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EXTRAÑOS VISITANTES
Inframundo, año 242 D. N. C.
La temperatura en el interior de la cueva había perdido la calidez que le conferían los focos magmáticos de las zonas más profundas. Es más, los monstruos más comunes de los pasajes subterráneos se dejaban ver con una intermitencia cada vez más acusada, hasta tal punto que desapareció todo rastro de su presencia.
El olor de la gruta fue cambiando, adquiriendo gradualmente una intensa sensación de humedad en el ambiente. Esto le asqueaba. Más adelante, una súbita ráfaga de aire cargada de extraños aromas le indicó la cercanía de su meta: la Luz.
Al salir al exterior, el manto de oscuridad de la noche lo recibió. Los plateados rayos de la luna se reflejaron en su armadura y el silencio del bosque era interrumpido por una miríada de sonidos procedentes de los animales de hábito nocturno. Esto no era del todo desconocido para Thra’in, pues ya había participado en varias incursiones a la Luz. En ellas, él y su grupo habían asesinado a elfos, humanos y mestizos de ambos por diversión, en una competición en la que vencía el que mayor número de víctimas se adjudicara. Thra’in había sido el ganador en todas ellas.
Consultó la brújula mágica y ésta osciló hasta marcar una decidida dirección sur. Se internó en el bosque y dejó que sus sentidos se adaptaran a las nuevas condiciones.
Su visión normal era aún demasiado limitada para la impenetrable oscuridad que reinaba bajo las copas de los grandes árboles, así que optó por la térmica. Lo que recibió fue un fogonazo de una amplia gama de colores en todas sus gradaciones que reflejaba la bulliciosa actividad del bosque, en contraste con los ligeros cambios de matices azules que refractaba la roca en el Inframundo.
Se fue acomodando a los frenéticos movimientos de los animales, que huían despavoridos al advertir la presencia del intruso tan cercano a su posición.
Caminando a vivo paso, transcurrió la noche y la luna dio paso al sol, que quemó con sus potentes rayos los ojos del hykar. Thra’in se caló bien la capucha de su capa y prosiguió en las tinieblas que le ofrecía la gruesa tela acolchada.
La travesía continuó sin incidentes hasta que unos sonidos captaron su atención. No se trataba de los habituales ruidos del bosque, eran voces.
Thra’in tensó los músculos y con la agilidad de un felino elevó su posición a lo alto de uno de los árboles. Su vista de elfo le permitió discernir las formas de cuatro humanos, dos mujeres y dos hombres, todos de despreocupado aspecto juvenil.
«Bien. Ya es hora de disfrutar un poco», pensó con satisfacción el hykar.
Los dos hermanos habían estado esperando este momento durante mucho tiempo.
Nalen y Coben, dos jóvenes hijos granjeros de la comarca de la Garganta del Lobo, eran los mayores de nueve hermanos, entre hijos e hijas. Ambos colaboraban afanosamente en el trabajo de su padre para sacar la numerosa familia adelante.
Habían trabajado mucho y muy duro durante varios meses, pero lo habían conseguido y el esfuerzo había merecido sobradamente la pena.
Se les había permitido librar un día completo de sus obligaciones y ya sabían a que lo iban a dedicar. Se sentían atraídos hace bastante tiempo por las hijas de uno de sus vecinos granjeros e intuían que el sentimiento era mutuo. Pensaron que, después de haber obtenido el permiso del padre de las muchachas, las invitarían a pasar el día en el bosque en su compañía.
Fueron a visitar la granja y a conversar con el dueño. Éste no estaba muy seguro de si aceptar o denegar la salida de sus pequeñas. La comarca de la Garganta del Lobo había estado muy tranquila últimamente, mas la posibilidad de que se pudieran topar con raigans o cualquier otro peligro en cualquier lugar, era bastante factible.
Conocía la reputación de los muchachos, su honestidad, la seriedad, la valentía y el sentido común que se imputaba a los dos jóvenes. Éstos habían afirmado que llevarían sus armas y socorrerían a las damas a precio de sus vidas ante cualquier amenaza. El patrón creía en sus palabras, pero seguía preocupado por si algo sucedía.
La alegría que brillaba en los rostros de sus hijas le obligó a decidirse. El padre autorizó a los dos muchachos la salida de sus hijas, mas con una condición: tendrían que traerlas de vuelta antes de la puesta del sol. Los cuatro jóvenes sonrieron abiertamente, mientras cruzaban ocultas e íntimas miradas entre ellos.
Cuando llegaron a su casa, comentaron a su padre los planes del día siguiente. El patrón de la granja era consciente de que el trabajo se acumulaba peligrosamente, mas no podía defraudar a sus dos hijos que habían trabajado tanto y tan bien en la última estación. Les concedió el día libre.
Ambos jóvenes se dispusieron a preparar y ordenar todo lo necesario para la excursión del próximo día. Entre otras cosas, tomaron sus toscas espadas que, después de afilar, metieron en sus fundas con el deseo de no tener que utilizarlas.
El día llegó y comenzó nublado al amanecer, pero se fue clareando progresivamente. Se levantaron con el alba, recogieron sus pertenencias y fueron al encuentro de sus respectivas parejas.
Cruzaron la escasa distancia que había entre ambas tierras con alegría entonando una canción, algo subida de tono, que habían escuchado a un bardo que había acudido recientemente a la posada del pueblo.
Recorrieron los límites del territorio vecino y alcanzaron a las inmediaciones del caserón. Sus parejas estaban ya en el porche de entrada, esperándolos. Estaban preciosas, con el sedoso pelo rubio cayéndoles por los hombros en suaves cascadas sobre sus vestidos nuevos de colores claros, que resaltaban en contraste con su piel morena, curtida por el sol. El padre las despidió al marcharse con cierta preocupación en su semblante.
El camino comenzó con risas y coqueteos, que duraron hasta abandonar las últimas granjas de la Garganta. La entrada en el bosque tensó la situación.
Ellas estaban algo asustadas ante la inmensidad y soledad del lugar y ellos permanecían inquietos ante la posible existencia de algún peligro que pudiera acechar a sus damas. Miles de desconocidos ruidos atormentaban la imaginación del grupo, inspirándoles miedos y sospechas irracionales.
Pasados unos minutos, descubrieron el tronco de un árbol caído. Se aproximaron y se sentaron en él. Una de las parejas se distanció de la otra lo suficiente para conceder un grado suficiente de intimidad. Sus cuerpos se acercaron lo suficiente para sentir el calor del otro y estando abrazados, sus labios se tocaron en un profundo beso.
El lugar era perfecto, los pájaros trinaban canciones de amor, el sol brillaba en lo alto de las copas de los árboles y ellos al fin reunidos. Estaban en el paraíso.
El crujido de una rama rompió el mágico momento.
A través de la espesura un hombre encapuchado se dirigió con decididos pasos hacia ellos.
—Bella mañana, señor —dijo el mayor de los hermanos en tanto se apartaba bruscamente de su amada y se levantaba—. ¿Hay algo que pueda hacer por ust…?
La afilada hoja de acero atravesó su garganta, impidiéndole concluir su pregunta.
Las dos hermanas gritaron aterrorizadas al ver la sangre salir atropelladamente del cuello del varón.
El segundo hermano se irguió de un salto y desenvainando su espada, se puso delante de las muchachas para defenderlas. Mientras, observaba como su hermano moría con profundos estertores y un charco carmesí iba surgiendo alrededor de su cuerpo inerte.
La ira se adueñó de él y se abalanzó sobre el atacante con la espada sobre su cabeza. El encapuchado esquivó sin dificultad el mandoble e hizo dos profundos cortes, uno en el pecho y otro en la espalda del muchacho. Éste se volvió a lanzar a un nuevo y desmedido ataque. Sin embargo, el resultado fue similar.
Varios minutos después, con cada parte de su cuerpo marcada y manchada de sangre, el joven hermano trató de ejecutar su último golpe. El desconocido detuvo la torpe estocada y con una carcajada le cortó de un tajo la mano que sostenía el arma. El muchacho cayó al suelo desmayado por el dolor y la pérdida de sangre.
El asesino se adelantó pasando imperturbable sobre el hombre agonizante hasta llegar a pocos metros de las muchachas. Éstas, abrazadas, lloraban y temblaban convulsivamente ante la proximidad del asesino.
—Tranquilas, pequeñas —dijo Thra’in en un gutural Aekhano de fuerte acento. Retiró la capucha que ocultaba su rostro e hizo centellear su daga—. No os va a doler… demasiado.
Unos desgarradores y escalofriantes gritos retumbaron por todo el bosque.
Llamaron a la puerta.
—¿Sí?
—Soy Jarv, señor —sonó al otro lado de la hoja.
—Adelante —contestó Giben sin levantar los ojos de la mesa.
La puerta se abrió lentamente, permitiendo la entrada del mayordomo.
—Señor, unos caballeros desean verle —anunció Jarv—. Son… elfos.
—¿Elfos? —cuestionó DecLaire con extrañeza—. Hazlos pasar al salón. Ahora me reuniré con ellos.
—Sí, señor —concluyó Jarv cerrando la puerta tras él.
El comerciante organizó los papeles más urgentes de las últimas transacciones comerciales y bajó los escalones algo preocupado.
Eran elfos, un grupo de elfos, y ya era extraño ver en estos tiempos siquiera a uno de ellos por las ciudades de la Confederación. Se agrupaban en la zona más meridional del mundo, en el Imperio del Sol Entre las Hojas —Alyanthar en lengua élfica, aunque pocos eran quienes conocían esta designación—, a excepción de pequeños núcleos en las inmediaciones de los Grandes Bosques, reductos del antiguo Reino Élfico.
El patrón de la mansión avanzó curioso por la planta baja hacia el salón principal.
«Una compañía élfica», pensaba Giben. «¡Qué extraño! Los elfos nunca suelen comerciar. ¿Se habrán sentido complacidos por nuestra mercancía y nuestra ruta de caravanas? ¿O habremos invadido tierra élfica en nuestros desplazamientos?».
Mil posibilidades revolotearon en la cabeza de Giben mientras se acercaba a la puerta. Antes de girar el picaporte surgió otra idea muy diferente.
«¿Y si se tratara de…?».
—¡Thelas! ¡Furan! ¡Radik! —exclamó Giben al reconocer a los presentes.
Los tres elfos vestían los típicos atuendos de guardabosques: las botas altas de piel de gamo, una túnica decorada con una amplia gama de colores verdes y marrones bajo la cual se delineaba una fina cota de malla y una amplia capa con capucha con los mismos tonos de la túnica. De la cintura debían colgar unas espadas envainadas sujetas a los anchos cinturones de cuero que ahora se encontraban en un rincón de la habitación junto a los arcos y sus correspondientes aljabas, donde descansaban un alto número de flechas.
Los presentes se apartaron de los asientos que no habían querido tomar y se acercaron al dueño de la mansión.
—¡DecLaire! —respondió al que se había dirigido como Radik.
Los dos hombres se tomaron de los antebrazos en señal de saludo, acto que se repitió con los otros dos elfos.
—¿Cuánto tiempo? ¿Quince años sin tener noticias vuestras? —dudó Giben.
—Dieciséis exactamente —apuntó Furan.
—¡Qué alegría volver a veros! —expresó el dueño de la mansión con sinceridad—. ¡Bienvenidos a esta casa! Por favor, tomad asiento.
Todos se acomodaron alrededor de una amplia mesa y comenzaron a hablar sobre los viejos tiempos, las luchas en las que habían intervenido, las complicadas situaciones de las que salieron vivos gracias a la Fortuna, cuando todavía eran una compañía, conocida con el nombre de Rastreadores de Demonios, y formada por Furan, Radik, Thelas, Othom, DecLaire… y Nyrie. Esto trajo tristes recuerdos a Giben.
—Casi veinte años han pasado y vosotros no habéis cambiado en absoluto —comentó el anfitrión de la reunión.
—En cambio tú sí que has cambiado —advirtió burlón Thelas Sunnae—. Has pasado de ser un bravucón y temerario guerrero de los caminos a un serio y legal poderoso comerciante de las sendas —rió jovial.
—Sí. He de reconocer que mis rutas alcanzan los lugares más lejanos —respondió Giben orgulloso de sus logros.
»Qué lástima que Taris-sin no esté. Tendríais que verla. Se ha convertido en toda una mujer: alta, esbelta, bella en sus facciones, con un lustroso cabello negro… En fin, reúne lo mejor de las dos razas.
—¿De las dos razas? —preguntó con cierto aire de extrañeza Furan en su voz.
—Sí, claro. De la élfica y de la humana —aclaró el antiguo guerrero, confundido.
Un silencio de desconcierto se adueñó del amplio salón.
—Acaso, ¿no lo sabíais? —inquirió el anfitrión.
—Sí. Por supuesto —concluyó Radik no muy convencido de sus palabras.
—¿Dónde se encuentra Taris-sin ahora? —cambió de tema Furan.
—Ha marchado en una caravana hacia Dushen para comprar no sé qué perfumes. Cosas de muchachas —explicó DecLaire sin darle mucha importancia.
—¿Y cuándo volverá? —preguntó interesado Radik.
—Está previsto que la caravana regrese a Lance dentro de dos o tres días —calculó Giben—. Según se presente el tiempo.
Entonces DecLaire se percató de la auténtica razón de aquella reunión inesperada.
—¿Qué motivo os ha traído aquí? ¿Por qué habéis venido? —increpó el anfitrión algo exaltado.
—Lo sabes muy bien, DecLaire —aseguró Radik en un tono grave—. Hemos venido a buscarla.
—¿A Thäis? —cuestionó DecLaire sin dar crédito a las palabras del elfo—. Pero si aún es muy joven, no es más que una niña.
—Ha alcanzado la madurez —arguyó Furan.
—Pero aún no podría soportar la carga de su misión —intentó justificar el anfitrión.
—Debe poder hacerlo. En favor del Bien, debe poder —concluyó Thelas.
El anillo dorado que portaba Giben comenzó a emitir un fulgor verdoso que llamó la atención de todos los presentes.
—Por favor, disculpadme un momento —se levantó DecLaire y tanteó cuidadosamente el anillo. Inmediatamente adquirió forma la reproducción en luz verde de una cara conocida.
Representaba a un humano varón de pelo moreno que mostraba un atusado y cuidado mostacho que se atusaba nervioso con una mano que aparecía y desaparecía continuamente. Chocando con el noble porte del caballero, una nariz torcida y algo hinchada aparecía en el centro de su cara. El sujeto estaba tan excitado que parecía a punto de sufrir un síncope.
—¡Señor, señor! ¡Hemos hecho todo lo que ha estado en nuestra mano y no lo hemos conseguido! —relató a un ritmo frenético atropellando las palabras.
—¿Conseguir qué? ¡Habla claro, Rafter! —se contagió DecLaire de la tensión del interlocutor.
—¡Se trata de su hija, señor! ¡Ha desaparecido!
—¿Qué? ¿Cómo ha podido suceder? —gritaba Giben desesperado.
—La seguí, pero es escabulló entre la multitud. Se me interpuso un imbécil y…, la perdí —se lamentó el capitán, tocándose distraídamente su nariz rota.
—De acuerdo, Rafter —admitió el patrón ahora más sosegado—. Espera allí y sigue buscando. Enviaré más hombre de apoyo.
—DecLaire —llamó Radik—. Nosotros debemos partir ahora.
—Lo comprendo pero, por favor, si la encontráis traedla aquí, no os la llevéis todavía —rogó Giben.
Radik y Furan miraron a su antiguo compañero mientras Thelas se ocultaba en su capucha antes de partir.