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BAJO EL PESO DE LA LEY

Moonfae, año 242 D. N. C.

Duras y Dyreah fueron conducidos por el interior de la urbe, rodeados por la escolta armada de soldados. Pese a que reiteraron sus intentos por conocer los motivos por los que eran apresados, ninguna palabra salió de los disciplinados milicianos.

Los llevaron al interior de un pequeño edificio de una sola planta que debía hacer las veces de cuartel militar.

Dos guardias permanecían apostados en la puerta, charlando animosamente entre ellos. Cuando llegó la escolta armada con los dos detenidos cesaron un momento en su conversación para echarles un indiferente vistazo, e inmediatamente continuaron con lo suyo.

—Por aquí —indicó el soldado que estaba al frente del grupo miliciano.

Avanzaron por un intrincado diseño de largos pasillos hasta alcanzar una habitación guardada por una agrietada puerta de madera.

El superior se acercó a la entrada y con los nudillos llamó con una secuencia determinada. A continuación fue contestado por una voz al otro lado de la puerta.

—Entre —ordenó la voz masculina.

El soldado abrió la puerta y penetró al interior, desapareciendo durante algunos momentos. Pronto volvió a salir e indicó a los prisioneros que le siguieran.

La cámara exhibía unas paredes desnudas del propio color de los materiales de construcción y un escaso mobiliario que cubría las necesidades mínimas. Sentado detrás de una estropeada mesa, permanecía un veterano soldado que ya dejada atrás la plenitud de la vida, luchaba por mantenerse en activo. Gunthar era su nombre.

—Tomen asiento —exhortó el capitán con un ademán.

Duras y Dyreah apartaron dos viejas sillas de tablas de madera y se sentaron frente a él.

—Ante todo —comenzó—, deben saber que no están arrestados, ni ninguna pena por delito pende sobre sus cabezas, todavía.

A la semielfa no le gustó como sonó ese todavía.

—Si les he hecho venir con tanta urgencia es para plantearles algunas preguntas que espero ayuden a resolver el problema que tengo entre manos —aclaró el capitán.

—¿Cuáles son esas preguntas? —espetó el elfo deseando acabar con el asunto.

Dyreah compartía la impaciencia de su compañero. Le ponía nerviosa aquel lugar y más aún el no saber nada de Kylan.

—En primer lugar me gustaría conocer que saben de un tal Kylanfein Fae-Thlan —interrogó Gunthar dirigiéndose a Duras.

El elfo mantuvo un sospechoso silencio que no quiso romper en ningún momento. Ante la reticencia del interpelado, el capitán se dirigió a la mestiza.

—¿Y bien? —inquirió.

—Kylanfein es nuestro compañero —sentenció ella con decisión.

—¿Sí? —dudó el soldado—. Permítame que no crea su palabra, mas no estoy habituado a oír hablar de elfos que tomen entre sus filas a hykars.

Esta acusación fue como una puñalada para Duras Deladar.

—¿Es cierto eso que ha dicho? —buscó la confirmación en el elfo.

—Sí —se obligó a decir Duras entre dientes.

—Vaya, vaya. Qué interesante —comentó el capitán con aparente indiferencia—. Y, ¿qué hace un grupo tan insólito precisamente en Moonfae?

—Estamos de paso —se apresuró a aclarar la semielfa.

—Entonces si iban de paso… ¡Por qué demonios lanzaron aquella bola ígnea, mataron al mago y arrasaron la zona sembrando el terror entre la gente!

—¡No fuimos nosotros! —intervino exaltada Dyreah—. ¡Ni tampoco Kylan! Fue… Airishae.

—¿Airishae? ¿Es la hykar que se dio a la fuga después del conflicto? —interrogó Gunthar.

—Sí —contestó Duras con frialdad.

—Bien, ya van dos —apuntó el soldado—. ¿Cuántos hykars más formaban vuestro grupo?

—¡Ningún maldito hykar estaba en nuestro grupo! —estalló finalmente Duras, que se levantó bruscamente tirando la silla tras él.

El estrépito atrajo a los guardias, que se personaron inmediatamente en el despacho de su superior con las armas dispuestas.

—No ha ocurrido nada —indicó el capitán—. Retírense.

—A sus órdenes —saludó el subordinado marchándose de allí.

Una vez recuperada la calma y con Duras vuelto a sentar, Gunthar continuó.

—Retomemos el tema. Aclaremos esto. ¿Qué relación existe entre los integrantes de su grupo?

La medio elfa fue la primera en hablar.

—Yo conozco a Kylanfein Fae-Thlan desde hace algún tiempo —comenzó ella—. Le conocí en el Reino de Adanta, en la Senda del Comercio que une Dushen con Falan. Allí me prestó su ayuda en más de una ocasión y le concedí por ello mi amistad. Tiempo después, Duras me encontró —le dirigió una mirada al elfo—. Me acogió en su hogar, en los Grandes Bosques y propuso enseñarme el manejo de las armas y la cultura elfa, puesto que en mi situación de mestiza no conocía más que la parte humana.

»Duras me acompañó hasta aquí, a Moonfae, donde tenía que consultar al sabio Laggan —esto último sorprendió al veterano soldado—. Cuando volvía de mi audiencia con el sabio hallé a Kylanfein en el bosque cerca del promontorio donde está construido el hogar del erudito. Me alegré y le ofrecí que se viniera con nosotros. Y esto es todo el asunto.

—¿Y Airishae? ¿Airishae me dijo que se llamaba, verdad? ¿Dónde encaja en todo esto? —insistió Gunthar dispuesto a no dejar pasar ningún detalle.

—Airishae vino después —recordó el momento la semielfa.

»Poco después de mi reencuentro con Kylan, nos topamos con el cuerpo enfermo de una elfa de la sombra tirado en el bosque frente a una cueva. Kylanfein se otorgó el deber de cuidarla y así lo hizo. Algunos días después, Airishae recobró la conciencia y le explicó a Kylan que era una elfa de la sombra renegada que había escapado de los suyos.

»Nosotros no sabíamos nada de ella, así que la concedimos el beneficio de la duda y la aceptamos hasta que la conociéramos mejor. Nos preparamos para marcharnos hacia el sur y tomamos bien cuidado de ocultar la identidad de Airishae mientras cruzábamos el mercado. Entonces apareció aquel mago y lanzó su hechizo. Me quedé perpleja al ver como tanto Kylan como Airishae se desplomaban, víctimas de fuertes convulsiones.

»Le pedí a Duras que se acercara a Kylanfein para examinar su estado, en tanto yo hice lo mismo con la elfa de la sombra. Ella rechazó mi ayuda y se fue levantando tambaleante. Cuando izó la cabeza pude ver como sus ojos exhibían un intenso brillo rojizo y su rostro estaba marcado por un rictus de sufrimiento. No sé qué me estremeció más.

»Buscó al hechicero y alzando los brazos gritó unas palabras que no pude comprender. Entonces una nube de fuego surgió de sus manos e hizo explosión en el centro del tenderete del mago. El gentío estalló en gritos y lamentos corriendo en desbandada y arrastrando lo que encontraran por medio.

»Yo acabé cerca de la posada El Suspiro del Vagabundo donde me alojaba, así que entré a esperar que se tranquilizaran un poco las cosas. Poco después apareció Duras con quien me reuní, y cuando íbamos a salir de la casa, fuimos abordados por sus soldados que nos trajeron hasta aquí sin concedernos ninguna explicación.

Gunthar permaneció unos segundos acariciándose la barba, mientras planteaba la larga historia y la juzgaba.

Dyreah esperó nerviosa la respuesta del capitán, pues muchas de sus expectativas dependían de la opinión del veterano.

—Toda esta historia —comenzó Gunthar—, es demasiado complicada y extraña. No había escuchado nada semejante en muchos años.

Ante este comentario, la semielfa perdió toda esperanza de salir de aquel poblado sin dificultades. Dejó caer la cabeza y esperó la acusación del capitán.

—Sin embargo —prosiguió él—, no sé por qué razón, pero no puedo evitar creer en sus palabras.

Dyreah se sorprendió. Una multitud de posibilidades cruzaron por su pensamiento, mas una débil luz crecía lentamente en su interior.

—Sois libres de marchar o permanecer en Moonfae —sentenció en tono grave, pero manteniendo una difícil sonrisa en su duro y curtido rostro.

—Se lo agradecemos —adjudicó Duras, carente de emociones.

Como única y más que suficiente respuesta de la semielfa, fue el nuevo brillo de felicidad que surgió en los dos preciosos jades que eran sus verdes ojos almendrados.

Se disponían a marcharse del despacho, cuando Dyreah se volvió hacia Gunthar.

—¿Y Kylanfein? ¿Qué le sucederá a él? —inquirió preocupada.

—Bien —el capitán hizo una pausa en tanto exhalaba un bufido y volvía a acomodarse frente a su mesa—, lo de vuestro compañero es un asunto más complicado.

—¡Pero nos dijo que se había retirado la acusación que pendía sobre nosotros! —arguyó la mestiza exaltada.

—Así es —ratificó Gunthar.

—Entonces, ¿qué? —reiteró Dyreah.

—Al conocer que vosotros no habíais participado en el asesinato de esta mañana, han desaparecido los cargos que os mantenían arrestados —confirmó el veterano con vehemencia—. Pero Kylanfein Fae-Thlan ha cometido un crimen que se castiga muy duramente en la región.

—¿Y cuál es ese crimen? —insistió la medio elfa.

—Tener sangre hykar corriendo por sus venas.

sep

Kylanfein permanecía sentado sobre el único mobiliario de la estancia: un duro camastro que era sólo un poco más cómodo que el frío suelo de piedra.

Con el rostro cabizbajo y cubierto por sus brazos, el semielfo de la sombra meditaba desconsolado como esta desagradable situación se iba repitiendo con demasiada frecuencia; él, allí, encerrado en una celda, por su condición de medio hykar. Estaba sumamente harto de esto, así que había tomado una decisión: una vez finalizada su misión, volvería inmediatamente a Alantea, su hogar.

Un roce al otro lado en el pasillo le avisó de la proximidad de un soldado. Levantó la cabeza y esperó a que se abriera el pequeño ventanuco de madera para conocer la naturaleza de la visita.

El acceso fue abierto y tras el soldado que protegía su cautiverio, vio a Dyreah acompañada por el elfo.

El miliciano les dirigió unas palabras a los visitantes y con un brusco movimiento les dejó a solas con el reo.

—Hola, Kylan —saludó pausada la semielfa—. ¿Cómo te encuentras?

—Ahora que puedo verte, bien, mas desearía salir de esta maldita celda —explicó indignado el semielfo de la sombra.

—Me temo que eso por ahora no va a ser posible —se lamentó Dyreah.

—Lo comprendo —afrontó el mestizo—. Pero me gustaría saber qué sucedió en la plaza. Sólo recuerdo haber ido a buscar a Rid y de pronto un espantoso dolor lacerante en el estómago nubló hasta oscurecer mi vista y caí inconsciente —recordó.

—¿Recuerdas al mago que parloteaba subido en un pedestal, con mucha gente a su alrededor? —preguntó la medio elfa.

—Sí —dudó un momento el semielfo de la sombra intentando despejar las telarañas que entorpecían sus recuerdos—. Hablaba algo sobre un conjuro contra hykars o algo parecido.

—Así era, pues cuando acabó de ejecutar su hechizo, tanto tú como Airishae caísteis fulminados víctimas de fuertes convulsiones —explicó Dyreah.

—¡Airishae! —exclamó sorprendido Kylanfein—. No sé nada de ella. ¿Qué le ha ocurrido?

—Unos momentos después de la descarga del conjuro, Airishae se volvió a levantar, temblando —relató la mestiza—. ¡Sus ojos brillaban con una cólera que jamás había visto antes!

—Se dirigió al mago y lo incineró con una bola de fuego, sin ni siquiera parpadear —añadió Duras secamente, avanzando un paso hacia el semielfo de la sombra.

—¡Airishae no es una asesina! —respondió exaltado al elfo. Luego dirigió la mirada a Dyreah—. No hizo tal cosa, ¿verdad? Dímelo.

—Sí, lo hizo —contestó en un susurro la semielfa bajando los ojos.

El medio hykar esperó unos momentos en silencio, absorbiendo la cruda noticia que acababa de recibir.

—Una hechicera —musitó para sí mismo—. Claro, debí pensarlo. Aunque haya renegado de Maevaen y de su tierra, no ha perdido los poderes conferidos por la magia.

Dyreah oyó perpleja cómo Kylan disculpaba a la elfa de la sombra sin ni siquiera conocer los hechos ocurridos en la mañana. «¿Pero qué le ocurre?», se dijo, indignada.

—Y luego ¿qué le sucedió? ¿La atacaron? ¿La apresaron? —preguntó preocupado Kylanfein a la mestiza.

—No la consiguieron capturar —explicó Dyreah—. Se escapó.

La semielfa contempló cómo Kylan suspiraba de alivio y esbozaba una media sonrisa. Pero a pesar de la evidente satisfacción que esta noticia le transmitía, otra circunstancia le apesadumbraba.

—¿Qué van a hacer conmigo? —inquirió tajante el mestizo.

—No lo saben —contestó llanamente Dyreah—. Nuestro testimonio les ha obligado a retirar los cargos que te inculpaban como cómplice en el asesinato, mas aún así no te dejarán libre.

—Me imagino por qué razón, pero dímelo de todas formas —replicó con sarcasmo el semihykar.

—Porque tienes sangre hykar —continuó Dyreah, mascullando las palabras que esperaba Kylan.

—Por supuesto. No esperaba menos —se jactó el joven guerrero esbozando una irónica mueca en sus labios.

—Pero no es sólo por eso —le interrumpió la medio elfa—. En los últimos tiempos han sufrido salvajes ataques ejecutados por elfos de la sombra que han provocado el pánico en la comunidad.

—Y yo soy la víctima propiciatoria que debe pagar por ello, ¿no es así? —recriminó Kylanfein.

—Sí —reconoció ella con tristeza.

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Un soldado alcanzó apresuradamente la oficina de su capitán. Llegó a la puerta y llamó con los nudillos en las viejas tablas de madera.

—Adelante —respondió la grave y severa voz de Gunthar al otro lado.

El miliciano entró en la habitación y se personó ante su superior.

—¡Señor! —saludó el soldado con firmeza.

Gunthar advirtió en el guardián tensión y nerviosismo. Se preocupó por ello.

—¿Qué sucede, soldado? —inquirió abiertamente el capitán.

—Señor, una exaltada multitud armada con palos y guadañas se dirige hacia aquí. Vienen en busca del hykar —informó el soldado.

—Tenía que pasar, tarde o temprano —se dijo para sí Gunthar—. ¿Los lidera alguien en particular?

—Sí, señor —respondió el miliciano—. Se encuentran a la cabeza los padres de los jóvenes asesinados.

—Puede retirarse —indicó el capitán con un gesto.

—¡A sus órdenes, señor! —el soldado se cuadró y salió de la oficina, dejando a su superior perdido en sus pensamientos.

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—Entonces, ¿qué podemos hacer?

La semielfa estaba rompiéndose la cabeza para hallar una posible solución que consiguiera sacar a su compañero de la cárcel.

—Nada —cortó implacable Kylan bajando la cabeza, abatido—. Dyreah, tú tienes una importante misión que cumplir y yo, ahora mismo, no soy más que un estorbo. Te indicaré el lugar exacto donde está escondido y os podréis ir de este maldito sitio.

—No vamos a dejarte aquí, Kylan —insistió la mestiza—. Daremos con una solución…

—Espero que sea pronto —interrumpió la voz de Gunthar en la conversación—, pues una multitud enardecida se dirige hacia aquí en estos momentos.

—Me parece que vienen a por mí —indicó el semielfo con aparente tranquilidad.

—Exacto —espetó el capitán.

—¿Y no piensa hacer nada para detenerlos? —exclamó sorprendida la semielfa.

—Ustedes dos son libres de marcharse cuando les plazca —señaló el oficial de la guardia—. No puedo hacer nada más por ayudarles.

—Ya has oído al capitán, Dyreah —habló el semihykar desde la oscuridad de la celda—. Os debéis marchar de aquí, ahora.

—¡Deja de decir eso! —estalló la mestiza al sentir cómo los hechos la desbordaban poco a poco—. ¡Capitán! ¡Tiene que hacer algo para detenerlos!

Gunthar se encogió de hombros y se dedicó a sus propios asuntos.

—¡Maldito cobarde! —exclamó encolerizada la joven guerrera.

—Déjalo, Dyreah. Sólo cumple con su deber —la detuvo Kylanfein—. No blandirá su espada contra su gente en favor de la dudosa inocencia de un hykar. Escúchame, Thäis —tomó a la mestiza de la mejilla y la volvió para que le mirase—. Os tenéis que ir ya.

—No pienso abandonarte.

Kylanfein observó la tenacidad que brillaba en los verdes ojos de la joven mujer y no pudo menos que dejarse vencer.

—Está bien —accedió el medio elfo de la sombra—. Preparaos. Esto no os va a resultar fácil.

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Dyreah buscó al capitán por todo el cuartel hasta que lo encontró. Reposaba tranquilamente tumbado en su silla con las piernas apoyadas en su mesa. No le sorprendió la presencia de la semielfa, que había cruzado la puerta como una exhalación sin llamar siquiera. Detrás de ella apareció un preocupado soldado que la intentaba retener en vano.

—Perdone, señor —se disculpaba el miliciano—. Le expliqué que no debía ser molestado, que no podía entrar…

—Está bien, soldado —cortó el superior con un ademán—. Déjenos a solas.

—A sus órdenes —realizó el pertinente saludo marcial y se marchó de la habitación.

Dyreah avanzó dos pasos y se plantó frente a la mesa del capitán y apoyó con fuerza sus manos sobre la madera.

—¿Qué desea ahora, señorita Dyreah? —inquirió con cordialidad el veterano soldado.

—Sabe muy bien qué es lo que deseo —la voz de la guerrera era tranquila y apagada, pero lanzaba dagas de ira contenida—. Quiero que suelte a mi compañero.

—Mire, señorita, —Gunthar apartó sus pies de la mesa y se incorporó en su silla—, he sido muy paciente con ustedes y les he explicado el asunto varias veces y de distintas formas, y espero que comprenda de una vez por todas que yo no puedo hacer nada más.

—¡Pero dejarle encerrado es lo mismo que sentenciarle a muerte! —se le quebró la voz a la mestiza—. ¡Ni siquiera podrá luchar por defender su vida!

—Tal vez se encuentre más a salvo allí dentro que fuera —argumentó nada convincente Gunthar.

—No va a cambiar su decisión, ¿verdad? —indicó Dyreah mirando al oficial a los ojos.

No necesitó ninguna respuesta. En sus ojos había visto suficiente.

Abandonó la habitación con un sonoro portazo y volvió a la celda donde esperaba Kylanfein.

—No tenías por qué haberte molestado, Dyreah —le dijo el semihykar desde el ventanuco—. La decisión estaba tomada y no había vuelta atrás.

—Pero eso no cambiará las cosas —exclamó con determinación la semielfa desenvainando la brillante hoja de Fulgor—. No llegarán hasta ti.

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La multitud que se congregaba a la puerta del cuartel crecía por momentos, e igualmente sucedía con su euforia.

Con las antorchas prendidas en alto, clamaban a gritos que sacaran al hykar para ajusticiarlo allí mismo, en la calle.

Entre ellos, un pequeño individuo luchaba por elevar su voz por encima de la de los demás, aunque debido a su acusado tono agudo le era imposible conseguirlo. Él no sabía a que venía todo aquel alboroto, mas lo que estaba claro era que él iba a ser participe de ello.

Riddencoff disfrutaba con aquella demostración de energía que realizaban los ciudadanos de Moonfae, aunque a su modo de ver, no parecían divertirse con aquella fiesta, sino que incluso asemejaban tener un gran enfado y nerviosismo.

«Los humanos no saben pasárselo bien», dictaminó con autosuficiencia el hombrecillo que no iba a permitir que aquel estado generalizado de ira le estropease el jolgorio.

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—¡Dyreah! —el elfo venía de observar el exterior—. Los guardias que permanecían apostados tras las puertas se han retirado. Estamos solos en esto.

—¡Aprisa, Duras! —presionó la semielfa—. ¡Ayúdame! Tal vez podamos forzar el cerrojo de la puerta.

Dyreah manipulaba con evidente nerviosismo una de sus dagas, introduciendo su punta por la cerradura. Las manos le sudaban por la tensión y a punto estuvo de escurrírsele la hoja y provocarse un buen corte en la mano.

—¡Maldita sea! —exclamó ella sin poder reprimirse.

—Déjame a mí —sugirió el elfo tomando el cuchillo—. Tú ve a vigilar los movimientos de la turba.

La mestiza dudó durante un instante, mas salió corriendo hacia la puerta del cuartel.

El elfo estudió la partida de la joven guerrera y cuando se hubo asegurado de su marcha, se dirigió a la puerta.

—Ahora estamos solos, hykar —apuntó Duras con frialdad.

—¿Y qué tienes pensado hacer, elfo? —respondió con tranquilidad Kylanfein.

—Por ahora nada, mestizo —declaró Duras—. Pero bien sabes que si por mí fuera, morirías pronto.

—¿Y qué te impide llevar a cabo tus propósitos? ¿El miedo quizá? —se jactó Kylan mofándose con frialdad del elfo.

Duras aguardó unos segundos tragándose las palabras que luchaban por salir de su garganta. Por fin se tranquilizó lo suficiente como para continuar.

—Sabes que mi amistad con Dyreah es lo único que detiene mi brazo —aseguró Duras—. Eres importante para ella y te necesita, y esta necesidad es la única razón que te permite continuar entre nosotros.

—Y si las circunstancias no fueran así y no deseara marcharme —comentó intencionadamente el mestizo—, ¿cómo podrías impedirlo?

El elfo, exasperado, se disponía a saltar sobre la puerta con la daga en la mano cuando oyó la llegada de la semielfa.

—¿Has conseguido algo, Duras? —preguntó la semielfa, ignorando lo ocurrido.

—No, nada —replicó el elfo algo seco—. La cerradura es resistente.

—¿Cómo están las cosas ahí fuera, Thäis? —indagó el semihykar desde la oscuridad de la celda.

—Bastante mal, me temo —indicó nerviosa Dyreah—. Ahí fuera se está reuniendo una auténtica multitud. Por ahora se conforman con gritar e insultar desde cierta distancia levantando sus antorchas y amenazando con horcas, mas pronto se lanzarán a la carga —su voz sonaba desanimada y frustrada—. ¡Si al menos pudiéramos sacarte de aquí!

Kylanfein se mantuvo en un frío silencio.

Un jaleo que sonaba cada vez más cercano les alertó de la proximidad del ataque. Tanto Duras como Dyreah tomaron sus arcos. Colocaron una flecha y se apostaron con el apoyo de la pared en la que se disponía la puerta a defender.

Pronto comenzó el ruido de los golpes en la puerta que daba al amplio pasillo. Ambos tensaron sus arcos y esperaron a que la madera se astillase y derrumbara.

Los tablones se fueron resquebrajando a cada arremetida y al final, en una densa nube de humo, apareció el gentío. Atacantes y defensores se hallaron frente a frente, y pese a la abrumadora superioridad de los primeros, el hecho de que dos arqueros elfos les apuntasen les amilanó y obligó a detenerse. Por detrás sonaban los gritos de los que empujaban y preguntaban por qué no se avanzaba.

—¡Retroceded y largaos de aquí si no queréis que nadie salga herido! —convino Duras amenazante sin dar muestras de duda.

—¡Somos muchos! —exclamó alguien desde el interior de la multitud de cuerpos que se congregaba en el cuartel—. ¡No podréis abatirnos a todos antes de que lleguemos hasta vosotros!

—¡Muy cierto! ¿Pero quién será el primer en morir? —argumentó con acidez el elfo.

Estas palabras detuvieron la situación por el desconcierto que se apoderó de los aldeanos. Nadie deseaba ser el primero.

—¡Hola, chicos! —exclamó con alegría la chillona voz de Riddencoff, que se deslizaba con dificultad entre los numerosos cuerpos—. ¿Por qué no me habéis invitado a la fiesta? ¡Sabéis que yo siempre estoy dispuesto a pasármelo bien!

—¡Rid! —llamó la semielfa sin dejar de apuntar con la flecha tensada en su negro arco Desafío—. ¡Ven aquí! ¡Rápido!

El hombrecillo avanzó tranquilamente entre los aldeanos que lo miraban con extrañeza y sin comprender qué estaba sucediendo. Pronto alcanzó la situación de sus compañeros y se colocó a su lado junto a la puerta de la celda.

—¡Eh! ¡Rid! —solicitó el semihykar al otro lado.

—¿Kylan? —se volvió sorprendido hasta que se percató de la situación del mestizo—. ¡Kylan! ¿Qué haces ahí? ¡Te estás perdiendo lo mejor!

—¡Escucha, Rid! —le interrumpió Kylanfein—. Mira qué puedes hacer con esta cerradura.

—¡Ah! ¡Ya entiendo! ¡Te has quedado encerrado ahí dentro y ahora no puedes salir! ¿No es así? —explicó el ladronzuelo con gesto de comprensión—. No te preocupes, ¡ahora mismo te saco!

Extrajo un pequeño estuche de entre sus ropas y tomó una ganzúa de su interior. Sus pequeños y ágiles dedos comenzaron a manipular con suficiencia y seguridad los engranajes de la cerradura hasta que se escuchó un sonoro chasquido.

Los aldeanos, advertidos de lo que se estaba tramando y al ver salir al hykar de la celda y recuperar sus armas, se prepararon para el enfrentamiento. A un grito de uno de sus cabecillas, la turba se lanzó al ataque.

Duras, con absoluta frialdad, disparó una flecha que se clavó a los pies de uno de los primeros del grupo. No obstante, esto no los demoró. Siguiendo su ejemplo, Dyreah soltó su proyectil, que abrió un fino y humeante agujero en una de las paredes a la altura de las cabezas como advertencia.

Algunos se lo pensaron, pero al grito de ¡el hykar escapa! todos terminaron por reaccionar.

Duras tomó otro proyectil de su carcaj y tras colocarlo en la cuerda, se dispuso a disparar de nuevo a modo de aviso. Una piedra de considerable tamaño chocó con violencia en la pared junto a su rostro. Una esquirla saltó y le rozó la mejilla provocando un ligero corte por el que manó un pequeño reguero de sangre. El elfo cambió de objetivo y la flecha lanzada se clavó en la pierna del que había tirado la piedra. Cayó al suelo doliéndose del muslo y fue pisoteado por la desbocada masa de gente.

La semielfa observó la trayectoria del proyectil de su compañero y apuntó a uno de los aldeanos.

Se disponía a soltar la flecha antes de tomar su espada, cuando el terrible estruendo que sonó a su espalda la desequilibró, disparando la saeta al techo de la construcción.

Volvió la cabeza y observó como la pared que cerraba el fondo de la celda donde antes se hallaba retenido Kylanfein había dejado de existir. En su lugar, un sinnúmero de cascotes poblaba el suelo y una espesa polvareda se adueñaba del aire.

Pasados unos segundos, con el polvo ya posado en el piso, la mestiza captó la forma de una figura que se recortaba contra la débil luz de la luna. La sombra les hacía notorios gestos de que la siguieran.

Duras, Dyreah y Kylan cruzaron miradas. El semihykar cogió del cuello de la camisa a Riddencoff y se apresuraron a marchar todos de allí.

Los campesinos avanzaron atropelladamente en busca de las presas que estaban a punto de escapar, clamando por su justo deseo de sangre y venganza, mas lo que encontraron de improviso fue la aparición de un sólido muro oscuro mágico que les cortó el camino. Empujaron, golpearon, insultaron, pero no consiguieron nada.

En el exterior del cuartel, Airishae esperaba con impaciencia la llegada de sus compañeros, temerosa de que acudieran más guardias. Por el momento, ya yacían los cuerpos de cuatro soldados junto a una de las paredes de adobe que aún quedaban en pie.

—¡Vamos! ¡Deprisa! —les incitaba la elfa de la sombra con evidente nerviosismo.

El grupo consiguió sortear los múltiples escombros que se esparcían por el suelo de la celda y fueron recibidos por el suave viento que se deslizaba entre las diversas estructuras que conformaban el poblado. Se reunieron con la mujer hykar, mas ninguno pareció percatarse de la disimulada presencia de los desgarrados cadáveres de dos guardias.

—Gracias por salvarnos, Airishae —le agradeció Kylan con sinceridad.

—Deseaba ayudarte, Ky —susurró la hykar acercando su rostro al del guerrero—. Puedes confiar en mí.

La hechicera buscó con la mirada a Dyreah y encontró en sus ojos un nuevo sentimiento. Leía en su rostro respeto, pero un respeto nacido del temor a los amplios poderes mágicos exhibidos por la mujer hykar.

—¡Y bien! ¿A dónde vamos ahora? —exclamó el vivaz hombrecillo, entusiasmado por los hechos que habían ocurrido aquel día.

—Vamos a Adanta, Rid —exhortó Kylanfein con vehemencia, dedicando una cómplice mirada a Dyreah—. A Adanta.