5
DESTERRADO
El Averno
Corría tan veloz como sus cortas piernas se lo permitían.
Notaba como las pisadas de sus perseguidores se acercaban cada vez más, hasta casi sentir el aliento en la nuca.
No temía a los cazadores, tomaba la persecución como un juego, mas no deseaba que le matasen, así que continuó apretando el paso tanto como podía. Pero su increíble resistencia mermaba en cada metro de camino y los otros no daban síntomas de flaquear.
Lejos de sentirse preocupado por tal circunstancia, el perseguido rememoró por un instante el origen de su apurada situación actual.
Se hallaba en la ciudad de Antae, en la comarca de Lieben, en una de sus frecuentes rutas a lo largo de los diferentes territorios.
Los acontecimientos no habían entrañado nada emocionante en los últimos meses. Siempre era lo mismo. Tenía que salir apresuradamente de las ciudades en las que se detenía a descansar. El motivo de esto eran las falsas acusaciones que le imputaban hombres a los que únicamente había intentado ayudar.
«¡Qué culpa tengo yo de que sean tan distraídos y que dejen olvidadas sus pertenencias por todas partes y yo las recoja para que no las pierdan!», argumentaba él, insultado porque lo llamasen ladrón.
Pero su inquieta curiosidad le había llevado aún más lejos.
Antes de que le echaran de Antae, pudo ver como un mago de negros ropones salía de la ciudad y se internaba en el bosque de un modo misterioso.
«Le acompañaré», pensó el hombrecillo. «¡Quizás haga alguna demostración de magia y me transforme en algo interesante!», su cara infantil brilló de entusiasmo.
El hechicero avanzaba lenta, pausadamente, girando la cabeza cada corto espacio de tiempo, temeroso de que alguien le estuviese siguiendo.
Y así era, pero pocas personas o magos podrían apercibirse de la presencia de un miembro de la extravagante raza que le vigilaba.
En un momento dado, el brujo se detuvo. Inspeccionó la zona, un pequeño claro franqueado por una profunda maleza, y se dispuso con sus elementos mágicos en el centro.
Trazó con sus manos en el aire una estrella de siete puntas y comenzó a recitar un bronco canturreo. La letanía de palabras debió surtir efecto, porque de inmediato apareció bajo él la figura de una estrella quemada en la hierba que cubría el terreno.
Recogiendo los largos faldones oscuros de su larga túnica, se sentó en el centro de la figura y cerró los ojos a modo de concentración.
El hombrecillo seguía sus movimientos con creciente admiración y una curiosidad tan hambrienta de conocimientos que, antes de que se diera cuenta, sus piernas le habían acercado de forma considerable al mago. Sin percatarse de nada, sus manos se escurrieron entre los pliegues de la frondosa túnica y encontraron los misteriosos bolsillos secretos de los que se enorgullecían los hechiceros.
Pero su presencia no pasó desapercibida. Una mano crispada le apresó de la muñeca y amenazó con estrujársela.
—¡Maldito seas! —exclamó el mago fuera de sí—. ¡Que el Infierno te engulla en sus entrañas!
En ese momento el ladronzuelo levantó su otra mano para ejercer presión y liberarse de la férrea tenaza en la que se había convertido la garra del hechicero y éste pudo observar el intrincado dije metálico que se alojaba entre los pequeños y despiertos dedos del hombrecillo.
—¡No! ¡El Deseo de Arzzan no! —exclamó el negro hechicero, tratando de recuperar la preciada joya.
El mágico objeto comenzó a destellar con furiosos fogonazos y después de un relámpago cegador, el menudo joven desapareció de la vista del místico.
El hombrecillo se precipitó en un torbellino de luces deslumbrantes en el que no se podía decir con exactitud qué era arriba y qué abajo. Al final, el vertiginoso desplazamiento concluyó para su decepción.
—¡Guau! ¡Ha sido fantástico! ¿Cómo podría repetirlo? —el hombrecillo se dirigió al dije—. ¡Hazlo otra vez!
Se quedó en silencio unos segundos e, impaciente, agregó:
—¡Por favor! ¡Vuelve a hacerlo! —rogó—. ¡Hazlo otra vez y no te pediré nada más!
Esperó pacientemente —tan pacientemente como el ladronzuelo podía hacerlo— y después de cinco segundos trató de desembarazarse del inútil abalorio. Sacudió la mano, pero el dije parecía pegado a su piel y nada dispuesto a separarse de él. Alargó los dedos a los lados del metal y tiró con fuerza, mas no cedió ni un centímetro. Volvió a intentarlo, ahora con más fuerza, pero el resultado fue el mismo.
—Pues bien, si se quiere quedar que se quede, a mí me da igual —argumentó indiferente el hombrecillo, haciendo caso omiso del extraño adorno que ahora se había alojado de forma permanente en su palma.
Echó un vistazo a su entorno por primera vez. No estaba en Antae, a no ser que hubiesen talado todos los árboles de la zona en el tiempo que él había estado distraído, hipótesis que no resultaba muy lógica, pero sí interesante.
Todo el horizonte que se extendía hasta el límite de su aguzada visión no consistía más que en un prolongado e infinito desierto de arena oscura coronado por un cielo negruzco carente de estrellas y de nubes. Una insondable desolación cubría toda la zona.
—Vaya lugar tan aburrido —pensó en voz alta el recién llegado—. Aquí no se puede hacer nada interesante. Caminaré un rato a ver si esto cambia.
El hombrecillo inició la marcha sin tomar ningún rumbo determinado.
—¿Qué haces aquí, insecto? —inquirió una voz grave que retumbaba misteriosamente.
—Pues no lo sé —se encogió de hombros el hombrecillo—. Yo estaba en Antae recorriendo los alrededores de tan esplendorosa villa (no me dejaban entrar por un malentendido en que un hombre me denunció a la autoridad por hurto, cuando yo sólo había recogido su bolsa para devolvérsela después de que él la dejara olvidada en un rincón), cuando en el bosque colindante me encontré con un hechicero. Él me descubrió y me culpó de espiarle en sus estudios mágicos. Ya sabes como son estos magos, quisquillosos y muy serios con su trabajo, pero muy interesantes, pues ya conocí hace años a otro hechicero que me acusó de haberle robado unos componentes mágicos (que no sé cómo, pero se hallaban en mis bolsillos; aparecerían allí por arte de magia) y me lanzó una maldición que…
—¡Silencio! —cortó la áspera voz femenina la incesante charla del nativo de Tashej—. Tu presencia no es bienvenida en El Averno —sonó una nota discordante en el timbre de la voz.
¡El Averno! ¡Estaba en El Averno! El hombrecillo quedó impresionado y comenzó a girar frenéticamente sus boleadoras y dar saltos de alegría.
—¡Guau! ¡El Averno! ¡Nunca había llegado tan lejos! —explicó entusiasmado—. Una vez al tantear un complejo artefacto (que desconozco porque medios había llegado a uno de mis saquillos), aparecí de repente bajo las aguas del Mar Furioso. La experiencia fue increíble, con toda esa agua verdosa a mi alrededor y los peces nadando de un lado para otro rápidamente, pero al poco tiempo perdió algo de importancia el húmedo paisaje para mí, pues empecé a sentir que se me acababa el aire de los pulmones y la superficie quedaba un poco lejos así que…
—¡Cierra la boca, insecto! —exclamó la misteriosa voz.
Muy pocas circunstancias podían acallar su infatigable charla una vez daba comienzo, pero el increíble poder que irradiaba el invisible interlocutor hizo estremecerse al hombrecillo que, por primera vez de su vida, sintió algo parecido a la punzada del miedo.
—No tienes permiso para permanecer en mis dominios —informó la desconocida—. Vete o sufre las consecuencias.
El ladronzuelo calibró la posibilidad de quedarse y experimentar qué suponía la amenaza de aquella señora del Averno.
A unos cien pasos del lugar donde se hallaba el forastero, surgió un remolino que levantó la arena del suelo formando una tupida nube de polvo. Algo se movía tras ella y pronto sus perspicaces ojos identificaron la horda demoníaca que se encaminaba en su dirección.
Dudó si esperarles para comenzar una conversación que se le antojaba emocionante —nunca había hablado antes con un demonio; aún menos con tantos de ellos—, pero finalmente optó por iniciar la carrera para jugar un poco.
—Así nos divertiremos todos —razonó alegre el hombrecillo.
Y éstos eran los motivos de la alocada carrera a la que estaba sometido el pequeño personaje.
Pero la emoción de la persecución había perdido su interés con el paso del tiempo.
El joven comenzaba a aburrirse de lo monótono de la acción y si algo no consentía ningún miembro de su raza, era aburrirse.
—Y todo esto por culpa de que la gente tenga tantos prejuicios hacia nosotros —comentó irritado el hombrecillo—. Me gustaría llegar a un lugar donde no recibiera un mal trato a causa de mi raza.
Un fuerte fulgor surgió de su mano izquierda y al cabo de un segundo, ante el desconcierto de sus perseguidores, el ladronzuelo desapareció del Averno.