7
BAELAN
Baelan, año 242 D. N. C.
No existió diálogo en el transcurso del viaje.
La Senda del Comercio serpenteaba interminable en la llanura, sin que ningún acontecimiento surgiera para quebrantar la paz —o infundir algo que rompiera la monotonía—, porque la situación era tan tensa para Taris-sin como para Kylanfein. La única comunicación entre ambos consistía en las leves miradas de soslayo de los dos jinetes, que se estudiaban mutuamente.
El semielfo no sabía qué decir, nada con qué comenzar una conversación. Se sentía cohibido al tener compañía femenina, y a decir verdad prefería luchar contra un nutrido grupo de raigans enfurecidos antes que enfrentarse en solitario a la cercanía de una mujer, y en especial, a una dotada de tal belleza y encantos.
La posición de Thäis era exactamente la misma. Atrapada en la férrea defensa de su padre, nunca había tenido la posibilidad de relacionarse nada más que con otras damas, a las que únicamente les interesaba hablar sobre vestuario y perfumes.
Afortunadamente, el trayecto terminó y llegaron a Baelan cuando el día comenzaba a decaer.
Después de pasar junto a tres extensas granjas, alcanzaron la auténtica urbe, pequeña, de aproximadamente un centenar de estructuras, famosa por las historias sobre su héroe local, que según sus leyendas había acabado con la vida de cientos de raigans en la Segunda Horda.
Los mercados cerraban sus amplios y vistosos tenderetes y el gentío volvía a sus casas. Los hombres del campo regresaban cansados de su trabajo y se alojaban en las diversas tabernas. En éstas pronto comenzó a escasear el espacio y abundar la bebida.
Una patrulla de la milicia adantálea, los Hijos del Fénix, circulaba por los aledaños de la ciudad, supervisando los movimientos de los transeúntes y aportando seguridad a los habitantes de Baelan. Cuando avistaron a los dos forasteros se acercaron a dialogar con ellos.
—Buenas noches, señores —saludó cortésmente el superior de la guardia.
—Buenas noches —repitió Taris-sin, mientras el semielfo cabeceaba pausadamente.
—¿Qué les trae a la ciudad de Baelan? —preguntó el galardonado soldado.
—Sólo el reposo que nos pueda ofrecer esta importante y prestigiosa urbe —adornó Kylanfein, hablando por primera vez.
—Nuestro plan es continuar nuestro camino mañana temprano —agregó la semielfa.
—Y si ustedes son tan amables, les pediría que nos recomendasen alguna posada cercana —inquirió Kylan.
—No faltaba más —contestó confiado el capitán, satisfecho con los modales de los forasteros, aunque curioso con el varón que se mantenía oculto bajo el grueso manto—. Dos calles más abajo encontrarán la casa La Diosa del Amanecer. Es la mejor fonda que encontrarán cerca de aquí y además sus precios son bastante buenos. Díganle al dueño que les envía Lekar. Serán bien tratados.
—Gracias por su ayuda, capitán —comentó Taris-sin.
—¡Qué la Fortuna os acompañe en vuestro viaje! —se despidió Lekar, siguiendo su camino de vigilancia con el resto de sus hombres.
La recién formada pareja tomó como indicación las señas cedidas por el líder de los Hijos del Fénix. Pronto llegaron al bien presentado establecimiento.
—Thäis, si quieres, ve entrando en la posada y pidiendo alguna bebida en tanto yo voy a dejar los caballos en el establo —sugirió amablemente Kylanfein.
—De acuerdo —asintió la semielfa con una amigable y tímida sonrisa.
El semielfo recogió las riendas de ambas monturas y se dirigió a la zona de la cuadra.
Ésta estaba rebosante de caballos y había un joven muchacho al que le sobrepasaba el trabajo.
—Ahora mismo le atiendo, señor —exclamó el rapaz. Entretanto, intentaba dominar a un poderoso corcel negro que no permitía que le ataran.
Y así fue, porque momentos después acudió ante el nuevo cliente y se hizo cargo de los corceles. El semielfo le dio dos monedas de cobre y el joven se deshizo en palabras de agradecimiento. Kylan volvió a la entrada de la posada y la cruzó.
—¡Déjame tranquila!
Kylanfein reconoció la voz de Thäis por encima de la confusión del local. La halló forcejeando con un individuo en el mostrador y se hizo cargo de la situación. Respiró hondo y se dirigió lo más erguido posible hacía allí.
—Venga, nena, bebe una copa conmigo —balbuceaba borracho el granjero, alargando sus manos por los hombros de la fémina y buscando situarlas en sus curvilíneas caderas—. Hoy he trabajado mucho y me gustaría que me ayudaras a relajarme.
—¡Quítame las manos de encima! —clamaba en vano la mestiza, sujetando y esquivando como podía los brazos del sujeto.
—Apártate de ella —ordenó Kylan, tratando de mostrarse seguro. Taris-sin exhaló un suspiro de tranquilidad al ver llegar al semielfo.
—¡No te entrometas, hijo de perra elfa! —gruñó el asaltante acechando a la fémina—. No defiendas la basura de tu raza o no saldrás vivo de aquí, elfo del demonio —amenazó el sujeto, invitando a participar a sus compañeros de bebida.
—Te equivocas en cada una de tus palabras —respondió calmo el semielfo e hizo una profunda pausa—. Lo primero es que si veo a alguien indefenso a causa de un… estúpido, trato de ayudarle aunque me amenacen. Lo segundo es que mi madre no era una perra elfa, sino humana. Y lo tercero es que… no estoy defendiendo a nadie de mi raza, porque ella es mestiza de elfo, y yo, en cambio, de hykar —proclamó mientras un destello rojizo centelleaba en sus ojos al activar la visión térmica por un segundo y se echaba sobre sus hombros la capucha, desvelando sus innegables y temidos rasgos.
Esta declaración y exhibición provocó un intenso silencio en la taberna. Incluso Thäis quedó sorprendida, mirándolo incrédula ahora ya libre de su agresor.
«¡Qué estúpido soy!», se increpó consternado el mestizo, al ver la reacción que había suscitado entre los parroquianos presentes en la fonda.
El rufián se apresuró a tomar la empuñadura de su espada, al igual que un gran número de los presentes. No obstante, se lo impidió el nudo de paz que sujetaba su tizona al cinto.
La anudada cuerda se desprendió con facilidad, pero el filo de una espada ya se cernía sobre su garganta.
—No deseo hacer daño a nadie —declaró el semihykar—. He venido a esta ciudad en paz y pretendo irme de igual manera mañana al alba.
Este argumento pareció si no detener la situación, al menos sí calmar las cosas. Sin embargo, no fue ésta la causa de vacilación, sino el temor por la funesta fama que se les atribuía a los elfos de la sombra. La escena volvió a la vida cuando un hombre salió de la posada gritando.
—¡A mí la guardia!
Los guerreros avanzaron al instante hacia Kylanfein, sabedores de la pronta presencia de la eficiente guardia de la ciudad. El mestizo se defendió a duras penas de la multitud de hojas que se abrieron paso para intentar alcanzarle. Observó de reojo a su antigua compañera, que permanecía en el mostrador completamente paralizada ante la situación que transcurría frente a sus ojos almendrados.
«Un semihykar. Mi compañero posee sangre hykar», recapacitaba Taris-sin desconcertada, sin saber en qué pensar.
El poseedor de sangre maldita mantenía a raya a los hombres, pero poco a poco iba cediendo terreno. Su manejo de la espada era excelente y le permitía rechazar las armas de sus enemigos sin verse en la necesidad de herir a nadie. Era plenamente consciente de que si brotaba la sangre, su fin estaría cercano. Llegó un momento en el que la situación se escapó de sus manos por la simple superioridad numérica de sus tozudos adversarios. Kylanfein barajó entre las múltiples posibilidades que pasaban sobre su bloqueada mente, mas la inesperada llegada de la patrulla adantálea terminó finalmente con el conflicto.
—¡Que todo el mundo baje las armas y las tire al suelo! —ordenó Lekar.
—Es él. ¡Él es el hykar! —anunció el hombre que había huido gritando de la casa. Ahora aparecía seguro por detrás de los soldados, señalando acusador a Kylanfein con su dedo.
—¡Tira el arma, hykar! —gritó el capitán de la compañía.
—La tiraré, pero no me llaméis hykar —aclaró Kylanfein, dejando caer su espada.
Los Hijos del Fénix rodearon inmediatamente al semielfo de la sombra, apuntando con sus hojas al renegado. Le ataron las manos a la espalda con una gruesa soga y a punta de espada lo sacaron de la posada. Kylanfein no opuso resistencia y de inmediato se alejaron de La Diosa del Amanecer.
Lekar permaneció un rato más en la fonda, investigando los sucesos ocurridos aquella noche.
—¡Capitán! —le llamó Taris-sin.
—¿Qué quiere? —se giró el superior—. ¡Ah, es usted! —exclamó al reconocer a la semielfa.
—Sí. Mi compañero es el que ha sido arrestado por sus soldados —comenzó Thäis—. Yo no le conozco mucho, pero lo que sí sé es que no fue él quien comenzó el conflicto.
—Y entonces, ¿quién fue el culpable? —preguntó Lekar interesado.
—Fue ese de ahí —delató la medio elfa—. Ese tipo intentó propasarse conmigo… y Kylanfein únicamente salió a defenderme.
—Kylanfein, ¿tu amigo? —dudó el capitán mirándola de reojo.
—Sí, mi compañero —contestó ella sorteando hábilmente la sutil trampa.
—Muy bien —reflexionó el superior—. Me lo llevaré al cuartel y allí arreglaremos el asunto. Puede acompañarme si lo desea.
—De acuerdo —confirmó Taris-sin.
Lekar llamó a dos soldados que aguardaban en la puerta de la posada y les indicó que prendiesen al alborotador. Éste no cejó en su empeño de rebelarse a su captura, sin dejar de preguntar por qué cargos se le arrestaba. Al final lo condujeron al acuartelamiento militar junto al superior y a la medio elfa.
La celda era oscura y la fría humedad calaba hasta los huesos.
Un rígido camastro permanecía apartado a un lado bajo la tenue luz que se colaba por un ventanuco enrejado. El ruido de las ratas correteando por los huecos entre las piedras de las paredes y el suelo rompía la monotonía silenciosa.
El semihykar estaba en pie, apoyado en uno de los muros laterales con los brazos cruzados. Esperaba la llegada del hombre que se hallaba al otro lado de la puerta reforzada con hierro forcejeando con unas viejas y oxidadas llaves. La hoja tardó en ceder pero finalmente se abrió.
Dos hombres penetraron en la nada acogedora estancia. Uno de ellos era un joven soldado que manejaba las llaves de apertura de las celdas. El otro era el capitán Lekar. El veterano soldado observó con interés la recelosa actitud del apresado, que miraba desafiante a los recién llegados.
El militante de menor categoría se sintió incómodo y tembló ligeramente ante la escrutadora mirada del supuesto hykar.
—Minar —llamó la atención Lekar—, salga de la celda y permanezca alerta.
El joven cerró aliviado la puerta tras él, dejando solos en la mazmorra a los dos hombres.
Entre ellos se inició una dura y prolongada lucha visual que terminó cuando habló el adantaleano.
—¿Realmente eres un hykar? —inquirió Lekar.
—No lo soy —contestó secamente Kylanfein.
—Pero en cambio por tus rasgos se denota que tienes sangre élfica —argumentó el oficial—. ¿Eres acaso elfo o semielfo?
—No lo soy —fue la sobria respuesta del interpelado.
—Entonces, ¿qué eres, maldita sea? —interrogó ya Lekar, impaciente.
—Soy un semielfo de la sombra —aclaró Kylanfein.
El capitán estudió concienzudamente la inesperada y sorprendente respuesta. Era extraño, muy extraño, localizar a un verdadero elfo de la sombra, pero encontrar a uno de ellos mestizo de humano, ¡era inaudito!
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó el militar.
—Kylanfein Fae-Thlan, de Alantea —fue la escueta respuesta.
—Ajá —comentó insatisfecho el capitán de la guardia—. ¿Pero qué te trae tan lejos de las inhóspitas tierras del norte?
—Si estoy aquí no es por voluntad propia —declaró el semihykar.
Kylanfein tomó confianza con el amable y preocupado oficial que sólo quería cumplir con su obligación y buscar lo mejor para su comunidad. Poco a poco le fue narrando las misteriosas causas que habían provocado que se encontrase en esta extraña situación. Le ayudó a hablar la sincera atención que le prestaba el experimentado pero joven soldado y las pertinentes preguntas de éste, que le permitían continuar en su relato cuando se detenía. Su historia terminó con la trifulca ocurrida en la taberna.
—No buscaba herir a nadie —explicó—. Sólo quería prestar mi ayuda a mi compañera semielfa, que se hallaba en apuros.
—Hablé con ella antes que contigo y relató lo sucedido tal y como tú lo has hecho —afirmó Lekar—. No hay duda de que la verdad está de tu parte y esto permitirá que se te conceda la libertad, aunque algún soldado tenga que vigilarte durante un breve espacio de tiempo para asegurarse de tus propósitos.
—Como ya le he dicho, lo único que deseo es llegar a Falan para intentar establecer contacto con los míos en Alantea —se justificó Kylanfein.
—Muy bien —dijo el oficial conforme—. Se te devolverán las armas y la libertad, mas tendrás que partir ahora mismo de Baelan. Como comprenderás, para evitar postreros conflictos.
—Sí, lo comprendo —su tono disminuyó hasta adquirir un cierto aire de tristeza—. Es algo a lo que mi condición me ha acostumbrado. Usted sólo cumple con su deber.
Lekar se hizo cargo de la comprometida vida que llevaba el semielfo de la sombra y el futuro nada claro que se abría ante él.
—¡Minar! —exclamó llamando a su subordinado—. Abre la puerta y encárgate de que el prisionero recupere todas sus pertenencias. Al otro déjale a la sombra esta noche y suéltale por la mañana.
Lekar salió de la celda ante el soldado que aún no confiaba en el oscuro personaje que había liberado, pero una voz a sus espaldas lo detuvo.
—Capitán Lekar —llamó el semihykar—. ¿Dónde se encuentra ahora Thäis Shade?
—Creo que regresó a La Diosa del Amanecer en busca de sus posesiones —contestó volviéndose el oficial y se marchó al punto.
Kylanfein retomó sus armas ante la atenta mirada de los soldados del cuartel y partió hacia la posada.
Pudo observar como su salida era seguida por dos pares de expectantes ojos que vigilaban con atención cada uno de sus movimientos.
La noche había alcanzado su plenitud y su manto de oscuridad lo invadía todo. La escasa luminosidad no permitía el fácil acceso en las callejuelas, así que activó la visión térmica en sus ojos y caminó sin problemas en el colorido espectro de calor.
Alcanzó los establos de la venta y le sorprendió hallar allí el corcel de la semielfa. Quería agradecerla que hubiese intercedido por él ante el capitán.
«Tal vez aún no se ha marchado», pensó Kylan. «Podría esperarla hasta mañana y pasar la noche en la fonda», planeó aunque descartó inmediatamente esta posibilidad al recordar la condición que le había impuesto el oficial. Debía partir de Baelan sin más demora. Recogió su caballo y reemprendió su camino con la esperanza de volver a encontrar a la semielfa en otra ocasión.
Taris-sin llegó a la estructura militar acompañada del oficial.
Lekar la acompañó a una solitaria sala de pequeñas dimensiones y le indicó que esperase allí. Ella obedeció al capitán y se sentó en una de las sillas que rodeaban una pequeña mesa redonda de madera. Poco después Lekar entró a la habitación y se acomodó en otro de los asientos.
—Así que, ¿qué me decía usted sobre el asunto de La Diosa del Amanecer? —comenzó el oficial.
—El hombre al que tiene preso es inocente. Únicamente se limitó a defenderse —aclaró Thäis—. A defenderme.
—¿Cómo se llama usted? —inquirió Lekar.
—Thäis Dec… Shade —dudó la medio elfa.
—Bien, señorita… Shade —indicó irónicamente el capitán, consciente de la doble identidad de la interpelada, aunque pasándolo por alto—, cuénteme que ocurrió en la posada exactamente, desde el principio.
—Como ya sabe —empezó la fémina—, acabábamos de llegar a Baelan. Fuimos a la posada que usted nos recomendó. Él cogió los caballos y se dirigió con ellos a los establos. Entretanto, yo entré en la fonda y me dispuse a pedir algo de beber en el mostrador. Entonces ese tipo me comenzó a hablar groseramente y me cogió de la muñeca. Intenté liberarme pero era más fuerte que yo. En ese momento Kylanfein entró por la puerta de la posada y le advirtió que me soltara. Él se negó y comenzó la pelea. Entonces ya no recuerdo que es lo que pasó, pero lo siguiente que vi fue que todos los del recinto se echaban sobre él y la llegada de vuestra patrulla calmándolo todo.
—Así que eso fue todo, una disputa por usted —zahirió el oficial y observó como la muchacha de exóticos rasgos se sonrojaba—. Entonces no creo que haya ningún problema. Usted ya se puede ir, y gracias por su colaboración.
Taris-sin se despidió de Lekar y abandonó el cuartel. Retomó su camino hacia La Diosa del Amanecer en la oscuridad de una noche de luna nueva.
A través de las ventanas de las viviendas privadas se filtraba algo de luz que iluminaba pobremente las calles principales y en absoluto los callejones menos frecuentados. Uno de éstos tomó la medio elfa, obligada al no conocer ninguna otra ruta para llegar a la posada.
Había seguido ésta en el camino de ida al cuartel acompañada por el capitán, sin embargo, ahora estaba sola y no se sentía segura. Agachándose cogió la daga de su bota izquierda y la introdujo bajo una de las mangas para tenerla a su alcance por si sucedía algo.
A pesar de sus crecientes temores, pronto avistó la posada. Estaba a la vuelta de la esquina.
Se acercó a la puerta, mas no pudo pasar. Un grupo formado por cuatro hombres salía de la posada cerrándola el paso.
—¡Eh! ¡Mirad! ¡Es la semielfa! ¡Y sin el hykar! —gruñó uno de los humanos.
—Venga, Jozz. Vamos a pasar un buen rato —sugirió otro de los rufianes.
Dos de ellos se abalanzaron inmediatamente sobre Taris-sin, pero lo único que recibió el primero de ellos fue un desesperado movimiento de la fémina que, tomando la daga de su manga, le cortó uno de lo dedos de la mano. El agresor se apartó al instante, apretando su mano herida contra el estómago.
El otro hombre lanzó su puño contra la cara de la mestiza, impactando con tanta fuerza que provocó que soltara la daga y cayera al suelo con el semblante dolorido y sangrando por su labio abierto. El atacante de nueve dedos se recuperó de su grave herida y propinó una fuerte patada en el plexo solar de la yaciente muchacha. Ésta se acurrucó sobre sí misma en un vano intento de refugiarse del dolor.
Espesos hilillos de sangre corrían por su boca y goteaban tiñendo el suelo de un vivo color carmesí.
Los dos que aún no habían intervenido se acercaron al gimiente cuerpo y lo izaron sujetándolo por los brazos. El herido volvió a desahogarse con la semielfa dándola un nuevo golpe en la hermosa faz, dejándola sin sentido. El más grande de ellos cogió el liviano cuerpo inconsciente y se lo echó al hombro.
Los cuatro humanos se alejaron de La Diosa del Amanecer, portando una nueva carga muy especial.
Unos ojos extrañamente plateados contemplaron la escena desde el fondo de una oscura y tupida capucha bien calada.
Tenía las manos crispadas, deseosas de tomar las armas gemelas que colgaban de su cintura. Sin embargo, los largos años de espera y experiencia vencieron sobre sus espontáneos impulsos y intensos sentimientos contradictorios.
Aún no era el momento. No podía permitirse ningún error. Su mano derecha surcó la larga cicatriz que cruzaba su cara y con una mueca de antiguo dolor, el extraño cruzó corriendo la calle sin perder de vista a los secuestradores.
«¡Está cerca! ¡Muy cerca!», pensaba una figura desde las sombras.
El frondoso bosque se cerraba en torno a la figura, dificultándole enormemente la marcha.
Las espinas de las ramas bajas se enganchaban en el forro de su capa impidiéndole deslizarse furtivamente entre ellas. Deslizarse en silencio en la oscuridad era su usual forma de moverse, pero aquí no había oscuridad; los implacables rayos solares se colaban por cualquier rendija de su manto dañándole los ojos. Tampoco podía avanzar libre de la maleza y ni siquiera el silencio servía como estrategia; tanto las ramas o las hojas secas delataban su presencia a cada paso que daba, mas los ruidos de los animales silvestres le impedían captar ningún otro sonido.
Podría haber tomado otra ruta que hubiese facilitado la marcha, pero esto hubiese supuesto tomar una carretera principal y le convenía que su presencia permaneciese oculta. No obstante, el único consuelo que le hacía olvidar todas estas penalidades reposaba en su mente.
«Está cerca».