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ENCUENTRO FORTUITO

Garganta del Lobo, año 242 D. N. C.

¡Hykars!

Ésta era la preocupante noticia que corría incesantemente de boca en boca a lo largo de la zona.

Los habitantes de la región propagaban esta afirmación a sus vecinos y se apresuraban a solicitar protección a los líderes de la Garganta. No obstante, éstos ya estaban reunidos en una asamblea excepcional, tratando este acuciante asunto de tan graves repercusiones.

Lieben, en cuanto hubo llegado al poblado, se había dirigido inmediatamente al Viejo Castillo, sede del gobierno de la Garganta del Lobo. Pidió audiencia al señor del lugar y ésta le fue concedida, pero no con el portador del collar del señorío, sino con el capitán de la guardia.

Gunthar se hizo cargo de la situación y accedió a la información que le confería Lieben. No dudó en ningún momento sobre la veracidad de las palabras del granjero y pintor, pues estaba más que comprobada la honestidad del hombre. El capitán se lamentó al saber la identidad de los jóvenes. Conocía a los padres de los cuatro muchachos. Eran amigos desde hacía muchos años y habían combatido juntos a las fuerzas de la Tercera Horda Raigan.

«¿Cómo voy a comunicarles esta funesta noticia?», se decía el capitán.

Cuando Lieben hubo concluido el terrible relato, Gunthar lo despidió y llamó a algunos de sus hombres. Al instante se formó una pequeña patrulla. Ésta inspeccionaría la zona oeste del bosque, en tanto que otro grupo de cinco hombres saldría en busca de un clérigo e irían a dar debida sepultura a los cuerpos de los jóvenes asesinados.

Gunthar salió del castillo, dispuesto a ejecutar su primera y, quizá, más complicada misión: notificar el fallecimiento de los jóvenes a sus padres.

En su camino se encontró detenido varias veces por exaltados campesinos que le interrogaban sobre la veracidad del rumor de la presencia de hykars en la Garganta. El capitán de la guardia evitó responder dando evasivas a las preguntas directas.

Pronto alcanzó las inmediaciones de las granjas vecinas. «Demasiado pronto», pensó Gunthar. Se armó de valor y entró en una de ellas.

Se acercó a la estructura de dos plantas de rústico diseño y fachadas blancas. Un pequeño huerto se hallaba frente a la casa, recién cultivado.

Gunthar alcanzó el portón de madera oscura de roble y lo golpeó con su puño. El eco del golpe se propagó por los muros. Poco después apareció el recio agricultor. Éste se sorprendió al ver a su amigo Gunthar fuera de su importante puesto en la defensa del Viejo Castillo, pero más le preocupó el gesto de su cara.

—Gunthar, ¿sucede algo? —inquirió el granjero.

Pronto conoció los acontecimientos ocurridos y el asesinato de sus dos pequeñas hijas.

El campesino no pudo reprimir las lágrimas, que recorrieron su curtida piel, mas intentó mantener la compostura. El arraigado hombre entró en el caserío, dejando al militar en el cerco de la puerta.

Gunthar comprendió la difícil situación de su viejo amigo y compartió el mismo dolor por la pérdida. Se marchó y tras avanzar por los terrenos de cultivo, llegó a la granja vecina.

La reacción del padre de los muchachos fue menos previsible. Ni una lágrima brotó de sus ojos y continuó actuando como si nada hubiese pasado. El agricultor continuó hablando sobre la buena cosecha de este año y del buen tiempo que garantizaba los excelentes resultados y posibles beneficios.

El capitán notó como el granjero ocultaba su dolor en una dura máscara de insensibilidad. Sin embargo, el brillo de sus ojos lo desmentía. Una luz se abría paso entre sus emociones y reflejaba aflicción, pena, ira y, ante todo, sed de venganza.

sep

La semielfa se encontraba cansada y sucia después de cabalgar durante varias horas por los polvorientos caminos regionales.

Le dolía cada uno de los huesos de su delgado cuerpo, por no hablar de los músculos. Deseaba poder ver los primeros edificios que indicarían la llegada a la ciudad de Baelan.

No estaba acostumbrada a los fatigosos viajes a caballo. Sus anteriores desplazamientos siempre habían sido en diligencia junto a su padre. Lo echaba de menos.

—¡No! —exclamó Thäis—. No necesito nada de eso. ¡He roto con todo! Puedo valerme por mí misma —se dijo tratando de convencerse.

Pero la aventura no estaba siendo lo que ella suponía que sería. Tras conseguir huir de la escolta de Rafter, sólo había salido de un problema para meterse en otro. Y ahora, cabalgaba de ciudad en ciudad sin ningún hecho emocionante, exceptuando la emocionante sensación de dolor que recorría su espalda. Además le resultaba muy incómoda la armadura que además de pesada, comenzaba a hacerle rozaduras en varios lugares donde su delicada y blanca piel empezaba a enrojecer.

«¡Maldita cota!», pensó para sí.

Si por ella fuera, hubiera arrojado la armadura a un lado del camino hacía horas. No obstante, sabía que sin ella no sería más que una débil muchacha solitaria pidiendo ser atacada. La armadura le daba un cierto rango, incluso podría distinguirla como una mercenaria, alejando a los interesados.

Thäis sabía la verdad. Si alguien la atacaba, no tendría valor —o fuerza— para levantar su espada y presentar batalla; se quedaría paralizada o saldría huyendo. Tenía ganas de conocer el mundo y vivir numerosas aventuras, realizando hazañas que cantarían los bardos, pero al mismo tiempo lo temía, temía lo desconocido de su destino y el caer inevitablemente en sus garras.

Después de llevar durante otras dos horas más el caballo al paso, decidió hacer un descanso. Estaba sumamente agotada, así que, en un repecho del camino, se bajó del oscuro corcel y lo ató a una de las ramas bajas de un frondoso árbol.

Al principio pensó en relajarse dando pequeños paseos para estirar las piernas. Sin embargo, después de comprobar la rigidez de sus músculos, caminó lo necesario para tomar las bolsas de su montura y refugiarse en la escasa sombra que le ofrecía el árbol.

Alcanzó las alforjas y las abrió. En ellas tenía unos cuantos pedazos de carne seca, pan duro y algunos odres de agua. Escogió la carne y uno de los odres. El agua le pareció exquisita, al notar como el pequeño arroyo se desplazaba por su seca y áspera garganta, limpiándola y dándole nueva vida. Después de limpiar el polvo de sus labios azulados, tomó unos bocados de carne seca que no le parecieron del todo apetecibles a su selecto paladar. Mas el hambre pudo más, así que no tuvo más remedio que continuar comiendo sin saborear las duras tajadas. Cuando hubo saciado su apetito —cuando la rugosa carne fue rechazada tajantemente por su garganta— guardó el resto y se sentó a meditar sobre sus próximos planes.

Había salido a toda prisa de Dushen antes de que los hombres que probablemente habría enviado su padre la encontraran. Aún no estaba a salvo, con toda una posible guarnición de mercenarios en su busca, y ella a medio camino de Baelan. Cuando llegase allí podría mezclarse entre la gente y desaparecer, pero la marcha se le estaba haciendo interminable. Se recostó un poco y sintió una gran comodidad. Al cabo de unos minutos, cayó en un profundo sopor.

sep

—¡De la muchacha me encargo yo! —sonó una voz ronca.

—¡De eso nada! La última vez te la llevaste tú, ¡así que ahora me toca a mí! —contestó una segunda voz a la primera.

Thäis se despertó y vio a dos hombres de mal aspecto que, a pocos pasos de ella, registraban el contenido de las bolsas de su caballo.

—Los objetos te van a ser más útiles que lo que puede resultarte ella. Llévate el caballo y te doy cinco monedas de plata —sugirió uno de los mal encarados hombres.

—Si seguimos así no vamos a ponernos de acuerdo. Los dos queremos a la chica, ¿verdad? Entonces ¿por qué no lo compartimos todo? —solucionó el otro.

—Buena idea Gurd. Sujeta el caballo en tanto yo voy primero.

—¿Y a dónde vas a ir? —gritó Thäis mientras trataba de levantarse y apostarse de forma amenazadora.

Agarró la empuñadura de su espada, mas su enorme peso no le permitió siquiera alzarla sobre su cintura.

—¡Vaya! La gatita se ha despertado —señaló el primero en tono burlesco—. Será mejor que no te resistas, o será peor.

El ladrón se acercó unos pasos y la semielfa, en un acto de nerviosismo, soltó el espadón, que cayó pesadamente al suelo levantando una leve nube de polvo. Agachándose rápidamente, Taris-sin le arrojó la daga que llevaba en su bota derecha.

El lanzamiento no fue acertado, sin embargo, consiguió efectuar un ligero corte en la mano del atacante.

—¡Maldita zorra! ¡Ahora sí que te la has buscado! —bramó el rufián—. ¡Ven Gurd! Vamos a darle una buena lección.

Los dos hombres se echaron sobre ella. La semielfa se defendió con uñas y dientes, tal como había hecho con su anterior agresor en Dushen, no obstante, esta vez no fue tan afortunada como entonces. Al cabo de unos momentos sucumbió.

—Vaya con la niñita. Averigüemos que nos quería ocultar con tanta ansía bajo la armadura —profirió con voz furiosa Gurd, esbozando una mueca lasciva.

sep

—¡Por los dioses! ¡Qué calor hace en estas regiones meridionales! —exclamó el viajero para sí mismo. Entretanto, repetía el movimiento de airear la capa en un vano intento de refrescarse.

El trayecto había sido muy duro, no sólo por los accidentes del terreno, que no habían sido pocos, sino por la radical variación climática. Había experimentado el cambio drástico de pasar del final de una cruda primavera en los terrenos del Norte, con altas capas de nieve permanente, al comienzo de un tórrido verano al sudeste de las costas de los Mares del Fénix. Pero aún había otro elemento que no había podido asimilar completamente: la increíble longitud del salto, ejecutado desde las regiones del Norte al Reino de Adanta, a varios miles de kilómetros.

Tras abandonar la caravana en Dushen, el joven había vuelto a tomar la Senda del Comercio, ahora en dirección a Falan. Quizás en la capital del reino pudiera encontrar a alguien que le pudiera ayudar o intentar establecer algún tipo de contacto con Alantea. Al tiempo, podría conocer la espléndida capital del reino y comprobar su renombrado prestigio.

No estaba acostumbrado a cabalgar; allí en el norte, sus travesías las hacía junto a su padre normalmente a pie y ahora el continuado traqueteo del corcel por el camino le castigaba duramente la zona dorsal de su espalda. El viaje hasta Dushen lo había realizado ya incómodamente sobre uno de estos animales y el pensar que todavía tenía por delante una larga marcha hasta alcanzar la ciudad de Baelan, su moral decaía gravemente. Luego tendría que recorrer el resto de la senda hasta llegar a Falan.

Llevaba la capucha echada sobre la cabeza en un intento de refugiarse del calor y de la luminosidad extrema que hería sus ojos. El grueso tejido realizaba su función con deficiencias, mas cualquier pequeño alivio era bienvenido en tales circunstancias.

La Senda del Comercio se estaba convirtiendo en un auténtico infierno. El calor le hacía sudar copiosamente y el polvo se filtraba por cada resquicio de la capa, acumulándose en gruesas costras. Él sólo deseaba llegar a Baelan, donde podría buscar una posada en la que poder refrescarse y descansar.

Mientras mantenía al caballo al paso —sus entumecidos músculos no le permitían más—, el viajero vio algo a lo lejos. Según se fue acercando pudo percibir que eran tres figuras al margen del camino.

—Puede ser un punto en el que poder descansar —se esperanzó.

Cuando se halló lo suficientemente cerca, pudo identificar claramente la situación: dos hombres estaban atacando a una joven indefensa.

Respiró, se armó de valor y se dirigió al conflicto.

Uno de los hombres se encaminaba hacia la muchacha y el observador contempló como un resplandor volaba y rozaba al agresor. Éste soltó un improperio y, con la ayuda de su compañero, saltó sobre su víctima.

El joven logró llegar hasta ellos y se preparó para la refriega.

—Vaya con la niñita. Averigüemos que nos quería ocultar con tanta ansía bajo la armadura —dijo uno de los hombres en un tono que provocó un estremecimiento de ira en el viajero.

—Yo que vosotros no me atrevería a poner una mano encima de la mujer —anunció.

La pareja de ladrones se apartó para afrontar al cuarto personaje. Entonces Thäis pudo verle: la figura alta de un hombre completamente tapado, con una larga capa negra de viaje con capucha, que no toleraba descubrir su rostro.

—¡Mantente al margen o también tendremos que dar cuenta de ti! —gruñó uno de los agresores.

—Os lo repito por última vez: ni siquiera tratéis de rozarla.

«Espero que se asusten y se larguen», pensó él, en tanto desmontaba.

—Parece que te ha salido un campeón, nena —se mofó Gurd—. Nash, sujeta a la fiera que ahora mismo vuelvo.

Thäis estaba petrificada. No podía pensar. Sólo tenía miedo, mucho miedo y quería que todo se acabara de una vez por todas.

El sujeto se irguió y se encaminó hacia el implicado, sujetando un puñal en su mano derecha.

«No ha resultado. Habrá que luchar», se resignó el desconocido.

El encapuchado introdujo sus manos bajo la capa oscura y desenvainó su espada mientras saltaba sobre su oponente. Al momento cruzaba el filo sobre la garganta del forajido caído en el suelo. Gurd buscó con una de sus manos un cuchillo que guardaba en el cinturón.

—Dame un motivo —le amenazó el extraño, mirándole directamente a los ojos—. Márchate de aquí o tendrás dos bocas por donde alimentarte.

La semielfa no sabía que había podido advertir en el desconocido, pero Gurd, temblando, se escabulló a cuatro patas hasta que al fin entre tropiezos, se levantó y corrió por la Carretera hasta desaparecer de la vista.

«Uno menos», pensó el viajero al exhalar un profundo suspiro. «Aún queda otro».

—Y tú, ¿has recapacitado sobre tus intenciones? —preguntó el viajero. Entretanto, en un movimiento relampagueante, envainó su espada bajo la capa.

Thäis notó como la tensión que el ladrón ejercía sobre sus brazos se aliviaba y como múltiples emociones cruzaban por su rudo rostro. No tardó en decidirse. Se armó de valor y se fue corriendo como alma que lleva el diablo.

El desconocido se giró hacia ella y se aproximó con lentos y seguros pasos.

—¿Te encuentras bien? —preguntó cordialmente, mientras recogía la daga del suelo y se la tendía por el mango—. Me parece que esto te pertenece.

—Así es —contestó Thäis con la mayor dureza y frialdad que pudo imprimir a sus palabras y alzó la cara para estudiar a su protector.

El desconocido no pudo menos que sorprenderse al contemplar el rostro femenino. Sus facciones eran finas y delicadas, su tez blanca y frágil, con sus centelleantes ojos de intenso color verde y unas orejas puntiagudas, que asomaban sobre el largo y sedoso pelo color ala de cuervo que permanecía sujeto en una larga coleta. Era una semielfa y sus rasgos eran una mezcla exquisita de las características de las dos razas.

Cuando se hubo repuesto del shock, se retiró la capucha y la habló.

—Es peligroso tomar las carreteras provinciales, sobre todo en solitario.

La sorpresa de Thäis no fue menor cuando, al caer la velada capucha, apareció ante ella un joven y atractivo elfo de piel cenicienta y largos cabellos grises, con unos penetrantes ojos azules color zafiro. Pero era algo más alto que lo normal en su raza y también poseía una constitución más poderosa. No había duda: también era un mestizo, como ella.

—Lo tendré en cuenta —tartamudeó Thäis.

El semielfo, una vez se hubo cerciorado de que la muchacha no había sufrido daño, se volvió a cubrir el rostro y se acercó a su caballo. Se subió a su montura y se dispuso a marcharse.

La verdad era que Thäis se daba perfecta cuenta de la veracidad del consejo. Temía volver a encaminarse sola por los caminos. Ésta podía ser su oportunidad.

—¡Viajero! —llamó al instante—. ¿A dónde te diriges?

—A Falan —declaró llanamente el medio elfo.

—¿Quieres tener una compañera de viaje? Te recuerdo que no es seguro viajar solo por las carreteras —le replicó ella con astucia.

«Puede ser una experiencia interesante y novedosa», reflexionó el viajero. Manifestó su conformidad haciendo con la cabeza un gesto de asentimiento.

La semielfa pronto puso su caballo a la altura del otro corcel.

—Mi nombre es… —la mestiza recapacitó un momento. «¿Taris-sin DecLaire? No», pensó en aquel detalle—. Thäis Shade —se presentó la fémina.

—Kylanfein Fae-Thlan —contestó el mestizo con una ligera inclinación, en tanto azuzaba a su caballo adelante.