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EL SUSPIRO DEL VAGABUNDO

Garganta del Lobo, año 242 D. N. C.

sep

—¿Por qué hemos viajado hasta aquí? —preguntó de improviso la fémina—. ¿Acaso sabes de alguna pista que podamos descubrir en este lugar?

Dyreah había frenado su yegua y ahora miraba con interés a su compañero.

El largo y duro viaje se había iniciado muchas jornadas atrás, al sur de los Grandes Bosques de los elfos, siguiendo como guía el margen del río Niaman. Agotadoras marchas a caballo continuaron del día a la noche, descansando al manso sonido de las aguas en su corriente natural.

Llegaron a adentrarse en lo más profundo de las salvajes e inhóspitas frondas que cubrían los grandes y antiguos esplendores del extinto reino élfico. Nada interrumpió su recorrido hasta entonces.

—No tengo ninguna pista que seguir —concedió el elfo—, pero sé que si precisamos información o ayuda referente al Orbe de la Luz Eterna, es a Moonfae donde debemos acudir.

Tras dos semanas de no ver más que árboles, el bosque se abrió dando paso en el nublado y amenazante horizonte a unos pocos edificios limítrofes de la villa a la que se aproximaban.

—¿Y a quién debemos acudir en la ciudad? —inquirió la semielfa con renovada curiosidad.

—En otro tiempo nuestra primera elección habría sido consultar la amplia biblioteca del Castillo Viejo, pero no conozco al nuevo señor, así que —meditó unos segundos—, pediremos una audiencia con Laggan el Sabio.

—¿Laggan el Sabio?

Dyreah no reconocía aquel nombre, mas no agregó ningún otro comentario.

Siguiendo la ribera izquierda del caudaloso río, se acercaron a la linde de la villa de Moonfae.

Junto a un ensanchamiento del curso fluvial se levantaba un molino que daba síntomas de cierta decadencia, como demostraban los grandes bloques de piedra que antes pertenecían a las paredes y que ahora descansaban junto a la base de la estructura.

A la izquierda aparecía una amplia zona reforestada que en algún tiempo pasado debía de haber sido víctima del crepitante fragor de las llamas.

Nada más alcanzar el vetusto puente que comunicaba ambas márgenes del río, pudieron observar las siluetas de varias construcciones a cual más extraña.

—Allí, apoyada en la ladera de aquella pequeña elevación de roca viva, permanece el Castillo Viejo, hogar del señor de la región.

La elfa no pudo evitar estremecerse ante el intrincado y oscuro diseño de la edificación, mas no deseó conocer su origen.

—Y aquella de allá es nuestro objetivo —puntualizó el elfo, señalando con la punta de su dedo un punto de la escena del lugar.

—¿Esa pequeña torre? —cuestionó ella, esperando haberse equivocado en su elección.

—Sí, así es —ratificó Duras.

El hogar de Laggan el Sabio resultaba insignificante en comparación con el Castillo Viejo. Se trataba de una estructura de dos plantas cubierta de hiedra en sus muros, sin construcciones anexas. Se había utilizado piedra común para la edificación y una sencilla puerta de madera daba acceso al interior.

—No nos dirigiremos ahora hasta ella —advirtió el elfo—. Primero tomaremos alojamiento en la posada El Suspiro del Vagabundo.

Azuzaron a sus monturas y tomaron rumbo al centro de la villa. Las primeras gotas de lluvia que comenzaron a precipitarse sobre la región, les dieron la bienvenida.

Tras cruzar el puente y recorrer las zonas de cultivos adosadas a la urbe, hallaron sin problemas el hostal del lugar.

El Suspiro del Vagabundo era una antigua posada de tres pisos edificada en piedra y madera, que presumía de no haber sido nunca restaurada. Se alzaba en la carretera principal y no lejos del camino que conducía al norte. Dieron alojamiento a los caballos en los establos que estaban justo detrás del patio interior de la casa, en el lado este, y cruzaron la puerta principal.

La taberna ocupaba la mayor parte de la planta baja. Un elevado número de mesas con sus sillas se disponía en esta amplia y limpia sala. Tras la barra esperaba una mujer de mediana edad, de cabellos castaños y gesto autoritario. Su nombre era Bleeda y regentaba El Suspiro del Vagabundo desde hacía varios años.

—¿Qué desean? —preguntó con cortesía la dueña de la casa.

—Quisiéramos tomar dos habitaciones para unos pocos días —indicó Duras girando la cabeza hacia Dyreah, que asintió sin reparos.

—¿Tienen alguna preferencia? Ahora estamos en temporada baja y tenemos diversas habitaciones libres —informó amablemente Bleeda.

—Ya que lo comenta, así es —afirmó el guerrero—. Aquellas que queden cubiertas por estas monedas durante al menos un par de días —comentó Duras ofreciendo un montoncito de piezas plateadas.

—Muy bien. Aquí tienen las llaves —interrumpió con suavidad la regenta, recogiendo las monedas y tendiendo dos intrincadas llaves forjadas en hierro—. Espero que disfruten de su estancia en El Suspiro del Vagabundo.

—Le agradecemos su hospitalidad —contestó él.

Duras tomó las llaves y los dos compañeros volvieron a salir para solicitar la ayuda del sabio de Moonfae.

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Una densa cortina de agua les recibió en el exterior, mas pronto llegaron a la pequeña estructura ensombrecida por la imponente y extravagante figura del Castillo Viejo.

El elfo se aproximó y con suma reverencia llamó a la puerta. Unos segundos transcurrieron sin ocurrir respuesta, así que insistió. El crujir de los tablones de madera avisó del movimiento de la vetusta hoja.

Una débil luz surgió del cálido interior, esbozando la figura del patrón de la casa.

El hombre poseía una elevada edad, como denotaban las profundas arrugas que surcaban su rostro, aunque sus ojos brillaban vivaces demostrando su total capacidad mental. De anterior constitución fibrosa, el cuerpo se presentaba enjuto, mas de suaves y elegantes maneras y su espalda permanecía erguida, manteniendo un porte altivo. Sus ropajes lo componían una larga túnica de oscuro color y unas calzas de igual tono, con un cinturón de cuero rodeando su cintura.

—¿Qué desean a estas avanzadas horas de la noche? —preguntó el hombre anciano concediendo a sus palabras un cierto aire de reproche.

El elfo se adelantó para hablar.

—Perdone por las molestias, pero necesitamos hablar con el gran sabio —planteó Duras con buenos modales.

Un poderoso trueno resonó en el recio viento.

—El maestro se halla ocupado esta noche y no debe ser distraído —señaló el anciano manteniéndose en el marco con la puerta entreabierta.

—¿Nos podría indicar en qué momento podríamos solicitar una audiencia con el señor de la casa? —inquirió el elfo sin dar su brazo a torcer a pesar del frío y del aguacero que caía implacable sobre su cabeza.

—Pásense mañana después del alba y les recibiré en mi despacho para rellenar las pertinentes instancias —concedió el anciano—. Y ahora si me disculpan, buenas noches —se despidió cerrando la hoja de madera tras él.

Duras se retiró de la entrada y regresó con su compañera bajo la lluvia. Una mueca de desaliento cruzaba la cara de ella.

—No te preocupes por el resultado de nuestro intento de hoy —la calmó el elfo—. Llegar hasta Laggan es difícil, pero precisar su colaboración merece cualquier esfuerzo por nuestra parte.

La semielfa exhaló un hondo respiro satisfecho y esbozó una débil sonrisa que curvaba con suavidad sus tiernos labios de ligero tono azulado.

—Ahora debes volver a la posada —expresó Duras—. Pareces cansada y yo voy a continuar realizando averiguaciones en la ciudad.

Dyreah no deseaba irse a descansar dejando a su compañero efectuando el trabajo que le correspondía a ella, mas los dolores que aquejaban su cuerpo la desanimaron y la obligaron a acceder. Afirmó con un leve cabeceo y se dio la vuelta mientras la lluvia empapaba su negro cabello.

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Una silenciosa y delgada sombra se deslizó por un solitario callejón buscando el cobijo de las tinieblas.

La poderosa tormenta crispaba con furia sus relámpagos sobre su cabeza, mas él permanecía ajeno a ello. Una única finalidad guiaba sus pasos: servir a su Amo.

Después de realizar una aguda inspección de la oscura zona, extrajo un extraño objeto de entre sus amplias ropas. Lo dispuso adecuadamente entre sus largas y hábiles manos y, entonando una lenta y gutural salmodia, se concentró en su labor.

«Kuztanharr, Señor Infernal, concede a tu siervo unos momentos de tu preciosa y terrible atención», invocó él.

«¿Por qué me molestas, esclavo?», resonó con potencia una voz en su cabeza transcurridos unos breves segundos de profundo trance. «¡Pones en peligro tu alma sólo con pronunciar mi nombre!».

«Maestro», comenzó él con el pensamiento. «Os traigo buenas noticias. Ella está aquí, en la Garganta del Lobo. La tengo bajo control», aseguró él con convicción.

«Más te vale», rugió el otro. «Si la pierdes no será la muerte lo que te esperará. Continúa tu vigilancia e infórmame de inmediato de cualquier cambio en la situación. Nada debe ocurrirle. ¡Me entiendes! Tu miserable vida depende de la superveniencia de la suya. Pero, recuerda. El Orbe jamás debe llegar a sus manos».

«Sí, Maestro», se humilló el lacayo y notó como el contacto telepático se esfumaba y quedaba de nuevo solo en el callejón.

Guardó su preciado objeto y regresó a la actividad de la región en busca de su presa.

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Dyreah permanecía sentada en una de las mesas cercanas a las ventanas. Desde allí podía contemplar la torrencial lluvia que comenzaba a embarrar de forma alarmante las inmediaciones de El Suspiro del Vagabundo.

La semielfa tenía delante un vaso de delicioso, aunque suave, cóctel de frutas de color claro. El día había sido agotador y el pensar en reemprender de nuevo el trabajo temprano al día siguiente en las lamentables condiciones en las que se encontrarían los caminos la dejó exhausta. Se bebió el resto del burbujeante líquido y se dispuso a marcharse.

En ese momento apareció Bleeda, que continuaba su afanoso trabajo de acomodar todas las cosas en su lugar antes de la cena, previniendo el bullicio que se formaría entonces. La medio elfa la saludó y se dirigió a su habitación.

El pasillo estaba tenuemente iluminado por una pequeña lámpara cada cuatro o cinco pasos, facilitando la localización de la puerta adecuada. Entró en su dormitorio, una confortable habitación decorada con un mobiliario constituido por las más ricas maderas nobles recogidas de la Corte de la Luz. Este reducto élfico era la delicia de los huéspedes de esta primigenia y legendaria raza, que se sentían en ella como en su propio hogar.

Dyreah se admiró por la decoración del cuarto y se sentó en la cama. Trataba de ordenar en su mente los acontecimientos que le habían ocurrido en los últimos días, cuando un escalofrío recorrió su espalda. Notó el frío metal del labrado abalorio de su cuello al tacto de su fina piel. Esta exótica gargantilla de plata llevaba un grabado que se repetía en algunas partes de su armadura, mas la mestiza no conocía su significado. Se lo preguntaría más tarde a Duras.

—Esto era tuyo, madre —comenzó a hablar para sí misma—. Usaste estas armas para tratar de recuperar Aeral de las garras de la oscuridad. No pudiste alcanzar tu fin, pero ahora me toca a mí y prometo no deshonrar tu herencia —enunció la semielfa en susurros.

Dyreah acarició con la mano la diadema que recogía su oscuro cabello.

—Ahora podría ser un buen momento para empezar a conocer las propiedades mágicas de estos objetos.

La semielfa se puso en pie, eliminó sus nervios y se concentró:

Tyris Flare —recordó.

La gargantilla soltó un destello y una súbita ola de energía brotó de ella, recorriendo todo el cuerpo de la medio elfa. Cayó al suelo de rodillas y advirtió como su percepción iba cambiando progresivamente, en tanto que su cuerpo se reducía y se poblaba de un lustroso pelo de intenso color azabache. Los instintos brotaron dominando parcialmente sus pensamientos y orientando su cerebro con unos esquemas mentales tan extraños y sofisticados, y a la vez tan primigenios, que tardó largos segundos en acomodarse a ellos. Inmediatamente, se apoyó sobre sus cuatro fuertes y ágiles patas de tensos músculos y su reformada cabeza se alineó horizontalmente al suelo, fijando sus penetrantes ojos al frente y orientando sus orejas puntiagudas hacia cualquier fuente de sonido. La transformación se había completado.

Al principio se sintió inmóvil, torpe al intentar moverse por la habitación. Poco a poco cedió terreno a la intuición y comenzó a adaptarse a su nueva condición. El andar se hizo sencillo y también el tratar de captar los olores que circulaban en el ambiente de la habitación y las connotaciones que tenían para ella. Era embriagador. Pero al mismo tiempo algo crecía en su interior. Un apremiante deseo que la hostigaba a abandonar la estancia: la curiosidad.

El pasillo que antes estaba un tanto oscuro, aparecía ahora con una nitidez increíble, permitiendo la posibilidad de captar los dibujos de los tapices anclados a las paredes. No obstante, esto no interesaba a una Dyreah felina. Sólo quería avanzar y conocer.

En ese momento sus instintos dieron la alarma. Alguien venía por el corredor en su dirección. Retrocedió hasta un rincón en la protección de las tinieblas y esperó agazapada la llegada del extraño.

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—¡Aún no entiendo cómo puede ser eso!

Los extraños compañeros de viaje avanzaban pesadamente por la carretera.

Un plomizo cielo cubierto de negros y amedrentadores nubarrones se alzaba sobre sus cabezas, amenazando con descargar su líquido contenido. Kylan iba montado a lomos de un nervioso corcel color ébano y llevaba retirada la capucha, al no tener que ocultar sus sensibles ojos azul zafiro de los hirientes haces del sol.

Riddencoff Spaktoch correteaba inquieto e incansable a un lado y otro del caballo, habiendo rehusado el ofrecimiento por parte del semihykar de tomar un poni para su pequeño amigo. Su aguda voz no cesaba de cuestionar e inquirir sobre la historia que le había relatado Kylan en el transcurso de la jornada.

—No puede ser que cuando saltaran sobre ti desaparecieran sin ni siquiera tocarte —dictaminó Rid, confuso pero muy convencido de sus observaciones—, porque yo cuando viajé al Averno estuve con muchos demonios y ellos sí podían tocarme y empujarme, y golpearme y pellizcarme. ¡De verdad! Tal vez tus demonios eran de clase inferior a los míos y no tenían tanto poder ¡Sí, será eso! —se animó el hombrecillo—. Pero cuando te traspasaron sin tocarte, ¿se convirtieron en humo antes de atravesarles el cuerpo o cuando pasaron sobre ti? Porque si fue después debió ser muy desagradable ver las vísceras de esos repugnantes bichos…

Y así continuó la infatigable cháchara del hombrecillo, acompañando y complementando el silencio del semihykar.

En cualquier otra persona su parlanchina actitud hubiera provocado una reacción airada, e incluso violenta, hacia el frenético hombrecillo, mas a Kylan no le molestaba en absoluto. Los viajes a caballo eran largos y duros y el semihykar no se caracterizaba por su locuacidad, por lo que la desenfadada lengua de Rid era un agradable ingrediente en la monótona y, ahora húmeda, jornada.

Para alivio de Kylanfein las verdes frondas se abrieron al camino dejando ver la entrada al creciente poblado de Moonfae.

Pasaron frente a un imponente edificio cuya suntuosa majestuosidad dentro de la austeridad lo señalaba como un lugar sagrado, dedicado a la oración de una divinidad.

Cruzaron el puente que cortaba el caudaloso río Niaman. Éste se arremolinaba nervioso al sentir los vientos de tormenta que se agitaban en lo alto.

Un grandioso aunque rudo castillo se levantó ante ellos, ensombreciéndolos y amenazándoles en su misterioso y arcano diseño. El mestizo sintió algo familiar, algo cercano en la atmósfera que creaba el edificio, como si un instinto primario le impulsara a denominar esta mole su hogar.

Avanzaron por la avenida principal de la urbe hasta lo que supusieron sería una posada.

La lluvia había adquirido un carácter torrencial que amenazaba con convertir el suelo que pisaba su caballo en arenas movedizas que los tragarían a ambos. Alcanzó la situación de El Suspiro del Vagabundo y observó a una mujer en los establos.

—Disculpe —llamó Kylanfein en voz alta, haciéndose oír bajo el fragor de la tormenta—. ¿Dispone de alguna habitación libre para pasar la noche?

—Sí, así es —afirmó Bleeda también forzando la voz—. Meta usted mismo el caballo en los establos. En tanto, yo prepararé algo caliente para comer.

El semihykar aceptó gustosamente el ofrecimiento de la regenta y desensilló al corcel, alojándolo en la caseta y cediéndole un pequeño fardo de heno.

Momentos después entró en la posada y se sentó juntó al ladronzuelo en una de las mesas a esperar. El bar estaba vacío. La hora de la cena todavía tardaría en llegar.

Al poco tiempo apareció Bleeda con dos platos de humeante caldo y una amplia hogaza de pan moreno. Kylanfein sintió como el líquido se deslizaba agradablemente por su interior, despertando el organismo que esperaba rígido y dormido por el húmedo frío. En cuestión de segundos, ambos acabaron con su plato. El semielfo de la sombra se dirigió a la barra en la que aparecía y desaparecía la capataz mientras organizaba el salón para la cena.

—¿Nos podría alquilar una habitación para esta noche? —pidió el joven.

—¿Desean alguna en particular? —preguntó la dueña de la casa.

—No somos de aquí —concedió Kylan—, así que le agradeceríamos su consejo.

—Ajá, tengo dos que sin duda apreciarán —sugirió la mujer—. En especial su amigo.

Kylanfein comprendió el significado y lo acertado de las palabras de la hospedera y accedió. Pagó el precio de las habitaciones y se dirigía a la mesa donde Riddencoff yacía roncando plácidamente cuando recapacitó y girándose, realizó otra pregunta a la regenta.

—Para hacer alguna averiguación de tipo mágico en la región, ¿dónde podemos acudir?

—A Laggan, sin duda —señaló tajante la mujer—. Vive en una pequeña torre cercana al Castillo Viejo. Si tenéis algún problema mágico, es a él a quien debéis intentar ver.

Kylanfein quedó impresionado por la seguridad de la dueña de la posada y casi pudo captar como la mujer sentía un orgullo inconsciente hacia su erudito local. Le agradeció su ayuda y fue hasta el hombrecillo.

—Vamos, Rid —llamó el semihykar—. Ya tenemos habitación.

—¿Sí? —respondió entre sueños—. Vale.

Kylanfein se despidió de Bleeda con un cabeceo y se dirigió a su cuarto, arrastrando tras él el delgado y ligero cuerpo de Riddencoff.

Las antorchas del pasillo estaban encendidas y creaban un juego de luces y sombras con los relámpagos, filtrándose sus haces de claridad por las ventanas y reflejándose en los tapices de las paredes. Llegó a la puerta de la habitación de Riddencoff y se despidió de su compañero hasta el día siguiente. Pudo ver cómo las manos del somnoliento hombrecillo se movían por voluntad propia y con presteza lograban la apertura de la cerradura, sin precisar de la llave. La hoja de madera se abrió y Rid desapareció tras ella.

Kylan se dirigía a su propia habitación cuando captó una sombra unos pocos pasos delante de él; pequeña, pero se movía veloz y sigilosamente por el pasillo. Continuó avanzando en dirección a la forma oscura con las manos sobre las empuñaduras de sus espadas. En cuanto se aproximó, unos resplandecientes ojos de oblicuas pupilas le miraron y pudo distinguir el pelaje negro que cubría al animal. No había motivo de alerta; no era más que un gato.

—¡Uf, pequeño! ¡Qué susto me has dado! Creía que eras otro hykar loco que esperaba agazapado en las sombras para acabar con mi vida. —Kylan dio un profundo respiro—. Bien, parece que al menos esta noche podré descansar.

Dyreah reconoció la voz y la identificó con sus mejorados sentidos como la de Kylanfein Fae-Thlan, el joven semielfo de la sombra que la había ayudado en una ocasión y se había convertido en su compañero de camino hacia Baelan, hasta que los Hijos del Fénix le arrestaron. Ahora, con las precisas sensaciones que recibía de las recientes facultades adquiridas, la persona del mestizo se quedaría grabada perfecta y permanentemente en su memoria.

El semihykar abrió la puerta de su habitación y una ola de calor inundó sus sentidos felinos. Kylanfein se metió en el dormitorio e inesperada e incomprensiblemente, un maullido surgió de la garganta de la gata.

«¿Por qué he maullado? ¡Yo no quería hacerlo!», se justificó Dyreah. «De repente esa idea ha surgido en mi mente y no he podido reprimirla».

La semielfa estaba confusa. No sabía hasta que punto le podía afectar su parte animal.

«No debo dejarme dominar, he de mantener mi propia identidad».

Entretanto, Kylan se había vuelto y la hablaba.

—¿Tú también tienes frío? Anda, entra y ponte frente a la chimenea.

«¿Entro?». Una profunda duda apareció en su mente.

Sus instintos la hacían mantenerse alerta y desconfiada, pero por otra parte la indicaban que no correría ningún peligro en la habitación y además deseaba conocer mejor a su antiguo compañero, así que entró. Dirigió sus ágiles y elegantes pasos felinos a la chimenea. Sin embargo, se mantuvo lo suficientemente apartada para evitar los frecuentes chispazos de los húmedos leños.

El semihykar comenzó a desvestirse.

Primero desabrochó el cinturón que sujetaba a su cintura las vainas de las dos espadas gemelas. Las había adquirido anteriormente en el poblado con algunas de sus últimas monedas, para reemplazar la que ya perdiera en la cueva, allá en los alrededores de Adanta.

Se quitó la capa mojada y la apoyó en una silla al calor de la chimenea para que se secara. También se sacó las botas y notó la calidez de la frondosa alfombra. Momentos después se colocó junto al inesperado visitante y acercó las manos al fuego.

El silencio reinó en la habitación exceptuando el constante crepitar de las llamas.

Dyreah observó a Kylan desde su privilegiada posición. También era un semielfo y si bien compartían la herencia humana, el otro componente era bien distinto, nada menos que la antítesis entre los elfos. No obstante, Kylanfein no poseía ninguna de las crueles cualidades que se imputaban a los de su raza, sino incluso podría superar las de un elfo y se lo había demostrado en su forma de ser, amable y valiente cuando la había salvado de aquellos camorristas en la Senda del Comercio, sin pedir ningún tipo de compensación, excepto la amistad… No podía decir el porqué, pero se sentía atraída por él.

El semihykar, una vez eliminados el frío y la humedad de su cuerpo, se incorporó y se recostó en la cama. Dyreah, sin ni siquiera percatarse de ello, también se había levantado y había saltado sobre la cama junto a él.

—Parece que a ti también te gusta la compañía. Por un día no voy a tener que soportar el amargo trago de la soledad y voy a tener quien me escuche —dijo mientras profería un profundo suspiro y reorganizaba sus recuerdos.

»Aquí estoy yo, Kylanfein Fae-Thlan de Alantea, hijo de Tsavrak Fae-Thlan y nieto de Kyallard Fae-Thlan, elfo de la sombra que renegó de la su maléfica herencia y vivió para contarlo, optando por habitar en el incomprensible y siempre cambiante mundo de la Luz.

Kylan alargó el brazo y lo posó sobre el lomo de la gata, acariciándola lentamente.

La semielfa sintió ruborizarse. Era la primera vez que un varón, aparte de su padre, la tocaba con tanta suavidad y ternura. Lo hacía tan delicadamente que sus instintos la embargaron y un rítmico ronroneo apareció.

—Kyallard Fae-Thlan, guerrero de la familia Fae-Thlan de Hyneth, eventual amante de la matriarca y Alta Devota de Maevaen Byrtyn Fey, y padre de dos de sus pérfidos hijos, Iymril y Tathlyn. Los dioses afortunadamente han querido que nunca llegara a conocerlos.

»Tsavrak Fae-Thlan, mi padre, nacido con el corazón de un guardabosques y el espíritu de un elfo, que halló la felicidad en los brazos de mi madre —una sonrisa se pintó en sus labios ante éste, a la vez, dulce y amargo recuerdo—. Riannhe, madre, cuánto te echo de menos; tanto yo como todos los demás. Lo leo en los ojos de padre cada noche, cuando se queda a solas pensativo, mirando los fuegos de la chimenea.

»Kieveiann Fae-Thlan —continuó el semielfo de la sombra—, mestiza al igual que yo fruto de la prohibida unión de nuestros padres, dedicada en Alantea al siempre duro y misterioso estudio de la magia.

Dyreah había tenido problemas a causa de su raza, por ser mestiza de humano y elfo, pero pronto se hizo cargo del pesado legado que sufría el medio hykar y las numerosas trabas sociales que le imponía el descender de la raza más temida y odiada de todo Aekhan.

—Kylan Fae-Thlan —prosiguió el varón—, en mi primer y, quizás, último viaje, que me ha llevado tanto al noroeste como al este de las costas de los Mares del Fénix, con la única intención de regresar a casa. En cambio, ahora debo llegar a Moonfae para encontrar a un tal Laggan, para tratar de solicitar su ayuda.

«¡Laggan!», se sobresaltó Dyreah. «¡No puede ser! ¡Tiene el mismo destino que yo!», se sorprendió por la coincidencia.

—¿Sucede algo? ¿Hay algún peligro? —exclamó el semielfo de la sombra poniéndose tenso y presto para saltar sobre sus armas.

«Ha notado mi agitación y cree que hay algún motivo por el que alertarse», pensó la medio gata. «Debo calmarme para no dar falsas pistas».

La semielfa se recostó y se frotó entre las sábanas. Kylan también pareció relajarse.

—¿Una falsa alarma, verdad? Sí. En estos tiempos hay que tener en consideración todos los presentimientos —el mestizo volvió a acariciar el sedoso y lustroso pelo negro del felino y reapareció el suave ronroneo.

»Bueno, parece que tengo todavía un largo y accidentado camino por delante.

«Ya somos dos», se dijo Dyreah.

—Thäis Shade —exhaló de pronto el mestizo con un suspiro.

Dyreah quedó conmocionada al escuchar su antiguo alias de los labios del semielfo de la sombra.

«¡Se acuerda de mí!», se sorprendió la gata.

—Thäis, un hermoso nombre; sin embargo, no tanto como su portadora. Parecía bastante gentil y agradable, además de atrevida y decidida, pero sus rasgos… No creo que ningún bardo haya podido reflejar en sus versos tal belleza como la que poseía Thäis.

La semielfa sintió ruborizarse de nuevo hasta tal punto, que pensó que ni su metamorfosis la ocultaría.

—Creo que a pesar del poco tiempo que estuvo a mi lado, me ha afectado bastante más de lo que habría llegado a suponer —admitió el semihykar.

«Yo tampoco lo hubiese creído posible», pensó gozosa Dyreah, sin poder reprimir una risa interior.

—Espero que el Destino me favorezca y permita que nuestros caminos se crucen y permanezcan paralelos durante mucho tiempo —deseó el mestizo.

«Así lo quiera la el Destino», rezó la semielfa.

—Mientras, tendré que preocuparme de poder sortear los peligros que se crucen en mi camino —se resignó Kylan—. Si tan sólo pudiera pedir consejo a mi padre, o a mi hermana…

El semihykar cogió la capa de la silla y se cubrió con ella, haciendo lo mismo sobre su felino compañero de cama.

—Al menos esta noche no estoy solo, sino que por fin alguien se ha dignado a acompañarme. —Kylanfein soltó una sarcástica risotada—. Si alguien me viera conversando con un gato y contándole mis problemas… Aunque hay algo en tu mirada, como si entendieras cada palabra que digo, como si comprendieras mi situación…

«No sabes hasta que punto», se dijo con resignación Dyreah.

—Parece que es cierto lo que dicen sobre la empatía de los felinos. Ya lo había experimentado antes con algunas felinos de la nieve, allí en los bosques vírgenes del Norte y los gatos que siempre acompañan a mi hermana Kieve cuando practica la magia. Acaso tú, pequeño —se dirigió a la gata—, ¿eres una criatura mágica?

«Se podría decir que sí», pensó Dyreah mirando a Kylan de una manera de la que nunca se hubiera atrevido de estar en su forma humana.

—El día ha sido muy largo, así que, ¡hasta mañana compañero! —se despidió el semihykar—. ¡Qué disfrutes del placer de una noche tranquila!

Y Kylanfein cayó dormido víctima del agotamiento físico.

«Hasta que nos volvamos a encontrar, Kylanfein Fae-Thlan, y rezo a Alaethar porque sea pronto».

Dyreah saltó ágilmente de la cama y dirigiéndole una última mirada, salió de la habitación.

Las antorchas del pasillo estaban apagadas, sin embargo, esto no supuso ningún contratiempo para la gata semiélfica. No tardó en llegar a su propia habitación.

Entró y sintió el frío y húmedo ambiente. La chimenea hacía tiempo que había extinguido los últimos leños e incluso los restantes rescoldos comenzaban a enfriarse.

Tyris Cenx susurró Dyreah y el proceso de transformación pronto hubo concluido.

La metamorfosis acrecentó su sensación de frío, así que se puso sus prendas de dormir y se acostó. No tuvo oportunidad de pensar en el fortuito encuentro, puesto que también ella cayó presa del cansancio.