18

REENCUENTRO

Moonfae, año 242 D. N. C.

Unos gritos le sacaron de su sueño.

Se incorporó lentamente de su blanda cama y estiró los músculos en un profundo y largo bostezo.

Hacía mucho tiempo que no dormía tan cómodo y tranquilo como aquella noche y su cuerpo lo agradecía. Sólo el hormigueo de su vacío estómago estropeaba aquel agradable momento. Eso y las voces que estaban dando en el pasillo, al otro lado de la puerta.

Con desgana, se levantó de la cama y se vistió con ropas limpias, sin olvidar la larga capa para ocultar parcialmente su rostro. Tendría muchos problemas si lo identificaban como un hykar en Moonfae.

Se aseó en una pequeña palangana de agua que descansaba sobre una mesa y, ya dispuesto, salió de la habitación para conocer el origen de aquella trifulca en el pasillo.

—¡Le digo que no le he robado nada!

El semihykar vio al hombrecillo siendo zarandeado por un hombretón cuyo rostro estaba encendido de cólera. Decidió inmiscuirse en la algazara.

—¿Qué sucede aquí? —preguntó Kylan intentando tomar un carácter severo en su voz—. Suéltale ahora mismo.

El desconocido dudó manteniéndose en un principio firme en su situación, mas la aureola de misterio que irradiaba el entrometido le obligaba a estar alerta.

—¡Hola, Kylan! —saludó alegre a un cuerpo más alto de lo que acostumbraba a estar su cabeza, sin importarle este hecho en absoluto.

—Este pequeño ladrón me ha robado un objeto muy importante —acusó con su enorme dedo— y no voy a dejarle hasta que me lo devuelva —explicó el gigantón sin dar su brazo a torcer.

—Riddencoff, ¿tú le has robado algo a este hombre? —indagó el semielfo de la sombra.

—¡No soy un ladrón! —aseguró Rid molesto—. ¡No he robado nunca nada a nadie!

—Ya lo ha oído. Él no lo ha robado —le indicó al hombretón.

—Pues yo sé que alguien me lo ha robado y él rondaba cerca —rebatió él.

—Entonces, aclaremos el asunto. ¿Cómo era el objeto que ha perdido? —inquirió Kylanfein.

—¡No lo he perdido! —se encrespó el gigantón—. ¡Me lo han robado!

—De acuerdo, se lo han robado —accedió el mestizo con paciencia—. ¿Y cómo era?

—Se trataba de un delicado broche dorado que había comprado en el mercado para regalárselo a mi mujercita —lloriqueó el hombretón, sorprendiendo al semihykar—. ¡Y él me lo robó! —zarandeó de nuevo al hombrecillo.

—Rid —llamó Kylan deteniendo el grueso brazo del hombre—, ¿has visto algún objeto que encaje con esa descripción?

—¡No! —exclamó—. Bueno, quizá vi algo parecido por allí tirado en el suelo en un rincón. Tenía miedo de que alguien lo pisase por descuido y lo rompiera, así que lo guardé para entregárselo a salvo a su dueño —relató con sentimiento el ladronzuelo.

Rebuscó entre sus múltiples saquillos hasta dar con lo que buscaba. Al fin lo encontró, aunque se mostró remiso a soltarlo.

—Aquí lo tiene, —Kylan le tendió la pequeña baratija—, y como ha podido escuchar, él no lo había robado. Le debe una disculpa.

—Eh, bien, sí, bueno —soltó por fin y se marchó rápido en dirección a la barra.

Kylan observó con detenimiento al pequeño que se estiraba y colocaba sus estrafalarias ropas, intentando aparentar estar lo más presentable posible. Cuando estuvo satisfecho con su labor, devolvió la atención a su compañero.

—Y bien —comentó exhibiendo una amplia sonrisa y habiendo olvidado todo lo ocurrido con anterioridad—, ¿qué vamos a hacer hoy?

—Vamos a consultar a un tal Laggan —señaló el mestizo—, que vive cerca del castillo.

—Y ese Laggan, ¿qué tiene de interés? —inquirió Rid curioso—. ¿Es un guerrero? ¿Un soldado? ¿Un clérigo? ¿Un rey?…

—Es un sabio —interrumpió Kylan las preguntas encadenadas de su charlatán compañero.

—¡Un sabio! ¡Qué bien! —exclamó ilusionado Riddencoff—. Y si es un sabio, es que sabe muchas cosas, ¿no? ¿Sabrá cosas de magia? ¡Me encantan los trucos de magia! Hace mucho tiempo que no veo a un hechicero ejerciendo su arte y siempre es interesante estar cerca de uno de ellos porque saltan chispas, se producen explosiones, te convierten en animales como un ratón (aunque hay que tener cuidado de que no haya un gato en la casa, porque entonces te toca echar a correr y jugar con el minino para que no te coma; aunque nunca he visto el interior de un gato. Podría ser divertido). Además siempre existe la posibilidad de que te regalen algún objeto mágico o pierdan alguno de ellos y puedas recuperarlo para devolvérselo después, como este dije que se ha quedado pegado a mi mano —trató de nuevo de extraerlo de su palma, sin éxito— y que no pude devolver al hechicero porque, de repente, lo que era aquí ya no era aquí sino allí, y lo que estaba arriba ya no estaba donde tenía que estar, sino que estaba abajo…

—Si nos quedamos aquí no podremos ir a visitarlo —indicó intencionadamente Kylan para detener la desbocada charla del ladronzuelo—. Así que, vámonos.

—Sí, vamos para allá —terminó más tranquilo Rid, recobrando la respiración.

Kylan no lo sabía, pero en la tierra natal de Riddencoff se decía que la mejor forma de librarse de uno de los suyos era permitirle hablar libremente durante horas, ya que moriría asfixiado. Aunque, la verdad, es que no se sabía de nadie que hubiese aguantado el tiempo suficiente para corroborar el fenómeno, sin haberse suicidado antes o haber eliminado él mismo al hombrecillo con sus propias manos.

sep

Era media mañana cuando Dyreah y Duras bajaron las escaleras del segundo piso hacia el bar.

Las mesas estaban parcialmente ocupadas por los inquilinos que deseaban almorzar temprano para reemprender sus tareas en la villa. Las camareras servían desahogadas el contenido de sus bandejas sobre las mesas y charlaban amigablemente con los clientes ante la falta de trabajo. La atmósfera respiraba calma y acogedora tranquilidad.

El elfo escogió una silla cercana a uno de los ventanales y brindó cordialmente otra a la muchacha.

Dyreah la aceptó agradecida y se sentó en la mesa de tablas de madera.

—¿Has hallado algo de interés en los libros de tu habitación? —preguntó la semielfa, interesada por conocer los resultados de las pesquisas de su compañero.

—Siento decir que en ellos no he localizado mas que meras observaciones de la antigua existencia del Orbe en la desaparecida ciudad élfica de Aeral, en los salvajes bosques al norte —admitió derrotado Duras—, pero ninguna aportación que pudiera ayudarnos en nuestra búsqueda. Por el contrario, he visitado el hogar del sabio.

Laggan antes de llamarte —anunció el elfo—. Su sirviente se mostraba reticente a permitirnos una audiencia, pero al escuchar tu nombre y el linaje que te precedía, su actitud cambió sorprendentemente —comentó aún extrañado—. Debemos acudir sin falta antes del mediodía.

Dyreah escuchaba las palabras de su compañero, mas su atención y pensamientos estaban muy lejos. La revelación de la noche anterior la había alterado y emocionado, y en lo más profundo de su corazón deseaba encontrar al semielfo de la sombra en su camino hacia la pequeña torre. Suspiró profundamente y se despejó con un cabeceo de las ensoñaciones que albergaban sus pensamientos.

—¿Qué van a tomar? —exclamó una camarera pelirroja que se había acercado sin que ninguno de ellos lo advirtiera.

—¿Cuál es la comida del día? —preguntó la semielfa al advertir el desconcierto en el sorprendido elfo de dorados cabellos.

—Hoy tenemos filetes de arce acompañados con un suave caldo de su propio jugo —recitó con diligencia la muchacha.

—Sírvenos dos raciones —decidió Dyreah por los dos.

—¿Y para beber? —continuó la camarera.

—Vino claro para mí —intervino Duras—. ¿Y para ti?

—Agua —afirmó la mestiza.

—Bien, de acuerdo —anotó ella y se marchó a la barra, no sin antes brindarle un descarado guiño al elfo.

—¿Has descansado bien esta noche? —se interesó él apartando las ideas de su cabeza.

—Poco… pero plácidamente —ensalzó la semielfa al rememorar la noche anterior.

—Me alegro de que haya sido así —apuntó con sinceridad Duras volviendo a enterrarse en sus privados pensamientos.

Pocas palabras se cruzaron durante los minutos siguientes. La camarera regresó y dispuso los platos sobre la mesa realizando estudiados y sugerentes movimientos al deslizarse junto al guerrero, mas si éste se percató de algo no dio muestras de ello.

Terminado el almuerzo, aprendiza y maestro de armas salieron de la posada.

Cruzaron las atestadas calles de Moonfae que bullían con el colorido propio del día de mercado. Tras preguntar a un comerciante ambulante, conocieron la existencia de un camino que conducía directamente al hogar de Laggan el Sabio.

Un sencillo sendero de losas de piedra que serpenteaba al lado de la última vivienda del pueblo indicaba la dirección a seguir.

—¡Hola! —les saludó con una sonrisa de oreja a oreja puntiaguda un pequeño hombrecillo de coloristas ropas que venía correteando en dirección contraria, saltando de losa en losa por el sendero y que pronto les dejó atrás.

Ambos se miraron aturdidos y continuaron adelante sin mediar palabra.

El hogar de Laggan era un pequeño edificio sin pretensiones situado a los pies de una pequeña elevación natural, que parecía ser poco más que un silo o un molino de viento abandonado antes que el hogar de uno de los eruditos más afamados de Aekhan. Estaba construido totalmente con bloques de piedra, con un techo circular en pico y cubierto de enredaderas. La estructura no poseía edificios auxiliares, pero algunos anexos habían sido pegados en la parte trasera de la construcción.

Llamaron a la puerta de madera y con prontitud el sirviente del sabio acudió a abrirla.

—Entren —ofreció el anciano con tono autoritario—. Mi maestro les está esperando.

La humildad que se leía en el exterior de la torre se mantenía en el interior. Un antiguo y simple mobiliario de madera permanecía ocupado en toda su extensión por multitud de papeles y pergaminos en un aparente caos y desorden.

Sentado en una mesa y completamente abstraído en su afanoso trabajo, estaba Laggan. Su piel denotaba los estragos del tiempo, arrugada y veteada de manchas. Vestía una amplia y cómoda túnica blanca y unas gruesas lentes descansaban sobre el puente de su nariz.

Duras y Dyreah permanecieron de pie mientras el sabio se percataba de su presencia. Largos segundos fueron pasando sin que Laggan diera muestra alguna de reconocer la existencia de los dos invitados. Dyreah, impaciente, lanzaba nerviosas miradas al elfo que esperaba rígido, como de piedra. Sin poder esperar más, la semielfa abrió la boca para hablar.

—La misión que tienes por delante va a ser muy dura —comenzó inesperadamente el erudito sin levantar la cabeza de sus libros, dejando perpleja a la mestiza—. Te enfrentas a poderes venidos del mismo Averno y sus poseedores no se mostrarán clementes ante la vida de ninguna criatura.

Laggan se levantó de su silla y se dirigió a la puerta.

—Seguidme —exhortó apoyándose en un retorcido bastón y abriendo la vetusta hoja de madera—. Hablemos fuera. La calidez del sol me hará bien.

Dyreah, con Duras tras ella, seguía al sabio que se internaba en silencio entre las verdes frondas del bosque.

—La destrucción de la magnífica Aeral —continuó el sabio—, fue la segunda gran invasión demoníaca en Aekhan después del Gran Exilio del Ejército de la Oscuridad en los albores de los tiempos. El mal que se alojó en el corazón de la ciudad se extendió rápido y mortal, como una plaga que llevó la destrucción a todas las zonas de los alrededores.

»El primer foco de defensa y poder ante el hedor que se extendía por los antiguos bosques elfos fue Alantea, hogar de magos sabios y eruditos, a partir de la cual se creó un fuerte cordón de cohesión entre los diferentes poblados tanto de humanos, elfos y demás razas de la luz, para detener la diabólica y caótica estampida. —Laggan meditaba sus palabras y rememoraba como si él hubiese sido testigo de todo ello—. Fueron tiempos muy difíciles para los habitantes al nordeste de las costas de los Mares del Fénix, mas las duras pruebas los endureció y fortificó hasta habituarse a la tensión de vivir tan cerca de un pozo infernal.

Dyreah escuchaba con atención las palabras del anciano.

—Los supervivientes en la masacre de la invasión de Aeral fueron cálidamente acogidos en los diversos poblados de la región —explicó Laggan—, pero uno de los que escaparon con vida rehusó la ayuda. Su propia mano había sido la causante indirecta de la caída de su ciudad natal y la culpa la hostigaba como una afilada daga posada en su cuello. Su nombre era Nyrie Anaidaen, y su pecado, enamorarse.

»El resto de la historia ya la conoces, así que no voy a repetirla —aclaró Laggan.

—¿Y qué hay de mí? —preguntó exaltada la medio elfa—. ¿Qué tengo que hacer yo?

—Tu misión, como la de tu madre, consiste en recuperar el Orbe de la Luz Eterna y devolverlo a su lugar de origen —indicó el sabio.

—¡Eso ya lo sé! —exclamó nerviosa. Respiró hondo y procuró calmarse—. Lo que quiero decir es cómo puedo encontrarlo.

—No tienes por qué buscar la respuesta. Ella acudirá a ti —sentenció misterioso el viejo—. Pero presta atención al consejo que debo darte: la nítida luz no siempre es clara en su brillo, mas la tenebrosa oscuridad puede no ser tan sombría como parece en un principio.

La semielfa se giró y contempló pensativa la frondosa vegetación que se extendía frente a ella. Las palabras del sabio tenían eco de verdad, mas eran demasiado intrincadas para que ella pudiera entenderlas con claridad. Se volvió para preguntar a Laggan, pero sólo estaba Duras tras ella. El erudito había desaparecido sin dejar rastro de su presencia.

—Dyreah, escucha —señaló el elfo indicándola al frente.

sep

Riddencoff trotaba alegremente alrededor del semihykar siguiéndole en su camino.

La mañana había amanecido despejada y las empedradas calles de la villa no habían sufrido grandes males a causa de la lluvia, facilitando su recorrido.

Los compañeros dejaron atrás las últimas casas de la urbe y tomaron el sendero de losetas que amablemente les habían indicado. El camino se iba perfilando más nuevo según iban avanzando y al final llegaron a la pequeña torre.

La vieja puerta de roble chirrió gravemente como si de un quejido se tratara cuando contestaron a su llamada y un hombre anciano les abrió el acceso al edificio.

—¿Qué desean? —inquirió con algo de aspereza el sirviente.

—Venimos a solicitar una audiencia con Laggan —comunicó Kylanfein, sin dejarse intimidar por la actitud del anciano.

—Bien, entren y cierren la puerta —concedió el hombre con reticencia.

La habitación que ejercía de despacho en la que entraron lucía un humilde y carcomido mobiliario que presentaba un auténtico caos de cartas y documentos. El sirviente se sentó tras una mesa y haciéndose un pequeño hueco sobre su superficie, tomó un grueso y polvoriento volumen de arrugadas tapas y lo abrió disponiéndose a tomar nota en él.

—¿No tenían cita previa, verdad? Bien —concluyó sin esperar respuesta—. ¿Su nombre?

—Kylanfein Fae-Thlan —contestó el mestizo.

—Y Riddencoff Spaktoch —agregó el hombrecillo saltando para hacerse ver detrás de la mesa.

—¿Motivo de la consulta? —continuó el anciano ignorando a Rid a pesar de sus denodados esfuerzos.

—Eh… Una visión —respondió indeciso el semihykar.

—Bien. Una visión —escribió el anciano—. ¿De qué naturaleza?

—De una mujer elfa…

—De género femenino y naturaleza élfica —apuntó—. ¿Quiere firmar aquí?

El sirviente le tendió la pluma y le señaló en una esquina del carcomido pergamino. Kylan recogió el útil de escritura, pero tuvo que soltarlo por el súbito e inesperado calambrazo que recibió de él.

El secretario se incorporó bruscamente, mientras la pluma se deslizaba por el suelo tras ellos.

—¡Hykar! —espetó asustado el escriba, que trazó unos intrincados símbolos en la pared.

Ante el asombro de Kylan, el anciano adoptó una pose defensiva y se preparó para la lucha.

—Escuche —intentó tranquilizar el mestizo—, no vengo a hacer daño a nadie. Sólo quiero una entrevista con su maestro.

—¿Por qué has hecho saltar los glifos de alarma, Thonas? —exclamó otra voz.

Por la escalera de caracol bajaba un hombre de titubeantes pero elegantes movimientos a pesar de la avanzaba edad que evidenciaba. Vestía el atuendo típico de los eruditos y sujetaba en su mano derecha un retorcido cayado.

El recién llegado observó a su sirviente con interés y se percató de las miradas que lanzaba a su invitado.

—¡Ah! Ya veo —comentó al reconocer la naturaleza de Kylanfein—. Siéntate. Tenemos que hablar.

El medio elfo de la sombra buscó una silla y la encontró esperando detrás de él. En tanto, Rid se entretenía toqueteando y estudiando todos los papeles que hallaba a su alcance. Aquellos que encontraba interesantes pronto desaparecían hábilmente entre sus ropas.

—Disculpe a mi amigo —se apresuró a excusarse Kylan al observar la ceñuda mirada que el sabio le dirigía al ladronzuelo—. Es de naturaleza muy inquieta.

—Ya veo, ya. Todos estos pequeños son iguales —gruñó el sabio—. ¡Thonas!

—Sí, maestro —acudió presto para resolver sus deseos.

—Enséñale algunos mapas antiguos a nuestro nervioso invitado de manos rápidas para que se entretenga —exhortó Laggan.

—Sí, maestro —se dirigió pesaroso al pequeño y nervioso individuo—. Venga por aquí, por favor.

—¡Hasta luego, Kylan! —se despidió contento Rid marchándose en pos del escriba.

Por fin solos, el anciano se dirigió al joven.

—En verdad no es frecuente encontrar un mestizo de humano y elfo de la sombra en Aekhan —comentó el sabio interesado—. ¿Quiénes son tus padres?

—Mi padre es Tsavrak Fae-Thlan, hykar de nacimiento y guardabosques de los bosques limítrofes de Alantea. Mi madre se llamaba Riannhe… y era humana, del condado de Hashtor. Ya no está entre nosotros —explicó con tristeza el vástago.

—Sí —afirmó Laggan—. ¿Y que te ha traído aquí, a Moonfae, tan lejos de tu hogar en el norte?

—No mi voluntad, desde luego —espetó Kylan—. El nombre de la persona que me ha requerido en este lugar es Nyrie Anaidaen.

Estas palabras provocaron un forzado silencio en la torre, únicamente roto por la aguda y exaltada voz de Riddencoff que charlaba con Thonas en otra sala.

—Nyrie Anaidaen —repitió meditabundo Laggan acariciándose la barbilla—. Es un nombre que no escuchaba desde hacía mucho tiempo… ¿Cómo se encuentra?

—Si no me equivoco, muerta —simplificó el medio elfo de la sombra con desagrado.

—Debí suponerlo —se entristeció el erudito—. Su final era previsible. ¿Cuando ocurrió?

—Lo desconozco —aseguró Kylan.

—Entonces el auténtico motivo que te obliga a solicitar mi ayuda es su progenie —aclaró con severidad Laggan.

La revelación del anciano dejó sin aliento al mestizo.

—Dos son las razones que te impulsan a olvidar tus deseos de regresar al hogar y embarcarte en esta inesperada cruzada —dictaminó el sabio—. Una, son los principios que te conducen a obrar noblemente en una causa justa, acción que te honra; la otra, tus propios sentimientos que nublan tu juicio.

»Debes aclarar tus sentimientos, porque los impulsos de tu corazón, aunque sinceros —acentúo el anciano—, pueden brotar de una fuente inesperada.

Kylanfein consideró con lentitud e interés las experimentadas y sabias palabras del hombre, mas una pregunta residía aún en sus pensamientos.

—¿Y dónde está ella? —cuestionó al fin.

—No me corresponde a mí solucionar tu problema —desalentó al semihykar—. Confía en tu destino. Ahora debo continuar con mi trabajo.

Kylanfein se marchó de la sala donde un pobre y atormentado Thonas soportaba las interminables y extravagantes preguntas de Riddencoff con mucha paciencia.

—Y la arboleda de esta zona de aquí, ¿cómo me habías dicho que se llamaba? —acosaba el hombrecillo sin piedad alguna—. ¡Hola, Kylan!

—Venga, Rid —le llamó el joven guerrero—. Nos vamos.

—De acuerdo. ¡Hasta otro día! —se despidió del escriba, que suspiró profundamente cuando la puerta se cerró.

Anduvieron unos cuantos pasos cuando el ladronzuelo no pudo reprimir por más tiempo su curiosidad.

—¿Qué te ha contado? —se interesó.

—Perdona Rid, pero ahora no puedo hablar contigo —lamentó Kylanfein—. Necesito estar un rato a solas. Date una vuelta por el pueblo, nos veremos más tarde en la posada.

—¡Oh! Bueno. De acuerdo —aceptó sin problemas—. ¡Qué te vaya bien y halles muchas cosas emocionantes! ¡Pero cuéntamelas luego!

Y el hombrecillo se marchó por el sendero de losetas saltando de piedra en piedra.

Kylanfein no tomó el camino, sino que optó por internarse en las tupidas frondas que rodeaban la elevación rocosa.

sep

El semihykar no dudaba de la verdad que residía en las palabras del sabio, pero aceptarlas no era tan fácil.

La aparición del espectro de Nyrie Anaidaen le había ayudado a tomar una decisión. Su vida era larga y no podía esconderse del mundo en la arboleda. Además existían personas que le querían y llamaban amigo a quienes no debía abandonar de esta manera.

Pero uno de los factores que le impulsaban a continuar con el cometido de su misión era la decisión de probarse a sí mismo. Ya antes había luchado en gran cantidad de combates por su vida. Sin embargo, después del accidente que le cegó temporalmente, su confianza en sí mismo se había debilitado de manera considerable. Necesitaba una prueba, y buscar y ayudar a Thäis Shade lo sería.

El bosque presentaba los tonos propios del otoño, con la superficie ocupada por la hojarasca caída de los árboles que iban exhibiendo las ramas desnudas. Los pájaros cantaban en lo alto de las copas y la maleza vibraba con el continuo movimiento de los seres que la habitaban.

Por unos segundos rememoró su estancia en la arboleda de la Guardiana, el duro entrenamiento diario en la espesura a pesar de la ceguera; un sentimiento de nostalgia lo embargaba. Sí, éste era un buen momento para recordar.

Kylanfein cerró los ojos y se concentró profundamente.

Suaves ráfagas de viento mecían con suavidad las débiles hojas de los abedules, desprendiéndolas para formar parte de la gruesa alfombra que cubría y nutría la tierra. Un dulce aroma de flores silvestres se deslizaba invisible por el aire, perfumando el ambiente con el delicado aroma a lavanda.

Un mirlo entonaba su canto en una alta rama disfrutando de la intimidad de su localización. Una pareja de liebres corría de seto en seto evitando descubrirse fuera de los improvisados refugios. Mas algo en su actitud evidenciaba un peligro desconocido. Avanzaban en zigzag, rodeando deliberadamente la posición de… ¡su espalda!

El semihykar desenvainó sus espadas en un rapidísimo giro y detuvo la doble estocada que se cernía sobre su cuello.

«¡Thra’in!».

El mestizo lanzó un torbellino de golpes que buscaban a su adversario desde todos los ángulos posibles, pero que no ejercieron ningún efecto sobre el hykar. Aprovechando un leve tropiezo de Kylan, Thra’in pasó a la ofensiva en una danza frenética de espada y daga que obligaron a retroceder al semihykar.

En ese momento el hykar lanzó una estocada a fondo que Kylan consiguió evitar por poco, apartándose tan bruscamente que sus pies chocaron con una raíz emergente de un árbol. Nada más caer, rodó fuera del alcance de las hojas de su enemigo que raudas se cernieron implacables sobre él. Se defendió como pudo, hasta que logró levantarse y plantar cara con sólo un par de rasguños en el torso.

Pero el hykar estaba en desventaja. En el Inframundo el más mínimo roce se convertía en un claro identificador de la localización del oponente. Pero estaban en un bosque, un lugar extraño para el líder de la milicia de la familia Kala’er, donde una infinidad de ruidos anulaban su sentido del oído y lo volvían descuidado. En un par de ocasiones Thra’in se giró de forma temeraria para afrontar el peligro que ofrecían unas hojas secas mecidas por el viento.

Kylan aprovechó uno de estos precipitados movimientos para marcar la ventaja. Apartó de un mandoble la espada del elfo de la sombra y se arrojó sobre él, provocando su caída sobre el húmedo terreno.

El hykar trató de defenderse como gato panza arriba, pero la mayor corpulencia del mestizo lo inmovilizaba parcialmente. Inútiles la espada y la daga, Thra’in lanzó sus manos al cuello del mestizo. El aire no llegaba a los pulmones de Kylan por la terrible tenaza que los fibrosos músculos de los brazos del elfo de la sombra creaban alrededor de su garganta. Kylanfein lanzó varias veces sus puños sobre el estómago del hykar, pero el escaso ángulo de que disponía no le permitía imprimirles mucha fuerza.

Kylanfein, atrapado como estaba, empujó la mandíbula de Thra’in obligándole a alzar la mirada al cielo. Una fulminante luz cegó al elfo de la sombra, que se apartó llevándose las manos a los ojos heridos, buscando protección.

El mestizo aprovechó el breve lapso de tiempo para recuperar una de sus espadas y disponerse para el siguiente ataque. El hykar, recuperado, asió sus dos hojas y se mantuvo quieto estudiando la posición de su adversario.

Thra’in tomó aliento y se lanzó en una nueva carga sobre el mestizo. Un zumbido a su espalda lo hizo apartarse y rodar por el suelo. Una flecha se clavó en el suelo donde antes estaba.

Detrás de la maleza a unos cincuenta pasos, apareció un elfo que portaba un arco en las manos, con una flecha preparada para ser lanzada. A su lado, la figura de una guerrera se dibujaba contra el sol, mas era el brillo propio de la armadura que vestía el que no le permitía fijar la mirada. Vio que el semihykar estaba unos pasos alejado de él y estimando la complicada situación en la que se encontraba, optó por internarse en la maleza tan rápido que ni el elfo tuvo oportunidad de lanzar una segunda flecha.

Kylanfein, apreciando la inesperada ayuda que había recibido, avanzó hacia sus colaboradores tras recuperar su segunda hoja, no sin cierta cautela. Grande fue su sorpresa cuando reconoció a la semielfa.

Su aspecto había cambiado considerablemente. Ahora llevaba su negro cabello más corto, con una larga y delgada trenza que descansaba sobre su hombro derecho. Lucía una magnífica armadura plateada finamente elaborada en fuerte contraste con la burda y tosca cota que malamente vestía cuando la conoció. En su porte se apreciaba una mayor seguridad y confianza.

—¡Thäis Shade! —exclamó inconscientemente el joven guerrero sin poder evitarlo.

—¿Le conoces? —preguntó sorprendido Duras a Dyreah.

—Sí que le conozco —afirmó la semielfa con una amplia y, a la vez, tímida sonrisa en sus labios—. Es Kylanfein Fae-Thlan.

sep

—¿Qué haces en Moonfae? —se interesó Dyreah, deseosa de conversar con el semielfo de la sombra.

—Muchas han sido las circunstancias que me han traído hasta aquí —comentó Kylan tratando de evitar contar los auténticos motivos.

Kylanfein estaba maravillado de su suerte y agradeció al Destino aquel momento. Por fin la había encontrado y podría aclarar sus sentimientos. Lo único que enturbiaba aquel glorioso instante era el estudio al que estaba siendo sometido por el silencioso y expectante elfo.

La mestiza se percató de la mirada de Duras y reaccionó.

—No os he presentado como debiera —se disculpó la joven—. Duras, éste es Kylanfein Fae-Thlan, de Alantea. Y Kylan, éste es Duras Deladar…

—De los Grandes Bosques —interrumpió el elfo con aspereza.

Un cruce de frías miradas fue el único saludo que intercambiaron ambos varones.

Duras escrutó con detenimiento al semielfo. Sus ojos se iluminaron y saltó atrás desenvainando su espada y amenazando con ella a Kylan.

—¡Por todos los dioses! ¡Es hykar! —increpó el elfo con ira en su voz sin dejar de vigilar a Kylanfein.

El mestizo se apartó a un lado y tomó sus espadas, dispuesto a defenderse.

—Acabo de luchar contra un hykar por mi vida y no dudaré en hacerlo también con un elfo —sentenció Kylanfein tranquilo.

—¡Duras! —intervino Dyreah—. ¡No hay motivo para luchar! Es un semielfo de la sombra, pero ha renegado de los de su raza. Si confías en mí, puedes confiar en él.

Duras acató con recelo las palabras de la medio elfa. No obstante, decidió que no perdería de vista al semihykar.

Pasados unos instantes de tensión, Kylan se volvió a dirigir a Dyreah, ignorando la presencia del elfo y emprendiendo un paseo por la floresta.

—¿Cómo has llegado hasta aquí desde Tanen? —continuó el mestizo.

—Si supieras las vueltas que he dado hasta llegar a la región —bromeó la semielfa mientras le acompañaba—. Todo empezó el día que te arrestaron.

—Aquel día no pude despedirme de ti —se lamentó Kylan excusándose—. Me advirtieron que no debía permanecer en la ciudad durante más tiempo. Tomé mi caballo y tuve que marchar de inmediato.

—No hubieras podido despedirte ni aunque se te hubiera permitido hacerlo —declaró ella—, pues ya no me hallaba en La Diosa del Amanecer. Me secuestraron y luego fui rescatada por…

Dyreah no terminó la frase porque la atención y la mirada de Kylanfein se clavó en un único punto al frente.

Allí, sobre la hojarasca del bosque y apenas oculta por las frondosas ramas de unos altos arbustos, frente a la entrada de una cueva, yacía un cuerpo.

Kylan se acercó con prudencia a la oscura figura enterrada por las hojas. Dirigió una mirada a sus nuevos compañeros y dio la vuelta a la figura.

No podía creerlo, ¡era una elfa de la sombra! Y además con cada una de las bellas características de su raza: el cuerpo delgado y flexible, piel tersa y perfecta de color ébano, cabello largo y muy fino de un blanco intenso y la extrema perfección y sensualidad de sus atributos femeninos.

El mestizo no pudo evitarlo. Ante los sorprendidos ojos de los presentes, Kylan tomó el inconsciente cuerpo entre sus brazos. Lo levantó del suelo y entró en la oscuridad de la caverna. Una vez dentro, extendió su capa en el frío y rocoso piso de la gruta y depositó suavemente sobre ella el cuerpo exánime de la hykar.

Acarició su sedoso cabello mientras deslizaba su mano por la voluptuosidad del cuerpo femenino con la falsa excusa de examinar su estado; aunque esta explicación no aliviaba su conciencia. Le extrajo la desgarrada y harapienta capa de viaje y advirtió más tranquilo que no presentaba heridas externas de gravedad. Sobre su piel se extendía una fina cota de mallas de obsidiana, cuyo único daño sufrido era la breve exposición a los rayos solares.

—¿Quién es? ¿La conoces? —preguntó una voz femenina a la espalda del semihykar, que reaccionó sacudiéndose la cabeza como si tratara de despertarse de un sueño.

—No sé quién es —confirmó Kylanfein.

—¡Déjala morir! ¡Es una elfa maldita! —escupió estas últimas palabras Duras.

La gélida mirada con que le correspondió el semielfo de la sombra provocó un violento duelo de voluntades entre los dos guerreros.

—Acércate a ella y no volverás a ver otro amanecer —amenazó implacable Kylan.

—Al menos no tengo que esconder mis ojos a la luz del alba como las alimañas —correspondió el elfo sin dejarse amilanar.

—¡Ya basta! —intervino apaciguadora la semielfa—. Duras, eres elfo y tus creencias no te permiten dejar morir a ninguna criatura, sea cual sea su raza. No dejes que tus prejuicios hacia los hykars nublen tu juicio.

»Kylanfein Fae-Thlan —continuó ella encarando ahora al mestizo—, tú conoces mejor que nadie el peligro que encierra la presencia de un hykar del Inframundo. Sólo te pedimos que mantengas la guardia en alto hasta que ella se recobre y podamos conocer sus intenciones —argumentó convincentemente Dyreah.

—Estoy conforme con lo que dices —aprobó Kylanfein—, mas no la podremos llevar al poblado, así que permaneceré aquí a su cuidado. Y —agregó con ira en su voz—, ten cuidado, elfo. Mide tus palabras.

Duras Deladar le dio la espalda con desdén y salió con arrogancia de la cueva.

—Kylan, no puedo quedarme —declaró apesadumbrada la mestiza sin atreverse a mirar los ojos del semihykar—. Pero te doy mi palabra de que regresaré pronto.

Kylanfein cabeceó comprensivo y no trató de detener la partida de Dyreah.

El mestizo quedó en la oscuridad de la cueva, al cuidado de una desconocida mujer hykar.