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CONFLICTOS

Frontera entre Moonfae y Hilson, año 242 D. N. C.

El Paso del Traidor era un puente que se hallaba emplazado en la frontera natural entre Moonfae y Hilson. Se trataba de una tosca construcción de madera y piedra que cruzaba ambas orillas de la zona alta del Niaman.

En otra época, en tiempos de guerra, aquella estructura siempre se encontraba custodiada en ambas lindes por respectivos soldados de las dos milicias. Pero los años pasaron y junto con los conflictos entre vecinos, también los acuartelamientos militares.

Ahora, prácticamente olvidado y frecuentado únicamente por traficantes furtivos o mercaderes deseosos de evitar las gabelas de libre comercio, se convertía en un foco de reunión de indeseables y ladrones.

Una de estas agrupaciones sin ley o patria se hallaba instalada en las inmediaciones del puente.

Dos hombres malcarados charlaban apoyados en una de las paredes del puente sobre los asuntos de los últimos días.

—¿Y qué hacemos todavía aquí? Deberíamos estar ya de camino a Jalasek —cuestionaba indignado el primero.

El Jefe ha dicho que descansaremos otros tantos días antes de marcharnos —explicó el otro. Menguando su tono de voz, continuó—. Según tengo entendido, El Jefe tenía un asunto importante que le retenía en Hilson.

—¿Issiar, quizá? —se adelantó con una torva media sonrisa el hombre.

—¿Acaso lo sabes? —se sorprendió el segundo—. ¿Por quién te has enterado?

—Por Jozz Siete Dedos —informó satisfecho el primero.

—Querrás decir Jozz Nueve Dedos, ¿no? —inquirió confundido el otro hombre.

—Pues, no —una amplia sonrisa de negros y desiguales dientes surcó su rostro—. Ahora es Jozz Siete Dedos; y te contaré cómo ocurrió.

El bandido se apoyó buscando confortabilidad en la pared de piedra, mas cuando se notó más cómodo, empezó a relatar la historia.

»Andaba Jozz metido en una de sus transacciones habituales, ya sabes, la venta de esposas, cuando uno de los espías de El Jefe le pilló ocultando mercancía en un depósito que poseía en Dushen —aclaró el hombre.

»Jozz, muerto de miedo porque aquel problema llegara a los oídos de El Jefe, le ofreció algo de material por su silencio —el ladrón adjuntó una sonrisa lasciva a sus palabras—. El espía, que no era otro que Wutalik el Ciego, aprovechó al máximo la ventajosa situación que se le presentaba. Y tras disfrutar de varias noches cálidas y placenteras —señaló con una mueca el salteador—, corrió a buscar a El Jefe.

»El Jefe —continuó el ratero—, ya hastiado de Jozz por su asunto anterior en Baelan, donde perdió un carro y varios hombres y por este último problema, le impidió poder tocar el arpa definitivamente —finalizó con una sonora carcajada a la que se unió con igual entrega el otro bandido.

—Ese imbécil se lo tenía muy bien merecido —continuó riendo el segundo hombre—. El Jefe le ha puesto en su sitio.

Los dos hombres se mantuvieron unos segundos en silencio mientras sofocaban sus risas. Poco después se reanudó la conversación.

—Y volviendo a lo de antes —recordó el ladrón—, ¿crees que estará atareado El Jefe mucho tiempo con ella?

—¿Con Issiar? —confirmó el otro esbozando una media sonrisa—. ¡Con ella nunca se sabe cuando uno ha terminado! Pero El Jefe es muy duro y no le concede mucho tiempo a ninguna mujer. Ni siquiera a Issiar.

—Sería el primero que rechaza a Issiar de Hilson —comentó el bandido—. Yo no tendría fuerza suficiente para decirlo nunca.

—¡Ni tú, ni nadie! —exclamó divertido el otro—. Pero todos sabemos que El Jefe no es como los demás. Mantiene algo oculto, mas no seré yo quien trate de descubrirlo.

—¡Los demonios me lleven si lo intento yo! —juró horrorizado el salteador en tono de mofa—. ¡No me gustaría ser conocido como Vahn el Muerto!

El agua corría plácidamente por el cauce del río, en tanto las cañas y helechos oscilaban tranquilos al remanso en la ribera. El único sonido que se escuchaba era el dulce y reposado ritmo de la corriente y las ondas.

Por la mente de Vahn surcaban tortuosos y libidinosos pensamientos de sus próximas conquistas en cuanto retomaran la marcha y visitaran alguna ciudad donde hacer negocio.

En todo lo contrario meditaba su compañero de revueltas.

Más veterano éste último, Alem era su nombre, sus ideas avanzaban hacia más adelante, a los años que seguirían a su retirada. Sentía como las nuevas generaciones le iban superando poco a poco y sólo mantenía un cierto rango dentro de la organización a merced de su practicada experiencia.

—Vahn, me parece que me vas a tener poco tiempo por acá —comentó sosegado el salteador de caminos.

—¿A qué viene eso, Alem? —inquirió algo alarmado el otro ladrón—. ¿Has tenido alguna sensación, algún presentimiento?

—¡No! No. No va por ahí el asunto —aclaró el segundo—. Lo digo porque estoy pensando en dejar la banda.

—¿Y por qué ibas a hacerlo? —recriminó Vahn algo enojado—. ¿Es que no se te trata bien?

—No, lo digo porque ya son unos cuantos años los que cuelgan de mi espalda y el peso me está empezando a encorvar y… —el bandido se interrumpió inesperadamente y alzó la cabeza sobre su compañero—. ¡Alguien viene! ¡Por el bosque!

Ambos salteadores se levantaron inmediatamente y alertaron al resto de la banda. Todos se lanzaron a empuñar sus respectivas armas y se apostaron camuflados en la linde de la fronda.

sep

—El Paso del Traidor —señaló el elfo mirando al frente.

Las jornadas de duro viaje se habían sucedido sin tregua alguna y todos ansiaban localizar algún punto en aquellos bosques que hiciera de guía, desde el que partir hacia el sur.

Ahora, dejado aparte su agotamiento y el mal humor, el insólito grupo de sangre élfica y hykar avanzaba velozmente a la vista de su ansiado objetivo.

El reflejo de las tranquilas aguas del Niaman trabajó como un bálsamo curando, aunque de forma superficial, las feroces miradas que se cruzaban entre unos y otros integrantes del grupo, ya mermado a un número de cuatro individuos tras la mágica desaparición del vivaz ladronzuelo.

La dura labor de los dos mestizos, Dyreah y Kylanfein, veía su fruto en el que el grupo avanzase unido y no reducido a aún menos integrantes por los conflictos que fácilmente se hubieran convertido en enfrentamientos armados.

Pero su trabajo era insuficiente y ambos lo sabían. La travesía debería acabar pronto. El grupo se estaba despedazando día a día por la hostilidad reinante, donde hubiera de existir armonía, confianza y lealtad.

La compañía pronto abandonó la fronda y caminaron presurosos hacia las cercanías del vado, ávidos en deseos de refrescarse un poco del agobiante calor de la marcha.

No se hallaban todavía a doscientos pasos cuando Dyreah notó un leve cambio de actitud en los dos guerreros. Su caminar se volvió más pausado y sus semblantes más serios. Inmediatamente se interesó por ello.

—Kylan, Duras —llamó la semielfa la atención de ambos—. ¿Qué sucede?

La hykar, que se mantenía algo alejada, también se reunió a oír lo que se decía.

—No lo sé, Dyreah —admitió el medio elfo de la sombra—. Es algo que no puedo explicar, un extraño silencio que parece ocultar algo…

—Sí, en este caso estoy de acuerdo con el semihykar —coligió Duras con sincera crispación—. Unos ojos nos ven y unos oídos nos oyen, mas a quién pertenecen, eso no puedo conocerlo. Tengamos cuidado.

No acababan de reanudar los pasos, cuando escucharon el sordo silbido en el aire de unos proyectiles. El primero se clavó peligrosamente en el suelo a sus pies. El segundo virote se perdió inofensivo por encima de sus cabezas.

De la espesa maleza que rodeaba el cauce del río surgieron seis hombres, dos a caballo y los demás a pie, enarbolando sus armas hacia el cielo. Detrás se mantenían dos ballesteros cubriéndoles la retirada.

—¡Dyreah! ¡Rápido! —gritó el elfo—. ¡A los ballesteros!

La medio elfa desplegó su argéntea armadura y tomó su espléndido arco de negra madera Desafío a la vez que el elfo aferraba el suyo. Prestaron sendas flechas en las cuerdas y con un zumbido, éstas volaron hacia uno de los objetivos. La flecha de la mestiza surcó con velocidad el cielo y cayó con violencia a los pies del bandido, perforando el suelo y desapareciendo de la vista. Éste sonrió ante el intento fallido y se derrumbó muerto en el acto al acertarle el proyectil del elfo en pleno rostro.

Kylanfein desenfundó sus dos espadas gemelas y esperó pacientemente la llegada de sus adversarios. El mestizo pensaba que éstos serían los que iban montados en corceles, mas tras unos complicados y exagerados movimientos de Airishae con las manos, junto a una arcaica letanía, los caballos relincharon asustados y encabritándose, tropezaron y cayeron chocando entre ellos. Uno de los jinetes apareció entre la maraña de cuerpos equinos y humanos, mas el otro pereció bajo el enorme peso de una de las monturas.

El restante ballestero volvió a amartillar su arma con celeridad. No obstante, antes de ser abatido víctima de los impactos de los proyectiles de Duras y Dyreah, su propio virote fue disparado espontáneamente. Éste, tras un vuelo errático, descendió a tierra sobre la encapuchada figura del semielfo de la sombra.

El proyectil atravesó con facilidad la delgada tela negra y se alojó en el antebrazo de Kylan, cruzándolo de lado a lado. El mestizo sintió como caía la espada de su brazo derecho, con la mano entumecida y sin fuerzas con el músculo dañado. Sin embargo, no dejó escapar ningún grito de dolor y, tras esconder su malherida extremidad en las tinieblas de su capa, se lanzó enfurecido contra los asaltantes que ya se aproximaban.

Los dos arqueros dejaron caer una última lluvia de flechas sobre sus enemigos antes de tomar las hojas de sus armas. Esto tuvo como resultado que los atacantes se redujeran a tres; el cuarto se alejaba herido en una pierna y el quinto se arrodillaba intentando arrancarse del pecho la flecha que se hospedaba al lado de su corazón y le iba robando la vida con rapidez.

El combate establecido ahora en un tres contra tres —la hykar se retiró de la batalla como espectadora—, y aunque con Kylanfein herido, no dio demasiadas dificultades a la compañía formada en Moonfae.

Duras, confiado de sí mismo, embestía con seguras estocadas que iban mermando progresivamente la guardia del veterano ladrón. Finalmente, descubrió un hueco en las defensas de su adversario y deslizó por el agujero el aguzado filo de su espada. El bandido cayó muerto por el certero golpe. Alem no tendría necesidad de preocuparse más por su futuro.

Dyreah, por su parte, no las tenía todas consigo. Era su primer combate no simulado y la inquietaba saber que si fallaba ahora no existirían más lizas para ella. No obstante, guardó serenidad y esperando con paciencia y sin precipitarse, encontró la oportunidad de efectuar un movimiento que le había enseñado Duras y desarmar con facilidad al salteador. Le colocó la centelleante punta de la hoja de Fulgor sobre el cuello y le conminó a que se rindiera y marchara.

El ladrón, por su parte, no necesitó de mucho tiempo para meditar sobre la propuesta. Una vez se hubo cerciorado de que la guerrera no se proponía atravesarlo traicioneramente por la espalda, corrió hasta perderse en la floresta.

Kylanfein era quien se encontraba en mayores dificultades.

Con un brazo víctima de furiosos dolores a cada movimiento, el semihykar atacaba alentado sólo con la ira que dirigía cada uno de sus violentos golpes. La destreza del mestizo superaba con creces a la del bandido, circunstancia que advirtió enseguida el ladrón.

Atacando de forma imprevisible y salvaje, el salteador logró alejar un amplio paso al semielfo de la sombra y conseguir el espacio que necesitaba para lo que tenía en mente. Tomó una daga que llevaba oculta en la manga de su camisa y la arrojó a su adversario.

Kylan alcanzó a levantar la espada a tiempo y desviar así la pequeña hoja. Mas tras el impacto, la daga surcó el aire junto a su rostro, abriendo un corte en la mejilla antes de perderse a su espalda.

La sangre manó con abundancia y tiñó la oscura piel de intenso color carmesí. Acarició con su mano la zona inferior de la herida, notando correr el líquido tibio por su cara. Al apartarla y observarla, sus azules ojos cobraron vida y se inyectaron en sangre.

En ese momento, el bandido observó el rostro de la muerte. Intentaba por todos los medios mantener las distancias entre él y el semihykar, mas al no conseguirlo chillaba atemorizado. Su faz, crispada por el terror, se endurecía en una horrible mueca, en tanto sus epilépticos labios balbuceaban errabundos alguna inarticulada súplica. Su tosca espada lanzó un último ataque antes de salir volando fuera de su mano y el oscuro acero de la hoja de Kylanfein se abriera paso en su garganta, casi decapitándolo. El ladrón se arrodilló tratando de detener con sus manos la grave hemorragia que fluía de su cuello. Pronto se derrumbó en el polvo del camino rodeado por un amplio y creciente círculo bermejo.

Dyreah permanecía asombrada por la violenta reacción del medio hykar. Nunca le había contemplado dominado por el ardor del combate y, a decir verdad, le asustaba. Pero sus pensamientos no tuvieron reflejo en los demás. Por primera vez, la mestiza no vio en la mirada que Duras dirigía a Kylan desprecio u odio, sino otra emoción diferente; tal vez… ¿respeto?

Antes de que la semielfa pudiera moverse para auxiliar en lo que pudiera al medio elfo de la sombra, la persona de Airishae se desplazó de la cómoda posición que había tomado en la lucha tras ellos y se interpuso para curar a su Ky.

El mestizo avanzó tambaleante al amparo del hombro de la hykar hasta desplomarse sin fuerzas a orillas del Niaman. Airishae apartó con delicadeza la capa empapada en sangre que envolvía la dañada extremidad y observó el mal aspecto de la herida.

El astil emplumado sobresalía del anverso del antebrazo, en tanto la punta metálica aparecía en toda su longitud por la cara interna de la extremidad, goteando el precioso y vital líquido rojo. Los ojos de la elfa de la sombra se volvieron a los dos miembros restantes del grupo en un sentimiento que hasta ahora desconocían de ella; Airishae les pedía ayuda.

Duras Deladar se arrodilló junto al rígido cuerpo del otro guerrero, al tiempo que Airishae se levantaba y se apartaba para no estorbar. El elfo tanteó con suavidad la extremidad. Kylan se retorcía con cada contacto y apretaba con fuerza la mandíbula para no gritar.

—La herida parece más fea lo que en realidad es —tranquilizó el elfo tras inspeccionar la lesión—. El astil se ha alojado entre ambos huesos sin dañar ninguno. Lo peor ha sido la pérdida de sangre. No obstante, tendremos que extraer el virote a fin de que no se infecte la zona dañada. Aguanta un poco —indicó al mestizo.

Duras tomó una de las dagas de Dyreah y cortó con tanta delicadeza como pudo la parte emplumada del proyectil. El sonoro crujido terminó con el temporal sufrimiento de Kylanfein, mas le aguardaba mucho más.

—Ahora muerde con los dientes este trozo de madera, no vayas a sajarte la lengua de un bocado y te ahogues con ella —le indicó Deladar tendiéndole una rama—. Voy a sacarte el virote.

»Ven, Dyreah —la llamó Duras—, tienes que ayudarme. Debes sujetar con todas tus fuerzas el codo contra el suelo y no permitir que se gire o se levante.

La semielfa asintió con un cabeceo y, contrariada, puso sus manos blancas en contraste con la piel cenicienta del mestizo.

Entretanto, la hykar se mantenía una vez más como espectadora a una prudente distancia.

—Vamos allá —apuntó el elfo.

Kylanfein permaneció rígido cuando el proyectil de madera comenzó a deslizarse lentamente por su carne, juntamente a profusos hilillos de sangre ante la constante e inflexible presión de Duras. Dyreah contemplaba la intervención angustiada, pero no por ello incapaz de cumplir con su cometido. La tensión se reflejaba en las contraídas facciones de Kylanfein. Los blancos dientes comprimían con ímpetu la madera que amenazaba con quebrarse de un momento a otro.

Tras un largo y fatigoso minuto, el virote cedió a los tirones y fue arrancado de la extremidad del semihykar. El flujo del líquido vital creció en gran medida, mas fue inmediatamente contenido por las tiras de tela cortadas con anterioridad por Dyreah, que harían las veces de vendas. Kylan permanecía con sentido, mas la cura había acabado con el resto de sus mermadas energías y se derrumbó en un profundo sopor.

La medio elfa optó por enjugar otra tela en las frescas aguas del río y limpiar con sentida ternura la mejilla del dormido Kylanfein, esperando que en cualquier momento acudiera la elfa de la sombra para apartarla y continuar ella misma con la labor. Pero no fue así. La hykar permaneció al margen contemplando ausente el horizonte al resguardo de la amplia sombra de un alto sauce.

Dyreah agradeció al punto aquel exiguo momento de soledad y prosiguió su tarea con mayor mimo y finura si cabe.

Por otro lado, Duras Deladar tras observar con seriedad la situación, se marchó del lugar a cumplir un trabajo sólo conocido por él mismo.

La semielfa se había retirado los gruesos guanteletes de duro cuero y acariciaba distraída el enmarañado pelo del mestizo, que descansaba relajado en su regazo. Mientras, su mente retrocedía a aquel lejano día en la posada de El Suspiro del Vagabundo. El albergue había sido el marco de práctica de sus objetos mágicos y de nueva reunión con el semielfo de la sombra.

Recordó cómo, embargada de los instintos felinos, el joven guardabosques la había mimado con miramiento en su condición gatuna. Le había hablado con amabilidad y sinceridad, sin que supiera que aquella criatura le podía entender y comprender. Sintió en su espalda de nuevo las caricias con las que aquella noche le obsequiara el semihykar y un suave calor se deslizó por su interior y tiñó de rubor sus mejillas.

Sí, ahora estaba convencida. Le quería y no permitiría que aquella maldita bruja hykar le manipulase. Antes se había mostrado sumisa y no había contestado a los hábiles y continuos ataques de Airishae, pero eso iba a cambiar. Ya no se enfrentaba a la tímida y temerosa doncella Taris-sin DecLaire, sino a la despierta y avezada guerrera Dyreah Anaidaen.

«Ándate con ojo, Airishae Nian’ghan. El tiempo de la conformidad ha pasado», se dijo convencida en sus palabras la fémina, apretando con fuerza sus dedos en las palmas de las manos. «Pienso defender con uñas y dientes lo que quiero».

sep

Horas pasaron antes de que el elfo retornara de su velada salida. Sin embargo, no regresaba con las manos vacías. En ellas portaba las bridas de cuatro caballos ensillados de color marrón y espesas crines.

Se acercó Duras a la semielfa y ató las cuerdas de los corceles alrededor del tronco de un árbol próximo al cauce del Niaman.

—No he descubierto más bandidos escondidos entre la maleza —explicó el arquero—. Los dos que escaparon con vida se han marchado hacia el norte, hacia Hilson, y no nos molestaran más. A cambio del ataque que hemos sufrido, he tomado como compensación estos caballos que algunos de los salteadores no volverán a necesitar —apuntó sin perder la seriedad y lanzando rápidas miradas de reojo al semihykar que descansaba inconsciente sobre las piernas de Dyreah. Sentía un profundo odio hacia él: no porque fuera hykar, eso realmente le traía sin cuidado, sino porque lo envidiaba.

—Los caballos nos serán muy útiles —comentó la mestiza con voz débil—. Ahora, con Kylan herido, no podríamos mantener a pie el intenso ritmo que nos ha traído aquí.

—Aún así, no podemos demorarnos mucho en este lugar —señaló con vehemencia Duras—. No sabemos si éste es un foco de actividad de los salteadores o todavía nos persiguen desde Moonfae. Debemos partir en cuanto sea posible.

—Sí, lo comprendo —susurró Dyreah reacia a apartarse del semielfo de la sombra—. En cuanto recobre el sentido y hayamos comido algo, cruzaremos inmediatamente el Paso del Traidor hacia el sur.

El elfo asintió conforme con un cabeceo y se dispuso a echar una ojeada a los objetos que permanecían en las bolsas de las monturas.

La medio elfa se mantuvo en silencio, en tanto estudiaba con detenimiento las atractivas facciones del semihykar. El corte de la mejilla comenzaba a cicatrizar, mas el pómulo exhibía un preocupante color morado granate. El cabello, largo y enmarañado, lucía un curioso tono grisáceo, supuso que herencia de su mestizaje hykar.

Dyreah trataba de desenredarlo con sus dedos cuando los músculos faciales del guerrero se crisparon por un instante. Se estaba despertando y sus párpados trataban de izarse con trabajo, como si estuvieran esculpidos en piedra. Finalmente, lograron abrirse y los ojos zafiro del mestizo la observaron desenfocados y deslumbrados por la luz del sol.

—¿Thäis? —musitó suavemente. La debilidad que se adueñaba de su fortaleza le hacía luchar entre delirantes sueños para tratar de alcanzar la realidad.

—Sí, Kylan, estoy aquí —intentó tranquilizarlo la semielfa—. ¿Cómo te encuentras?

—Realmente, no lo sé —dudó Kylanfein. Reunió fuerzas y probó a incorporarse. Un pesado mareo se apropió de su cabeza con una lacerante punzada y volvió a derrumbarse—. Por favor, Dyreah, ayúdame a levantarme.

Con un brazo sujeto en cabestrillo a su pecho y con el otro apoyado en la mestiza, el semielfo de la sombra trató nuevamente de erguirse. Sus piernas temblaron con el esfuerzo, más se mantuvieron firmes aguantando su peso. Un profundo latigazo le subió desde la muñeca al hombro del brazo dañado, pero sofocó la exclamación.

Kylan avanzó unos titubeantes pasos fuera del apoyo de la fémina, mas pronto tuvo que buscar refugio en el sólido tronco de un roble.

—Te encuentras muy débil por la pérdida de sangre, Kylan —le consoló la guerrera apartándole de la cara unos oscuros mechones empapados en frío sudor. Su frente ardía como consecuencia de la fiebre—. Trata de descansar. Te traeré algo de comida.

Kylanfein no podía protestar, mas tampoco quería. Trató de serenarse un poco y reparó en su extremidad herida. La venda le sujetaba con rigidez el hombro y le impedía realizar cualquier movimiento extraño. No le quedaba otra opción; en las próximas circunstancias debería servirse de su brazo izquierdo para esgrimir la espada.

El guerrero levantó la mirada y observó a la elfa de la sombra sola, de pie junto al tronco de un alto sauce, perdida en sus propias ensoñaciones al refugio de la capucha de su capa. Sintió el impulso de acercarse a ella y mitigar su soledad con su compañía, mas sólo fue una sensación pasajera y pronto se concentró en su propio estado.

En los sueños presididos por la fiebre, su pensamiento había recorrido extraños y complicados mundos que se desarrollaban a un ritmo frenético que le provocaba náuseas solamente recordar. Hacía un gélido frío y un hirviente calor al tiempo y su cuerpo se mecía en violentas olas que lo izaban y lanzaban con total impunidad.

No obstante, un destello de reconocimiento, un punto de cercanía le permitía agarrarse a la realidad y no perderse en la marea de la locura y el sufrimiento. Un contacto, una mano amiga, que le brindaba la posibilidad de asirse a la cordura. Una presencia que le quería, y a la que él también había aprendido a amar, una persona que luchaba porque él se esforzara en despertar.

Y cuando despertó, aquella presencia no se disolvió como la niebla. Permanecía con él, ofreciéndole su apoyo y su cuidado. Sus ojos no hallaron mejor alivio que contemplar el bello rostro de Thäis. Su pelo azabache brillaba con reflejos azulados al volar suelto en la brisa y rodear en finos mechones la tersa piel alabastrina de sus preciosas facciones. Sus intensos ojos de jade velaban por su seguridad con afecto y dedicación, en tanto sentía como sus delgadas y suaves manos trazaban cariñosos surcos en la intrincada y oscura maraña que era su pelo.

Perdido en tan agradables recuerdos, Kylanfein se vio abstraído del influjo del tiempo. La semielfa regresó con una bolsa de cuero entre sus manos y se aproximó junto a él.

—Toma, come esto —le pidió la fémina tendiéndole una hogaza de pan moreno y unas tiras de seca carne salada.

El mestizo tomó la comida entre sus torpes dedos y empezó a engullirlos lentamente, aunque sin mucho apetito y absteniéndose de saborearlos.

—¿Quieres un poco de agua? —le ofreció Dyreah.

El semihykar notó su boca seca y apergaminada y aceptó agradecido la oferta.

Pronto estuvo la medio elfa de regreso con un odre de agua para el herido guardabosques. Kylanfein apreció la dedicación que ella le mostraba y se juró a sí mismo que se la devolvería con creces. Bebió con ansia la mitad del contenido del odre y se lo devolvió a Thäis con un sentido gracias.

Dyreah se sentó a su lado y tras unos segundos de silencio, rompió a hablar.

—Duras ha encontrado cuatro corceles para la travesía, mas ha indicado que debemos marcharnos lo antes posible de esta zona —comentó la guerrera presurosa—. ¿Crees que podrás montar?

—Sí, creo que sí —afirmó con cierta seguridad el mestizo—. Lo peor ya ha pasado.

—Bien. Eso está bien —musitó en un tono apenas audible la semielfa. Se disponía a levantarse, pero la voz de Kylan la detuvo.

—Dyreah, por favor, espera un momento —la pidió el medio hykar.

—Sí, Kylan —respondió ella con dulzura.

—Fue Deladar quien me extrajo el virote, ¿verdad? —inquirió interesado Kylanfein.

—Sí, fue él. —Thäis temió dar esta respuesta.

—Pues debes decirle —su rostro se crispo víctima de un espasmo momentáneo—, debes decirle que se lo agradezco de verás y que estoy en deuda con él.

—Se lo diré, Kylan —contestó Dyreah más tranquila, pasado el instante de tensión.

La semielfa se alejó de Kylanfein apreciando las nuevas circunstancias que acontecían.

Tal vez el incidente hubiera obrado un cambio en el grupo y la unión ante los enemigos hubiese creado camaradería entre ellos. La fémina se alegraba de sus opiniones hasta que divisó al frente la figura de Airishae. Permanecía velada, apartada de los demás y cerrada en su propio mundo. Entonces los ideales surgidos en la semielfa se derrumbaron, destruidos sus cimientos.

Dyreah avanzó lentamente mientras alcanzaba la situación de Duras. El elfo levantó la cabeza esperando lo que ella fuera a decirle. La mestiza se dispuso a hablarle, mas sólo una palabra surgió de sus sedosos, aunque serios, labios azulados.

—Partimos.

sep

El manto de la noche se extendía como suave tela sobre el irregular contorno de la Garganta del Lobo.

Los trinos de los pájaros comenzaban a extinguirse, en tanto los furtivos movimientos de los depredadores se apreciaban entre el denso follaje de la floresta.

La luna, en su máxima amplitud, concedía una luz trémula de seguridad, aunque insuficiente para los soldados que trabajaban en el bosque.

Un destacamento de milicianos inspeccionaba con sobriedad y exactitud los restos de los hombres que yacían muertos en la explanada.

Zelkos, diligente en su labor, terminó de leer las pistas y señales que se desplegaban por la zona y se acercó a comunicar su certero informe al capitán.

Éste, como siempre hacía, se mantenía a lomos de su poderoso pura sangre, observando con altivez el trabajo de sus hombres. Gunthar vio aproximarse a su rastreador y se preparó a escuchar sus noticias.

—Señor —comenzó el semielfo—, la compañía ha pasado por este lugar.

—¡Maldita sea! ¡Eso también lo sé yo! —exclamó indignado el superior—. ¡Dime algo que no sepa!

El mestizo de piel morena no se vio advertido por el violento tono en la voz de su capitán y continuó con su flema característica.

—Al parecer, nuestros amigos fueron asaltados por un pequeño grupo de bandidos y salteadores —explicó sosegado—. No supuso un grave problema para ellos.

—¿Quieres decir que no sufrieron ninguna baja? —cuestionó alarmado Gunthar—. ¿Los mataron a todos como si de mosquitos se tratara?

—No diría que como a mosquitos, señor, pero algo muy parecido —el semielfo jugueteó con una ramita que llevaba en sus manos. Sabía que esto ponía nervioso a su superior—. No mataron a todos, pues a uno se le permitió rendirse y otro huyó herido.

»No obstante, aunque ninguno de los cuatro cayó en la lucha, uno de ellos sí sufrió un daño importante. Hay abundantes manchas de sangre allí —señaló un distante punto en el claro— y en la orilla del Niaman. En las aguas de la ribera le fueron lavadas las heridas.

—¡Bien! ¡Muy bien! —gritó satisfecho el veterano—. Y me dices que no lo abandonaron a su suerte, ¿verdad?

—No, no lo hicieron —replicó con calma Zelkos.

—Esto les retrasará aún más la marcha —comentó animado Gunthar—. Teniendo que arrastrar a uno de los suyos les atraparemos muy pronto.

El mestizo dejó que su capitán disfrutase de las buenas noticias antes de presentar su último informe.

—Me temo que no será así, señor —apuntó tranquilo el explorador, evitando deliberadamente que sus palabras fluyeran con libertad.

—¿Por qué no? —espetó indignado al perder su momento de gloria—. ¡Maldito seas! ¡Habla!

—Tomaron cuatro monturas de los ladrones antes de partir hacia el sur.

Gunthar resopló colérico e insultó a todos y cada uno de los hados del bosque que conocía.