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EL FINAL DE NYRIE

Garganta del Lobo, año 242 D. N. C.

La despertó el ruido del poblado.

La luz que se filtraba por las ventanas anunciaba que el sol se levantaba sobre el horizonte desde hacía varias horas. Parecía un día templado, pero más cálido aún resultaba su confortable camastro.

Dyreah se maravilló de sus pensamientos. Hacía unos cuantos meses hubiera jurado que no saldrían de su boca estas palabras refiriéndose a un sencillo jergón de paja. Ahora, era un placer descansar en él después de las duras jornadas de entrenamiento.

Se obligó a erguirse, en contra de su voluntad, por los profundos quejidos de los músculos. Su fibrosa textura se comenzaba a apreciar sobre la piel tersa y más bronceada. Su pelo ya no caía en largas y onduladas cascadas sobre su espalda. Su maestro le había aconsejado que su melena podría llegar a ser una molestia importante en el momento del combate, así que Dyreah, a su pesar, accedió a su corte. Ahora un disperso flequillo alcanzaba la altura de las cejas, con una larga trenza en las sien derecha que descansaba sobre su hombro. El cabello cubría poco más que su cuello, como una delgada cortina de suaves y finas hebras oscuras.

Estando ya en pie, se dispuso a realizar los quehaceres diarios matutinos, mas cambió de opinión al percatarse de que la hora del desayuno hacía tiempo que había pasado. Pero era otro asunto el que la extrañaba. ¿Dónde estaba Duras?

Normalmente era el elfo quien la despertaba por las mañanas para comenzar con su aprendizaje del día, tanto físico como en la lengua y escritura élficas. En cambio, él no estaba allí.

—Ya aparecerá —se dijo la semielfa, contenta de haberse librado de un mortificante entrenamiento.

En ese momento apareció Duras por la puerta de la pequeña construcción. Una mirada de preocupación se adivinaba en su rostro cuando se dirigió a la mestiza.

—¿Sucede algo? —preguntó Dyreah.

—Así es —el elfo hizo una pausa—. Anoche llegó un elfo gravemente herido, víctima de unos agresores desconocidos. Lo trataron nuestros mejores sanadores, mas lo único que han conseguido es retrasar el fatal desenlace. Su muerte está cercana.

—¿Cómo se llama? —inquirió la mestiza.

—Lo conoces, Dyreah —informó Duras dejando perpleja a la fémina—. Su nombre es Thelas Sunnae y su última voluntad es hablar contigo.

sep

Pocos momentos después ambos salían rápidamente de la morada. Se dirigieron directamente a la casa del curandero y sacerdote, algo alejada del resto del poblado, aunque pronto estuvieron allí.

Vurka, el sanador humano, se mantenía alerta junto a la cama del moribundo, prestándole el máximo de su ayuda, pero temiendo el final. Agachó suavemente la cabeza al ver a los dos huéspedes y los dejó solos con el enfermo. A su vez, Duras también abandonó a la medio elfa.

Dyreah se acercó lentamente junto a Thelas y se arrodilló frente al camastro. El antes sobrio y atractivo rostro del elfo presentaba ahora una palidez extrema y varios cortes y heridas se repartían por su cara, desfigurándola. El resto del cuerpo se mantenía oculto bajo una gruesa y mullida manta oscura. Él abrió lentamente los ojos, carente de fuerzas, y habló a la mestiza.

—Dyreah, debo contarte algo antes de morir —declaró el elfo.

—No vas a morir, Thelas. Te curarán, te van a salvar —replicó ella con lágrimas en los ojos.

—No hace falta que me mientas para que mi esperanza aguante firme en los últimos momentos. No. Sé que mi fin ha llegado y estoy preparado para afrontar sin miedo este último trance. No obstante, antes de morir tengo que relatarte algo que me hizo prometer tu madre —un rictus de dolor se contrajo en su cara. Haciendo frente al sufrimiento, el elfo continuó hablando—. He mantenido esto en secreto durante muchos años y ahora que te he encontrado, Dyreah Anaidaen, es mi deber revelártelo.

sep

La elfa permaneció durante varias horas conmocionada. Mientras, la lluvia torrencial empapaba y sacudía con violencia las ligeras ropas de la fémina. Su esbelto cuerpo comenzaba a convulsionarse víctima del terrible helor de la noche forestal. Un viento gélido atravesaba su túnica haciéndola temblar de frío.

Aún sin recobrar totalmente el sentido de la realidad, sus azarosos pasos la dirigieron de nuevo hacia Aeral. Su mirada perdida, reflejada en sus negros ojos vidriosos, no denotaba muestras de verdadera consciencia. Un velo de fantasía cruel y nociva se leía en las pupilas que permanecían extremadamente dilatadas, víctimas de haber contemplado el terror en forma física.

Pronto alcanzó la arboleda que delimitaba el perímetro exterior de la espléndida ciudad elfa. Mas un poderoso fulgor dorado se vislumbraba sobre las altas copas de los álamos, coronado por profundas bocanadas de un humo grisáceo que se elevaban hasta las estrellas, ocultándolas bajo su tupido y asfixiante manto. Aeral estaba en llamas.

Nyrie se precipitó en el interior del pandemónium que eran las calles de la antes magnífica urbe. La gente corría desbocada entre las casas, buscando en los soportales refugio ante el temible elemento. Sin embargo, existía otro enemigo aún más peligroso. La milicia elfa prestaba toda su atención en tratar de detener a la furiosa horda demoníaca que arrasaba la ciudad. Grotescas criaturas de oscuras pieles escamosas y supurantes de un líquido viscoso, se lanzaban frenéticas sobre los sorprendidos e indefensos elfos que se hallaban cobijados del fuego y los destrozaban mediante garras y fauces.

Mirase donde mirase, la elfa contemplaba la total destrucción de su ciudad natal y la masacre que se cernía irremisible sobre los suyos. Las hordas del Averno caminaban de nuevo libres sobre el planeta para sembrar el caos y la destrucción. Y todo era por su culpa.

«¡No es culpa mía! ¡Me engañó! ¡Él me engañó!», se dijo ella indignada, intentando consolarse y resguardarse un tanto de la locura que se abría frente a sus jóvenes ojos. Pero era inútil. Sabía que ella era la causante de todo.

«¡Expiaré mi culpa! ¡Recuperaré el Orbe de la Luz Eterna!», pensó lanzándose sin dudarlo a la reyerta.

Multitud de cuerpos se deslizaban a su alrededor en el frenesí propio de la lucha por la supervivencia. Nyrie no era capaz de reaccionar con la suficiente rapidez por la cólera que la embargaba. Se movía nerviosa entre los cadáveres que progresivamente iban ocupando el suelo pavimentado y los agonizantes que exhalaban gritos desgarradores o clamaban por la vida de sus seres queridos.

Sus suaves botas manchadas de barro resbalaban frecuentemente en la sangre que se acumulaba en charcos sobre el piso empedrado, mas terminó por caer. Sus elegantes vestiduras se empaparon con el vital fluido carmesí, mientras que sus manos se posaron sobre la espeluznante herida abierta de un elfo muerto que la observaba con los ojos profundamente abiertos. Trató de incorporarse de inmediato, pero sólo consiguió volver a derrumbarse y rebozarse en la pringosa sangre de los muertos.

La elfa terminó por levantarse y adentrarse en el centro de Aeral. Allí el espectáculo no era muy diferente del que se podía observar en la periferia. Los demonios atacaban con salvaje violencia las improvisadas defensas que se habían establecido en las puertas de algunas casas, ahora puntos fuertes. Desde los altos ventanales los arqueros elfos descargaban incesantemente lluvias de proyectiles sobre las diabólicas criaturas que continuaban su avance a pesar de los numerosos astiles que sobresalían de sus pechos o miembros. Si sentían dolor, no daban muestras de ello.

Junto a Nyrie, un elfo asestó una estocada de arriba abajo sobre un demonio. La criatura del Averno barbotó un gruñido cuando su execrable torso se abrió en canal y rezumó un viscoso icor negruzco por la herida mortal, antes de caer definitivamente. El elfo no tuvo tiempo de celebrar su victoria, pues trataba de darse la vuelta para sumarse al ataque cuando unas garras se abrieron paso por su espalda hasta reaparecer de nuevo a la altura de su estómago, arrastrando con ellas las vísceras del guerrero. El elfo se derrumbó frente a la fémina intentando tapar con sus manos el enorme agujero que aparecía en su vientre.

Nyrie sofocó una náusea y se apartó de la desagradable escena tan pronto como se lo permitieron sus temblorosas piernas. Pero no existía paraje donde esconderse del mal. Era una enfermedad que anegaba todo y mataba con horror por donde pasaba.

Ella continuó huyendo sin rumbo fijo hasta que acabó en un tranquilo callejón que estaba delimitado por las murallas de la ciudad. El muro de piedra se elevaba varios metros sobre la vista, un obstáculo completamente infranqueable. No había escapatoria por allí.

Oyó un fuerte aleteo a sus espaldas. No quiso mirar, temerosa de lo que descubriera al otro lado del callejón cortado. No obstante, giró la cabeza.

Una monstruosa gárgola de cabeza reptiliana trazaba amplios círculos sobre la posición de la indefensa fémina, como un halcón que acechara a su próxima víctima. La criatura se sostenía por la acción de las amplias alas que surgían de unos espolones en su escamosa espalda, en tanto que estiraba las uñas de macabras manos degustando con anticipación el suave sabor de la blanca y tierna carne de la elfa.

Nyrie intentó correr de nuevo hacia la salida de la calle, mas el demonio cubrió la retaguardia y la cerró la posible huida. La elfa, aterrorizada y observando su muerte en las horribles pupilas del engendro del infierno, se internó aún más en el oscuro callejón.

De pronto advirtió un fuerte golpe en la espalda que la derribó, lanzándola a varios pasos de distancia. Conmocionada, volvió la cabeza y vio al demonio junto ella, con la garra alzada, presto a asestar el golpe definitivo. Nyrie cerró con fuerza los ojos y esperó el momento de la muerte.

—No —interrumpió el rugido de una voz gutural—. Es mía.

Nyrie alzó la mirada al reconocer al nuevo personaje que entraba en escena, pero no aliviada, sino más asustada si cabía.

El demonio agresor se apartó inmediatamente ante la llegada de su superior, no sin un gran deseo de terminar lo que había comenzado, reclamando su justo premio.

El gigantesco ser se aproximó a la elfa y con su dedo índice levanto la barbilla de la fémina para poder mirarla a los ojos. En las pupilas de ella se podía leer un remolino de emociones: odio, temor, frustración, decepción, impotencia, pero en lo más profundo aún se alojaba el amor que había sentido hacia el esclavo humano fugado y malherido.

—Me alegro de volver a encontrarte, mi preciosa princesa —bramó el nativo del Averno—. Ahora podrás permanecer a mi lado en el trono de mi nuevo castillo por siempre. Serás mi reina.

El enorme diablo desplegó sus inmensas alas membranosas, elevándose sobre el cielo con la liviana elfa entre sus brazos.

El viaje fue corto, aunque increíblemente lento para la fémina. Para ella, el tiempo se había detenido por el curso que habían tomado los últimos acontecimientos de pesadilla.

Las alas mantenían un ritmo constante que no sugería ningún cansancio en el poderoso demonio. Kuztanharr tomó tierra firme con la desagradable elegancia de la que hacían gala estos magnificentes señores infernales.

—Hemos llegado a nuestro destino —informó el gran demonio a su invitada—. ¡Contempla el nacimiento de las Frondas del Ocaso!

Ante Nyrie se encontraba una majestuosa construcción de una altura colosal, pero en vez de exhibir belleza y estética, era la representación de todo lo grotesco y lo macabro. Y ella lo sabía muy bien, porque lo que estaba contemplando era lo que en un tiempo fuera el Templo de la Luz, el inconmensurable y hermoso centro de veneración élfica.

El exterior de la fachada presentaba una capa de limo viscoso que lo recubría por completo. Un fulgor intermitente latía en las paredes como si poseyeran vida propia. Nyrie no deseaba conocer cual era el corazón que insuflaba aliento a la verdosa y repugnante coraza del edificio.

La elfa no podía apartar la vista de la monstruosa conversión que había sufrido el Templo en el escaso tiempo que había transcurrido desde que ella entrara en él para recoger el Orbe de la Luz Eterna. Desde que ella tomara el Orbe de la Luz Eterna…

«Todo es por mi culpa», se decía desconcertada y completamente ausente de la realidad. «Por mi culpa».

—Ven, querida —la invitó el demonio, concediéndola el desproporcionado brazo—. Entremos.

Las enormes puertas se abrieron con un leve ademán del colosal demonio. Un fragor espectral les recibió como bienvenida, dando paso a las habitaciones interiores. La fémina trataba de resistirse a entrar, pero la rebeldía era inútil. Atravesaron las mismas salas y pasillos que recorriera la noche anterior la elfa, con lo que llegaron al centro principal de la construcción: la escalerilla que antaño alojaba el Orbe. En su lugar, ahora se erigía un oscuro trono de grotescas figuras retorcidas, como almas suplicantes que rogaban porque cesara su eterno sufrimiento.

—No tenía previsto tener compañera en mi largo reinado y menos encontrarla tan pronto —dirigió una mirada escrutadora a Nyrie—. Lo solucionaré.

Unas extrañas palabras entonadas en una salmodia borbotaron de su garganta. Inmediatamente, unos zarcillos negros semejantes a tentáculos surgieron del suelo. En una grotesca parodia de movimiento, comenzaron a elevarse, en tanto se retorcían y se cruzaban conformando un nuevo trono para la reina.

—Toma asiento en el lugar que corresponde a la futura esposa del poderoso Kuztanharr —indicó el diablo, haciendo tomar asiento a la elfa. Ella no rehusó el ofrecimiento, ni tampoco lo aceptó; sencillamente carecía de propia voluntad.

—No sabes, mi querida Nyrie —comenzó el demonio, esbozando una sonrisa que se percibía tenebrosa en sus rígidos y desfigurados rasgos—, la importancia de tu labor en mi ascensión al trono.

»Estas tierras nos estaban prohibidas a mí y a mi pueblo desde tiempo inmemorial. Una vez todo este territorio fue nuestro auténtico hogar. Nosotros desarrollábamos nuestras costumbres con total libertad en los amplios bosques, sin que ninguna fuerza se atreviera a hacernos frente. Nos temían. Quién iba a decir que el poder que más tarde nos derrocara se originaría en el corazón de nuestra morada. Existía otra raza, una raza que contaba con escaso número de pobladores y que vivía en las ramas de los árboles y se cobijaban en la verde espesura. No eran unos enemigos a los que tener en cuenta. No obstante, eso cambió. Comenzaron a multiplicarse a un ritmo vertiginoso mientras sus técnicas también sufrían un importante desarrollo. Aprendieron el arcano uso de la magia. Mantenían un lazo con los poderes del bosque, una unión que les fortalecía, les otorgaba conocimientos y la sabiduría les proporcionó la habilidad de rebelarse. Sus filas continuaron creciendo y surgieron poderosos magos. La guerra era previsible.

El demonio se recostó en su nuevo trono para alcanzar una mayor comodidad en el recuerdo de los antiguos tiempos.

—Esos malditos elfos arbóreos reunieron un gran ejército, liderados por uno de los druidas de mayor poder. Estos estúpidos demonios a los que gobierno —exhaló un suspiro de frustración al recordar la incompetencia de sus tropas—, ¡fueron derrotados! Aunque por lo menos pude divertirme aquel día; decenas de elfos agonizantes cayeron ante mis pies y, entre ellos, el druida. Su carne era suculenta.

»Fue una derrota cumbre en la historia de Aekhan. Comenzaron a construir una ciudad entre la maraña que constituían los árboles del bosque. Desde sus atalayas en los álamos mantenían a raya a mis incursores con sus arcos y flechas. Mientras, ellos prosperaban y crecían en poder.

»Nosotros sobrevivimos en los lindes de la floresta, satisfaciéndonos con los valientes hombres que se internaban en la región salvaje. Pero hasta eso nos fue arrebatado. En un cónclave de hechiceros, un abultado grupo de magos elfos reunieron sus poderes para crear un objeto de gran pureza que con su luz blanca protegería la ciudad. Así nació el Orbe de la Luz Eterna. Como una ola expansiva, la esfera fue absorbiendo nuestra fuerza, que mermó considerablemente en poco tiempo, hasta el punto de que las patrullas élficas nos fueron venciendo en nuestro propio terreno. Nuestra esencia vital fue desapareciendo progresivamente, como una llama que se queda sin combustible. Sólo nos quedó una opción: volver al Plano del Averno donde realmente existe nuestra esencia.

El diablo hizo una profunda pausa y dirigió una aguda mirada a su compañera.

—Pasaron miles de años en los que esperamos recluidos con una creciente e insaciable sed de venganza, hasta que se abrió una pequeña brecha en el muro que separaba los dos planos. No desaproveché mi oportunidad, aunque tuve que dejar gran parte de mi poder al otro lado. Mi oportunidad de resarcirme surgió cuando un día entre la sombra de los árboles descubrí a una joven elfa que buscaba emociones donde no las había. Eras tú, Nyrie —espetó el demonio, acariciando con sus garras el suave perfil de la fémina—. Te estuve vigilando durante días en tus excursiones matutinas, estudiando tus movimientos, tu carácter, tus maneras…

»Tenías que ser mía y el instrumento de mi venganza. Quién iba a pensar que después de conocerte iba a surgir en mí una emoción que hasta entonces desconocía. Me sentía atraído por ti, ¡por una elfa! —una carcajada brotó áspera de su garganta—. Pero eso no modificaría mis planes. Tú serías el medio para conseguir algo que estaba fuera de mi alcance: me traerías el Orbe. No fue difícil encandilarte con la estratagema de la duda de nuestro amor compartido. Sabía cuanto significaba esto para ti y harías lo que te pidiera para confirmarlo. Dejar caer lo de la esfera fue sencillo y pronto estuviste de vuelta, satisfecha de tu robo y de la blasfemia hacia tu venerado dios. Sin tu inestimable ayuda, jamás lo hubiese logrado. Ahora y por siempre tendrás el amor que tanto ansiabas a mi lado.

Y allí permanecía Nyrie, sentada en el trono, con la orgullosa compañía del poderoso Kuztanharr, nuevo rey de la antigua Aeral y de las renacidas Frondas del Ocaso.

—No debes preocuparte más del Orbe de la Luz Eterna. Lo he escondido en un lugar que está fuera del alcance de cualquier mortal. Has de saber que aún en la remota posibilidad de que llegarás a encontrarlo, sólo el poder que bulle en mi sangre puede abrir las trabas que retienen su gran poder.

El enorme diablo sufrió en su cuerpo una grave transformación que le confirió de nuevo la figura del musculoso y fuerte humano Kuztan, que tomó entre sus anchas manos las pequeñas y exánimes de la elfa, que le siguió sin ofrecer ninguna oposición.

—Y ahora serás mía, conformándose definitivamente nuestra unión física —indicó el humano con un intenso brillo en sus ojos verdes.

sep

El tiempo pasó como un torrente derruyendo la ciudad elfa.

Ninguna de sus antiguas y venerables estructuras aguantó el desbordamiento de mal que se precipitó sobre ellas. Ahora los únicos habitantes de la urbe eran los demonios, cuyo número crecía día a día. Aún quedaban algunos elfos, pero no eran más que esclavos esperando el día de su ejecución. Mas había otro componente de esta milenaria raza que vivía una situación muy diferente. Los seres del Averno refrenaban sus ansías de sangre en la presencia de ella por una sola y suficiente razón, el temor a la represalia de su implacable gobernante. Porque ella era su compañera y poseía plena libertad.

O eso creía ella. Una inevitable escolta la seguía a una prudencial distancia pero sin perderla de vista. Ejecutaban su misión eficientemente, pues no tenían duda de cual sería el castigo por su incompetencia.

La elfa deambulaba sin rumbo por las ruinas de Aeral, rememorando con nostalgia y pesar la anterior belleza que contemplaban los decorados y ornamentados muros de las casas. La zona boscosa que antes rodeaba la ciudad y servía de muralla natural, había quedado devastada, pasto de las llamas, y en su lugar se había erigido una oscura y alta frontera que convertía la ciudad en un inexpugnable fuerte de tinieblas.

Pero la desaparición del Orbe de la Luz Eterna no había traído la desgracia sólo a este territorio del Reino de Sin-Tharan, sino que toda la zona circundante se había convertido en un foco de saqueos y carnicerías. Pocos eran los viajeros que conseguían atravesar el territorio y conservar la vida.

También se habían enviado pequeñas patrullas de exploración por parte de las ciudades vecinas, que no podían tomar ninguna decisión sobre el asunto. Ningún explorador regresó para notificar de la desastrosa situación.

Nyrie se aproximó a la Plaza Blanca. Antaño, éste era antaño su lugar de juegos, donde ella con otros pequeños practicaban inocentes pasatiempos infantiles. La avenida despertaba profundos recuerdos en la elfa, recuerdos de diversión, de amor, de pasión por la vida, felices momentos que pasaron con los años. Ahora, la antigua Plaza Blanca estaba teñida del color rojo de la sangre.

Las firmes y bien trabajadas figuras de claro mármol que habían sido esculpidas con la mayor delicadeza y perfección y adornaban los límites del lugar, lucían sus restos y extremidades mutiladas esparcidos por la vía pavimentada.

Los cuerpos de decenas de elfos yacían amontonados en el centro de la avenida. Algunos comenzaban a presentar los síntomas de la descomposición, en tanto que otros no eran más que amasijos de carne a medio devorar, cuyos blancos huesos aparecían en varios puntos. Ninguno de ellos recibiría una sagrada sepultura; los cadáveres permanecerían profanados por siempre y sus almas atrapadas en el limbo entre la vida y la muerte.

La elfa continuó recorriendo las ruinas en las que se habían convertido los edificios desmoronados. Se introdujo entre los tabiques tumbados de una gran construcción de varias plantas de altura. Las oquedades debidas al daño sufrido por las llamas, otorgaban ahora la suficiente luz para caminar por el irregular piso sin peligro de tropezarse. Cruzó los marcos en los que antes debía haber habido grandes portones de madera, recorriendo numerosas habitaciones y salas, todas ellas consumidas por el poder del fuego.

Todas no. Una pequeña estancia había sobrevivido a la catástrofe. Sus paredes se mantenían firmes, aunque oscurecidas por el efecto del humo. En su momento debió estar majestuosamente adornada, mas ya no quedaba nada de su antigua grandeza. Los restos de los tapices que colgaron en los blancos muros yacían convertidos en ceniza en el suelo del edificio, en tanto que el mobiliario se había reducido a meros esqueletos de sus originarias formas. Nyrie esquivó los derruidos objetos y continuó avanzando sobre la ennegrecida alfombra que cubría el piso.

La elfa se detuvo súbitamente al sentir como el suelo bajo sus pies se movía, como si careciese de la suficiente estabilidad. Con pasos vacilantes y suaves se apresuró a apartarse de aquel punto ante el temor de despeñarse a través de la estructura. Pronto pisó suelo firme y se relajó. Era extraño que sólo en un pequeño radio existiese ese desnivel, como si se tratara de… una trampilla oculta.

La fémina trató de apartar con la fuerza de sus brazos la pesada alfombra que olía a hollín y se negaba a moverse. Al final, mediante sus reiterados esfuerzos y sus uñas, consiguió abrir un agujero en la tupida tela. Lo agrandó lo suficiente para poder observar como una pequeña sección del piso se balanceaba sobre sus junturas. En su momento, debió de ser un secreto finamente realizado e imposible de descubrir. Pero la acción del fuego había abombado el suelo, denotando su presencia con total claridad.

Le costó todo su esfuerzo lograr retirar la pesada plaqueta de piedra, mas su agotamiento se vio recompensado al ver como se extendía ante ella una pequeña escalerilla tallada en la roca que descendía hacia el fondo. Nyrie se abalanzó por ella sin ni siquiera mirar atrás, donde su permanente escolta luchaba por abrirse paso entre los restos del edificio para encontrarla.

La fémina se deslizó con rapidez por los huecos que permitían descender por el angosto paso, no sin resbalarse y estar a punto de caer en varios momentos. El aire estaba cargado de humedad y suaves vetas de agua se escurrían por la pared dificultando la marcha. Finalmente, sus pies rozaron suelo firme, por lo que se desprendió de un salto de la escalerilla, cayendo agazapada en el barro que tapizaba el fondo del compartimento secreto.

El lugar tenía la apariencia de una gruta, de un paso abierto por la acción de corrientes subterráneas ahora ya desaparecidas, pero en algunos contornos se podía apreciar el trabajo de manos mortales. La caverna era realmente un corredor y sólo ofrecía una dirección, al frente, dirección que la elfa tomó sin muchas reservas porque, ante todo, se sentía atraída por descubrir lo que aquí se había ocultado en otro tiempo.

Súbitamente, la oscuridad dio pasó a una sala iluminada por unas antorchas situadas en lo alto de los muros laterales. Las luces mantenían un fuego constante que crepitaba sin exhalar humo ni agotar combustible. Mas lo que presentó la luz fue todo un arsenal de armas colgadas en las paredes de la gran cámara. Una valiosísima y antiquísima exposición de armaduras de todo tipo de manufacturas y estandartes. Pero presentaban una característica en común; su destino era albergar y proteger cuerpos de raza élfica en su interior.

Una vasta colección de espadas, hachas, lanzas, dagas y otros objetos se extendía en sus soportes por el amplio muro que delimitaba la estancia. La elfa acarició las espléndidas cotas casi con reverencia, con un intenso brillo de admiración en sus ojos negros. Entonces tomó una decisión. Se aproximó a una majestuosa armadura plateada forjada para un mujer compuesta por un pectoral decorado con dedicados grabados, un yelmo de estilizado diseño que se abría en la parte frontal y varios protectores designados para cubrir las extremidades y articulaciones del sujeto. No tardó en comenzar a acoplarse las diferentes piezas. Una vez estuvo perfectamente vestida, tomó una funda que reposaba antes junto a la cota de mallas. En ella se cobijaba una clara espada que reflejaba resplandores argénteos en su hoja. Recogió un arco de madera de intenso color ébano junto a la aljaba de flechas que le acompañaba.

Por último, un complicado brocado de blanco metal llamó su atención. Su configuración representaba la cabeza de un felino con las fauces abiertas, como si hubiese sido detenido y esculpido mientras emitía un poderoso rugido. Sintió un leve cosquilleo al contacto con la ornamental joya y descubrió que en su parte posterior se hallaba grabada una inscripción. La leyenda rezaba Tyris Flare, Tyris Cenx.

Tyris Flare —murmuró Nyrie inconscientemente.

De pronto una ola de magia barrió su cuerpo, inundándolo con un halo de luminosidad intermitente. Sintió como toda su cólera y odio se concentraban en ella y salían al exterior transformados en una fuerza salvaje y poderosa. Nyrie notó como su figura cambiaba progresivamente, obligándola a apoyarse con las manos en el suelo al perder el punto de equilibrio. El dolor recorrió los músculos que se estiraban o se contraían y oyó como los huesos se fracturaban para de inmediato soldarse en nuevas disposiciones. De su piel brotó una frondosa pelambrera de brillante color azabache que la cubrió por completo, en tanto sus uñas se endurecían y crecían curvándose en forma de garras. El sufrimiento alcanzó las cotas más altas cuando su cráneo comenzó a deformarse y sus maxilares se desarrollaron tomando la configuración de unas fauces armadas con largos colmillos. En último lugar, una larga cola surgió de la base de su columna vertebral, concediéndola la estabilidad de la que carecía hasta entonces. Dio unos pasos titubeantes y dejó que los instintos la guiaran en el control de su nuevo cuerpo.

Algo hizo que todos sus sentidos dieran la voz de alerta. El sonido de unos pesados pasos provenientes de dos individuos llegaban claramente hasta sus agudizados oídos y un asqueroso olor a podredumbre alcanzó sus fosas nasales.

«Demonios», pensó el jaguar en tanto se le erizaba el vello del lomo y exhalaba un suave gruñido de advertencia.

Siguiendo los patrones de su mente de felino, ella se cobijó en la sombra que se proyectaba en un rincón y se agazapó en ella, lista para actuar.

Pronto aparecieron por el corredor las dos criaturas del Averno, bamboleándose sobre sus deformes extremidades.

—No chica-elfa —bramó el demonio de mayor volumen.

—Malo —respondió el otro con un gesto de estupidez en su informe rostro.

—Amo hacer daño —comentó el primero.

—Buscar más chica-elfa —sugirió el otro dándose la vuelta para marcharse.

Oyeron un movimiento a sus espaldas, pero antes de poder volverse, una marea de dientes y garras se les había echado encima, arrojándolos sobre el piso por el impulso y destrozándolos por completo. Momentos después, el felino se apartó de los despojos de los demonios que habían dejado de retorcerse y se precipitó raudo fuera de la sala.

El jaguar trepó con elegancia por la empinada pared rocosa y se deslizó con facilidad entre las ruinas de las construcciones derrumbadas, sorteando los estropeados muebles que se cruzaban en su grácil y vigoroso paso.

Pronto se halló en el límite del edificio y tras echar un leve vistazo al perímetro externo, se adentró con seguridad en la ciudad conquistada.

El felino era guiado por unos parámetros mentales propios de la raza que le permitían avanzar con total confianza en sí mismo, confiado de sus sentidos, mas en el interior de su primario cerebro una voz imponía el rumbo y las prioridades a seguir, y la primera de todas era escapar de Aeral sin demora, porque estaba asustada.

Continuó caminando entre las defensas que ofrecían las espaciadas zonas sombrías de la urbe, recorriendo las calles, plazas y avenidas sin que se advirtiera su sigilosa presencia. No obstante, esa tranquilidad duraría poco. Los diversos grupos de demonios se iban haciendo más frecuentes y más o tarde o más temprano sería inevitable un enfrentamiento.

Logró, no sin suerte, alcanzar la muralla exterior de la fortaleza, mas la puerta estaba bien resguardada por una patrulla formada por un trío de seres del Averno de gran tamaño. El jaguar se encaramó silencioso sobre una pequeña choza que servía de cuartel a los vigilantes, esperando la oportunidad de atacar.

Pero el momento se precipitó. La techumbre de la casa no aguantó el enorme peso del negro felino y se vino abajo con el correspondiente estrépito. Nyrie cayó a cuatro patas y, aún asustada por la caída, se precipitó sobre el primer demonio que entró alarmado en la choza. Un rápido manotazo del jaguar desgarró la cara de la criatura, levantando jirones de piel a su paso, terminando con la oposición de la deforme criatura. El siguiente, ya en guardia ante el desconocido agresor, consiguió refrenar la embestida del felino, mas no pudo detener las fauces que se clavaron irresistiblemente en su cuello. El tercero, al observar a sus camaradas caídos, optó por salir corriendo pidiendo ayuda y alertando a los demás demonios cercanos.

Nyrie vio como una turba enloquecida de grotescas formas sedientas de lucha y de sangre se acercaba veloz a su posición. Rugió amenazadora y lanzó su pesado cuerpo sobre la barra que levantaba la reja metálica que la separaba de la libertad. Un estridente sonido chirriante la avisó de su éxito y pudo observar como la traba se levantaba pesadamente, aunque de manera lenta y pausada. La horda se la echaba encima y el hueco era aún de tan solo unos pocos centímetros. Atemorizada, comenzó a cavar con sus zarpas en el lodoso terreno con frenesí, mas sus esfuerzos no dieron fruto pues bajo la delgada capa de barro se extendía una dura superficie de piedra.

El espacio crecía a gran lentitud y los demonios se aproximaban inexorablemente. Oyó las descompasadas pisadas de los seres detrás suyo y cómo un hacha cortaba de una terrible remetida las cadenas que izaban la reja metálica, que cayó con fuerza sobre el piso adoquinado.

Pero era tarde. El jaguar se había escurrido al otro lado y corría libremente hacia el denso manto del bosque.

—Huye, mi querida Nyrie —exclamó una voz que resultó inaudible para la mutada elfa—. Escapa del fantasma de Aeral, pero no podrás escapar a tu destino.

El diablo observaba desde las alturas de un gran edificio como el negro jaguar se deslizaba entre la salvaje floresta y escapaba a su vista.

—¡Llevas a mi heredero en tu interior y algún día nacerá para acompañarme en la conquista del mundo! —terminó Kuztanharr con un poderoso fulgor verde en sus ojos.

sep

—Y así fue como tu madre logró escapar del maligno poder de Kuztanharr —terminó Thelas, cuyos ojos vidriosos hacía tiempo que miraban sin ver.

El elfo hizo otro esfuerzo que provocó unos violentos espasmos causados por la tos y continuó hablando a la muchacha.

—Nyrie no dejó de sentirse culpable por sus actos el resto de su vida, así que la dedicó de la mejor manera que ella creyó posible: combatir a las fuerzas del mal dondequiera que apareciesen —sentenció Thelas en un jadeo—. En una de sus muchas batallas se reunió con nosotros, Radik, Furanthalas y yo. Unimos nuestras armas y juramos defender Aekhan de los villanos que intentasen emponzoñar la tierra con sus ambiciones de terror y conquista.

»Un día que no olvidaré, me indicó que me retrasara para que pudiese hablar conmigo en privado. En ese momento me contó esta historia que te he relatado y me hizo jurar que sería conocida por su heredero. Me presté a ello y continuamos nuestro camino como si nada hubiese sucedido.

»Varios años más tarde, el estado de salud de Nyrie se debilitó y todos pudimos captar el detonante. Su vientre estaba creciendo progresivamente. Iba a tener un hijo. Detuvimos nuestra cruzada y nos cobijamos en un pequeño poblado elfo que nos ayudó. La comadrona se encargó del parto cuando llegó el crítico momento. Entretanto, yo, en el exterior de la cabaña, temía por la naturaleza de su hijo. Nueve horas después sonó el llanto de un bebé y apareció la comadrona por la puerta invitándonos a entrar. Nos informó que había sido una niña mestiza de elfa muy saludable, pero la madre… Nyrie se encontraba muy débil, sintiendo como su luz se apagaba por minutos. Yo vi a la pequeña y reí con júbilo al contemplar a un bellísimo bebé en los brazos de su madre.

La brusca tos obligó a callar durante unos segundos la quejumbrosa voz de Thelas, que hizo hincapié en continuar su relato con las escasas fuerzas que almacenaba en su agonizante cuerpo.

—La pureza élfica ha limpiado su sangre, recuerdo yo que comenté, feliz. Entonces percibí la mirada de tu madre clavada en los profundos ojos verdes de la niña. ¡Que los dioses nos protejan!, fueron las últimas palabras de Nyrie, antes de sumirse en las tinieblas de las que ya nunca regresaría.

El elfo se incorporó súbitamente de su lecho y con un renovado vigor agarró con fuerza el brazo de Dyreah, que retrocedió asustada al ver la enloquecida mirada de Thelas enmarcada por el pálido rostro.

—Dyreah, debes ser fuerte ante el destino que tienes por delante. Llevas contigo un legado maldito heredado de tu padre y tienes que luchar sin tregua para que no desaté el mal sobre el mundo —exclamó el elfo moribundo con unas energías que no poseía.

»Pero no estás indefensa —agregó Thelas en un suspiro y volvió a caer sobre el camastro. Una tos áspera lo obligó a callar por unos segundos. Luego continuó—. Las armas de tu madre han llegado hasta ti y su magia es grande y poderosa.

»La blanca espada, Fulgor, hará retroceder a cualquier enemigo que se cruce en tu camino o morirá ante su implacable mordisco. Desafío, el arco labrado en la madera de uno de los más viejos árboles del extinto bosque de Aeral, refleja el poder de la tierra y sus flechas atravesarán cualquier obstáculo que intercepte su vuelo. La armadura de plata, forjada para una heroína que no tuvo oportunidad de vestirla, te defenderá de tus enemigos, y desplegada su magia, te auxiliará en los más duros momentos en que tu cuerpo flaquee víctima de las heridas —enumeró y explicó revelando sus secretos.

»Haz buen uso de ellas, Dyreah, y recuerda quién las usó con honor y valentía antes que tú.

Dichas estas palabras, Thelas Sunnae cayó muerto sobre la cama, dejando sola a la semielfa en la habitación.

sep

—Sabes, Dyreah, aún sigo pensando que deberías abandonar esta locura y vivir según tus propias decisiones. Creo que puedes hallarte frente a un gran peligro si continúas adelante.

Duras y Dyreah habían recogido buena parte de sus pertenencias y tomado caballos y víveres para el camino antes de abandonar la aldea.

—Agradezco tu preocupación, Duras —respondió la semielfa—, pero mi obligación es acatar este legado y tratar de llevarlo a buen fin. Aunque me cueste la vida… —musitó casi inaudible esto último.

Los caballos comenzaron a disminuir el rápido ritmo que llevaban desde el amanecer. Los poderosos corceles habían sido elegidos personalmente por Duras para el duro viaje, seleccionados entre un amplio número de ejemplares por su resistencia. El elfo montaba un esbelto macho castrado de color marrón y patas blancas, en tanto que Dyreah guiaba a una blanca hembra de largas crines y suaves maneras, perfecta para una jinete inexperta. La yegua ostentaba el nombre de Dulce y la mestiza se había encariñado con ella por sus francas muestras de lealtad y obediencia.

Los dos jinetes acordaron una parada para que sus monturas pudieran descansar y pastar la fresca hierba que crecía al margen del río Niaman y ellos pudieran estirar un poco los músculos entumecidos por las largas horas de rígida postura. Se refrescaron agradablemente en las frías aguas y renovaron sus mediados odres.

—No es necesario que me acompañes —espetó ella dirigiéndose al elfo, mientras acariciaba los flancos de su caballo—. Esto me concierne a mí y no tienes por qué compartir mis propios problemas.

—Como protector y maestro tuyo debo cuidar de mi alumna y, además, nunca te dejaría sola —declaró Duras sorprendiendo a la medio elfa, que quedó en silencio profundamente conmocionada y reconfortada al escuchar estas palabras.

»Comamos algo y reemprendamos la marcha —sugirió él tomando la bolsa de alimentos—. Aún nos queda un largo camino que recorrer.

Pronto los caballos se perdieron entre la espesura del bosque.