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ESCAPADA
Sunthyk, año 242 D. N. C.
El hykar estaba nervioso.
No se sentía cómodo embutido en su nueva armadura. Había tenido que cambiar su magnífica cota de mallas por ésta de acero que, además de restringir gravemente sus movimientos, era demasiado escandalosa para su gusto. En el Inframundo no había cabida para los errores.
Pero no le quedaba otra opción. Si su espléndida cota de obsidiana se viese sometida a la acción directa de los rayos de la gran bola de fuego que acechaba en la Luz, la magia de la que estaba impregnada se desvanecería trágicamente.
También sus armas habían sido reemplazadas por otras de manufactura thogûn, cuyo mero toque le asqueaba. No poseían el tacto imbuido por la sinuosa sensación de la magia. Al menos, las había podido ungir con un potente veneno, para que su simple roce fuese mortal.
Lo único que lo animaba era la confección de su segunda arma, una hoja de tamaño intermedio entre una espada corta y una daga, en cuyos laterales se abrían otros dos punzantes filos activados mediante un resorte oculto en la empuñadura. Esto confería al arma una nueva faceta, puesto que además de poder usarse de modo ofensivo, de la misma manera adquiría un tono defensivo al poder trabar con ella el arma del adversario.
El último objeto que le habían concedido para cumplir con su misión consistía en una pequeña placa de extraño metal.
El dispositivo, al haber sido ejecutado un encantamiento sobre él, mostraba la localización del objetivo. Lo normal era que esto facilitase enormemente el transcurso del viaje hasta su destino.
Cuando Thra’in había consultado por primera vez el indicador, había aparecido un punto luminoso en la placa. Señalaba una indiscutible dirección sur respecto a la ubicación del cazador. Lo seguiría hasta encontrar a su presa y acabaría con su vida. Sencillo.
Con este simple pragmatismo en sus ideas, Thra’in Kala’er se internó en los oscuros pasadizos del Inframundo, dispuesto a apartar de su camino cuantos obstáculos se interpusieran entre él y sus objetivos.
Sus ojos, de un profundo rojo sangre por la visión térmica, comenzaron a estudiar la zona detenidamente, mas sólo distinguió la luz azulada de la fría roca. Avanzó lentamente entre las tinieblas de los pasajes subterráneos, teniendo buen cuidado de mantener en silencio su nueva y alborotadora armadura.
Tras unas horas de marcha cautelosa, descubrió un leve rastro anaranjado en el pétreo suelo de la gruta. Sus sentidos saltaron avisados de inmediato. No estaba solo.
Según el diagrama de luces en la roca, alguna criatura había cruzado este lugar hacía escasos momentos y seguramente estaría oculta vigilando sus movimientos.
El hykar continuó caminando con el sigilo acostumbrado, como si no hubiese notado nada. Buscó algo en los relieves de las paredes de la caverna y lo encontró.
Se trataba de un estrecho pasaje de un metro escaso de ancho. Lo cruzó con todos sus sentidos alerta. Avanzó por el rudo pasillo y en cuanto se abrió a una zona más amplia, dobló el recodo y esperó. Aguantó la respiración inconscientemente, esperando a sus perseguidores. Para su satisfacción, pronto escuchó como varios pares de pisadas tomaban su mismo camino.
Cuando salieron del angosto paso, Thra’in pudo ver desde su privilegiada y oculta posición a la sombra de un grupo de estalagmitas en el lateral de la cámara, a los cuatro thogûn que trataban inútilmente de dar con la pista del solitario hykar.
Dos de ellos, los más corpulentos, iban armados con largas alabardas, en tanto los otros portaban espada y hacha, respectivamente. Estudiaban nerviosamente la zona para hallar al resbaladizo elfo de la sombra, mientras lanzaban miradas furtivas a sus espaldas, ante la inminente posibilidad de una trampa.
El thogûn que llevaba el hacha ni siquiera sintió como se situaba Thra’in detrás de él, hasta que una daga le cortó el cuello sin que pudiera proferir ningún grito o quejido. El hykar depositó suavemente el cadáver en el suelo y se dirigió hacia su próxima víctima.
El siguiente sería aquel otro, fornido y calvo como sus compañeros, que lo buscaba intensamente tras unas grandes estalagmitas. Éstas cubrían uno de los frentes y, por su estratégica situación, podrían ofrecer una espléndida protección para el hykar; si se hubiese ocultado allí.
Pero el hykar no se protegía en aquel refugio. Una sombra se deslizó furtivamente hacia el thogûn por un costado y la hoja de una espada le atravesó la espalda, sobresaliendo por el pecho. La robusta criatura miró desconcertada la punta del arma. El filo asomaba goteando bajo su cabeza e intentó esbozar un grito, mas la sangre que se agolpó en su garganta procedente de uno de sus desgarrados pulmones se lo impidió.
Sin embargo, ahora los demás integrantes del grupo si fueron alertados.
La pareja thogûn optó por diferentes movimientos. El de la alabarda se lanzó sobre el elfo de la sombra blandiendo su afilada arma por encima de la cabeza. El otro permaneció a la expectativa.
Su frenético ataque fue bruscamente detenido con el lanzamiento de una daga que tras un vuelo preciso le atravesó el cráneo por una de sus cuencas oculares. La afilada punta alcanzó el cerebro. El thogûn cayó inerte como una piedra.
Ahora el restante miembro se decidió a actuar. Salió corriendo por uno de los túneles, girando convulsivamente su cabeza en busca del hykar. Estaba huyendo tan asustado que no observó como el asesino le sobrepasaba avanzando en silencio entre las estalagmitas colindantes. La muerte le llegó de frente.
Y los cazadores fueron cazados.
El viajero había retomado su camino.
Tras conversar con las gentes de un poblado cercano al lugar donde había reaparecido, averiguó cual era su localización. Se hallaba en el reino de Adanta, cerca de la pequeña ciudad de Dynar.
Conocía algunas características de la comarca por lo poco que había estudiado en la gran Biblioteca de Alantea. Su capital era Falan, que era considerada como una de las más pujantes y prósperas naciones de la Confederación de Reinos Libres, aunque siempre estuviera a la sombra de las grandes urbes como Luvantor o la misma Alantea. Allí podría solicitar la ayuda necesaria para volver a su tierra o contactar con los suyos.
Adquirió una montura en una de las posadas de la ciudad y comenzó la marcha hacia Falan. Le recomendaron tomar el camino septentrional, cruzando por Prather y Dushen para viajar por la Senda del Comercio directamente hasta la capital de Adanta. Agradeció los consejos y pronto partió.
A pocas horas de iniciar la travesía por la polvorienta calzada, se encontró con una caravana. Esto le facilitó una opción. Jaleó a su caballo hasta la cabeza de la compañía y buscó a uno de los guardias que hacían las veces de guardaespaldas.
—Qué la Fortuna os sea favorable —saludó cordialmente al guía que manejaba los caballos.
—Que os favorezca igualmente —contestó el hombre sin apartar la vista del camino.
—¿A quién tengo que dirigirme para solicitar unirme a la caravana en su camino? —inquirió el viajero.
—Tiene que consultar al capitán de la guardia. ¡Soldado! —llamó el guía a un joven guerrero que vestía cota de mallas—. ¡Ve a buscar a tu capitán! ¡Aquí se requiere su presencia!
El soldado partió inmediatamente hacia la parte trasera del convoy.
—Gracias por vuestra ayuda —saludó el viajero a la vez que agachaba levemente el encapuchado rostro.
El hombre contestó al gesto con un ademán.
Poco después apareció un corpulento guerrero de porte orgulloso. Lucía un fino y bien tratado bigote más una espléndida y reluciente cota de mallas cuya bien bruñida superficie brillaba intensamente.
—¿Qué queréis de mí? —preguntó en tono altivo el capitán—. ¡Estoy ocupado en mis deberes!
—Lamento molestaros —toleró el viajero con buen talante, restando importancia las bruscas maneras del oficial—. Deseaba solicitar permiso para acompañar a la caravana en su trayecto hasta Dushen. Si fuera necesario, contribuiría como escolta ante cualquier problema.
—Eso no será necesario —despreció el superior la colaboración del extranjero—. ¿Y cuál es el motivo de vuestro viaje? —continuó el interrogatorio.
—Llegar a Falan. Allí tengo una misión que cumplir —comentó evitando dar el mínimo de información referente a sus intenciones.
El capitán hizo una pequeña pausa para sopesar la situación. Al final se decidió.
—Muy bien. Puedes acompañarnos, pero procura no meterte en problemas o tendré que ocuparme personalmente del asunto —trató de asustar el bravucón soldado.
La amenaza le sonó hueca al viajero, mas acató la condición y esbozó un gesto de asentimiento.
Observó, mientras se sumaba al séquito de la caravana, que el soldado se dirigía a otros dos hombres de su compañía y se giraba denunciándole con la mirada. Aceptó de buen grado la vigilancia impuesta y se incorporó sin más demora al convoy.
El día comenzó tormentoso.
Una vasta barrera de negras nubes se extendía hasta el horizonte y bloqueaba el paso de los rayos solares. La lluvia, insistente, amenazaba con no desaparecer en todo el día. Las ruedas de los carromatos se hundían cada vez más en el fango y los caballos avanzaban a un ritmo irregular que balanceaba peligrosamente las cabinas y a sus ocupantes.
No era un buen augurio.
En una de las vagonetas viajaba Thäis, arrebujada en su capa para resguardarse del frío y la humedad que penetraban hasta los huesos.
Compartía el habitáculo con uno de los comerciantes de su padre. Se trataba de un hombre de avanzada edad, de aspecto afable, cuyo voluminoso cuerpo le obligaba a ocupar mayor asiento de lo normal. Su nombre era Hale Witern y los numerosos años de servicio en la casa DecLaire le otorgaban el alto grado de confianza que le permitía dirigir las diferentes transferencias comerciales en nombre del propio Giben. Éste, por su parte, permanecía en su cómodo despacho tratando los papeles de varios contratos de compraventa.
El día anterior la semielfa había estado realizando los pertinentes preparativos para la súbita huida y se había mostrado completamente decidida y segura de estar obrando correctamente. Pero ahora… era diferente. Si pudiera retrasaría la huida a otro día, ese día lo retrasaría a otro y así sucesivamente, porque estaba convencida de que si se lo pensaba dos veces no sería capaz de escapar jamás.
Tenía miedo. Si lo intentaba y fracasaba no sabía cuál sería su situación. Por lo menos, si lo lograba la sabría: no se desposaría.
Si lo lograba.
—Señorita Taris-sin, ¿se encuentra bien? —preguntó Witern. En su rostro se leía sincera preocupación.
El comerciante se había apercibido del desasosiego de la semielfa y lo había interpretado como malestar a consecuencia del tortuoso viaje.
—Sí —fue la escueta respuesta por parte de ella.
A Thäis le caía bien este hombre, pero sus propios asuntos internos la mantenían completamente abstraída, olvidando las formas.
—¿Seguro que no necesita nada? —volvió a preguntar Hale cordialmente—. Puedo pedir a los conductores que nos detengamos unos minutos.
—No, gracias.
Y la semielfa se volvió a encerrar en sus privados pensamientos.
Unas horas más tarde, Taris-sin observó que Rafter abandonaba su posición al lado de la caravana y salía al trote hacia la parte delantera del convoy. Pronto volvió a ocupar su anterior posición. Hale se interesó por su partida.
—¿Sucede algo, capitán? —preguntó el inmenso comerciante.
—Nada de importancia, señor Witern. —Rafter hizo una pausa para refrenar a su montura—. Un viajero que ha pedido permiso para incorporarse a nuestra caravana. Le ha sido concedido.
»Se dirige a Falan, pero nos acompañará hasta Dushen. Allí seguirá la Senda del Comercio hasta su meta —el capitán vio como fruncía el ceño el mercader en señal de disgusto. Su alto cargo en la compañía y el volumen de sus riquezas eran el fruto de su desconfianza ante todo y todos—. No se preocupen por su seguridad. Tenemos todo controlado. Dos de mis hombres de confianza le vigilarán en todo momento.
El rostro de Hale Witern pareció recuperar algo de serenidad con estas noticias, aunque en sus ojos había aún un brillo de escepticismo.
El viajero permanecía en una dura soledad.
Los ojos de los guardias no le perdían de vista en ningún momento y los demás integrantes del convoy, al percibir el modo en que era tratado el extranjero, se contagiaban de su desconfianza y procuraban apartarse de él.
El viajero, por su parte, tampoco hizo muchos esfuerzos por congraciarse con sus compañeros de ruta. Su objetivo estaba allí, en Falan, y pronto abandonaría a la caravana para seguir por su cuenta. No le era necesaria la amistad de nadie.
En el refugio de su amplia capucha, sus claros ojos azules contemplaban todos los incidentes que ocurrían en el camino o en la propia caravana. No obstante, no parecía demostrar mucho interés por nada en particular.
Mantenía su montura al paso en la retaguardia del convoy, tal como le habían ordenado, observando el monótono paso de los días. La marcha de las carretas era lenta y esto le incomodaba. Tenía prisa —no, impaciencia— por alcanzar su destino y tratar de solucionar su complicada situación. Los suyos se encontraban muy lejos, en el norte, y él conocía la enorme dificultad de trazar un viaje directamente hasta allá desde donde se hallaba, más el tiempo necesario para efectuarlo. No, debía contactar antes con ellos y explicarles lo sucedido. Entonces ya se decidiría qué hacer.
Finalmente, la caravana alcanzó las estribaciones de Dushen.
Una serie de desperdigados campos sembrados rodeaban los límites de la bulliciosa urbe. Los cascos de su caballo comenzaron a resonar en el empedrado suelo de la villa y hasta él llegaron los olores de mil perfumes diferentes, diversos platos de comida y dulces bollos, mezclados con los efluvios destilados por la gente que afanosamente circulaba ocupaba en sus negocios. Cada vez le quedaba menor duda; no le gustaban las ciudades.
El viajero vio cómo se aproximaba el capitán de la guardia que hacía las veces de escolta. Avanzaba tratando de simular un elegante paso con su bien adiestrado corcel. Cuando llegó a su altura le habló.
—Ésta es la ciudad de Dushen —comunicó Rafter atusándose el bigote—, por lo que su estancia con nosotros ha finalizado.
—Así es —accedió con suavidad el extranjero, reprimiendo sus deseos de borrar aquella ridícula sonrisa del rostro del oficial—. Le agradezco su generosidad. Partiré sin más demora.
El viajero cabeceó ligeramente y, tirando de las bridas para alejarse del engreído humano, se internó en el caos de la urbe.
Las jornadas de viaje se sucedieron día tras día con tal tranquilidad que Taris-sin deseó que ocurriese algo, bueno o malo, lo que fuera, con tal de que se rompiera la sofocante monotonía. Mas nada sucedió.
Al fin, tras unos días, llegaron a Dushen. Taris-sin se bajó entusiasmada del carromato y contempló la ciudad.
La semielfa no podía expresar con palabras lo que sentía. El esplendor de la urbe, la altura de los magníficos edificios, el colorido de los puestos públicos del mercado, el bullicio reinante que atestaba las calles…
Taris-sin rápidamente se escabulló de los mercaderes, que ya habían comenzado su ruta comercial por las tiendas y puestos de la ciudad. No obstante, de la guardia de un hombre no se pudo zafar. Rafter la seguía a una prudente distancia sin apartar sus ojos de la semielfa.
Entonces sucedió. Dos hombres habían estado discutiendo efusivamente sobre el valor de una exótica tela. Inevitablemente llegaron los insultos y como único fin posible, los puños. Se formó un amplio círculo de muchedumbre alrededor de los dos combatientes, hablando sobre la pelea e incluso aprovechando la ocasión para apostar por quién sería el vencedor.
Taris-sin también se valió de la circunstancia, pero para lograr otro objetivo: desembarazarse del odioso Rafter. Se mezcló entre el bullicio, viendo por el rabillo del ojo como se esforzaba el capitán de la guardia en seguirla.
La semielfa apretó el paso avanzando en zigzag. Rafter no tuvo más remedio que hacer lo mismo para no perderle la pista, mas se encontró con un obstáculo que no había previsto. Un hombretón musculoso se interpuso súbitamente ante él, tratando de presenciar la trifulca. Rafter no logró refrenarse a tiempo y chocó contra el enorme individuo.
—¡Disculpe! —exclamó mientras se orientaba y buscaba a la mestiza.
El hombre no pareció satisfecho con la disculpa y se volvió a situar frente al capitán. Rafter intentó rodearlo y lo que recibió fue un puñetazo que le rompió el tabique nasal. Chorreando sangre por la nariz, se abalanzó sobre su adversario que, tras recibir una secuencia vertiginosa de golpes tanto en el pecho como en la cara, acabó inconsciente tumbado sobre el pavimento de grava. Rafter levantó la cabeza entre el gentío pero era tarde.
No había rastro de Taris-sin.
La semielfa una vez hubo sobrepasado el corrillo de gente, había emprendido una veloz carrera que la dirigió hacia los callejones más solitarios de la ciudad.
Aminoró el paso para recuperar el aliento y volvió por primera vez la vista atrás. ¡No veía a Rafter!
Taris-sin no estaba muy segura de si se había librado por fin de su perro cazador, por lo que continuó su marcha por la parte oscura de la ciudad.
Los edificios de esta zona eran construcciones de dos plantas, sin ningún tipo de ornamentación y bastante lóbregas. Algunas personas se ocultaban tras los dinteles de las puertas, en tanto otros pequeños grupos de sospechoso aspecto miraban descaradamente hacia la semielfa, susurrando entre ellos.
Uno de ellos se movió discretamente en dirección a Taris-sin. Ella lo vio de soslayo e incrementó la frecuencia de sus pisadas, intentando mantenerse tranquila. El sujeto se fue acercando lentamente y la mestiza torció por una de las callejuelas. Su elección no fue la correcta; la calle estaba cortada, no había salida.
El hombre, presintiendo la preocupante situación de su víctima, se abalanzó sobre ésta. Ella salió corriendo desesperadamente, pero sin saber adónde poder ir. El sujeto la acechaba implacable, saboreando los placeres que le iba a brindar la fugitiva, más el dinero que pudiese llevar.
Con un ágil saltó la alcanzó y la tiró el suelo. Se sorprendió al contemplar sus rasgos, tan deliciosos, y no pudo esperar para poseerla.
Sujetó las muñecas de la semielfa con una mano y se postró sobre ella. Con la otra agarró las vestiduras de la muchacha y comenzó a tirar con fuerza. Taris-sin forcejeaba tratando de liberarse, intentando soltar las manos, pegando mordiscos y pataleando desesperadamente.
Uno de estos impulsivos y azarosos forcejeos trajo consigo un movimiento que abrió un hueco en las defensas del atacante. Por esta brecha se coló la delgada y suave rodilla de Thäis, aunque con la suficiente fuerza como para dejar al sujeto hecho un ovillo en el suelo, quejándose y maldiciendo.
Taris-sin se levantó apresuradamente, alejándose sin perder de vista al ladrón que se retorcía en el piso con las manos en la entrepierna. Mas sus pasos iban perdidos. Nerviosa y atemorizada hasta la médula, la mestiza corría asustada tratando de hallar una salida de aquella sucia zona de la ciudad.
Desalentada y agotada por el esfuerzo, aunque a una prudente distancia, Taris-sin se apoyó en una desconchada y manchada pared de argamasa. Entre profundos jadeos, trató de orientarse buscando con la mirada algún punto conocido, mas era inútil. Estaba sola y perdida.
Deslizando su espalda por el muro, la medio elfa cayó hasta quedar sentada en el frío suelo. Ocultó su cabeza entre las rodillas y los brazos y sintió ganas de romper en amargos sollozos. No obstante, ni siquiera tuvo ocasión de llorar.
El eco de un rítmico y conocido taconeo vibró en la densa y enrarecida atmósfera.
«¡Rafter!», pensó Thäis sin ninguna duda.
Emociones y reacciones contrarias cruzaron por el vertiginoso torrente que era su cerebro. Una parte de ella deseaba correr a los protectores brazos del bravucón soldado y pedirle que la sacara de aquel maldito lugar. Por otro lado, la mestiza temió ver mofa en el rostro del capitán y escuchar después en casa las baladronadas sobre su rescate, profusamente referidas por el capitán de la guardia.
«No. No le daré el gusto de servirse de mí», sentenció, más irritada que segura.
Gateó silenciosamente entre las cajas de desperdicios, tratando de esconderse de Rafter. Utilizando una tabla como escudo, Taris-sin esperó agazapada a que el vanidoso capitán se marchara.
Rafter encaminó sus pasos fortuitamente hasta la esquina donde se ocultaba la semielfa. Lanzó un vistazo a la inmundicia que se acumulaba en el bajo de la pared y esbozando una mueca de asco, se apartó lo antes posible de aquel lugar. El ruido de sus botas se perdió varias calles más allá.
El corazón de Thäis latía desbocado. Sus nudillos estaban blancos fruto de la crispación de sus dedos y un frío sudor resbalaba por su frente, tiznada de polvo. Se disponía a incorporarse de nuevo cuando su agudo oído la avisó del retorno del oficial. En su precipitación tiró un grupo de cajas apiladas que provocaron un fuerte estruendo en su caída. Indecisa, Taris-sin era incapaz de tomar ninguna determinación. Entretanto, Rafter se aproximaba con mayor rapidez, alertado por el ruido de las maderas.
Pero un velado espectador había presenciado todo lo ocurrido.
—¡Por aquí! ¡Sube! —indicó una voz por encima de la medio elfa.
Thäis se giró y vio a un anciano en lo alto de una maltrecha escalerilla. Los irregulares y faltos travesaños de la escala subían al piso superior de una destartalada casucha.
La semielfa sin darse cuenta de sus actos, emprendió la subida a toda velocidad hasta encontrarse frente a su inesperado, aunque desconocido, salvador.
Se trataba de un hombre de avanzada edad, de piel arrugada con una larga y desaliñada barba blanca que alcanzaba la mitad de su encorvado pecho. Su ropa consistía en una larga túnica negra sin ningún signo distintivo, a excepción de los múltiples desgarrones que habían sido zurcidos sin estética ni preocupación una y otra vez.
—Adelante, entra.
Taris-sin se internó precipitadamente en la casucha y esperó con impaciencia a que el viejo cerrara la puerta.
La casa se encontraba tenuemente iluminada por la flaqueante luz de unas pocas velas situadas en los rincones del lugar. Todas las ventanas se hallaban atrancadas con tablones carcomidos, impidiendo que se filtraran los cálidos rayos solares del mediodía.
La sala principal, si se la pudiera llamar así, no ofrecía ningún mobiliario, aparte de unas viejas cajas de madera llenas de polvo amontonadas en uno de los rincones.
En la sala se abrían tres puertas, más por la que había entrado Taris-sin. Ésta contaba con una resistencia metálica que permitía bloquear el acceso.
El anciano entró tras ella y cerró la hoja de madera con el intrincado y rudo mecanismo.
—Sígueme, por favor.
El anfitrión se dirigió a la angosta puerta de la izquierda y la abrió pesadamente, siendo respondido por un penetrante y estridente chirrido.
La quebrada y mugrienta hoja daba paso a una pequeña habitación cuya utilidad se debatía entre despensa y comedor. Presentaba una destartalada mesa de dispersos tablones con un par de banquetas, cajas modificadas para este uso.
—Siéntate. Debes estar exhausta después de tanto correr. ¿Quieres algo de comer?
Ella negó con la cabeza mientras su pecho iba recobrando poco a poco la calma.
—No sé quién te perseguía, pero créeme que en esta casa estás a salvo. Aquí no te buscarán —le explicó el anciano tratando de calmarla.
Sí, era cierto. Había escapado. ¡Lo había conseguido! Escondida en aquella casa jamás la encontrarían.
Lentamente, la semielfa fue recuperando la compostura. Su respiración se normalizó y le fue posible hablar.
—Le agradezco su ayuda, señor…
—Tokannon —se presentó el hombre con una torpe reverencia—, y créeme que lo he hecho encantado. Me gusta ayudar a personas necesitadas y, además, me hacía falta un poco de compañía en este cubil en el que vivo —comentó divertido mientras tomaba unos mendrugos de pan y se los metía en la boca—. Tal vez deberías pasar aquí la noche, no vaya a ser que tus perseguidores sean tan testarudos que no cesen en su empeño de encontrarte.
—No quisiera molestarle —se mostró prudente Thäis, no deseosa de abusar de la hospitalidad que de manera tan oportuna le había brindado el anciano.
—¡Molestar! ¡En absoluto! —descartó vehemente aquella posibilidad con un ademán—. Ya te he dicho que sólo soy un viejo que necesita nueva sangre para alegrar un poco esta morada. Estaré encantado de brindarte una habitación y una cama, no como esas posadas dirigidas por usureros que sólo piensan en el tintineo de las monedas en sus abultados bolsillos.
La conversación continuó durante algunas horas más. El parlanchín anciano habló y criticó divertidamente sobre cada asunto propio de la ciudad, hecho que agradeció Taris-sin, cuya mente aún no había logrado asentarse tras la tortuosa huida.
Tokannon no cesaba de charlar, mas captó el nerviosismo sentido por la mestiza y, haciéndose cargo de la situación, optó por cesar.
—¿Te apetecería acostarte?
Aún era temprano para dormir, pero ella estaba tan agotada por la tensión de la huida y el callejeo posterior que no declinó la invitación.
—Sí, por favor —afirmó ella en un incontenido bostezo.
Tokannon se levantó de su taburete y volvió a la sala anterior, guiando ahora a Thäis por la desportillada puerta de la derecha.
El dormitorio era bastante más pequeño que la despensa. Un jergón de paja yacía en un rincón y un grupo de cajas con la dudosa función de armario ocupaba el otro rincón. La estancia no ofrecía mayor espacio. El ventanuco también se encontraba bloqueado por maderos, por lo que Thäis tampoco se podría refugiar en el consuelo de la tenue, aunque tranquilizante, luz de la luna cuando llegara la noche. Debería permanecer inmersa en la más profunda oscuridad.
—Toma este dormitorio como tu propia habitación —ofreció amablemente Tokannon—. No tengas reparo en hacer pleno uso de ella.
—Pero ésta es su cama. Si yo duermo aquí, ¿dónde lo hará usted? —cuestionó confundida la medio elfa.
—No te preocupes por eso —quitó importancia el viejo—. Tengo asuntos que atender y no pensaba dormir esta noche. Descansa tranquila. Ya hablaremos mañana al amanecer.
—Gracias por su hospitalidad —habló Thäis con sinceridad, desarmada ante tal muestra de cordialidad por parte del desconocido.
—Descuida, más te lo agradeceré yo —contestó el hombre con una desigual sonrisa.
Tokannon cerró tras de sí la puerta de la habitación con un potente chirrido.
Poco después, Taris-sin comenzó a desvestirse ligeramente, dejándose la suficiente ropa para evitar el mínimo contacto con las raídas mantas. Thäis no quiso pensar en el posible origen de los frecuentes rotos en las descoloridas sábanas.
La semielfa se acostó incómoda sobre el camastro. Sin embargo, pese a su creencia de que jamás sería capaz de dormir en aquella cama, inmediatamente el sopor nubló sus pensamientos y su consciencia abandonó la vigilia.
Varias horas pasaron.
El sol fue decayendo lentamente, en tanto la oscuridad luchaba por reclamar la supremacía en su natural dominio nocturno. La mestiza dormía intranquila en el duro camastro. Fríos y amenazadores sueños se transformaban en crudas pesadillas. Su espíritu se deslizaba en un mar negro, agitado por las olas, e iba siendo engullido por un potente vórtice. De pronto sintió algo, como si la llamaran.
Despertó su mente bruscamente del sueño y trató de despejarse con un violento cabeceo. Apartó las mugrientas sábanas y, con un claro presentimiento, se encaminó a la puerta. ¡Estaba cerrada con pestillo desde el otro lado! Thäis se puso nerviosa y empezó a caminar frenéticamente de un lado a otro de la pequeña estancia sin saber qué hacer.
¿Qué tramaría aquel viejo? ¿Sus intenciones serían buenas o todo lo contrario? Ella no se quedaría para saberlo. Se acercó al tapado ventanuco y tanteó el estado de las tablas. En su momento debieron estar firmemente clavadas a la pared, mas ahora su consistencia era mínima. Apartó las maderas con leves tirones, teniendo buen cuidado de no arañarse con los largos clavos oxidados y evitando las molestas astillas.
Una vez arrancados, se asomó por el orificio que daba a un lúgubre callejón y observó que no había nadie. Acercó una de las cajas y se subió sobre ella. Apoyándose sobre los brazos, introdujo la cabeza y fue poco a poco intentando deslizarse fuera con movimientos serpentinos.
Todo iba bien hasta que alcanzó un punto en el que se atoró e hiciera el esfuerzo que hiciera no avanzaba. Frustrada en su intento, trató de avanzar con mayor energía, mas fue un ejercicio nulo. No tuvo más remedio que volver a empezar, pero ahora en sentido contrario. Entró otra vez en el cuartucho, de nuevo confinada.
Nerviosa, tomó el picaporte entre sus delicadas manos y comenzó a forcejear con él hasta que, súbitamente, se quedó con el tirador en la mano. Oyó como al otro lado caía el correspondiente picaporte y la hoja cedía, abriéndose hacia el interior del dormitorio.
Taris-sin se asomó cautelosamente y recogiendo sus escasas pertenencias, penetró en el solitario salón bajo un manto de espesa oscuridad. Las velas estaban apagadas.
Estudiaba el mecanismo de metal que cerraba el portón cuando sintió de nuevo la llamada. Ahora era más clara y aunque no aludía a su nombre, sabía que ella era reclamada. Sus involuntarios pasos la llevaron hacia el dintel de la primera puerta de la izquierda, la única de cuyo interior nada conocía. Se agachó y espió por el ojo de la cerradura.
Allí contempló al anciano, postrado de rodillas frente a una pequeña construcción de piedra con la tosca escultura en bajorrelieve de una grotesca criatura. En los laterales de la estancia colgaban estantes en los que permanecían disecados en tubos y frascos de cristal todo tipo de especies y criaturas, desde ratas, sapos, pájaros, hasta un ser de medio metro, aproximadamente, con cuernos, cola y unas pequeñas alas membranosas adheridas a su escamosa espalda.
Tokannon gesticulaba y levantaba los brazos frenéticamente, en tanto chillaba y entonaba cantos rituales en una lengua que la semielfa desconocía.
—¡Demonios del Infierno! ¡Criaturas del Averno! —invocaba exultante el hombre—. ¡Responded a mi llamada! Venid hasta mí, yo que os he servido fielmente durante décadas y os he adorado hasta el fin. ¡Responded a mi llamada! Tengo una doncella que ofreceros en sacrificio ¡Venid e infundid en mí vuestro maligno poder!
Taris-sin no quiso escuchar más. Manipuló la traba de metal de la puerta hasta que se abrió, después de un sonoro chasquido. Mientras salía atropelladamente, oyó como a su espalda la puerta interior se abría y el anciano corría a la calle gritando tras ella.
—¡No te vayas! ¡Yo te ocultaré! ¡Te defenderé! ¡Por favor, no te marches! ¡Vuelve!
La carrera de Thäis fue refrenándose cuando se alejó lo suficiente de la casa maldita y sus pulmones al rojo vivo la pidieron renovar el aire.
Para alivio de la mestiza, los primeros rayos rojizos del amanecer despuntaron en los tejados de los más altos edificios de la ciudad de Dushen.