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DE TANEN A ADANTA
Tanen, año 242 D. N. C.
Una solitaria y encapuchada figura andaba apresuradamente entre las sucias y deterioradas callejuelas del barrio antiguo de la ciudad de Tanen.
Las oscuras y desconchadas paredes y la basura que se apilaba en sus cimientos confería un desagradable espectáculo a la vista, que no hacía más que recargar la densa atmósfera que allí se respiraba.
Siendo aquella zona el centro de poder de las bandas y gremios fuera de la ley, la silueta se movía con la seguridad de tener que cumplir un cometido que estaba por encima de su propia vida. La devoción que sentía hacia su señor, junto al respeto nacido del temor hacia su persona, le hacían olvidar la cautela y preocupación respecto a sí mismo. Su vida era trivial; no más que un peón en los hilos de su Amo.
Su recorrido terminó cuando alcanzó un sucio y olvidado callejón. Alzó las manos y tras canturrear unas palabras articuladas con unos sonidos guturales, supo que se encontraba solo.
Introdujo su mano izquierda entre los pliegues de su gruesa y arrugada capa y extrajo el objeto deseado. Lo acomodó adecuadamente entre sus hábiles y largas manos y concentró su mente en el lejano lugar de destino.
«¡Gran Señor de los Círculos Infernales!», comenzó su invocación. «¡Supremo General de los Temidos Ejércitos Demoníacos del Averno! ¡Kuztanharr, responde a mi llamada!».
«¿Por qué me molestas esta vez, esclavo?», sonó la rugosa voz en su mente tras unos segundos, con un poder tangible que hizo temblar su cuerpo. «¿Ha surgido algo que merezca mi interés? ¡Más te vale!».
«Sí, mi Señor», respondió humildemente el lacayo, temeroso de la desenfrenada ira de su Amo. «Ella viaja de nuevo hacia el interior del Reino de Adanta, desde Moonfae, mi Señor».
«¡Y por ese motivo me llamas!», rugió encolerizado el diablo. «¡Tu alma arderá en el séptimo Infierno!».
«¡No, Señor!», se apresuró a agregar el espía de rubios cabellos, viendo cercano su fin. «¡Perdonad mi miserable vida! ¡Tengo más noticias de importancia que daros!».
«¡Habla!», concedió con fría paciencia Kuztanharr.
«Ella se dirige a Adanta porque conoce la localización del Orbe de la Luz Eterna», explicó con voz temblorosa el sirviente. Vacilaba en continuar hablando, pues dudaba de la posible reacción de su superior. «Tratará de recuperarlo, mi Señor».
«¿Estás seguro de que lo ha localizado?», cuestionó el gran demonio.
«Sí, mi Señor», admitió con recato el esclavo. «No me cabe duda, Amo».
«Excelente». El tono de voz del gran demonio tuvo un eco de soterrada satisfacción. «Resultaba prácticamente imposible que pudieran llegar a localizar con exactitud el Orbe, mas este inesperado giro de los acontecimientos lo cambia todo. ¿Y no ha ocurrido por tu culpa, escoria?».
«No fue necesaria mi intervención, mi Señor».
El diablo dirigió sus pensamientos de nuevo a su siervo a través del vínculo telepático temporal que compartían. «Tu nueva labor consistirá en ir drenando poco a poco de forma invisible las fuerzas de los miembros del grupo. Mis huestes esperarán con ansia tu llamada para cuando llegue el momento tanto tiempo esperado».
«Sí, mi Señor», acató el subordinado las órdenes de su superior. «No permitiré que recuperen el Orbe de la Luz Eterna y vivan para contarlo».
«¡Ten buen cuidado, esclavo!», amenazó montado en cólera Kuztanharr. «Ella no debe morir… Aún».
Estas últimas palabras flotaron en la mente del encapuchado al romperse la conversación psíquica que mantenía con su amo.
Guardó entre los pliegues de su manto el objeto que servía de unión con el poderoso demonio y caminó silencioso y solitario fuera de los barrios bajos de la urbe, teniendo buen cuidado de vigilar los alrededores. No permitiría que el ataque de unos criminales le impidieran llevar a curso su importante labor.
Si alguno lo intentaba, pagaría con su miserable vida.
La compañía cabalgaba despacio por el camino que conducía a Baelan desde la populosa ciudad de Dushen.
La Senda del Comercio, convenientemente empedrada para las numerosas caravanas comerciales que la cruzaban en sus rutas mercantiles, ofrecía un ritmo más tranquilo y seguro para los cascos de los caballos.
Hacía más de quince jornadas desde que abandonaran la limítrofe urbe de Tanen y dos desde que cruzaran la de Dushen. Habiendo descansado en ella un par de días y aprovisionado bien las bolsas de sus corceles, pronto partieron, deseando alcanzar lo antes posible Baelan y el cercano Bosque de la Bruja en Adanta.
Las heridas habían ya sanado con buenos cuidados y con el paso del tiempo, pero esto no animaba el decaído y sombrío estado de ánimo de los integrantes del grupo.
Montaban callados en un cerrado mutismo, únicamente interrumpido por las miradas de mutua comprensión que se cruzaban con rota timidez los dos mestizos de la compañía.
El incidente en los Dientes del Trueno había acercado sus corazones y reforzado la determinación de querer alimentar su amistad, y tal vez su amor, con resistentes lazos de plata. Los ojos de verde jade de ella y los claros y azules zafiro de él brillaban con un fuego interior sólo sofocado por la presencia de los dos elfos de razas puras y antagónicas.
Pasadas unas horas, vieron las siluetas de los lejanos edificios en la línea del horizonte, en tanto los amplios campos de cultivo y las pequeñas granjas familiares se extendían a su alrededor.
Algunos carros, repletos unos de mercancía y vacíos otros, se cruzaron en su camino, indiferentes sus dueños a la presencia de los extranjeros elfos.
Llegaron a la ciudad un par de horas antes del anochecer. Rodearon las estructuras exteriores y buscaron la carretera que les llevaría al oeste. Al poco tiempo cabalgaban por ella y pronto observaron los límites de los bosques.
—Ahora te toca a ti, mestizo —comentó el elfo dirigiéndose a Kylanfein—. Condúcenos a la cueva del Orbe.
—Sí —contestó el semihykar sin esforzarse en matizar su respuesta.
Abandonaron el camino a Dynar y se internaron en la floresta, aunque tratando de no perder la referencia de su situación.
Los gruesos troncos de los robles recibieron inmediatamente con sus largas ramas y sus espesas copas a los forasteros, que avanzaban con la mitigada luz crepuscular.
Largos minutos después, el cielo sin luna reflejaba una oscuridad tan densa como la que compartía la compañía. Kylan y Airishae tornaron sus ojos al espectro térmico y pronto los otros distinguieron con claridad el brillo escarlata de los ojos pertenecientes a la elfa de la sombra y al mestizo desde el fondo de las caladas capuchas.
A Kylanfein, no obstante, le embargó una agradable sensación al respirar la armonía que reinaba en la fronda, en tanto Duras y Dyreah se removían inquietos, tratando de escudriñar el espacio ignoto ante ellos. Paradójicamente, la hykar estaba asustada.
La negrura de la noche cerrada debería constituir un bálsamo para un habitante del Inframundo, mas en cambio, Airishae tenía los nervios crispados. La multitud de sonidos desconocidos y tan cercanos a su persona, la hacían recordar el peligro de aventurarse en los pasajes subterráneos y no lograba deshacerse de la amarga sensación de que en cualquier momento una monstruosa criatura caería sobre ella para devorar su carne y beber su sangre.
Nada sucedió durante las primeras dos horas de tranquila marcha, pero esto no provocó sino que la elfa de la sombra esperara el ataque de forma más inminente cada segundo que transcurría.
Kylanfein dejó que sus párpados se cerraran y permitió que su mente recordara. El característico olor de las diversas plantas y matorrales; el sigiloso movimiento de los pequeños roedores bajo la hojarasca, refugiados de sus depredadores naturales, la lechuza que descansaba y ululaba en la alta rama de un alcornoque y el halcón peregrino que aleteaba fugazmente en círculos sobre sus cabezas.
—No creo que pueda encontrar la cueva esta noche —declaró el mestizo de improviso. Su voz alertó y sorprendió a sus concentrados compañeros—. Con la luz del día se verá todo de otra forma y será más sencilla su localización.
—Sí —replicó apresuradamente el elfo—. Descansemos ahora y mañana al amanecer continuaremos nuestra búsqueda.
—De acuerdo —accedió de buen grado la semielfa, mientras Airishae cabeceaba afirmativamente.
Bajaron de sus corceles, que se pusieron de inmediato a comer los verdes brotes del terreno, y organizaron el campamento. Kylan marchó a recoger leña, en tanto que Duras acicalaba a los exhaustos caballos y les proporcionaba agua. Dyreah tomó unas cuantas piedras para delimitar la hoguera y examinó sus provisiones. La hykar, como ya era habitual, no hizo nada de provecho, mas en esta ocasión no se apartó de la presencia de sus compañeros de grupo.
El guerrero oscuro regresó al poco con suficientes troncos y ramas para toda la noche. Depositó parte de ellos en el círculo de piedras y lo prendió con la yesca y el pedernal. El halo de luz y calor fue sinceramente agradecido por la compañía, que distribuyó las guardias de inmediato para poder acostarse cuanto antes.
Kylanfein escogió la primera pues, aunque estaba cansado, se mantenía bastante despierto y los sonidos del bosque lo relajaban. Para el elfo fue la segunda y última, ya que en esta ocasión permitieron descansar a la mestiza la noche entera, en previsión de la labor que tendría que sobrellevar respecto al Orbe al día siguiente. La fémina se resistió, mas la vehemencia de los dos guerreros fue tan notable que ella no tuvo otra opción que acceder de mala gana. Los tres se acostaron buscando el deseado calor de sus mantas y de la fogata y dejaron al mestizo a solas en la penumbra.
Kylan, como en cada guardia, se apartó unos cuantos pasos del centro del campamento, dejando la luz de la hoguera a su espalda. Apoyó su cuerpo entumecido contra la madera de un roble y se arropó el pecho con una manta. Recluyó sus ojos rojizos, carentes de iris en la visión térmica, tras la cortina de sus párpados y, acompasando su respiración, concentró sus sentidos en el ruido salvaje de la floresta.
Nada extraño parecía perturbar la enhiesta armonía del lugar, por lo que se permitió relajarse.
Así pasaron las horas en completa calma, hasta que el sonido de telas rozándose le advirtió. A continuación, desde el campamento, unos pasos ligeros, casi inaudibles, se acercaron cautelosamente al tronco donde el medio hykar vigilaba.
No tuvo necesidad de abrir los ojos para adivinar quien se aproximaba. El inconfundible olor a almizcle de los componentes mágicos impregnaba tanto sus ropas como su piel. Se preparó y trató de aclarar su mente, pues no sabía que le podría deparar esta nueva y secreta reunión con la elfa de la sombra.
Cientos de criaturas grotescas sobrevolaban una pequeña ciudadela amurallada.
El poder desatado del Averno se cernía sobre el indefenso lugar y ella era testigo de todo aquello. No. Ella no era testigo del macabro espectáculo que se desplegaba ante sus ojos. ¡Ella participaba activamente en el ataque y asedio de la ciudadela!
Pero su cuerpo aparecía espantosamente deformado. Su fina y pálida piel se mostraba ahora dura y áspera, de un color violáceo. Sus manos se estiraban como nervudas garras, sus dedos acabados en largas y afiladas uñas. Sus piernas se sostenían de manera terrible en unas desproporcionadas pezuñas que soportaban con horrible facilidad su peso incrementado. Las alas correosas de murciélago que crecían en su espalda la conducían entre los habitantes de la ciudad, brindando a sus garras y dientes la oportunidad de mutilar y matar.
Aterrizó con elegancia en un frío suelo empedrado y perforó indiferente con un dedo la carne del estómago de un hombre todavía vivo, para luego llevar la sangre tibia a su lengua, que saboreó el líquido con satisfacción.
Dyreah despertó bruscamente, sentándose tensa sobre el piso. Estaba bañada en sudor y su cuerpo tiritaba de miedo.
Su mente recordaba con exagerada exactitud el contenido de la pesadilla, incluso creía apreciar en su paladar el sabor dulzón de la sangre fresca. Se envolvió lo mejor que pudo en su manta, intentando preservar el poco calor que ofrecía su piel y echó un apreciativo vistazo a su alrededor. Creyó ver un débil brillo en su pulsera de ámbar, mas no se encontraba en condiciones para prestarle el debido interés.
Duras seguía durmiendo unos pasos más allá, ignorante de lo que le había ocurrido, por lo que supuso que Kylanfein aún estaría realizando su turno de guardia.
Bien. No deseaba dormir más aquella noche. Acompañaría al mestizo en la vigilancia.
Se irguió cuan silenciosa como pudo y adelantó sus pasos hacia donde pensaba hallar al semihykar. Su avance se detuvo al escuchar el murmullo de voces al frente. Se acercó con mayor sigilo todavía y se refugió tras la pantalla que le ofrecía un arbusto. Desde tan privilegiada posición, Dyreah pudo observar la escena que se desarrollaba a escasa distancia de donde ella estaba.
La elfa de la sombra acompañaba al semihykar junto la base del gran roble. Su cuerpo estaba descaradamente próximo al de Kylan, en tanto sus ávidas manos se deslizaban como serpientes por las musculosas piernas del guerrero. Kylanfein parecía estar atrapado en sus redes y no se defendía.
Dyreah escuchó como Airishae le susurraba al oído unas palabras.
—Sé que no has dejado de desearme desde que me viste por primera vez —masculló la hykar persiguiendo con sus carnosos labios los del mestizo, hasta atraparlos en un desenfrenado y apasionado beso.
La primera intención de la medio elfa fue alejarse de inmediato de allí y dejar que sus lágrimas brotaran y corrieran por su rostro, ante el dolor de haber sido engañada y traicionada tan hábilmente; mas, no supo por qué triste motivo, pero deseó permanecer tras el arbusto y contemplar todo lo que sucediera. Entonces, se sorprendió.
Los brazos de Kylanfein tomaron la delgada cintura de la hykar. Mas no fue para abrazarla y devolverle su cariño, sino para apartarla suavemente de sí. Mantuvo a Airishae alejada de él y se levantó. En el rostro de la elfa hykar se leía la misma confusión que en el de Dyreah, pero sus ojos no brillaban de felicidad y alegría como en los de la mestiza.
—No, Airishae, no quiero hacer algo de lo que me arrepienta el resto de mi vida —explicó Kylanfein en un tono profundo, aún sujetando con sus brazos a la hykar—. Perdóname por esto, pero no puedo hacerlo. Por favor, perdona mi decisión.
La medio elfa sintió el irresistible impulso de ponerse a saltar allí mismo, tal era su gozo. No, ya no dudaría jamás de su amado semielfo. No precisaba de más pruebas de su amor incondicional hacia ella.
Lo que Dyreah no pudo observar fue la subsiguiente reacción de la hykar.
Airishae se volvió airadamente dando la espalda a Kylanfein y desenfundó una daga oculta en su cinturón. «Si yo no puedo poseerte, nadie lo hará», se dijo ella, aprestándose a clavar la hoja en el desprevenido semielfo de la sombra.
Entonces, oyó un gutural sonido detrás de ella y al girarse vio a una asquerosa criatura. Le lanzó el cuchillo intuitivamente y retrocedió cuanto pudo.
—Akor! Akor! —gritó la elfa maldita.
—¡Alarma! ¡Nos atacan! —exclamó a su vez el mestizo para avisar a los demás.
De inmediato, aparecieron Dyreah y Duras, debidamente armados, junto a los otros dos miembros de la compañía.
El demonio, pues de una criatura del Averno se trataba, se abalanzó salvajemente sobre los compañeros, en una embestida más peligrosa por la carga de la bestia que por sus furibundos ataques. Kylan empuñó sus espadas gemelas y interpuso sus hojas al avance del habitante de los Planos Infernales.
Las armas pronto probaron la oscura y espesa sangre del diabólico ser, que tiraba toscos golpes con las garras a sus adversarios. Un proyectil mágico surgió de las manos de la elfa de la sombra y explotó en el torso de la criatura, esparciendo piel e icor del demonio a varios pasos a la redonda. El monstruo gimió gravemente herido y sintió el implacable ataque de las espadas del mestizo, perforando y abriendo su escamosa piel.
En un abrir y cerrar de ojos, el ser del Averno yacía sobre el suelo, manchando con su sangre la hierba en derredor suyo. Aceptada su muerte y expulsión del Plano Natural, el demonio cesó en sus intentos por atacar.
—Saludos de tu padre, niña-demonio. Espera ansioso tu llegada —balbuceó la criatura en dirección a Dyreah antes de que Kylanfein descargará una de sus hojas por última vez sobre su cuello rugoso, decapitándolo.
La semielfa rompió a llorar al escuchar aquellas palabras y se abrazó con fuerza al pecho de Kylan, buscando consuelo a sus lágrimas.
La luz del sol brillaba débil y sombría entre las densas copas de los árboles, como un augurio de que algo funesto fuera a ocurrir aquel día.
La compañía avanzaba despacio, apartando con sus manos y armas las ramas bajas que les dificultaban la travesía. Kylanfein, haciendo ahora las veces de guía, andaba el primero del grupo, intentando descubrir alguna señal que le recordara la localización exacta de la deseada cueva.
La labor no iba a resultar nada fácil. El bosque se extendía en todas direcciones, ofreciendo la misma perspectiva repetida y desconcertante de fauna y flora.
Avanzaron durante más de medio día. El sol emergió perezosamente por detrás del horizonte y fue recorriendo lentamente la bóveda celeste, hasta alcanzar su cenit en lo más alto sobre las cabezas de los viajeros.
Kylanfein trató de recordar el itinerario que siguiera unos cuantos meses atrás, cuando su presencia fue expulsada de la ciudad de Baelan. Entonces, bajo un tremendo aguacero, su caballo había sufrido una torcedura y se había visto obligado a desmontar. Caminó con las bridas en la mano y, providencialmente, halló la misteriosa cueva, donde más tarde conociera a Thra’in Kala’er.
No sabría decir si el poder divino de la Fortuna estaba de su parte o si disponía de alguna facultad oculta que desconociera, pero la entrada a la caverna estaba frente a él.
El grupo advirtió que el semihykar detenía su corcel apresuradamente y quedaba distraído por un momento. Al instante Duras estuvo a su altura, interesado por lo que ocurría.
—¿Sucede algo, mestizo? —preguntó el elfo, sin poder reprimir el acostumbrado apelativo mordaz al que se remitía cuando se refería al medio hykar.
—Nada más que eso —indicó Kylan, señalando con la mirada el espacio ante él—. La cueva.
Los caballos de la arquera y la hechicera se reunieron pronto con los dos guerreros. Duras se percató de su presencia y se dirigió a la semielfa.
—Allí está la cueva —y apuntó con su dedo una zona sombría detrás de unos robustos robles—. Continuemos adelante; no nos vayamos a echar atrás tan cerca de nuestro objetivo.
—Sí —fue todo lo que pudo contestar Dyreah.
La fémina estaba pálida por la responsabilidad de lo que estaba pasando. Su corazón y su mente se habían concienciado con la misión que debía llevar a cabo, mas esperaba que nunca llegase el momento de actuar. Aquel día estaba tan lejos, y ahora se mostraba de improvisto tan próximo e inmediato… Sacudió las riendas de su montura y se aprestó a avanzar con la cabeza gacha.
Kylan, seguido de cerca por Duras, fue el primero en entrar en las sombras de la caverna, para asegurar el lugar de posibles habitantes no hospitalarios. Recorrió el corredor cautelosamente, haciendo hincapié en los nichos naturales de las paredes del túnel, y llegó a la segunda gruta que se extendía a la derecha.
Ésta terminaba abruptamente en un sólido muro de pura roca. No existían más galerías ni pasadizos, por lo que los guerreros pudieron asegurar que se encontraban solos y sin peligro. Llamaron al resto de la compañía y les notificaron la distribución de la caverna.
Una nueva fortaleza pareció surgir de la elfa de la sombra, como un halo de orgullo y poder al notar que volvía a hallarse en su terreno, con el peso de miles de toneladas de piedra sobre su cabeza y el enrarecido aire que se respiraba en los túneles. Al contrario sucedía con Dyreah. La medio elfa parecía encogerse y debilitarse con la cercanía al Orbe de la Luz Eterna, tal era la carga que pendía sobre ella.
Kylanfein advirtió el malestar de la fémina y se hizo partícipe de él. Adelantó su mano al encuentro con la de la mestiza, tratando de cederla su fuerza y confortarla con su amor. Dyreah exhaló un hondo suspiro y trató de esbozar una sonrisa forzada al mestizo de ojos claros.
—He descubierto estos objetos en el piso de la cueva —comentó el elfo que se había separado del grupo para realizar un estudio más minucioso del lugar—. Uno es una espada, aunque no consigo reconocer el origen de su manufactura.
—Es mi antigua espada, el arma que perdí en mi primer enfrentamiento con el hykar que visteis en el Moonfae —aclaró el semielfo de la sombra, tomando la hoja de las manos de Duras.
El guerrero elfo se mostró un tanto indiferente a las palabras de Kylanfein. Continuó con la presentación de sus descubrimientos.
—Otro es un puñado de trozos de cristal, que tiempo atrás debieron constituir una botella de finísimo gusto y esplendor. Su origen es indudablemente élfico —sentenció Duras, como esperando a que alguien tratará de poner réplica a su opinión.
—Dices bien —agregó el mestizo, sorprendiendo con sus palabras al altivo Duras Deladar—, pues tampoco me son desconocidos esos cristales. Fueron una redoma que contenía una pócima de intangibilidad. La recogí de un asentamiento élfico perdido y abandonado en los bosques salvajes del Norte, que descubrí por casualidad en el viaje que me trajo hasta Adanta.
—Pareces tener fortuna a la hora de localizar sitios protegidos y olvidados, mestizo —apuntó ambiguamente el elfo, en tono de sospecha.
—Ajá —contestó el semihykar, robándole a Duras la oportunidad de comenzar una discusión.
Dyreah agradeció en su interior la actitud de Kylan, pues ya tenía suficientes complicaciones como para acallar una absurda reyerta entre los dos guerreros.
—Y el tercero —continuó serio Duras—, es esta extraña daga de tres filos, aunque ahora está doblada e inservible. ¿También la reconoces?
—Sí —afirmó el semielfo de la sombra y se estremeció al recordar como antaño la usara Thra’in contra él. Tras unos segundos de silencio, continuó—. Ahora sólo debemos descender para hallar el santuario donde descansa cautivo el Orbe de la Luz Eterna —mencionó despreocupadamente.
—¿Y cómo lo conseguiremos? —exclamó exasperado el elfo—. No sé si los hykars podrán, pero los elfos no tienen la facultad de atravesar la piedra sólo con el pensamiento.
—Airishae, por favor, muéstrale cómo vamos a lograrlo —enunció el semihykar enigmáticamente.
La hechicera hizo ondear engreídamente su capa al girarse en un altivo movimiento y tomó de su bolsa alguno de sus contenidos. Escogió los que precisaba y los demás los volvió a guardar.
—No me molestéis en unos minutos —advirtió con aspereza la elfa de la sombra—. Debo concentrarme para ejecutar el hechizo.
Los tres guerreros se apartaron para dejar espacio libre a la sacerdotisa y maga del Inframundo.
Airishae esperó unos cuantos minutos que llenaron de impaciencia a Duras y Dyreah, antes de iniciar los complejos símbolos en el aire con las manos y a cantar con el gutural e indescifrable lenguaje de la magia. El acto duró un par de minutos, mas nada pareció suceder a continuación.
El elfo se disponía a increpar sarcásticamente las habilidades de la hykar, cuando la roca del suelo exhaló vapores cenicientos a lo alto de la cueva. Inmediatamente, la piedra se tornó menos sólida y comenzó a derretirse ante los asombrados ojos de los presentes y la presuntuosa sonrisa de la mujer.
La boca de un túnel se destacó al poco del piso, descendiendo en una suave rampa diagonal hacia el desconocido interior de la tierra.
El trabajo estaba hecho. El encantamiento había funcionado a la perfección, mas ahora debían esperar un rato a que la roca se enfriara y recuperara su consistencia natural. Dyreah se estremeció al pensar que si Airishae podía hacer aquello con la piedra, qué no podría hacer con la carne y los huesos.
—Bajemos —dictó la elfa de la sombra, tomando la delantera. Los demás se apresuraron a seguirla para no quedarse atrás.
Tras unos quince pasos de descenso, Kylan creyó apreciar la presencia de una luz emergente desde el fondo de la gruta. Al instante reconoció el brillo que le diera la bienvenida en otra ocasión después de un traumático avance a través de roca sólida.
El túnel artificial acababa cortado en seco en el techo de la que debía ser otra cegada gruta inferior. Se descolgaron por el amplio orificio y cayeron agachados en la otra galería, tras una pequeña caída.
El túnel era tan espantoso como recordaba el mestizo.
Los muros laterales mostraban los horribles bajorrelieves de demonios del Averno en la realización de los placenteros actos de muerte y destrucción. Oyó a sus compañeros murmurar al descubrir las formas diabólicas esculpidas en las paredes.
—Adelante —les animó Kylan—, conozco el lugar.
El joven guardabosques los guió por la tenebrosa gruta hasta conducirlos al lugar esperado. Subieron los peldaños toscamente tallados y pudieron observar la cámara.
El altar profanado continuaba siendo el centro de atención de la sala, mas la esfera que se hallaba elevada sobre un pedestal también llamó su atención.
El Orbe, encerrado en su negra prisión mágica, clamaba con sus destellos el deseo de ser liberado.
—Ahí está el Orbe de la Luz Eterna, Dyreah —anunció con severidad el elfo—, y tu sangre es la única que puede liberarlo.
La semielfa, foco central de todas las miradas, dudó por un segundo de su propósito. Entonces recordó a Nyrie, su madre, y la amarga vida que había soportado por su error. Lo haría por ella, fueran las consecuencias que fueran las que se desataran por su próxima acción.
Dyreah se adelantó, remisa, y buscó el contacto del sagrado y refulgente objeto.