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DESEOS CUMPLIDOS

Dushen, año 242 D. N. C.

Lentamente la ciudad de Dushen fue despertando de su letargo nocturno.

Mientras las puertas de los establecimientos públicos se abrían al exterior, la población se embargaba en sus bulliciosas actividades, llenando las calles de todo tipo de puestos de venta comercial originarios de todas las tierras de Aekhan.

Taris-sin se mantuvo alejada de las zonas de mercado ante la posibilidad de encontrarse con los comerciantes de su padre. Éstos podrían fácilmente identificarla y echarían a perder su peligrosa evasión. Pero aún a distancia pudo ver los exóticos productos de los mercaderes, sobresaliendo entre ellos los yamish de piel morena que presentaban telas y vestidos de la más amplia variedad de luminosos y atrayentes colores. Todos anunciaban a voz en grito la inmejorable calidad de sus mercancías y el mísero y deshonroso precio al que las vendían.

Una vez dejadas atrás las zonas comerciales, halló las puertas de una posada, La Rueda Cantarina.

Estaba cansada después de la ajetreada noche y su estómago se quejaba amargamente ante la falta de sustento. Entró en la casa y se sentó en una de las muchas mesas libres del local. Pocos momentos después apareció una regordeta camarera con mechones rojizos cayendo en cascada sobre sus hombros y su mofletuda y sonrosada cara, dando un tono de color a su gastado vestido de trabajo.

—¿Qué desea tomar? —preguntó con voz aguda.

—Alguna bebida dulce que sea suave y el desayuno habitual de la casa, por favor.

—Ahora mismo se lo traigo, señora —respondió en tanto se giraba y se dirigía al mostrador.

Taris-sin se arrellanó en su asiento de madera y acomodó sus maltrechos músculos lo mejor que pudo hasta que llegara la comida.

La rolliza camarera no tardó en atender a los pocos clientes de la posada y pronto estuvo de vuelta en la mesa de la semielfa con la bandeja en sus manos, sirviendo los diferentes platos sobre la pequeña mesa redonda. La estancia en el local no fue interrumpida por ningún hecho de interés, salvo que el número de clientes crecía poco a poco, todos ellos somnolientos a causa de la resaca de la noche anterior.

Thäis no tardó en dar cuenta del desayuno. Se levantó del banco, ahora más satisfecha de su estado físico y fue hacia la barra. Allí la atendió un hombre de avanzada edad, aunque de aspecto y maneras muy joviales.

—¿Qué desea, señorita? —preguntó cortésmente.

—Me gustaría coger una confortable habitación —respondió la semielfa.

—¿Durante cuanto tiempo va a hospedarse en nuestra humilde posada? —inquirió en tono respetuoso, estudiando las finas telas y el porte de su futura inquilina.

—Durante dos días, por ahora —dudó Thäis—. Es posible que permanezca más tiempo en la ciudad.

—Muy bien —repuso mientras le daba la espalda para coger una de las llaves de las habitaciones.

»Su habitación es la número quince —informó tendiendo la llave—. ¡Dak! —gritó en dirección a las cocinas.

Inmediatamente apareció un jovenzuelo de cabellos despeinados que se puso a las órdenes del posadero.

—Señorita, ¿lleva usted equipaje?

—Nada más que lo puesto. Tal vez después de visitar el bazar traiga bastantes bolsas —comentó la mestiza y esbozó una sonrisa.

—¡Ja, ja! Ya lo creo que sí. Allí encontrará todo lo que necesite, aunque debe tener mucho cuidado con los embaucadores —adquirió un tono más serio.

—Tendré en cuenta su consejo. Y ahora, si me puede indicar mi alojamiento, le estaré sumamente agradecida —pidió intentando expresar una sensación de cansancio y premura en su voz.

—Dak, lleva a la señorita… —interrumpió con un interrogante.

—Taris-sin.

—Acompaña a la señorita Taris-sin a la quince —continuó el posadero.

El muchacho bajo la cabeza en señal de asentimiento y se dirigió a la semielfa.

—Por aquí, por favor.

Dak la guió por el interior de la posada hasta unas escaleras en un rincón. Subieron por ellas y avanzaron por un estrecho pasillo hasta una puerta en la que aparecía grabado el número quince en la madera de la hoja.

—Aquí es, señorita. ¿Desea alguna cosa más?

—Sólo saber cual es el horario de comidas en esta posada —se interesó la mestiza.

—Es bastante flexible. La cocina casi nunca cierra. Usted puede pedir cuando le sea conveniente, aunque los horarios habituales son el de la primera comida a lo largo de todo el mediodía y la segunda a partir del anochecer. También durante la cena suelen actuar bardos y algunos cantores populares con bailes por si le interesa. Espero que su estancia aquí le resulte lo más confortable posible —se despidió dándose la vuelta para marcharse, una vez hubo concluido su tarea.

—Espera un momento —le detuvo Taris-sin—. Toma.

Thäis le ofreció una pieza de plata. Los ojos del chico se abrieron como platos, en tanto luchaba por creérselo. Cogió la brillante moneda con la mayor delicadeza que sus ágiles dedos pudieron aportar, como si fuera del más fino cristal.

—¡Gracias señora! —exclamó recobrando la respiración.

—Tal vez necesite tus servicios más tarde.

—¡Sí, señora! —se marchó hipnotizado ante los fulgores de la pieza de metal, al incidir sobre ella los rayos solares.

La semielfa sonrió ante la sensación de alegría que se dibujaba en el rostro del muchacho. Introdujo la llave en la cerradura y giró. Un chasquido surgió del artefacto metálico y la puerta se deslizó hacia el interior de la estancia.

Ésta no estaba decorada lujosamente en absoluto, sino que exhibía un estilo sobrio y práctico con los tonos claros de las paredes desnudas y las frondosas alfombras que cubrían el piso. No era la habitación más bella que Thäis había visto, mas si le pareció la más cálida y acogedora de todas las que había visitado.

Descalzó sus castigados pies y andando lentamente por la mullida alfombra, alcanzó la cama. Sin desnudarse siquiera, se encaramó sobre las suaves sábanas y recostó la cabeza sobre el blando almohadón, con el largo y oscuro pelo serpenteando por las limpias y blancas telas.

Pese a que estaba cansada, había comido bien y la cama era muy cómoda, no concilió el sueño. Una idea imperaba en su mente. Debía correr. Su huida aún no había acabado y era algo que debía tener muy en cuenta. Todavía no estaba a salvo.

Cada minuto que permanecía en aquella posaba aumentaba la posibilidad de ser descubierta, así que trazó unos planes: hallaría todo lo necesario para viajar por los caminos y partiría al día siguiente muy temprano, al amanecer, para evitar tener que pasar una noche al raso, algo que la aterraba. Aún así tendría que cabalgar sola por las abandonadas carreteras y no sabía cómo protegerse.

Podría alquilar una escolta, ya que problemas de dinero no tenía, pero si lo hiciera ya no pasaría inadvertida y además dejaría un rastro visible de su situación. Si se unía a una caravana mercante también corría el riesgo de que entre ellos estuviera algún comerciante de su padre que la delatara; y las noticias entre los integrantes de este gremio volaban como el viento. No. No quedaba más posibilidad que viajar sola.

«¡Si tan sólo fuera una guerrera, o una mercenaria! ¡A ellas se las respeta y se las teme!».

Entonces la luz llegó a su cabeza.

«¿Y si me visto como una mercenaria? ¡Me evitarían y me dejarían en paz!», pensó ilusionada. «Sí, eso es lo que haré. Necesitaré un vestuario nuevo y adecuado para mi nueva situación, una armadura, una espada, un buen caballo…».

Pronto se convirtió mentalmente en una de las heroínas de sus fantasías.

Se levantó llena de entusiasmo y energía. Recogió una pequeña cuerda de su bolsa y sujetó con ella su abundante y lustroso cabello en una larga coleta azabache que alcanzaba su fino talle. Permitió que su trenza reposara sobre su hombro derecho y dispuso de una cinta de tela, cortada de su viejo vestido, para que rodeara su frente y cubriera sus puntiagudas orejas, confiando en que esto ocultase temporalmente su llamativo mestizaje. Cogió su bolsa y, después de cerrar con llave la puerta de su habitación, bajó las escaleras hacia el recibidor.

Allí encontró a Dak, transportando un par de pesadas maletas. Detrás de él avanzaba una opulenta señora adornada con joyas que lanzaban resplandores cegadores. Vestía ropa muy cara, como daba a entender el vestuario de seda de diversos colores y finos hilos de oro.

Taris-sin se acercó al muchacho y llamó.

—¡Dak! —le interpeló la medio elfa.

—¿Sí, señora? —respondió el chico jadeando por el peso del lastre.

—Cuando termines con tu trabajo, quiero encomendarte un asunto —le explicó Taris-sin—. Te espero en una de las mesas de la posada.

—Ahora mismo voy, señora —contestó el joven, algo más animado por la posibilidad de recibir una buena propina por sus servicios. Comenzó a subir los bultos por la escalera bajo la atenta y escrutadora mirada ceñuda de la dueña de las maletas.

La semielfa tomó asiento en la misma mesa que casualmente ocupara por la mañana y que estaba vacía a pesar de la gran cantidad de gente que se agrupaba en la sala. La conocida camarera tomó nota de las peticiones de la actual inquilina, prometiendo, como era costumbre, su pronto regreso.

Taris-sin esperó pacientemente la deseada comida, en tanto apareció Dak, apresurándose a acudir hasta la semielfa.

—Disculpe por la espera —se lamentó el muchacho.

—No te preocupes —agregó ella y cambió de tema—. Te he hecho venir para pedirte que me hagas unas compras y me des cierta información.

—Lo que usted pida señora. ¿Qué desea comprar? —preguntó Dak.

—Me gustaría que me trajeras una capa de viaje, una casaca y unas buenas botas altas, todas ellas de cuero. ¿Vendéis caballos en la posada? —se interesó la medio elfa.

—Sí, señora —afirmó Dak—. Tenemos los mejores caballos de la región y los precios son bastante buenos —recitó con fluidez la cantinela que le habían obligado a aprender hacía años.

—También me interesaría adquirir uno —comentó Taris-sin—. ¿Me lo podrías ensillar y mantener preparado mañana al amanecer?

—Por supuesto, señora —garantizó el muchacho—. ¿Y qué es lo que queréis saber?

—¿Me podrías decir dónde se encuentra la tienda de armas de Dushen? —preguntó la medio elfa.

—Por supuesto, señora —contestó Dak.

El muchacho le explicó con todo detalle la ruta que debía seguir la semielfa para alcanzar el puesto de las Frías Fauces. Cuando por fin se sintió segura de poder orientarse hasta allí, despidió a Dak dándole dos monedas de oro para realizar las compras requeridas.

A continuación llegó Mannes, la camarera, con varios platos entre sus diestras manos. Depositó dos sobre la mesa de Taris-sin y el resto entre otras mesas de alrededor. La semielfa degustó los sabrosos y abundantes guisos y el suave vino claro que refrescó su paladar. Una vez hubo terminado, se despidió del posadero y salió de la casa.

Taris-sin enfiló la calle central, como le había explicado Dak, sin detenerse ante los múltiples vendedores que la acosaban con la propaganda de sus mercancías.

Tras cruzar media ciudad, llegó a las Frías Fauces, una estructura de dos plantas con un pintoresco escaparate en el que se mostraban varias armas de diversos estilos.

Observó detenidamente algunas de ellas, pero en su corta —exigua— experiencia, no supo identificar cuál sería la apropiada para ella o cuál habría sido forjada con mayor calidad. Entró en la tienda y rápidamente fue abordada por un grandísimo humano de largos cabellos rubios y piel morena. Lucía una amplia barba que le colgaba enmarañada sobre el pecho.

—La tienda de ropa se encuentra al otro lado de la calle —informó con un tono algo elevado para las circunstancias.

—No estoy buscando telas ni vestidos —respondió la semielfa aclarando la confusión.

—Entonces, ¿qué quiere? —increpó bruscamente el dueño.

—Entre otras cosas, una buena espada —indicó Taris-sin.

El vendedor apagó débilmente la carcajada que brotó de su garganta.

Este hombre procedía de las heladas tierras del noroeste, las tierras de los bárbaros. Había llegado hacía unos quince años al Reino de Adanta y habiéndose establecido en la próspera ciudad de Dushen, abrió esta tienda basada en un producto que conocía bastante bien: las armas.

Krieg, que así se llamaba el hombretón, se había adaptado progresivamente a las costumbres propias del reino, pero una tradición de su pueblo no había desaparecido de su memoria. La mujer debía ofrecer completo vasallaje al hombre. El varón debía luchar o conseguir el sustento diario, mientras la figura de la mujer se postergaba al cuidado de los niños y las simples labores domésticas.

Cuando se presentó en su tienda una jovencita pidiendo adquirir una espada, no había podido hacer menos que reírse.

—¿Qué tiene eso de gracioso? —espetó la medio elfa, herido su orgullo.

—¡Oh! Nada, señorita. Nada en absoluto —intentó ponerse serio—. ¿Y qué tipo de espada está buscando? —se mofó Krieg.

—¿Qué tipo de espadas tiene? —preguntó Taris-sin, intentando ocultar así su ignorancia sobre el asunto.

—Tengo el repertorio más amplio que pueda encontrar en todos los Reinos —informó el bárbaro mientras salía del mostrador y la guiaba hacía una amplia sala.

La habitación estaba decorada con múltiples banderolas y estandartes colgando en lo alto de los muros, diversos escudos de armas representando los símbolos de legendarios señoríos, entre ellos el de la guardia de Falan, el Fénix Ardiente. En la pared central estaban alineadas cientos de espadas de todo tipo, formas y tamaños, pasando de rectas y voluminosas hojas a otras pequeñas y curvas. En la derecha se acumulaban lanzas y picas. En la izquierda se encontraban las armas contundentes, cachiporras, mazos, martillos, junto a las que descansaban los instrumentos de largo alcance, los arcos y las ballestas.

Taris-sin se quedó sinceramente asombrada ante el vasto despliegue armamentístico que se hallaba frente a ella.

—Usted dirá —se burló el dueño.

sep

La semielfa regresó a La Rueda Cantarina. Acarreaba un gran saco, que portaba pesadamente sobre la espalda.

Entró en la posada y se alegró de no ver en el mostrador al dueño de ésta. Al que si vio fue a Dak, que pronto salió a su encuentro y se empeñó en que le dejase la abultada bolsa para subirla. Ella accedió agradecida.

Subieron pausadamente por las escaleras y llegaron frente a la puerta quince. La medio elfa sacó la llave y abrió la puerta. El muchacho depositó el saco junto a la cama, desinteresándose sobre su contenido.

—Espere un momento, señora, que ahora vuelvo —dijo de improviso Dak y salió apresuradamente de la habitación.

Este repentino movimiento pilló por sorpresa a Taris-sin, pero no se alarmó.

«Sus motivos tendrá», pensó la semielfa.

Thäis cerró la puerta de su habitación y fue a desplegar el contenido de la bolsa. En ese momento llamaron a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó la medio elfa desde la cama.

—¡Soy Dak!

—Adelante entra —permitió ella.

El muchacho giró el picaporte y abrió la hoja lentamente. Cuando estuvo dentro de la estancia, Thäis pudo ver que llevaba una bolsa negra de cuero consigo.

—Aquí tengo lo que me pidió que le comprará —informó Dak—. Todo es de muy buena calidad. Me aseguré de ello.

Taris-sin le invitó a sentarse sobre la cama pero él rehusó la oferta y continuó de pie.

La semielfa estaba impaciente por ver sus nuevas vestiduras. Prácticamente se lanzó sobre la bolsa y extrajo la primera tela de cuero. Ésta era bastante larga. Se trataba de la capa de viaje. La parte externa era tan negra como la noche, en tanto que el interior estaba forrado de una tela mullida y más clara. La extendió junto a ella sobre la cama.

El segundo complemento lo sacó el muchacho. Eran las botas que, según cálculos aproximados de la semielfa, le debían llegar justo bajo las rodillas. Inmediatamente se las quitó de las manos y se las probó. El calzado le pareció un poco rígido, aunque sabía que era cuestión de tiempo que se ablandasen y adaptasen a su pie. Le alcanzaban bajo las rodillas, como ella había adivinado, y lo que agradeció profundamente fue la ausencia de tacón.

La bolsa quedó casi vacía, aunque aún parecía pesar algo en el interior. La medio elfa tomó la bolsa entre sus manos y extrajo la última tela. El tejido pareció deslizarse entre sus dedos de lo sedoso y suave que era pese a la fuerte consistencia del material. La estiró frente a ella para poder admirar las líneas de la prenda. Su confección era todavía mejor de lo que había esperado, bien que el escote era demasiado pronunciado para su recatado gusto.

Dak se alegró al ver que el resultado de sus compras había sido bastante satisfactorio. Apoyó la bolsa vacía junto a la cama y se dirigió hacia la semielfa.

—También le he conseguido la montura, aunque tendrá que pagarla junto al hospedaje al posadero —explicó el joven—. Es un poderoso corcel negro listo para su marcha. Se llama Intrépido. Lo nombré yo mismo.

—Gracias por todo —declaró la joven guerrera—. Te lo agradezco mucho.

—Ha sido un placer serviros, señora —se despidió Dak caminando hacia la puerta—. ¡Ah! ¡Se me olvidaba! Sobró dinero de las dos piezas de oro que usted me dio, una de plata y cuatro de cobre.

El muchacho le tendió la mano con las cinco monedas tintineando en la palma.

Taris-sin se levantó y estirando la mano, cerró los dedos del joven sobre los discos metálicos.

—Quédatelas —le concedió la medio elfa—. Tal vez te vuelva a necesitar en el futuro.

—¡Vuelva cuando quiera! ¡Estaré dispuesto a servirla en lo que sea! —exclamó sinceramente Dak como despedida.

Pronto se quedó sola en la habitación.

Mantuvo las prendas encima la cama y se dirigió hacia el saco que aún le faltaba por abrir. Apoyó la pesada bolsa sobre una silla de la estancia y diseminó el contenido sobre un hueco de la cama. Primero cogió las dos dagas gemelas que ocultaría en el interior de las botas nuevas. A continuación colocó en un rincón la gran espada enfundada que había adquirido en las Frías Fauces. Por último sacó una gran pieza metálica revestida de cuero. Se trataba de una cota de mallas.

Después de haber visitado al simpático Krieg, la mestiza había localizado una armería. Entró en el establecimiento y la recibió otro hombre. Éste, en cambio, era un hombre bastante agradable, que la había ayudado en cuanto había podido. Sólo tuvo un problema: encontrar una cota femenina. Terminó encontrando una, pero el precio era alto. El dueño de la tienda le explicó que la armadura tenía un pasado algo oscuro. La consiguió hacía muchos años y de una forma un tanto extraña. Le contó que un día apareció ante su puerta una guerrera. Parecía malherida, pero no pidió auxilio. Simplemente le dio la cota y desapareció en la noche.

La semielfa escuchó atentamente el relato. Cuando terminó, no le importaron las extrañas circunstancias que habían traído la armadura y pagó el alto precio que costaba.

Ahora era suya y estaba sobre su cama.

Los rayos solares se extinguieron al esconderse el Astro Rey tras el horizonte y Taris-sin se dispuso a colocar sus nuevas pertenencias.

sep

Lasmin caminaba tranquilo por el bosque, como hacía todas las tardes después de comer.

Los trabajos de la granja agotaban todo su tiempo y éste era el momento que elegía para relajarse un poco. Se adentraba en el interior de la floresta y disfrutaba con los variados sonidos del bosque.

Hoy había salido algo más pronto de lo acostumbrado y reclamado sus lienzos por si encontraba algún lugar que mereciera la pena inmortalizar.

No se consideraba un gran pintor, pero le gustaba intentar reflejar la belleza de la naturaleza en la superficie de la tela. Pero lo que tuvo la desgracia de descubrir no fue precisamente belleza. Una grotesca escena se extendía frente a sus ojos.

Cuatro jóvenes yacían muertos en la floresta. Los cadáveres de dos muchachas yacían descuartizados junto al tronco de un roble caído. Un joven estaba tumbado sobre un charco de sangre coagulada que teñía la hojarasca.

Lasmin se acercó al cuarto cuerpo que presentaba numerosos cortes a lo largo de toda su fisonomía. También advirtió el horrible muñón donde debía de haber estado su mano derecha, pero lo peor y más horrible era que continuaba vivo.

Se acercó e incorporó la cabeza del moribundo. Éste, entre convulsiones y toses que manchaban sus labios de sangre, abrió los párpados y susurró una sola palabra antes de hundirse en el suave manto de las tinieblas.

Hykar.