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ATAQUE MÁGICO
Moonfae, año 242 D. N. C.
Un gran bullicio llenaba las calles que conformaban el emplazamiento del centro comercial de la ciudad.
Numerosos tenderetes de vociferantes vendedores ambulantes y hoscos y enigmáticos buhoneros se aglomeraban en caóticas líneas, disputándose los lugares estratégicamente más favorables, apiñándose en las cercanías de los templos y las casas gubernamentales.
Un ritmo frenético se había adueñado de las gentes de Moonfae. Recorrían presurosos cada puesto para realizar los contratos comerciales —o la simple adquisición de caprichosos objetos— de mejor calidad al mejor precio.
Los tres forasteros acordaron evitar, e incluso rodear, a la ingente masa de personas que gritaban y luchaban a brazo partido por sus compras, pese a las airadas quejas de Riddencoff que ansiaba mezclarse entre la multitud y observar (y quizás requisar) los exóticos bienes que se exponían en las tiendecillas.
Mas no iba a resultar todo tan sencillo. En un leve descuido por parte del grupo, el inquieto ladronzuelo se internó entre el bullicio y se perdió, oculto por los cuerpos más altos y fornidos de los humanos que allí se arremolinaban.
—¡Riddencoff! ¡Vuelve! —gritó Kylan tratando vanamente de apresar al escurridizo hombrecillo—. Esperadme aquí —indicó a ambas mujeres—, ahora lo traigo de vuelta.
Dyreah y Airishae permanecieron quietas mirándose suspicaces ante la falta del núcleo de unión del grupo que era el semihykar.
Kylanfein avanzó atropelladamente apartando y esquivando el gentío que cruzaba su camino, tratando de no perder de vista los llamativos colores de las ropas de su pequeño compañero.
Tras varios minutos de alocada carrera, el mestizo lo divisó frente a un hombre ataviado extrañamente al que rodean otros tantos oyentes en actitud interesada. El humano lucía una larga barba castaña que llevaba engalanada con múltiples adornos, tales como cintas u objetos de brillo metálico repiqueteantes. Una larga túnica pardusca lo cubría por entero, en tanto cubría las manos cruzadas en los amplios mangotes de la prenda.
—Yo, Cisham el Virtuoso, he dispuesto un hechizo para localizar a los malditos asesinos que mataron a los hijos e hijas de nuestra comunidad de forma despiadada y salvaje —el sujeto hizo una pausa para que los aldeanos asimilaran el contenido de su mensaje. Satisfecho con la reacción de los oyentes, continuó.
»¡Hykars! —exclamó provocando una visible tensión en los rostros de las personas que lo rodeaban—. Esta maldita raza de carniceros que ha atacado en multitud de ocasiones nuestra amada región y que ahora han vuelto reclamando víctimas que ofrecer a sus oscuros y demoníacos dioses.
Entre la multitud congregada se escucharon gritos de asesinos, malditos hykars y algunas frases del tipo ojalá cayeran todos al Averno.
Kylanfein no podía más que estremecerse ante el odio y resentimiento que albergaba el endurecido corazón de estas gentes hacia los elfos de la sombra.
—La guardia armada —reanudó su charla el hechicero— ha defendido y rechazado la destrucción que traían contra nuestra ciudad cuando ha sido preciso, por lo que le debemos respeto y agradecimiento.
Las voces apoyaron estas palabras y confirmaron el buen trabajo del ejército local.
—¡Pero quien no ha hecho nunca nada por evitar futuros ataques ha sido el señor del Castillo!
Esta declaración enmudeció a los espectadores que giraron sus cabezas hacia la localización del extraño Castillo Viejo en la que vivía su gobernante y algunos asintieron con tristeza con sus cabezas.
—Mi conjuro creará un campo alrededor de nuestra bella urbe, avisándonos de la incursión de cualquier espía hykar —explicó excitado el brujo—. El estudio de este conjuro ha robado largos años de mi merecido descanso y espero que sabréis tenerlo en cuenta. Ahora, si vuestra aprobación general me lo permite, comenzaré a ejecutar mi hechizo.
El gentío estalló en vítores y en exclamaciones de consentimiento y acuerdo con el proyecto del mago.
—Aiban telum iskae gulec… —cantaba el hechicero gesticulando con las manos.
La alarma acudió a la mente del mestizo. Aquel hombre parecía un charlatán relatando sus historias y sus ilusiones para recaudar el suficiente dinero para vivir acomodado durante unos cuantos días. Pero si realmente fuera un mago y tuviera ese poder…
—¡Vamos, Riddencoff! ¡Tenemos que irnos!
—… Ossam oigno nau ¡Tirl aukhbhetess! —terminó el mago.
Kylan se dobló en dos, víctima de una fuerte convulsión. La bilis acudió a su boca y su visión se desenfocó. El dolor era terrible y sentía como le desgarraba sus entrañas. Exhaló su garganta un estridente grito de sufrimiento y apenas consciente pudo escuchar el eco a su propia angustia.
Airishae yacía en el suelo a los pies de Dyreah; su cuerpo rígido plegado sobre sí mismo, en un fútil intento de huir del dolor que corroía sus entrañas y se extendía por el interior de su ser.
El gentío quedó en silencio embobado por los hechos que estaban ocurriendo ante sus ojos. Dos personas distantes sufrían en el mismo instante una agonía indescriptible y unos círculos humanos se cerraron expectantes a su alrededor.
En uno de los focos de atención se arrodillaba Rid reiterando sus esfuerzos por socorrer a su amigo.
—¡Kylan! ¿Qué te pasa? ¡Vamos, despierta! ¡Di algo! —rogaba el hombrecillo postrado sobre el inmóvil cuerpo del mestizo. Sintió una mano en el hombro que lo apartaba suavemente y vio a Duras que se acuclillaba a su lado y estudiaba el estado de Kylanfein.
—No presenta ninguna herida física, ni ninguna contusión de importancia —dictaminó con seguridad el elfo—. Ha sido víctima de un ataque mágico. Vamos, ayúdame a levantarlo.
El pequeño individuo prestó sus escasas fuerzas y entre los dos pudieron apoyar al guerrero inconsciente sobre el delgado, aunque firme, hombro de Duras.
En el otro lado la acción transcurría de forma diferente. Dyreah permanecía expectante sobre el cuerpo de la elfa de la sombra, preocupada por su estado aunque ignorante de cómo ayudarla. Se agachó y extendió la mano para intentar girar a Airishae, mas ésta con un brusco movimiento rehuyó su contacto.
La oscura mujer se fue levantando despacio y con fuertes espasmos que convulsionaban sus miembros, hasta que se irguió jadeante en toda su estatura. La capucha había caído y su rostro quedó revelado a todos los presentes. En su gesto se observaba un rictus de dolor que concedía a sus ojos un contraste aún mayor con su piel de ébano.
«¡Hykar!», se escuchó entre la muchedumbre.
El círculo se ensanchó rápidamente y un frenético nerviosismo se apoderó de los asistentes que se hallaban en primera línea y que ahora se habían convertido en los escudos humanos de quienes estaban detrás.
Airishae permanecía estática recuperando lentamente la estabilidad de su organismo. Su mirada buscaba implacable un objetivo preciso entre los cientos de rostros que la vigilaban atemorizados, mas cuando lo descubrió, su brazo apuntó ineludible al estrafalario hechicero.
—¡Yssaska omma tywus! —chilló la elfa de la sombra escupiendo con odio sus palabras.
La atmósfera pareció condensarse y una leve aureola anaranjada cubrió el cuerpo de la fémina. Una bola de fuego surgió de sus manos y voló inmediata hacia el confundido mago que no podía recordar ningún sortilegio defensivo. Una explosión de llamas rodeó su persona, consumiendo telas y piel hasta alcanzar los huesos que cayeron ennegrecidos sobre el piso del pedestal. La onda expansiva barrió a los espectadores más próximos y liberó un execrable hedor a carne quemada.
El gentío estalló en gritos y corrió en desbandada huyendo de la asesina hykar, buscando cobijo en tiendas y edificios. La guardia no tardó en personarse, mas se mantuvo a una más que prudente distancia, amenazantes con las lanzas en ristre.
Fuera de la escena, la ola de gente derribó en su desbocada carrera al inestable Duras que cargaba con el semihykar, arrojándolos al suelo y arrastrando al elfo lejos de él.
La semielfa había desaparecido y Airishae podía ver como tres soldados de la milicia capturaban al desmayado mestizo y se lo llevaban de allí.
—¡No me lo quitaréis! —exclamó indignada la elfa maldita alzando los brazos para realizar otra invocación.
La presencia lejana de unos pocos hombres y mujeres vestidos con largas túnicas que los identificaban como magos, hizo cambiar de opinión a Airishae, que usó un hechizo sobre ella misma. Al instante, su figura desaparecía en una leve mancha de humo.
Thra’in permanecía en una cueva cercana al lugar donde se efectuó el duelo con el mestizo. No tenía heridas importantes que le preocuparan, mas una sensación de desaliento se adueñaba de él.
Por dos ocasiones el medio hyknen había escapado a una muerte cierta bajo el filo de su espada y la frustración y el nuevo cariz que estaban tomando los acontecimientos lo inquietaban.
Y ahora su presa no estaba sola. Lo acompañaban un guerrero elfo y ella, otra mestiza, cuya armadura refulgía con un inmenso poder. Sólo recordar su brillo plateado provocaba un intenso y martilleante dolor en su cabeza.
No importaba. Él era el mejor guerrero de Sunthyk y mientras tuviera su brújula mágica no perdería la pista del mestizo. Moriría, antes o después, pero moriría.
Se levantó de su improvisado camastro y se aproximó a la entrada de la gruta. El sol brillaba alto en el cielo y el resplandor que se reflejaba en las paredes rocosas a más de veinte pasos del exterior hería sus sensibles ojos. Con brusquedad se internó en el subsuelo buscando el cobijo de la negrura.
No podía imaginar que los habitantes de la Luz deseasen vivir voluntariamente bajo la bola de fuego que quemaba despiadada, y en un lugar donde no existía un techo que sopesase su movimiento, embriagado con la sensación de caer atraído por aquel agujero sin fondo que se extendía hasta el infinito que llamaban cielo.
Además aquellos inesperados y precipitados cambios de temperatura y clima. En el Inframundo el ambiente siempre era constante, abrazando a sus habitantes con un cómodo ambiente cálido sea cuando fuere. En la Luz tanto podía hacer un calor agobiante como un viento gélido en cuestión de pocas horas, si no arreciaba una tormenta como la del día anterior.
Sí. El Inframundo podía ser cruel y brutal con sus moradores, mas protegía a quienes vivían bajo el rocoso techo de sus cavernas y seleccionaba a los mejores de entre los despojos que no merecían continuar con vida.
No defraudaría a Ulviirala. No por su deber de servir a la matriarca de la familia Regente de Sunthyk, sino por no soportar verse humillado ante su despreciativa mirada y soportar las no ocultas burlas de las Altas Devotas, en especial de Cràis.
Cràis también moriría. Encontraría el momento, la oportunidad, pero exhalaría su último suspiro observando quien manejaba la espada ejecutora.
El hykar permanecía en sus hondas cavilaciones cuando una extraña sensación surgió en su interior. La punzada se acentúo y sintió como si una hoja se clavara en su vientre y su portador la removiera agrandado el corte y triturando sus vísceras. Se recostó contra la pared de la cueva y doblado por la cintura se relajó, tratando de sofocar la angustia que le provocaba náuseas y remitir el mareo que se había adueñado de su cabeza y nublado sus sentidos.
No imaginaba que le podía estar ocurriendo. Su cuerpo se encontraba en perfectas condiciones, circunstancia que le advertía de la naturaleza mágica del ataque. Quizá Cràis estaba jugando con él. No obstante, no le importaba; el dolor había pasado y sus deseos de venganza seguirían creciendo hasta el día que pudiera darles rienda suelta y regocijarse con la muerte de su hermana.
Ese día llegaría.
La posada de El Suspiro del Vagabundo bullía de agitación.
La multitud que allí se concentraba mantenía una misma conversación que provocaba todo tipo de emociones entre los presentes: miedo, en los que habían observado con sus propios ojos la demostración de poder de la mujer hykar; valor, en aquellos que deseaban haber estado allí para demostrar el poder de su espada; entusiasmo, los jóvenes que presagiaban una guerra en la que combatir; y odio, los veteranos que conocían los horrores que traía consigo la raza de los elfos malditos.
La actividad del bar semejaba la despedida de los guerreros que parten hacia la batalla, acariciando sus recién afiladas armas y alardeando de sus pasadas y futuras hazañas.
Las camareras corrían frenéticas de un lugar a otro oscilando sus cargadas bandejas con total maestría entre el maremágnum de cuerpos que lanzaba sus pícaras manos, deseando más servicios de los que ellas estaban dispuestas a ofrecer.
Ante el desasosiego de las camareras, la puerta de la casa se volvió a abrir.
La figura que penetró pertenecía a una muchacha alta y delgada de atractivas proporciones, que provocó las atentas miradas de aquellos que observaron su entrada. Se encaminó con elegancia entre las mesas en dirección a la barra, mas su porte seguro y su fina armadura plateada mantuvo alejadas las oscuras intenciones de algunos bravucones.
Se hizo sitio en el mostrador y llamó la atención de un joven camarero.
—¿Qué quiere tomar? —gritó el muchacho para hacerse oír sobre el estruendo del local.
—Vino, por favor —alzó la voz Dyreah.
Bastante tuvo que esperar para que la sirvieran su bebida, mas cuando llegó la saboreó con placer.
—¡Dyreah!
Duras Deladar se abrió paso entre el gentío hasta alcanzar la posición de la mestiza de elfa.
—Te estuve buscando en la plaza —indicó el elfo—, pero al no encontrarte supuse que vendrías aquí.
—Lo mismo me pasó a mí —contestó ella—. La gente nos separó y acabé bastante lejos de donde estaba —la semielfa bajó la voz—. ¿Sabes algo de Kylan?
—¿Del semihykar? —expresó con recelo Duras—. Cuando lo perdí, me vi arrastrado por la muchedumbre, mas pude observar como unos soldados se lo llevaban, pero ignoro adónde —concedió el elfo encogiéndose de hombros.
—Seguramente se lo habrán llevado al interior del Castillo Viejo —adivinó la mestiza.
—Quizás —respondió secamente Duras.
—¿Sucede algo, Duras? —inquirió la fémina ante la áspera actitud de su mentor.
—Nada —respondió él con indiferencia.
—Entonces vamos para allá —sentenció Dyreah—. Puede que nos necesite.
Ambos encaminaron sus pasos hacia la puerta de la posada, mas no pudieron cruzarla porque una compañía miliciana les cerró el paso.
—En nombre del Señor de Moonfae y las tierras colindantes, y por la potestad que ostenta —recitó el capitán con solemnidad—, quedáis arrestados.