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ATAQUE DESCONOCIDO

Senda del Comercio, año 242 D. N. C.

La oscuridad era profunda cuando el semihykar abandonó la ciudad de Baelan.

El camino era apenas visible en las densas tinieblas que cubrían cual tupido manto las marcas de la calzada. Sin embargo, el consumado instinto del corcel le permitía seguir la ruta trazada sin mayores dificultades.

La rápida e inesperada salida de la ciudad había trastocado ligeramente el itinerario de viaje del mestizo, pero pensando de forma positiva, ganaría una noche de marcha.

La travesía hasta Falan aún era larga y no podría llegar a la capital antes del próximo ocaso. La opción más acertada sería encontrar un lugar donde pasar la noche y continuar la marcha al día siguiente, con las fuerzas recobradas. Mas no había ningún poblado cerca, exceptuando Baelan. Tendría que dormir una noche al raso.

Además, otra dificultad se cruzó en su camino. El caballo comenzó a cojear claramente, adoptando un ritmo extraño y doloroso. El semielfo de la sombra desmontó e inspeccionó la pata herida de su montura. El tobillo del corcel estaba preocupantemente hinchado. Kylanfein deseó que la herida pudiese curar bien y no tuviera que abandonar un animal tan magnífico.

Avanzando a pie con las bridas de su montura en la mano, continuó moviéndose por la carretera que conducía a Yaze.

A los pocos minutos, un nuevo obstáculo se sumó al anterior. Una leve llovizna que pronto se convirtió en un fuerte aguacero, empapó al viajero y un impresionante viento huracanado amenazó con barrerlo a él y a su caballo de la senda de piedra.

Kylanfein se desplazó a la derecha de la carretera y se internó al resguardo de la espesura. La lluvia caía torrencialmente y las copas de los árboles no eran suficientemente frondosas como para protegerlo. Penetró en la floresta y poco después vio algo que le satisfizo en gran medida.

A unos cuantos pasos de donde estaba, se abría la entrada de una amplia caverna que podría convertirse en el refugio ideal.

Se internó en la oscuridad de la cueva e hizo una breve exploración. Halló un pasaje lateral que satisfaría perfectamente sus necesidades. Dejó a su caballo en la entrada principal y él se alojó en el pasillo de la derecha.

Depositó sus pertenencias en el suelo seco y extendió sus mantas de viaje sobre la dura roca. Sabía que sería inútil intentar encender un fuego. La madera del exterior estaba muy mojada y no prendería de ninguna de las maneras. Se arrebujó en las poco confortables telas y durmió plácidamente, víctima del cansancio.

Al amanecer le esperaba otra dura jornada.

sep

Estaba oscuro. No era capaz de ver nada, no obstante, sentía la calidez del sol del mediodía al contacto con su delicada piel.

Le dolía terriblemente la cabeza y sentía la hinchazón de su labio superior. Una punzada latía incesante en su mejilla derecha, en tanto que un profundo dolor recorría su pecho cada vez que inspiraba.

Intentó mover los brazos para eliminar el entumecimiento que los paralizaba hasta los hombros, mas no pudo. Estaban atados a su espalda y la gruesa soga le arañaba ásperamente las muñecas con peligro de abrir heridas debido al roce, así que la semielfa optó por detener sus forcejeos.

Pronto se hizo cargo de la situación. Estaba atada de pies y manos, una mordaza de basta tela tapaba su boca evitando que articulara cualquier palabra y una venda cegaba su vista.

—¡Metedla en el carro! —gritó un hombre cerca de ella.

Al instante unas manos la cogieron de las piernas y del cuerpo y la izaron del lugar donde yacía. La trasladaron durante unos segundos y sintió cómo volvía a ascender. La depositaron bruscamente sobre un suelo de madera que Taris-sin supuso que sería el de la carreta. Moviéndose de forma culebreante consiguió sentarse apoyándose en la pared del carromato.

Oyó otros sonidos inarticulados que provenían de la misma carreta, aunque algo más al fondo. No estaba sola y por los sonidos y los ruidos de lucha contra las cuerdas, supo que había otros prisioneros en su misma situación.

Allí permaneció, indefensa y sin poder moverse, con el traqueteante movimiento del carromato sobre la accidentada carretera.

sep

Los tres jinetes cabalgaban silenciosos por la empedrada Senda del Comercio.

Avanzaban a gran rapidez, descansando únicamente cuando era estrictamente necesario. Llevaban jornadas montando a este ritmo, pero no acusaban el cansancio.

El camino era solitario y los potentes rayos solares amenazaban con quemar todo a su contacto. La atmósfera estaba despejada y ninguna nube se podía observar en el azulado cielo.

Sin embargo, esto no afectaba a los componentes del reducido grupo. Tenían una misión que cumplir y nada iba a detenerlos. Aunque su misión se había complicado bastante.

Pronto no estuvieron solos en la carretera. Un carro avanzaba pesadamente por el empedrado terreno, con un bamboleo que amenazaba con volcarlo en cualquier momento. No prestaron atención a la carreta cuando pasaron por su lado, pero se vieron atraídos por otro motivo.

—¡Eh! ¡Viajeros! —llamó un hombre montado a caballo que no habían visto antes—. ¡Acercaos!

Los tres hombres intercambiaron una comprensiva mirada y se aproximaron al sospechoso grupo.

—¿Qué desean? —habló el portavoz del trío con una voz aterciopelada pero fría.

—Supongo que unos hombres que han estado viajando durante duras jornadas, quizás deseen descansar y pasar un buen rato —sugirió el cabecilla.

—¿Qué nos ofreces? —se interesó el viajante.

—Tenemos la mejor mercancía de todo Adanta y, aunque nuestra base de operaciones no se halla cerca de aquí, tenemos suficiente carga para todos vosotros —explicó el delincuente.

—Y, ¿a qué tipo de mercancía os referís? —preguntó el supuesto cliente.

—Mujeres —aclaró el secuestrador—. Las muchachas más bellas y exóticas de todo Adanta. Incluso tenemos a una hermosa semielfa. Jozz el Listo siempre tiene la mejor mercancía, ¡la mejor! —exclamó el sujeto levantando en lo alto una mano chapuceramente vendada con raídas telas manchadas de sangre seca.

El cabecilla hizo una pausa para que los nuevos clientes se hicieran cargo de la importancia de su mercancía. Luego prosiguió.

—El precio es de tres monedas de oro por cabeza. ¡No se lo piensen más! —apeló el secuestrador—. ¡No encontrarán una posibilidad mejor que ésta!

—El precio nos parece razonable —concedió el portavoz del trío—, pero antes de aceptar, queremos ver a las muchachas.

—Por supuesto, por supuesto. No faltaría más —accedió el cabecilla en tanto que con un gesto les invitaba a que les siguiese al interior del carromato.

El secuestrador levantó la lona que cubría la entrada a la carreta e indicó a los tres viajeros que subiesen al vehículo.

—Fíjense en todas las chicas y elijan las que más les gusten —permitió el contrabandista.

Los tres hombres se encaramaron a la carreta y observaron el horrible espectáculo formado por los cuerpos apiñados de varias jóvenes amordazadas y atadas intentando pedir auxilio con desespero. Los viajeros bajaron del carro y fueron asaltados de inmediato por un compañero del deseoso comerciante; un hombre alto y musculoso de desgraciado aspecto y torpes movimientos.

—¿Ya han elegido? —inquirió el secuestrador de voz profunda y desagradable.

—Sí, ya lo hemos hecho —respondió el portavoz a la vez que extraía su espada y la alojaba en el pecho del delincuente.

Éste contempló asombrado como la sangre brotaba precipitadamente de su cuerpo y con ella su vida. Los otros tres restantes secuestradores aparecieron en escena y se echaron sobre los justicieros. Mientras, sin que nadie lo advirtiese, Jozz el Listo huía del lugar.

Una encarnizada lucha se estableció, batiéndose en uno contra uno tres parejas de guerreros.

Los asaltantes estaban acostumbrados a que estallaran trifulcas en las que tenían que intervenir y el hecho de que se hallaran todavía vivos denotaba que eran buenos en el manejo de las armas. No obstante, no tuvieron ninguna oportunidad ante los tres viajeros.

Pronto los cuerpos de los cuatro bandidos yacían muertos o moribundos sobre el suelo de piedra.

El trío de forasteros trepó a la carreta y se aproximó despacio a las aterrorizadas muchachas. Con deliberado esmero, emprendió la labor de desatarlas.

—Tranquilas —intentó calmarlas el líder del grupo—, estáis a salvo, y a partir de ahora, en libertad.

El hombre apartó su capucha dejando ver sus severos y afilados rasgos de elfo. Momentos después todas las jóvenes mujeres estuvieron libres, todas menos una. Radik se adelantó hasta estar junto a la semielfa y la fue liberando delicadamente de las sucesivas cuerdas que comprimían su tierna y blanca piel.

—¿Cuál es tu nombre, pequeña? —preguntó el elfo con un tono suave.

—Th-Thäis Shade —contestó ella tartamudeando con un ligero temblor en su cuerpo.

—Cuéntame qué te sucedió —interrogó Radik mientras acariciaba la magullada mejilla de la semielfa.

Me-me encontraba en Baelan y me dirigía a la posada donde me hospedada cuando unos hombres me atacaron —relató nerviosa Taris-sin, incapaz de impedir que algunas lágrimas brotaran de sus ojos verdes, e hizo una pausa para recobrar el aliento—. Me intenté defender como pude pero me golpearon y caí sin sentido. Luego desperté en esta maldita carreta.

—Ya no tienes por qué preocuparte más, Thäis —la tranquilizó el elfo—. Estás a salvo y tus asaltantes han recibido su merecido.

Radik ayudó a la alta y desgarbada mestiza a bajar del carro y luego se dirigió al resto de su grupo.

—¡Thelas! —llamó a uno de sus compañeros.

El apelado se acercó a su líder y esperó sus órdenes.

—Coge el carromato con las humanas y llévalas a Baelan. Entrégalas a las autoridades. Ellos se encargarán de devolverlas a sus propios hogares —mandó el elfo.

—De acuerdo, Radik. Nos vemos en el Tiroan —se despidió Thelas antes de partir con el carro, pero después de haber lanzado una apreciativa mirada a la joven mestiza.

Los dos elfos restantes se aproximaron a la semielfa y se sentaron en el suelo junto a ella.

—Y ahora debemos tratar otro asunto —informó Furan en tono grave—. Y debemos comenzar por aclarar el asunto de tu verdadero nombre, ¿no es cierto, Taris-sin?

La semielfa se quedó sin palabras. No podían conocerla, no obstante, conocían su auténtico nombre.

No-no, mi nombre es Thäis —intentó negar. Cabeceó con fuerza intentando aclarar sus pensamientos—. ¡Por qué mentir! ¡Sí, soy Taris-sin DecLaire! Y a vosotros os a enviado a buscarme mi padre, ¿verdad?

—No nos ha enviado Giben DecLaire —aclaró Radik—. Cierto es que hemos visitado a DecLaire, pero nosotros venimos por cuenta propia.

—Nos trae algo referente a tu madre —agregó Furan.

Este último comentario hizo que Thäis prestase toda su atención a las próximas palabras del larguirucho elfo de cabellos tan oscuros como los suyos. Sin embargo, fue el otro quien habló.

—En primer lugar has de saber que a pesar de los diferentes apodos y alias que tomes, tu auténtico nombre es Dyreah Anaidaen, y que Giben DecLaire no es tu verdadero padre —informó contundente Radik.

El mundo en que vivía la semielfa comenzó a derrumbarse, ante el duro y desconcertante contenido de estas implacables palabras.

—Además, una promesa que nos une a Nyrie Anaidaen, tu madre, nos obliga a narrarte su historia y llevarte al sepulcro donde descansa su cuerpo sin vida, para hacerte entrega de lo que es tuyo por derecho de sangre.

»Partimos ahora mismo —indicó Radik sin dejar opción a la discusión.

sep

Le despertó el correteo de un peludo cuerpo sobre sus piernas.

Se incorporó inmediatamente y espantó a la enorme rata que buscaba donde morder con sus aguzados incisivos. Ésta le enseñó los dientes de forma amenazadora antes de alejarse en los recovecos de la gruta.

El esfuerzo realizado le provocó un profundo dolor en su malparada espalda. La noche pasada en la cueva le había salvado de una pulmonía segura, mas la humedad se denotaba con fuerza también en el interior y el dormir sobre la dura piedra castigaba severamente.

Kylanfein estiró sus maltrechos músculos y se fue levantando despacio, permitiendo que su entumecimiento actual se fuera disipando.

Poco a poco la sensibilidad volvió a sus dedos y el riego sanguíneo se normalizó. Comenzaba a preparar su equipo de viaje cuando advirtió una presencia que le estaba vigilando. Presto se dio la vuelta y encaró al extraño.

El desconocido se presentaba totalmente embozado con la capa cubriendo su cuerpo y la capucha ocultando su cara. Ninguna información más se podía extraer de la figura que permanecía bajo la negra capa. El semielfo de la sombra tomó la iniciativa.

—¡Vaya! Parece que no estoy solo —exclamó Kylanfein—. ¡Bienvenido seas a este fabuloso lugar! —ironizó.

El encapuchado permaneció impasible, observando al semihykar desde la oscuridad de su capucha.

—Soy Kylanfein Fae-Thlan —se presentó e hizo una pausa para recibir la respuesta. No fue así, entonces preguntó—. ¿Quién eres?

El desconocido continuó en silencio. Kylan iba a hacer caso omiso de él, cuando de forma inesperada contestó.

Thra’in Kala’er —fue la escueta respuesta del extraño.

La voz era grave y tenía un fuerte acento que le resultó familiar a Kylan.

—¿Qué te ha traído hasta aquí? —indagó el semielfo de la sombra, consciente de que la lluvia había cesado.

—¡Tu muerte! —clamó el extraño apartándose la capucha de su rostro, dejando entrever su piel de ébano y el largo cabello grisáceo.

El hykar se abalanzó sobre el mestizo con su espada desenvainada realizando un torbellino de golpes que obligaron a retroceder a Kylan desesperadamente, aún no repuesto de la sorpresa inicial. Una vez se hubo restablecido, Kylanfein desenfundó su espada y se preparó para presentar batalla contra el elfo de la sombra homicida.

La lucha se convirtió en una danza mortal cuya única demostración de realidad la confirmaba el entrechocar de las espadas en estridentes sonidos. Ambos se movían con una letal armonía por el accidentado terreno de la gruta, avanzando entre las sombras, tratando de lograr alguna ventaja sobre su desconocido rival. Pero el hykar tenía más experiencia que su oponente y lo fue empujando hacia el interior de la caverna. Pronto la tenue oscuridad se hizo absoluta y Kylan pudo observar el brillo de dos ojos rojos frente a él.

«Yo también sé jugar a esto», pensó el semihykar mientras también él activaba la visión térmica de sus claros ojos azules que pasaron a tener un intenso fulgor de fuego.

Los dos guerreros desaparecieron de la vista normal y se enfrentaron en la suave gama de colores del calor. Para los animales que allí residían capacitados con esta habilidad, los dos hombres se presentaban como dos intensas formas rojizas que gradualmente iban tomando un color anaranjado más intenso por el calor que exhalaban sus cuerpos por el esfuerzo realizado, destacando bruscamente con el azul oscuro de las pétreas y frías paredes.

El elfo de la sombra atacaba con furia en impetuosos ataques que buscaban un lugar donde pudiese penetrar el filo de su espada, pero Kylan rechazaba sistemáticamente cualquier avance de la hoja del adversario.

La pugna debería haber sido de igual a igual, mas Thra’in estaba perfectamente adaptado a la lucha y además contaba con otra ventaja adicional, ventaja de la que hizo uso al sacar su segunda arma a escena. De entre los pliegues de su capa, el hykar extrajo una larga daga que esgrimió con habilidad con su mano izquierda. Kylanfein hubo de variar su ritmo al tener que enfrentarse con dos hojas a la vez, mas aún tuvo que sorprenderse más al desplegarse en toda su capacidad la nueva arma de su rival. El elfo de la sombra presionó con sus largos dedos un resorte oculto en el complejo entramado artesanal que decoraba el mango de la hoja y, tras un sonoro chasquido, dos nuevos filos se abrieron en ángulo a ambos lados de la hoja principal. El arma de triple hoja fue tanteando la habilidad del semihykar, pero pronto trabó la espada de éste y le dejó a su merced.

El mestizo quedó paralizado ante el giro que tomaban los acontecimientos. Intentó desesperadamente liberar su arma de la daga de su contrario, mas era inútil. El hykar respondía a cada movimiento del semihumano con idéntica precisión, neutralizando cualquier posible defensa. Pronto halló un hueco en la defensa de Kylan y arremetió con la hoja de su espada.

El semihykar advirtió el movimiento de ataque del elfo de la sombra y fintando un amago se echó a un lado. La hoja silbó en el aire y, aunque no alcanzó su objetivo, sí perforó el costado del medio hykar.

Kylanfein se apartó cuanto pudo y pese al lacerante dolor, dispuso su defensa ante el próximo ataque.

La reacción del elfo de la sombra fue un ataque frontal con la espada en alto aprovechando toda la fuerza que le confería el movimiento de su disciplinado brazo.

Kylan soportó la violenta arremetida, mas no sus piernas. La debilidad que sufría por la importante herida más la irregularidad del piso provocó que tropezara con una leve escarpadura, cayendo de espaldas sobre la piedra. Notó como algo cristalino se rompía y derramaba su contenido mojando su espalda. Levantó la cabeza y vio que la espada de complicada artesanía del hykar se cernía sobre su garganta.

—El combate ha sido muy… estimulante —comentó Thra’in—, pero ahora debes morir. Compréndelo, no es personal. Es parte de mi trabajo.

El elfo del Inframundo lanzó un potente tajo sobre el cuello de su caído adversario. La hoja se deslizó suavemente a través de la carne del semihykar y terminó chocando contra la piedra del piso.

Sin embargo, la estocada había sido demasiado suave, no había encontrado resistencia y las dudas de Thra’in se confirmaron al ver como el yacente cuerpo de Kylanfein atravesaba, intangible, el suelo de la cueva hasta desaparecer por completo.

El hykar retrocedió apresuradamente hacia la zona estratégicamente más defensiva del lugar, esperando un ataque que podría proceder desde cualquier ángulo, pero que no llegó.

Thra’in se relajó al darse cuenta de que la sutil desaparición del mestizo no había sido una maniobra ofensiva para desorientarle como había creído en un principio, sino, simplemente, una táctica defensiva.

Su objetivo había escapado.

sep

La extraña hoja del elfo de la sombra alcanzó la desprotegida garganta de Kylan.

Éste cerró con fuerza los ojos y sufrió una extraña sensación de vértigo. El dolor no invadió su cuerpo en fuertes oleadas como él pensaba que sucedería, sino que, en realidad, no sintió nada. Lentamente abrió los ojos y observó una negrura sólida que lo rodeaba.

«Estoy muerto, estoy muerto», pensó el semihykar.

Kylan notaba como su cuerpo se balanceaba insustancial a través de una oscuridad tangible que lo envolvía todo.

La mente del medio elfo no podía asimilar la extraña situación en la que se hallaba, flotando en la nada sin que existiera un fin determinado a su camino. La muerte nunca había sido una opción a considerar para Kylanfein, a pesar de que el duelo mortal no era desconocido para él. La experiencia le había enseñado a vivir día a día, sin preocuparse que le pudiese deparar el futuro.

Kylan no sabía qué podía descubrir después de la vida en este plano de la existencia. Nunca había adorado a ningún dios, aunque sintiese respeto hacia los que sí los reverenciaban.

De pronto las sólidas tinieblas dieron paso a una estancia abierta donde una suave fosforescencia iluminaba débilmente los muros de la pétrea gruta. Sus pies se apoyaron en suelo sólido y el semihumano avanzó hacia la tenue luz.

El piso estaba ligeramente allanado y las paredes ofrecían unos grotescos relieves que reflejaban a seres del Averno en crueles orgías de destrucción y asesinatos, donde la muerte y el sufrimiento constituían un elemento primordial y especialmente resaltado.

Caminó por la monstruosa cueva buscando alguna forma de escapar de aquel espantoso lugar, no obstante, lo que descubrió fue algo muy diferente.

Una pequeña escalinata subía al fondo del lúgubre pasillo. Los escalones ascendían a una construcción de piedra sobreelevada cuya sobria configuración recordaba a la de un altar.

Kylan subió las escalerillas y observó el ara de demoníaco culto. La superficie se hallaba partida más o menos en su centro y había sufrido numerosas profanaciones, así como sugerían las secas manchas carmesíes que ofrecía la rugosa extensión pétrea. En un extremo del sagrado estante se encontraba un objeto enrollado, cuya costra de polvo no toleraba una fácil identificación. El semihykar deslizó su mano hasta el sucio artefacto y lo desplegó frente a sus ojos. Se trataba de una cadena de plata de elaborada artesanía con el símbolo élfico de una K grabado. Guiado por un instinto desconocido, se colocó la cadena al cuello y la ocultó bajo la capa que le cubría.

No obstante, había un segundo objeto que acaparó su atención. Una oscura esfera estaba colocada en lo alto de un pedestal. El globo refulgía con intermitencia, como si se tratase del corazón de un ser vivo o como si existiese una fuerza interior que luchara por liberarse de su forzado cautiverio.

Una fuerza invisible obligó a Kylanfein a intentar tocarlo con los dedos. Cuando estuvo a escasos centímetros de la esfera, una vertiginosa sensación de mareo se apoderó de su cabeza. Sus ojos lloraron cuando cientos de imágenes se agolparon en sus retinas, sin poder asimilarlas de tan rápido que fue su paso.

El semielfo de la sombra cayó inconsciente.

sep

Una vez se hubo cerciorado de que su combate había acabado definitivamente, el hykar abandonó la cueva.

Después de examinar expeditivamente el interior de la caverna y no haber hallado rastro de su víctima, el elfo de la sombra había tomado sus armas y hecho inspección de ellas. Su espada, pese a leves muescas en su filo, se encontraba en perfectas condiciones. Tal no era el caso de su daga. Una de sus hojas secundarias había cedido ante la presión y se había doblado cerca de la empuñadura. Ahora era inservible. Con un violento lanzamiento, la daga chocó con rabia contra las paredes de piedra, resonando el eco del impacto durante unos segundos.

Thra’in debía admitir que su víctima había huido; al menos temporalmente. Mas aún disponía de medios para encontrarle allá donde se escondiera.

Extrajo el indicador mágico de uno de los bolsillos secretos de su capa y lo consultó. Su decepción fue increíble cuando descubrió que el punto luminoso había desaparecido.

Exhaló un gritó de exasperación que tuvo como único oyente los sordos oídos del bosque.