lo iba a regalar al hombre que había acaparado sus pensamientos y, a su pesar, también su joven e inocente corazón.
Caminó velozmente. Sus rápidos y amplios pasos se desplazaban con tal suavidad y ligereza que ni siquiera levantaban la suelta hojarasca del boscoso terreno. Sus ceñidas ropas blancas lucían como una estela luminosa al avanzar ella entre la tupida maleza de la floresta.
Mantenía una travesía serpenteante anulando la remota posibilidad de que intentaran seguirla hasta su objetivo. De todas formas, nadie había salido en su persecución.
El camino era largo y el avance en zigzag lo prolongaba aún más, pero su empeño incansable de seguir adelante la empujaba con renovadas fuerzas cada vez que vacilaba. La meta era muy importante para ella.
El conocido claro se abrió ante sus ojos con la incomparable majestuosidad del bosque. Sin embargo, algo había cambiado drásticamente.
Las ramas y los troncos de los árboles habían sido trabajados de una forma exquisita dando al lugar un acentuado carácter natural y al mismo tiempo un importante sentido práctico, dada la confortabilidad de la construcción.
En el otro extremo de la abierta zona se hallaba Kuztan, afanoso en el interior del muerto y agujereado tronco de un gigantesco roble. Nyrie pudo observar que la vieja corteza del árbol presentaba hendiduras y salientes regularmente y en lo alto la madera había sido tallada, confiriendo a la vetusta copa del roble una estratégica y privilegiada disposición de vigilancia.
A la elfa le asombraba ver al humano poner en tensión sus fuertes y abultados músculos cuando ejercía presión en algunas de las actividades del inusual campamento natural. Pero más la maravillaba el que unas manos que podrían levantar el peso de una gran piedra, pudiesen demostrar a la vez tanta delicadeza y sensibilidad cuando se reunían a la íntima luz del alba.
Kuztan se percató de la presencia de la muchacha y con una amplia sonrisa en su semblante, corrió raudo a su encuentro.
La unión no se hizo esperar. Ambos se fundieron en un fuerte abrazo y en un prolongado y ávido beso.
—Hoy has tardado mucho, amor mío. Temía que te hubiese sucedido algo —se interesó preocupado el humano.
—Tuve que esperar para recoger unas cuantas cosas —explicó la muchacha—. Toma —le tendió la bolsa—. Lo he traído para ti.
—¿Y esto? —se sorprendió el varón.
Kuztan se apresuró a tomar el macuto entre sus amplias manos con evidente curiosidad.
—Son unas prendas nuevas que he conseguido para ti —echó un vistazo a las raídas telas que portaba su compañero—. Espero que te gusten.
Kuztan extrajo los elementos contenidos en la bolsa y los desplegó frente a él. Inmediatamente se desprendió de su antigua capa y comenzó a vestirse con las nuevas ropas.
La elfa apartó la vista del humano cuando éste se cambiaba de vestimenta, aunque lanzó alguna que otra mirada de soslayo al fornido y desnudo cuerpo del varón.
—¡Son perfectas! —exclamó Kuztan una vez completamente vestido.
El humano soltó la vacía bolsa que chocó contra el suelo con un leve tintineo. Este sonido le sorprendió y volvió a recogerla. Buscó en la oscuridad interior tanteando con su mano y notó algo frío. Nada más sacarlo pudo observar la perfección de su textura y la belleza de su línea. Un fulgor entre azulado y plateado se reflejó sobre el diseño en forma de K, deslumbrando al humano.
—Es… precioso —tartamudeó Kuztan, apartando ligeramente la mirada del valioso objeto—. Juro que siempre lo tendré conmigo.
El humano dio un beso de agradecimiento a Nyrie y mantuvo el preciado regalo encerrado fuertemente en su mano.
Durante más de una hora, Kuztan la estuvo enseñando y explicando las variaciones que había introducido en el bosque para poder conformar su residencia. La elfa no tuvo más remedio que rendirse ante la exquisita labor que estaba ejerciendo su compañero apoyándose en el paraje silvestre. Poco después se reunieron en su refugio.
Este refugio consistía en un pequeño emplazamiento entre dos altos álamos que compartían el nacimiento de sus raíces, tomando la forma de una colosal V. Estos dos troncos eran el punto de apoyo de la pareja cuando se juntaban en la débil luz del amanecer.
—He de hacerte una pregunta que es de gran importancia para mí —dijo de repente Kuztan apartando a la elfa de sus brazos y mirándola directamente a los ojos.
—¿Qué es eso que tanto te preocupa? —se alarmó Nyrie al ver una luz tan intensa en los verdes ojos de su amante.
—¿Me amas realmente?
La inesperada pregunta pilló desprevenida a la elfa, que no supo cómo contestar.
—Claro que sí, Kuztan. Ya sabes que te amo con toda mi alma —respondió contrariada Nyrie.
—Pero tú eres elfa y perteneces a una familia noble. En tanto yo no soy más que esclavo humano fugado de su yugo —se lamentó con tristeza el hombre.
—¡Pero realmente te quiero! —indicó Nyrie—. Me da igual si tú eres de raza humana en tanto que yo pertenezca a la elfa. Lo único que me importa es lo que mi corazón siente por ti —terminó ella.
—Aún así no puedo creerte —se sinceró Kuztan—. Cuando nuestros hijos hayan fallecido, tú todavía te conservarás joven y con una larga vida por delante, teniendo que sufrir la tristeza de ver la muerte de tus seres queridos —argumentó él—. No puedo permitir que pases por eso.
—Soy consciente de la larga longevidad de mi raza y precisamente la certeza de la amplia existencia que me queda por delante me obliga a aprovechar el máximo tiempo posible a tu lado —se justificó la joven mujer.
»Si existe cualquier cosa que pueda demostrar que mis palabras son ciertas, estaré dispuesta a hacerla —afirmó Nyrie con convicción.
Kuztan pareció meditar durante unos momentos. Finalmente contestó.
—Sí la hay —hizo una profunda pausa—. Permite que mis ojos humanos puedan observar la magnificencia de la sabiduría y el poder élfico: el mítico Orbe de la Luz Eterna.
Aeral era denominada la Ciudad de la Luz. Sin embargo, una vez anochecido todo cambiaba. La tradicional comunidad élfica desaparecía de las amplias avenidas y de las habituales puestos comerciales, refugiándose en la calidad de sus bellos y acogedores hogares.
En uno de los amplios edificios vivía una de las más importantes familias de Aeral, una familia que pertenecía a la nobleza de la ciudad. Tomaban el nombre Anaidaen, Sol de Plata en lengua élfica, la Nythare.
El grupo de congéneres se hallaba congregado en una típica y característica reunión familiar. En ella se discutían asuntos de ámbito patrimonial y se presentaban los problemas más urgentes relativos tanto a la política interior como a la exterior. Pero esta vez uno de ellos se encontraba ausente de la sala.
Nyrie Anaidaen se mantenía alejada de los demás. Se había recluido en su dormitorio desde hacía dos días. Necesitaba estar sola para meditar sobre lo que estaba dispuesta a hacer. ¡Iba a robar el objeto más valioso de Aeral!
Realmente no pensaba a robarlo. Sólo lo tomaría a lo largo de un día y lo devolvería a continuación. Nadie tenía porque enterarse de que hubiese sucedido algo. Su ausencia no sería descubierta.
Por otro lado, Nyrie así demostraría de una vez por todas su auténtico amor por Kuztan y él no tendría más opción que borrar las dudas de su mente. Estarían juntos por siempre y su amor sería eterno.
Lo haría esta misma noche.
Conocía con bastante exactitud el Templo de la Luz, pues había estado allí en multitud de ocasiones, ejerciendo su función de novicia de sacerdotisa hasta que alcanzó la edad adulta. Había abandonado su futuro como sacerdotisa de Alaethar por consejo —u orden— de su padre. No obstante ella se mantenía fiel a sus creencias, entre las cuales se encontraba especialmente el culto a los dioses del Panteón Élfico, incluida Anaivih.
Antes de iniciar su misión, dedicó unos breves momentos para otra función: rezar a Alaethar para solicitar el perdón por lo que iba a hacer esa noche.
«Por favor, no lo entiendas como un insulto», pedía la elfa en su oración.
Una vez aliviada su conciencia, partió a hurtadillas de la casa Anaidaen en dirección al Templo.
Las calles se presentaban oscuras sin que el tenue resplandor de la luna creciente disipara las sombras que emergían de todos los rincones, observándola, siguiéndola en su camino, delatando su posición y sus dudosas intenciones.
La escalinata de ascensión al majestuoso edificio pareció crecer según ella avanzaba, sin terminar de llegar nunca al final. Cuando las escaleras acabaron se acercó a las pesadas hojas de madera y empujó con todas sus fuerzas. En la ciudad de Aeral las puertas se mantenían abiertas, sin ningún tipo de cerraduras o candados. Una muestra más de la confianza mutua de la comunidad.
Las hojas se abrieron lentamente. Ningún chirrido surgió de los vetustos goznes que denotara su apertura. La enorme estancia se mostró en tinieblas a los ojos de Nyrie. Se internó en la negrura de la colosal estructura prescindiendo de la vista y dependiendo de los demás sentidos y, sobre todo, de la memoria. Cruzó por delante de las dos puertas que conducían a las dos alas laterales del edificio y encaminó sus pasos por la zona central. Atravesó sucesivos habitáculos decorados con la exquisita armonía élfica, aunque dado el previo conocimiento de estas salas y el nerviosismo que embargaba a la intrusa por su precaria situación, la elfa las ignoró totalmente.
El acceso que sí llamó su atención fue una puerta doble que lucía una capa externa de polvo de oro y un complicado diseño de grabados. Nyrie no se centró en ella por su bella artesanía sino porque conocía adónde comunicaba este paso.
Se trataba del último obstáculo que debía salvar para llegar hasta el preciado Orbe.
Nyrie posó con reverencia sus manos sobre las adornadas hojas de madera y empujó ligeramente. Las puertas se movieron al instante y una luminosidad la rodeó. Allí en lo alto de una empinada e interminable escalera se hallaba el origen del fulgor, el Orbe de la Luz Eterna.
Lentamente se aproximó al tramo escalonado y comenzó a trepar por él. La ascensión alcanzaba hasta prácticamente el techo del Templo, aproximadamente a cincuenta metros de altura y la seguridad era mínima. Nyrie miró durante un momento hacia abajo y sintió un profundo vértigo que a punto estuvo de provocar su caída. Una vez se hubo repuesto, continuó elevándose hasta que alcanzó su objetivo.
La esfera permanecía aposentada en una peana plateada con incrustaciones de diversas y valiosas joyas.
—Perdóname Alaethar —susurró mientras extendía sus blancas manos hacia la esfera.
Tocó el Orbe y una extraña calidez recorrió su suave piel. Esta sensación cesó pronto y dio paso a un frío casi metálico. El mágico objeto era asombrosamente ligero y suave al tacto. La luminosidad menguó progresivamente y desapareció cuando ocultó la esfera en la bolsa para cuyo propósito la había traído. Se echó el macuto a la espalda con toda la delicadeza que pudo conceder al gesto e inició el descenso de la extensa escalinata.
Fue cerrando las puertas que antes había abierto, y como una sombra más, salió del Templo sin evitar sentir que unos ojos ocultos la vigilaban en todo instante.
Las calles seguían tan solitarias y tenebrosas como anteriormente, por lo que se desplazó rápidamente hasta la mansión de los Anaidaen. Entró tan sigilosamente como había salido y tomó la dirección de su dormitorio inmediatamente.
—¡Nyrie! ¿Dónde has estado? —sonó una voz a su espalda.
Se trataba de la voz de su padre. Habían descubierto su partida. Sin embargo, no tenían porque conocer los auténticos motivos de la fuga.
—¡Bue-buenas noches, Padre! He salido a tomar un poco el aire de la noche. Espero no haberos molestado —se disculpó la elfa.
—No ha sido así, mas te hemos echado en falta durante la cena. Tratamos asuntos que tú deberías conocer —el elfo reprimió un bostezo—. Sea, mañana te haré un resumen de las decisiones más relevantes que se tomaron esta noche. Buena Luna, Nyrie —se despidió.
—Buena Luna, Padre —respondió cordialmente la muchacha.
Nyrie entró en su habitación y cerró la puerta tras ella. Allí se dejo caer sobre la cama y respiró tranquila.
«Por muy poco», pensó la muchacha.
La elfa depositó su bolsa junto al contenido de la misma debajo de la cama. Se quedaría en este lugar hasta la mañana siguiente cuando partiera. Nyrie se acostó y acabó dormida al poco tiempo.
La mañana amaneció sin el habitual resplandor debido a la salida del Astro Rey. En su lugar, una luz mortecina se abría paso a duras penas a través de unas espesas nubes que cubrían todo el horizonte, presagiando algo funesto.
La partida de la elfa no se hizo esperar. El abultado saco pesaba y golpeaba continuamente contra su espalda mientras ella corría hacia el claro. Un lacerante dolor se iba adueñando de su esbelta espalda a medida que avanzaba entre la enredada maleza espinosa, que le había provocado algún que otro corte urticante.
A medio camino se encontraba tremendamente fatigada, como si no pudiera respirar con normalidad. El aire estaba muy cargado y las oscuras nubes aligeraron su pesada carga sobre la descubierta elfa, calando inmediatamente sus finos vestidos. El arenoso terreno se fue convirtiendo en un auténtico barrizal, en tanto que la figura del sol desapareció por completo del horizonte.
El tenebroso bosque se abrió bruscamente ante ella, como si un páramo estuviese creciendo ante sus ojos cansados.
—¡Kuztan! —llamó Nyrie—. ¡Kuztan! ¿Dónde estás?
—¡Nyrie! —contestó el varón—. ¡Aquí! ¡Ven!
La elfa siguió el origen de la voz hasta un grupo de abedules que conformaban un informe refugio ante la abundante lluvia.
—Nyrie, pensé que hoy no vendrías —informó el humano.
—Tenía que venir —respondió Nyrie—. Te he traído algo importante. Con esto quiero que entiendas que te amo y que ninguna razón por culpa de nuestras diferentes razas evitará que estemos juntos durante el resto de nuestras vidas —explicó ella mientras le tendía la bolsa.
Kuztan, extrañado, tomó la bolsa de las manos de la elfa. La destapó y un brillante haz luminoso hirió sus verdes ojos con tal intensidad que de inmediato cerró el morral.
—Es… es el Orbe de la Luz Eterna —tartamudeó el varón con un ligero temblor en sus fuertes manos.
—Es la prueba que necesitabas —recordó Nyrie—. Ahora puedes creer en mis palabras.
—Sí, sé que ahora puedo —el tono de su voz disminuyó y se aseguró de clausurar bien la bolsa, bloqueando el brillo de la sagrada esfera—. Gracias Nyrie. Nunca olvidaré lo que has hecho hoy por mí.
Tan pronto como estas palabras salieron de su boca, su cuerpo comenzó a aumentar de tamaño desgarrando las vestiduras. Su piel se oscureció hasta alcanzar un color violáceo, volviéndose áspera y escamosa. Las manos crecieron y los dedos se alargaron adquiriendo las proporciones de unas garras. Los espolones de unas inmensas alas surgieron de su espalda, rompiendo la piel y soltando un chorro oscuro icor que se derramó sobre la hierba mojada.
Pero lo más horrible fue la cara. El rostro empezó a deformarse grotescamente, tomando la forma de las fauces y hocico de un cánido y unos colmillos curvados como los de un jabalí se abrieron paso a través de sus negras encías, mientras unas babas ácidas goteaban sobre el húmedo suelo quemándolo a su contacto. Dos fuegos verdes escrutaron profundamente las emociones de la elfa.
El demonio del Averno se irguió en toda su estatura, sobrepasando las copas de los cuatro grandes abedules. Acercó su colosal manaza y acarició suavemente la mejilla del fino rostro de Nyrie, que observaba conmocionada a su compañero.
—Mi amor por ti será eterno —gruñó Kuztanharr con su nueva voz gutural, en tanto desaparecía en una explosión rojiza de olor a azufre, llevándose con él el morral que contenía el preciado Orbe de la Luz Eterna.
Nyrie quedó largo tiempo conmocionada. Mientras, la lluvia empapaba su tembloroso cuerpo.