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LA CUEVA

Bosque de la Bruja, año 242 D. N. C.

Dyreah se acercó con lentitud, temerosa de estar realizando una labor prohibida, a punto de mancillar un objeto sagrado.

Su confusa mente evocó la historia de su madre, cómo ella fue quien cometió el error al robar el Orbe del Templo de la Luz y facilitárselo al demonio. Ahora ella lo estaba recuperando, estaba ayudando a enmendar la equivocación que cometiera Nyrie siglos atrás.

La velocidad de las intermitentes pulsaciones del globo negro se incrementó según las manos de la semielfa se acercaban a su objetivo. El Orbe le estaba dando la bienvenida y su ansia por escapar del prolongado cautiverio crecía por momentos.

Un intenso cosquilleo recorrió las yemas de sus dedos cuando rozó el oscuro cristal y notó latir la sangre en sus venas como nunca había sentido antes.

«La prisión reconoce mi sangre», pensó para sí la fémina, temblorosa al admitir finalmente su mestizaje demoníaco.

El capullo de materia negra que recubría el Orbe pareció disolverse y chorrear por la esfera y sobre las blancas manos de Dyreah, hasta derramarse en el suelo con un sonido fangoso.

El Orbe de la Luz Eterna brilló de nuevo elevado por los brazos de la semielfa que lo izaron sobre su cabeza, libre de su confinamiento de varios cientos de años y exultante de energía y poder.

Pero toda excitación y júbilo por el increíble cumplimiento de su misión se desvaneció cuando ella vio la sombra armada de un asesino acercándose silenciosamente por la espalda de sus compañeros.

—¡En la entrada! ¡Hykar! —gritó la fémina para advertir a los otros. Todos se volvieron al unísono, interrumpidos de la fantástica contemplación de la fabulosa esfera mágica.

Duras y Kylan expusieron un frente común ante el sujeto que se desplazaba aún en la oscuridad sin ningún temor hacia ellos. Al elfo le resultaba totalmente desconocido, mas Kylanfein lo identificó de inmediato como el elfo de la sombra que lo había atacado en dos ocasiones.

Thra’in se descubrió a la débil luz de las antorchas y aprestó su espada para matar.

—En esta ocasión ni la ayuda de tus compañeros me privará del placer de matarte, Fae-Thlan —habló el hykar tildando sus palabras con el fuerte acento de su agresiva lengua.

Lanzó una mirada a su alrededor asegurándose de no caer en ninguna trampa. Se disponía a comenzar el duelo, cuando se percató de la presencia de Airishae, junto a la semielfa.

—¿Cràis? —sonó extrañada su voz al dirigirse a la mujer.

La situación se tornó confusa. Kylan detuvo su ataque tratando de discernir qué significaba aquel suceso. Duras se inquietó aún más al sospechar las profundas implicaciones que podía tener que el hykar conociera a la elfa de la sombra y, además, por otro nombre.

La fémina hykar aprovechó las circunstancias para lanzar un violento empujón a Dyreah, que se desplomó sobre el pétreo suelo de la gruta, y recuperar para sí el fabuloso Orbe.

—¿Qué significa todo esto, Airishae? —preguntó Kylan, desconcertado—. ¿Qué estás haciendo?

Guon Ky! —le insultó la hykar—. ¡No sabes mi verdadero nombre y crees poder conocer mis intenciones! —exclamó Airishae con sonoras carcajadas, retrocediendo de espaldas despacio al amparo de la pared de la caverna, en dirección a su hermano de raza y sangre.

—Sí, Ky, mi nombre es Cràis Kala’er y no Airishae Nian’ghan, perteneciente a la familia Kala’er, al igual que mi hermano aquí presente —apuntó dirigiéndose al elfo de la sombra—, ¡Familia Regente de Sunthyk y orgullo de Maevaen!

—Pero… —las palabras no acudían a los labios de Kylanfein, tan dolorosos eran los pensamientos que se agolpaban en su cabeza—. Pero… ¿por qué? —en esta única pregunta se acumulaban todos los sentimientos y recuerdos que el guerrero albergara respecto a ella—. ¿Y la historia que me contaste? ¿Cómo te convertiste a Anaivih y escapaste del Inframundo?

—Sí, en cierto modo la historia tiene un deje de verdad —se burlaba la elfa maldita del sufrimiento de su compañero, en tanto continuaba avanzando cautelosamente hacia Thra’in—. El cuento que te relaté sobre la sacerdotisa de Anaivih era cierta, ¡mas fui yo quien la descubrió y mía la mano que segó con placer su vida en honor de la magnificencia de la Diosa! —evocó exultante.

»Es una lástima —siguió hablando la hykar para mantener interesado al mestizo y que no pudiera saltar sobre ella— que el hechizo de deseo que lancé sobre ti no surtiera los efectos deseados, pues es cierto que me atraías y hubiese disfrutado muchas noches en tu compañía. —Cràis alcanzó la situación de Thra’in y se colocó encarando a todos los presentes y en especial a Kylan—. Ahora, ¡lo que deseo en mayor medida es ver tu blasfema sangre derramada en sacrificio a Maevaen!

El Orbe tintineaba con un brillo enfermizo al contacto con la piel negra de la elfa de la sombra.

¡Thra’in! —reclamó Cràis la atención de su hermano sin ni siquiera dedicarle una mirada—. Cumple tu misión y acaba con la vida de ese mestizo renegado que empaña la gloria de nuestra raza con su mera existencia. Mientras, yo prepararé un hechizo de transposición que nos lleve con la esfera lejos de esta cueva infestada con el asqueroso olor a nanhyk.

Nada más pronunciar estas palabras, su boca se llenó de sangre, que resbaló fluidamente por sus labios. Sus ojos brillaron de asombro cuando al bajar la mirada apreció la afilada punta de la espada que se había deslizado suavemente por su espalda hasta escapar por su pecho. Alargó sus manos en torno a la cuchilla, buscando cerciorarse de que realmente se hallaba allí, debilitando su fuerza vital apresuradamente.

El elfo maldito la sujetó bruscamente de los cabellos y la mantuvo erguida allí donde sus propias piernas no podían sostenerla. Acercó su rostro al oído de la hykar y la susurró, al tiempo que extraía la espada ensangrentada, mientras ella giraba el rostro para observarle. Su cuerpo respondió con una violenta sacudida, mas en los fieros ojos del varón encontró muda respuesta a su agonía.

sep

La incursión había resultado un éxito.

Los cuerpos de al menos veinte elfos yacían desperdigados sobre la tierra, manchados de sangre y barro. A cambio, rasguños y sólo una herida profunda aquejaban a la partida de caza hykar. El elfo de las sombras malherido vendaba a toda prisa su costado, tratando de contener el abundante flujo de sangre, mientras sus compañeros desvalijaban y se ensañaban con los cadáveres de los nanhyk asesinados.

Sin duda era el término correcto: asesinados. No habían tenido oportunidad de defenderse, ni siquiera ofrecer resistencia.

Aquella noche sin luna la muerte se había presentado en la forma de cinco sinuosas sombras dotadas de cuchillas afiladas.

Sólo un elfo continuaba con vida, aunque agonizaba; aquel que había advertido el ataque y empuñado su espada contra los silenciosos asaltantes. Ahora yacía sobre el terreno, libre de ataduras pero con el brazo del arma cercenado a la altura del codo, obligado a presenciar las atrocidades que los hykar estaban cometiendo en su poblado.

Lejos de verse satisfechos por la victoria conseguida y el posterior saqueo, los elfos de la sombra dieron rienda suelta a sus más básicos instintos. Sin abandonar las armas y con los ojos refulgiendo de pura exaltación, se entregaron a una macabra danza donde la violencia y el deseo se combinaban de manera rapaz. Tres varones y dos féminas componían el grupo, y pronto se fueron perfilando las diferentes asociaciones.

Un joven Thra’in jadeaba presa de la pasión, mientras el cimbreante cuerpo de la sacerdotisa se frotaba contra el suyo. Cràis exhalaba un ardor semejante, y la furia que reflejaban sus blancos y apretados dientes daba clara muestra de su propio disfrute. Sin embargo y sin motivo alguno, un malicioso brillo rieló durante un instante en los ojos de ella. Acto seguido se apartó de él y le dedicó un privado y pérfido susurro antes de marcharse para compartir su fervor con el hykar malherido.

Unt guone anoth guone dum nassa, anoth el’e nin, kiann m’erz, Thra’in.

sep

—He esperado muchos años este momento y tú me lo has brindado de la forma más sencilla —explicó Thra’in con evidente placer en su voz—. Unt guone anoth guone dum nassa, anoth el’e nin, kiann m’erz, Cràis.

Nan, Thra’in. Eltlenti deth, nan… —masculló Cràis en un tono inaudible, antes de desplomarse sin vida sobre el piso. El Orbe resbaló de sus esbeltas manos oscuras. Un charco carmesí fue creciendo en torno a su figura, manchando la esfera.

—Y ahora que me he librado de este antiguo asunto pendiente, me encargaré de todos vosotros —sentenció el hykar esbozando con su manchada espada un arco que abarcaba a los tres restantes miembros del grupo.

»Tú serás el primero, Fae-Thlan, pues eres el objetivo primordial de mi misión —aclaró sobriamente el asesino—. En segundo lugar acabaré con tu vida, semielfa —clavó la mirada en Dyreah, que se había levantado y había observado todo lo ocurrido en la galería—. El nanhyk será el que te suceda, pues siempre es gratificante matar a uno de los suyos.

—Lamento no poder satisfacer tus morbosos deseos, hykar —exclamó de improviso Duras, a la par que guardaba la espada en su funda—, pero tengo propios intereses que atender.

El elfo se sacudió la capa de sus hombros y lanzó para atrás las telas que estorbaban el movimiento de sus brazos. Sus manos dibujaron complicados diseños en el aire y pronto las acompañó una tétrica letanía que más que surgir de las cuerdas vocales del elfo, podría tener su origen en lo más profundo de una sima de desconocidos habitantes monstruosos. Finos haces de luz metálica surgieron de una palma a la otra hasta que se estabilizaron en el aire en el centro de todos los presentes, y adoptaron la forma de un cuadrado de amplias dimensiones.

La cadencia del hechizo se fue difuminando en el eco de la cueva, finalizado en un furioso grito gutural que retumbó con increíble potencia durante varios segundos.

Entonces la configuración de la ventana mágica fue cambiando. Primero su superficie aparecía como un remolino de energías en pugna, girando en un enloquecido torbellino cuyo centro y origen se mantenía oculto entre unas nubes de oscuro poder, para después tomar una apariencia cristalina que traslucía un fondo negro donde florecían esporádicas llamaradas de un fuego de intenso color escarlata.

Una horrorosa garra pardusca quebró el marco del portal, seguida por una extremidad escamosa de deformes y vastas proporciones. El resto del repulsivo cuerpo no tardó en salir de la ventana para sorpresa y terror de todos los presentes. Incluso Duras quedó momentáneamente asombrado al advertir que la primera de las criaturas que cruzaban el portal no era nada menos que un enorme diablo, uno de los comandantes de las huestes infernales del Averno.

Las figuras de los otros tres demonios menores que siguieron a su líder hasta el Plano Natural no eran menos espantosas; repugnantes seres con cuerpo de perro y correosas alas de murciélago, que lucían grotescos cráneos violáceos de corrupto rostro humano de piel dura y áspera.

La avanzadilla de Kuztanharr había arribado a su destino.

sep

Las cuatro criaturas se mostraban expectantes, casi tranquilas, contemplando el lugar donde se encontraban y los seres vivos que allí se reunían.

—¡Habitantes del Averno! —exclamó Duras para llamar la atención de los monstruosos visitantes—. ¡Mi poder es el que os ha conducido hasta aquí! ¡Ahora obedeced mi mandato y matadlos a todos!

—Duras Deladar —vibró la gutural e inarticulada palabra en la garganta del diablo acompañada de un gorgoteo nauseabundo. El elfo sonrió al escuchar su nombre surgir de los torpes labios de la criatura—. El Gran Kuztanharr enviar.

«¡Duras, no!», se dijo para sí la semielfa, convulsionada de terror por lo que estaba ocurriendo frente a sus jóvenes ojos. «¡Por favor! ¡Tú no!».

—Nuestro trabajo fácil —continuó el demonio de mayor poder con evidentes problemas para hablar y recordar las órdenes de Su Señor—. Matar a todos.

El elfo esbozó una sonrisa de satisfacción en su cara, sonrisa que desapareció en cuanto una de las criaturas se lanzó sobre él con las uñas extendidas hacia su torso. Duras eludió la acometida, mas un profundo tajo se dibujó con el color de la sangre en su costado.

Entonces la lucha se entabló en todos los frentes. Cada demonio escogió un objetivo: una de las criaturas menores, pero de gran poder, se enfrentó a Kylanfein, que se defendió levantando sus dos espadas; la segunda se decidió por Dyreah, una presa fácil y deliciosa; la restante ya combatía activamente con el brujo elfo que la había convocado.

El diablo no tuvo dudas en cuanto a su decisión.

Los hykar del Inframundo reclaman sus favores de forma continua e indiscriminada, sin ofrecer nada a cambio. Ésta sería una buena oportunidad de resarcirse de los años de servicio y esclavitud.

—Hykar —masculló en tanto clavaba sus minúsculos ojos en Thra’in con odio y una sensación de placer.

—¡Atrás, demonio! —gritó el elfo de la sombra, evidentemente asustado por la imponente mole que se aproximaba a largas zancadas hacia él—. La familia Kala’er ha precisado y recompensado las acciones de los tuyos durante miles de años, de igual forma que yo puedo premiar tus servicios si colaboras conmigo en mi propia misión —pese a sus palabras, el demonio seguía acercándose obstinado. Thra’in retrocedió un paso y preparó su espada escudándola tras su cuerpo—. Sométete o serás castigado por las Elegidas de Maevaen.

La bravata no obtuvo el efecto deseado y el diablo, en lugar de desanimarse o amilanarse, pareció crecerse más y poner mayor entusiasmo en su vengativo empeño.

Al otro lado de la cámara, Duras luchaba frenético por librarse del agobiante acoso que sufría del demonio, que no le concedía tregua para armarse convenientemente para poder atacar. Las garras de la criatura habían surcado graves arañazos en múltiples zonas de su cuerpo, mas ninguna herida podría considerarse peligrosa para su vida.

El elfo halló un punto de apoyo en un saliente de la pared de la gruta y pudo apartar de un empujón la mayor masa del ser. Éste rodó por el suelo y con una agilidad sobrehumana pronto volvió a echarse sobre su víctima. Pero en esta ocasión el hechicero plantó cara a punta de espada.

Kylanfein mantenía a cierta distancia al demonio que lo había elegido como víctima. El mestizo trazaba envolventes trayectorias con sus largas espadas gemelas para evitar las mortíferas garras de la espantosa criatura procedente del Averno. Kylan lanzó adelante una de las hojas para detener la deforme extremidad que amenazaba con romper sus defensas. El movimiento fue desesperado y, aunque logró repeler el ataque, una de las espadas voló fuera de su mano varios pasos de donde él se hallaba.

El demonio torció el gesto en una burda imitación de una sonrisa y precipitó sus acometidas, haciendo uso tanto de sus zarpas como de sus gruesas mandíbulas. El semielfo de la sombra retrocedió dos pasos para ganar estabilidad y compensar la pérdida de su arma, cuando el ser embistió con su superior volumen. El demonio menor frenó el brazo de Kylanfein, cuya espada describía una corta trayectoria hacia su torso, e hizo avanzar su grotesco cráneo golpeando con él el rostro del medio hykar.

El crujido de huesos astillados resonó en los oídos de Kylan y sus ojos quedaron velados por la abundante sangre que manaba de su frente, pómulos y nariz. Sus labios sintieron la tibieza carmesí que fluía hasta ellos y se derramaba en gruesos goterones sobre las ropas y el suelo. De su cara parecía surgir un fuego abrasador, producto del lacerante e intenso dolor que recorría cada uno de sus músculos faciales. Un fuerte mareo trató de adueñarse de su consciencia, mas logró recobrarse lo suficiente como para abrir los pesados párpados y contemplar las irregulares hileras de afilados dientes que se cernían sobre su cuello. Con un esfuerzo sobrehumano, levantó el brazo armado que ahora estaba libre e hizo entrechocar la dura empuñadura de su arma contra el deforme rostro de la criatura.

La metálica punta esférica de la cruz de su espada vibró con violencia antes de profundizar, tras un escalofriante crujido, varios centímetros en la gruesa piel de la cabeza de la bestia abismal. Al retirar el pomo de la empuñadura, un surtidor de icor negro y asqueroso bañó su extremidad, dejándola sucia y pringosa.

Cada uno de los contendientes se retiró del otro unos pocos pasos para asimilar la gravedad de sus heridas. El ser rehuyó al mestizo, intentando contener con sus desproporcionadas manos el flujo vital originado en la zona hundida de su espantoso rostro. Kylanfein trastabilló torpemente al caminar de espaldas y sólo la cercanía de la pared de la cueva evitó que se derrumbara sobre el piso de piedra.

Se frotó débilmente la vista para eliminar de los ojos la sangre que comentaba a coagularse y pegarse a sus párpados. Su piel oscura exhalaba un sudor frío producto del mal estado de su organismo. La gélida sensación de sus manos contrastaba con la tibieza del fluido que escapada por sus heridas abiertas y con el fuego ardiente que entraba en reacción en su rostro perlado en sudor al aparecer la fiebre.

Su respiración era entrecortada y trabajosa. Cada inspiración suponía un sufrimiento que sólo era superado por la agonía de espirar. Entre jadeos, el mestizo extrajo fuerzas para izar la cabeza y estudiar el comportamiento de su adversario. El demonio aparecía recuperado del dolor y avanzaba lenta y decididamente hacia él.

Duras mantenía una táctica eminentemente defensiva, que por el momento le había evitado graves heridas. Pero esto no podría continuar mucho tiempo. El elfo cada vez se sentía más débil, en tanto el demonio se encontraba en perfectas condiciones y sus golpes eran cada vez más certeros y precisos.

«¡No pienso morir a manos de uno de los siervos del amo que me ha traicionado!», se dijo Duras, colérico, que tuvo que hacer uso de ambas manos sobre la espada para poder contener la poderosa presión que ejercía el diabólico ser sobre él. «Además, esta liza no me incumbe en absoluto. Nada me retiene aquí. Adiós, Dyreah. Lamento perderte».

El arquero elfo rechazó las garras que atacaban su torso y, en aquella leve pausa, sus hábiles manos ejecutaron un rápido baile en el aire mientras cantaba una compleja letanía.

El espacio se colapsó sobre sí mismo, demostrando una región vacía donde antes se hallaba el guerrero. El demonio dudó un momento ante la inesperada desaparición de su adversario, mas pronto buscó, girando su grueso y desproporcionado cuello, una nueva víctima.

sep

La medio elfa era quien llevaba la peor parte en la batalla.

Su experiencia como guerrera había sido realmente corta. Había luchado contra ladrones, e incluso contra una tribu de raigans, pero nunca pensó que tendría que enfrentarse a los mismísimos monstruos del Averno.

La grotesca criatura esperaba frente a ella. Babeaba su ácida saliva sobre el rocoso y frío suelo, abría y cerraba en crueles espasmos las tenazas que conformaban el extremo de sus miembros y una gruesa y repugnante lengua violácea saboreaba con placer los bordes de su basta boca sin labios, al imaginar entre sus dientes la tierna y jugosa carne de su presa.

Sin embargo, su espera no concluía. Sus ojos bulbosos confirmaban sin duda alguna la presencia y naturaleza de su víctima, pero su sentido del olfato lo desmentía por completo. El olor que percibía en ella se correspondía con uno de sus compañeros raciales, incluso podía intuir que la poderosa sangre que corría por las venas de la medio elfa pertenecía a uno de los gigantescos diablos de mayor orden.

Su limitada mente desechó tan absurda idea y, por último, avanzó al encuentro de su víctima.

Dyreah se aterrorizó al contemplar el tétrico y oscilante caminar encorvado de la criatura y los ojos, inyectados en sangre, fijos en ella.

El primer ataque fue rápido. El demonio alargó su brazo y de un solo golpe, arrojó a la mestiza contra una de las paredes de la gruta.

Dyreah pudo recuperarse del movimiento imprevisto, pues la mayor parte del impacto lo había absorbido su magnífica armadura. Apoyó su espalda en la piedra, ganando estabilidad, y trató de prestar más atención al próximo lance.

Fulgor descansaba ligera en su mano derecha. Su refulgente resplandor chillaba clamando poder catar el icor del habitante del Averno. Ella no tendría reparos en concedérselo.

La fémina se cuadró en el terreno flexionando las piernas y, empuñando su espada mágica con la fuerza de sus dos manos, embistió a la criatura con un tajo vertical.

El demonio esquivó sin ninguna dificultad el furioso ataque de la semielfa, echándose a un lado de la trayectoria de la afilada hoja de plata. Aprovechando la caída del arma de su adversaria, rompió sus defensas precipitándose al frente y trabando con su volumen la movilidad de la mestiza.

La guerrera se debatió inútilmente, incapaz de apartar con la fuerza de su cuerpo la increíble mole que constituía el ser. Pudo observar cómo la grotesca cabeza del demonio se aproximaba a su rostro y oler el horrendo hedor que provenía de su piel escamosa. Boqueó varias veces tratando de respirar por entre el viciado aire y reprimiendo las poderosas náuseas de asco que se agolpaban en su delicado estómago. Las fauces del monstruo se abrieron permitiendo entrever numerosas filas de dientes aguzados de los que goteaba un líquido verdoso, para luego cerrarse en el cuello de la mestiza en una despiadada dentellada.

El chirrido de los dientes al rozar con el duro metal forjado de la cota provocó escalofríos que treparon por la columna vertebral de la semielfa, mas ésta fue la única consecuencia del salvaje ataque. El ser gritó de dolor al perder unos cuantos dientes, que tintinearon al alcanzar el rocoso suelo. Frustrado en su intento, lanzó una acometida baja con sus garras. Las largas uñas hallaron carne en la zona posterior de los muslos de la guerrera y trazaron profundos cortes sanguinolentos en la blanca piel.

La semielfa exhaló un gemido y notó cómo el tibio líquido carmesí humedecía sus calzas y se deslizaba por las corvas y las pantorrillas hasta gotear en el piso. Sus piernas flaquearon de inmediato y tuvo que ejercer toda su voluntad para no precipitarse al suelo.

El demonio aprovechó su debilidad y descargó nuevos golpes dirigidos a su parcialmente protegido rostro. La sangre comenzó a manar profusamente de su cara y, finalmente, se postró de rodillas por el dolor.

En un gesto instintivo, la fémina alzó la mirada. Un velo rojizo recubría su visión, mas pudo mirar y observar la situación de toda la caverna: el hykar sufría las consecuencias de enfrentarse al más terrible de los demonios; Duras no se hallaba allí, por lo que o había sido derrotado y muerto o había logrado escapar; y Kylan, enfrentado a dos de las criaturas, se encontraba incluso en peores condiciones que ella, derrotado y desarmado en el suelo, sufriendo el castigo de los dos demonios.

Las últimas esperanzas de la mestiza se difuminaron ante el espectáculo que se desplegaba ante sus almendrados ojos verdes. Su fin estaba próximo, y también el de Kylanfein, el único de entre sus compañeros que había permanecido fiel a su causa. Mas lo que realmente lamentaba no era que su vida se extinguiese en aquella perdida y anodina caverna, sino su propio fracaso y la vergüenza que sentiría su madre si la estuviera viendo desde el Otro Mundo.

El azote de las garras se volvió a repetir de nuevo en sus piernas. Incluso notó presión de la mordedura de las bestiales mandíbulas en su muslo derecho, cortando piel y desgarrando la carne al tirar.

Pero ya nada importaba. Solamente esperaba a que llegara la muerte y refugiarse en su confortable y consolador abrazo.

La guerrera cerraba sus párpados para abandonarse por completo, cuando un ligero destello llamó su rota atención. Despertó desdeñosamente su consciencia e identificó el origen del brillo.

El majestuoso y precioso Orbe de la Luz Eterna yacía abandonado en un sucio rincón de la caverna, donde cayera de las manos de la elfa de la sombra. Sus pausados centelleos parecían acompañar el cada vez más lento compás del corazón de la mestiza.

«El Orbe de la Luz Eterna», murmuraba su nublada mente. «Qué poco tiempo has permanecido a salvo en mis manos».

Una apagada emoción de rebeldía cobró ánimo en su interior, fortaleciendo su decisión.

«¡No puedo permitir que el Orbe caiga de nuevo bajo el diabólico poder de los demonios!», se alentó la fémina con nuevas energías. «¡No lo permitiré!».

Estiró un brazo y, olvidando la presencia del agresor y la insensibilidad de sus extremidades inferiores, tensó sus músculos haciendo reptar su cuerpo por el poco pulido terreno. Una estela escarlata marcaba sus progresos.

Sus ojos de jade no volvieron la mirada detrás suyo, incapaces de atreverse a examinar la cruenta labor que la criatura abismal estaba realizando en sus piernas.

Tenaz en su intención, Dyreah avanzaba palmo a palmo, sus brazos entumecidos por el esfuerzo, las manos que resbalaban por la sangre que fluía de los cortes y heridas de las palmas y de las gastadas yemas de los dedos. Las uñas, unas rotas y otras arrancadas, arañaban el piso asiéndose a salientes imposibles.

El esfuerzo no fue en vano, pues aunque necesitó de largos minutos para abarcar los escasos diez pasos que la separaban de su objetivo, logró tenerlo al alcance de su mano.

Estiró los dedos y acarició con fragilidad la suave y resplandeciente superficie de la esfera. Entrelazó sus manos manchadas de sangre alrededor del Orbe y en un último esfuerzo, llevó el objeto sagrado a su pecho y lo escudó con su cuerpo.

Su contacto producía una agradable y hormigueante sensación en su piel, que la inundó despacio en el plácido sueño del olvido. Dyreah pensó en unas palabras antes de consentir que su luz vital se apagara.

«Por favor, Alaethar, dios de los elfos, perdona los errores de mi madre y protege este Orbe para que no caiga en las garras del mal».

Un sopor plomizo se adueñó de su persona y alejó el profundo dolor de su mente, al dejar de notar nada del exterior a través de su envoltura mortal.

El demonio, que se alimentaba placenteramente de su carne todavía viva, arrastró el cuerpo de la guerrera y lo zarandeó hasta darlo la vuelta.

Entonces reparó en el punto luminoso que destellaba por entre sus dedos con un hiriente y ardiente fulgor que laceraba su áspera piel al contacto con los brillantes haces. La potencia de la luz se multiplicó en cuestión de segundos, cegándolo y abrasando su rostro, anegando la cueva con una densa claridad que quemaba y purificaba todo cuanto cubría, hasta estallar en una explosión de luz blanca.

sep

La tupida maleza bloqueaba su paso dificultando la marcha de sus ya de por sí débiles piernas.

La sangre continuaba manando de la herida abierta en su costado, mas su flujo se había ralentizado y coagulado. Los arañazos en los brazos y piernas del elfo eran una auténtica molestia, pero nada que mereciese su inmediata atención.

¡Kuztanharr lo había abandonado! Y más incluso, ¡había ordenado su muerte! ¡A él!, que lo había servido durante toda su existencia con la máxima devoción que había podido brindarle. Antes hubiese cedido gustoso su vida por el diablo, mas en este instante juraba que el demonio sufriría por su error.

Por quien realmente lo lamentaba era por Dyreah.

La semielfa había calado verdaderamente en su frío y muerto corazón, otorgándole una energía que había perdido y olvidado con los años.

La mestiza estaría siendo asesinada a manos de los demonios en el interior de la cueva. Seguramente devorarían su tierna carne antes de irse, mas él no podía hacer nada por ella, o no quería hacer nada que pudiese poner en peligro su persona. No, sentía su muerte, pero tenía motivos por los que querer seguir vivo. Principalmente la venganza.

Duras caminaba a tropezones sorteando las traicioneras raíces emergentes de los grandes árboles de la floresta. De vez en cuando buscaba el apoyo de un tronco para descansar durante unos pocos segundos y recobrar su entrecortada respiración. El costado le dolía horrores, mas tenía suficiente fuerza de voluntad como para continuar su camino y tratar de olvidar la profunda herida.

De forma súbita sintió una lacerante punzada en su pierna derecha, que se dobló entumecida y se arrodilló bajo su peso. Intentó acomodarse en el suelo de hojarasca y estudió la extremidad dañada.

El emplumado astil de una flecha sobresalía de la musculosa carne del muslo, regado por la sangre que manaba de la zona perforada. Trató de levantarse para buscar cobijo detrás del tronco de un roble, mas un segundo proyectil atravesó su otra pierna, dejándolo inmovilizado en el piso de barro y humus.

Indefenso, buscó con la mirada la localización de su agresor; estaría derrotado en el suelo, incapaz de usar sus extremidades inferiores, pero sus condiciones mágicas no habían mermado en ningún sentido. Vendería cara su vida.

Sus sentidos se mantuvieron alerta, intentando asegurar la zona de la que creía había llegado los proyectiles. Ése fue su error, mas no tuvo tiempo de enmendarlo. Unos rápidos pasos a su espalda le indicaron que el atacante había tenido la precaución de dar un rodeo y cercarle por la retaguardia. Sintió en su nuca la punzante presencia de la fría punta metálica de una daga y escuchó la voz de su portador.

—No trates de hacer nada, Duras Deladar —amenazó el desconocido sin revelar su identidad. Su voz sonaba gélida e insensible, como si guardase un rencor y odio profundamente enraizado—. Sé de tus dotes mágicas, así que no hagas ningún movimiento sospechoso, o morirás al instante.

—Pareces saber mucho sobre mí, desconocido. En cambio, yo ni siquiera conozco tu identidad ni los motivos que te impulsan a actuar de esta manera —intentó razonar Duras, procurando hacer tiempo para trazar algún plan.

—Tus palabras vacías no conseguirán nada conmigo, asesino —señaló el otro—. Y sí, es cierto, no sabes nada de mí, pero si de los míos, una familia perteneciente a una pequeña aldea en los bosques al este de la Garganta, ¡que decidiste sacrificar en nombre de tus mil veces malditos dioses profanadores!

El conocimiento y la certidumbre se abrieron paso en la mente del guerrero-hechicero.

—Entonces tú eres… —su frase quedó sin terminar.

—Sí, soy aquel niño mestizo de elfo y humana al que concediste vivir rodeado de los cadáveres de sus padres y hermanos —aclaró definitivamente el desconocido, gozando, en cierto modo, del miedo que iba progresivamente creciendo en su jurado enemigo—. Mi nombre es Zelkos Halue, último superviviente del antiguo y noble linaje de los Halue, cuyo poder y honor no se vio reducido ni siquiera en la caída de Sin-Tharan. Yo seré el vengador de la sangrienta suerte de mi familia.

El rastreador interrumpió sus disertaciones al oír las salvajes y locas carcajadas que brotaban de la garganta de Duras.

—¡Estúpido semihumano! ¡No conoces los abrumadores poderes a los que te enfrentas! —continuó riendo el elfo, tratando de incorporarse pese a las piernas heridas—. ¡Tu último deseo de vengar a tu familia quedará sin cumplir, pues tú no puedes matarme!

—Por supuesto que sí —replicó Zelkos con firmeza.

El explorador no dudó en su cometido e hizo avanzar su mano armada. La hoja de la daga cortó fácilmente la piel y la carne del cuello del hechicero, penetrando con suavidad hasta chocar con las duras vértebras. Dio un golpe seco con la palma de la mano y escuchó el crujido de los huesos al romperse.

Ningún grito ni lamento surgió de la garganta de Duras Deladar, cuyo cuerpo inerte se derrumbó a plomo sobre el tupido suelo de la floresta.

—Mi misión ha concluido —sentenció Zelkos para sí—. ¡Padre! ¡Madre! ¡Hermanos! ¡Vuestra muerte ha sido castigada! ¡Descansad en paz y esperad al momento en que me una a vosotros en el dulce abrazo de la tierra!

Dicho esto, el joven explorador semielfo marchó de aquel lugar, de vuelta a su olvidado y lejano hogar en los Grandes Bosques.

El cadáver del elfo quedó sin enterrar, a la vista de todos los carroñeros que decidieran hacer de sus entrañas un gran festín, pudriéndose lentamente, expuesto a los rigores de los elementos y a los gusanos que se alimentarían de él internándose en lo más profundo de su corrupto ser.