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PUNTO DE PARTIDA

Bosque de la Bruja, año 242 D. N. C.

Despertó de un tenebroso sueño.

Su cuerpo, rígido y en una incómoda postura, se negaba implacablemente a moverse. Mas ella tampoco deseaba hacerlo.

Un gélido viento atería sus músculos y congelaba su suave piel expuesta. La cota completa que aún lucía desplegada no contribuía a mitigar el frío, sino que provocaba tensos escalofríos al contacto con el metal.

Una extraña sensación se extendía por sus venas, mas sabía que sus heridas estaban curadas, incluso las de las piernas. Apoyó sus agotados brazos sobre el liso suelo y, realizando un tremendo esfuerzo, logró ponerse en pie, aún con los ojos cerrados.

No quería abrirlos. Sus oídos le decían que el silencio era absoluto. Temía ver los cuerpos inertes de sus compañeros yacer sobre el piso de la cámara, salvajemente asesinados.

Avanzó unos titubeantes pasos apoyándose en las paredes hasta que tropezó con un objeto situado a sus pies. Se obligó, temerosa, a levantar los párpados.

Sus ojos almendrados fueron definiendo en la negrura los trazos de la configuración de la cavidad. Su desbocado corazón se tranquilizó al no ver los cadáveres de ninguno de sus camaradas muertos. También notó que nada de lo que allí hubo estado en un tiempo permanecía ahora, como si una irrefrenable ola de inmenso poder desatado hubiera limpiado todo el nicho, arrastrándolo todo menos a ella.

Bajó la mirada y localizó el obstáculo con el que tropezara antes. Allá, en una esquina junto a la pared, observó el Orbe de la Luz Eterna, aunque ningún brillo surgía de su estructura cristalina.

Dyreah bajó sus manos y lo tomó con suma delicadeza. Halló su bolsa de viaje desgarrada en el suelo y procedió a guardar el preciado objeto en ella. También buscó la refulgente hoja plateada de su espada mágica y la guardó en su vaina.

Al levantarse, frente a la pared descubrió en ella unos grabados que hasta entonces no había podido discernir.

Allí, grabadas en la piedra, se erigían las figuras de los caídos en la contienda. Las horrendas siluetas de los demonios se prestaban con tal viveza que parecían a punto de salir del muro. Más atrás aparecía el suave rostro de Cràis, esbozado en una grotesca e inhumana mueca de maldad y odio. Enfrentadas, se situaban las figuras de Kylanfein y Thra’in con las espadas en alto, expresados en sus rostros el ardor de la batalla, aunque cierta tristeza se apreciaba en los ojos del mestizo.

Profunda tristeza que compartía la guerrera por la pérdida del misterioso compañero, al que sólo había comenzado a conocer y al que, de hecho, había llegado a amar. Y sobre todos ellos, imperaba el grabado de unas largas y esbeltas manos celestiales que circundaban una brillante esfera rodeada de finos y afilados haces de luz pura.

A los pies de Kylan, la semielfa encontró la cadena plateada de Nyrie. Los engarces argénteos centelleaban como intentando atraer su atención, en tanto la K permanecía apuntando hacia ella. Asimismo la recogió y la dispuso en su cuello, con la runa guardando su ahora helado corazón.

Elevó una corta plegaria a Alaethar por haberla salvado en aquel trágico momento y de inmediato deseó escapar de aquel claustrofóbico y asfixiante lugar, que provocaba tan dolorosas emociones en su joven persona.

Ascendió por la improvisada rampa creada anteriormente por la falaz Airishae Nian’ghan y pronto alcanzó la galería donde ocurriera el primer enfrentamiento entre mestizo y elfo de la sombra.

El aire se filtraba enrarecido por las brechas en la piedra, cargado de un hedor a podredumbre y humedad que hacía difícil respirar con normalidad. El piso, ahora abrupto e irregular, se mostraba traicionero a las piernas débiles y cansadas de la semielfa. Tropezó varias veces, mas consiguió mantener la verticalidad y abandonar aquella maldita cueva.

Cuando sus ojos almendrados se acostumbraron al cambio de la oscuridad a la luz, Dyreah pudo ver que en la entrada a la caverna se hallaban las monturas del grupo, aún atadas al viejo tronco caído, paciendo tranquilamente las frescas hierbas verdes que mostraban sus más sabrosos brotes. Avanzó despacio hasta los animales y acarició distraída el flanco de su yegua. Ésta la empujó con la cabeza, en señal de reconocimiento.

Desató las riendas de los cuatro corceles y, montando en su yegua, Dyreah dio un suave golpe en la grupa de los otros tres y permitió que su azaroso trote los condujera a la libertad.

La mestiza guió a su montura de vuelta a la ciudad de Baelan, aunque aún le quedaban algunas horas de camino para alcanzar las inmediaciones de la urbe.

sep

Baelan mostraba el trasiego habitual de la gente que realizaba frenética sus últimas compras antes de que acabase el día y cerraran las tiendas.

Los mercaderes, deseosos de volver a sus cálidos hogares, comenzaban a plegar los tenderetes y guardar los enseres no vendidos en el interior de sus carromatos ambulantes.

Algunos dirigieron apreciativas miradas a la atractiva y esbelta semielfa, que avanzaba extenuada con las ropas hechas harapos y con una sucia cota de mallas plateada sobre su cuerpo. Decidieron mantener los puestos abiertos esperando que la guerrera se acercase a ellos a adquirir algún objeto o prendas de vestir. Mas ella pasó de largo por la plaza, decepcionando a todos ellos.

Dyreah no se encontraba en condiciones de visitar a los mercaderes y decidió poner rumbo directo a la posada La Diosa del Amanecer.

Avanzaba distraída por las amplias avenidas a la luz crepuscular del sol, cuando una voz reclamó su atención cerca, a su espalda.

—¡Señorita! —llamó una potente voz de varón.

La mestiza, fatigada y deseosa de alcanzar la posada y descansar, hizo volver grupas a la yegua con lentitud.

Destacándose a vivo por entre la multitud y montado en un poderoso semental negro, se acercaba un soldado de alto rango que reconoció de inmediato.

—Buenas tardes, capitán Lekar —saludó cortés aunque fría la fémina cuando el oficial se puso a su lado.

—Buenas tardes, señorita Shade —contestó con amabilidad el miliciano—. Su aspecto ha cambiado bastante desde que nos conociéramos, aunque su belleza y porte son inconfundibles.

—Gracias —concedió ella, demasiado cansada incluso para ruborizarse.

—¿Qué le ha traído de nuevo a la modesta ciudad de Baelan? —inquirió con tranquilidad el veterano soldado.

—Por ahora, sólo buscar una habitación para descansar —su voz sonó baja al traer a su memoria recientes recuerdos—, en el albergue que usted nos recomendó hace ya tiempo, a mi compañero y a mí.

—Pues si me lo permite, la acompañaré de nuevo hasta la posada —le ofreció Lekar a la vista del desgraciado estado de la joven. Dyreah aceptó, agradecida.

Durante unos segundos ambos permanecieron en silencio, cada uno inmerso en sus propios pensamientos. El capitán fue quien habló primero.

—Hablando de su amigo —comentó sin aparentar mucho interés—, ¿también la acompaña en esta ocasión?

—No se preocupe por Kylan Fae-Thlan —apuntó la medio elfa con cierta melancolía en su aterciopelada voz—. No regresará a esta ciudad, ni a ninguna otra.

—Comprendo —aceptó Lekar sin querer profundizar más en la herida abierta—. Bueno, ya hemos llegado.

Ante ellos aparecía el frontal de La Diosa del Amanecer. Dyreah desmontó de su corcel en un salto torpe y débil por el cansancio y se dispuso a despedirse del capitán.

—Siento mis modales —exhibió una mueca que quería hacer las veces de sonrisa—, pero me temo que debo marcharme.

—Perdóneme a mí por demorar su precioso tiempo de descanso —se disculpó con una ligera reverencia el miliciano—. Si necesita algo, cualquier cosa, sólo hágame llamar y estaré más que dispuesto a hacer todo cuanto pueda por usted.

—Es muy amable, capitán Lekar —agradeció Dyreah la sincera promesa—. Hasta la próxima ocasión.

—Buenas noches, señorita Shade. Que la Fortuna le acompañe en su camino —se despidió el soldado, marchándose al paso por una de las iluminadas callejuelas de la ciudad.

La joven guerrera, con el fabuloso Orbe de la Luz Eterna escondido en su desastrada bolsa, entró en los establos de la posada La Diosa del Amanecer.