13
APRENDIZAJE
Garganta del Lobo, año 242 D. N. C.
—¡Golpea en arco! —exhortó Duras.
El elfo retrocedió un paso preparándose para el ataque y trazando una finta ofensiva.
La semielfa levantó su espada plateada y trazó un ángulo continuo hasta el elfo. Éste rechazó fácilmente el inexperto ataque en tanto que, después de un inesperado giro, golpeó con fuerza la hoja de su adversaria cerca de la empuñadura.
Dyreah exhaló un grito mitad de frustración mitad de dolor cuando vio como su preciada espada salía volando despedida de su mano lejos de ella.
Avanzó rápidamente en un intento de recuperarla, mas una hoja se cruzó en su camino. Se dispuso frente a su esbelto cuello y en su movimiento obligó a la mestiza a levantarse del suelo. Ante ella se encontraba Duras Deladar, con una expresión seria en su rostro, propia de los severos maestros elfos.
—Nunca debes aflojar la presión de tu mano sobre la empuñadura de la espada —aconsejó el elfo en tanto ofrecía su otra mano para ayudar a incorporarse a la fémina.
—Pero es que no tengo suficiente fuerza en mis dedos para sujetar el arma después de un impacto tan duro —explicó ella frotándose la mano que había quedado insensibilizada por el golpe—. La espada se me termina resbalando.
«Y además esta maldita pulsera pesa muchísimo», se dijo distraída la mestiza. Entonces la advirtió por primera vez.
«Esta pulsera no es mía y no recuerdo habérmela puesto nunca». Deslizó las yemas de sus dedos por los complejos arcos y diseños que presentaba la joya y notó un estremecimiento de desagrado. Trató de sacarla de su muñeca, mas el abalorio no cedía y tampoco poseía ningún cierre que permitiera su apertura. Se sintió atrapada, como una esclava a la que han marcado como propiedad y se puso nerviosa.
Sin embargo, instantes después había olvidado toda referencia a sus emociones respecto a la pulsera.
—En ese caso lo mejor será que consigas unos guantes de cuero para mejorar la adherencia y proteger las palmas —observó el elfo ajeno al desconcierto de la mestiza, al contemplar las rojizas zonas en la piel de las suaves manos de Dyreah debido a los roces—. Ahora recoge tu arma, ¡tu entrenamiento aún no ha acabado por hoy!
Duras se dirigió a un lugar aún más apartado del bosque, lejos de las zonas habitadas y concurridas por las gentes de la región.
Dyreah siguió diligente al elfo sin conocer las intenciones de éste. Pero ninguna duda surgía respecto a su nuevo amigo. Por fin había conocido a alguien en quien podría confiar sin miedo a ser decepcionada.
—Éste será un buen sitio —exclamó Duras, deteniéndose en un amplio claro en la arboleda—. Vamos a probar una nueva disciplina que, por lo que yo sé, nunca has experimentado antes.
»Es un arte y un conocimiento obligado para quien posea sangre elfa en sus venas, para que no dependa toda su vida del frío metal. Un miembro de nuestra raza —estas palabras reconfortaron a la mestiza al ser admitida en el exclusivo linaje de los elfos— está en armonía con el medio que le rodea. Es uno con la naturaleza y debe saber usar un arma acorde con sus creencias. Este arma es el arco, fabricado con la madera del corazón de los árboles. Debes aprender a manejarlo con suficiencia.
La semielfa quedó impresionada por el importante significado del arma que llevaba tan despreocupadamente colgada al hombro y que no había considerado en toda su amplitud. Lo tomó entre sus manos y se dispuso a aprender con su mayor atención.
—Haré cuanto pueda —convino ella con la aprobación del elfo.
—Lo primero es la colocación de las manos y los dedos sobre la madera —comenzó Duras paciente ante los progresos de su presta y hábil alumna.
Pronto las clases teóricas dieron paso a las prácticas, con el inevitable resultado de flechas volando sin control alguno. Veloces haces salían despedidos de las manos de la mestiza sin poder conocer cual sería su remoto destino, en tanto que otros pequeños astiles no volaban más que escasos metros ante la indignación de la semihumana.
—¡Nunca lo conseguiré! ¡Es inútil! —exclamó ella frustrada. Estuvo a punto de lanzar su preciado arco al suelo con enfado, mas al observar el severo rostro de su instructor, se lo pensó mejor y decidió reprimir su violento gesto.
—No te sientas decepcionada por no acertar —la consoló el elfo—. No es una disciplina que se aprenda de la noche a la mañana y hoy es tu primer día. Yo tardé veinte años en manejar el arco y no soy uno de los mejores —declaró el varón con una sonrisa—. Continuemos.
La clase siguió durante un par de horas más hasta que la medio elfa la dio por terminada. Le dolían las puntas de los dedos por el roce con las flechas al ser disparadas y una punzada se clavaba en la mitad de su espalda. Además estaba aburrida de su escaso éxito.
—Será mejor que lo dejemos por hoy —invitó Dyreah con esperanza de que sus ruegos fueran escuchados por los dioses.
—Está bien —accedió el elfo—. Mañana continuaremos con el arco. ¿Quieres que probemos con otra arma? Veo que no —ella no contestó, mas la expresión de desaliento de la fémina era respuesta suficiente.
Recogieron sus pertenencias y volvieron al poblado. Pronto llegaron a la morada del elfo y entraron. Duras comenzó a preparar algo para comer declinando el ofrecimiento de la semielfa de hacerlo ella. Se sentaron alrededor de una pequeña mesa cuadrada de madera y se relajaron después del fuerte ejercicio hecho. Tomaron unas pequeñas lonchas de carne recién asadas acompañadas por un poco de pan aderezado con dulce miel. La mestiza saboreo con intensidad aquellos manjares y terminó chupándose los dedos manchados y pringosos.
—Estaba todo delicioso —agradeció la medio elfa mientras recogía los platos de la mesa y los llevaba a la cocina.
—No es necesario que los recojas —informó Duras levantándose de la silla—. Lo haré yo más tarde.
—No —denegó tajante la mestiza—. Suficiente haces con perder todo el día enseñándose cosas sin atender a tus obligaciones, así que, permíteme que te ayude en las labores que sí conozco.
—De acuerdo —consintió el elfo sin poder argumentar nada para rebatirlo.
Un rato más tarde los dos herederos de sangre élfica se volvieron a reunir en torno a la mesa. Ambos se mantuvieron en silencio devolviendo miradas sin saber de qué hablar o como iniciar una conversación. Al final, el varón rompió la quietud.
—¿Hablas lengua élfica, la Nythare? —se interesó.
—La verdad es que no —negó la mestiza—. Siempre he vivido entre humanos y no conozco más que el Aekhano, pero me gustaría aprender la Nythare, si no te importa —agregó ella.
—Será un auténtico placer —aceptó dispuesto el elfo.
Y el aprendizaje continuó por el resto de la tarde hasta bien entrada la noche.
El semihykar se mantenía tenso ante la cercana presencia de la desconocida, pero no podía hacer nada; estaba desarmado y ciego. Difícilmente podría evitar un ataque directo en estas condiciones. Así, el mestizo tuvo que tomar una determinación en la que no confiaba en absoluto: esperar y confiar.
Súbitamente, padeció un intenso dolor en su costado derecho cuando las manos de ella tocaron la zona herida. La primera sensación de sufrimiento fue pasando paulatinamente y pudo percibir como los dedos femeninos rozaban suavemente la piel dañada y extraían con total delicadeza los restos de tela que permanecían adheridos por la sangre coagulada. De inmediato, una ola de alivio y bienestar fue recorriendo su torso hasta cubrir todo su cuerpo.
—Tienes una herida bastante fea —comentó ella después de examinar la zona dañada—, pero no te preocupes. Vivirás.
—Y vivir, ¿para qué? —habló por primera vez el semihykar con voz áspera—. ¿Qué vida me espera si estoy ciego? —replicó autocompasivo.
—La vida en sí misma es el bien más preciado que existe —respondió enérgicamente ella como si esta máxima consistiera la base de su doctrina religiosa—. Luego como quieras utilizarla o desperdiciarla, es cosa tuya.
El aprecio que la desconocida profesaba por la vida le hizo pensar al mestizo de si se trataría de una elfa. Decidió no basarse en vagas conjeturas.
—¿Quién eres? —preguntó de forma directa—. ¿Y quién era quien me vigilaba en la distancia?
—Alguien que te va a salvar la vida —contestó ella, evitando deliberadamente conceder la verdadera respuesta—. En cuanto a tu segunda pregunta, quizá lo averigües más adelante.
—¿Y por qué auxilias a un forastero al que no conoces en absoluto? —inquirió el semihumano sin cesar en su empeño de conseguir información—. No sabes de mis intenciones.
—Estabas herido y precisabas ayuda. Yo estaba cerca y mi obligación era brindártela —argumentó sencillamente ella—. Además —continuó con otro tono en su grave voz—, nunca había visto a un hijo de humano y elfo de la sombra. Me sentía intrigada.
Kylanfein quedó paralizado. Si conocía su auténtico origen esto no podría traerle más que problemas. Se puso furioso.
—¡No soy el objeto de curiosidad de nadie! —exclamó colérico.
—Ni lo eres ni lo serás mientras permanezcas en esta arboleda —sentenció ella con una suavidad y una tranquilidad que dejó desarmado al mestizo—. Sólo deseo conocerte y ayudarte.
—Pues permíteme que me mantenga escéptico ante tus buenas intenciones, sobre todo considerando que sabes que poseo sangre hykar y no sé nada de ti —replicó airado el joven varón, no por falso orgullo o soberbia, sino temeroso de su incierto destino.
La desconocida leyó con facilidad los pensamientos del semihykar.
—Imagino cómo ha debido ser tu vida —empezó ella, haciendo caso omiso del gesto cínico que se reflejaba en el rostro del joven—, con sangre de dos mundos y sin pertenecer a ninguno, con la carga de ocultar un linaje maldito que te convertiría en el blanco de odio de todos, linaje del que aún no estás seguro de sentirte orgulloso o repugnado —ella hizo una pausa—. Sí, no es fácil vivir así. Es un amargo trago que deberás asimilar o te acompañará por el resto de tu larga vida. Pero no tiene por qué seguir siendo tan difícil.
—¿Y cómo no va a serlo si me encuentro tan lejos de mi hogar, sin saber cómo regresar y con la tara de carecer de la vista? —increpó él pesimista, sin dejar de sentir que unos ojos le vigilaban a cierta distancia.
—Sí, estás en una situación complicada, pero no tanto como tú te imaginas. Tus sentidos son muy importantes para ti, mas no debes preocuparte, porque no careces de ninguno. Tus ojos han quedado temporalmente dañados por un fuerte deslumbramiento, pero curarán pronto —calmó ella.
»Ahora te voy a practicar unos vendajes en la cadera y en los ojos. Sentirás fuertes oleadas de dolor. Debes estar preparado. En algunos momentos se hará insoportable, mas tienes que luchar con todas tus fuerzas porque este sufrimiento que padecerás será purificador y te sanará —explicó ella—. Confía en mí.
—Lo haré —confirmó el semihumano, aunque con un leve titubeo de duda.
Ella se puso de inmediato manos a la obra. La herida era profunda y no carecía de peligro, mas había otro factor que la asustaba y la obligaba a trabajar deprisa. La coloración en la piel alrededor de la zona perforada denunciaba la existencia de algún tipo de veneno. Probablemente la hoja que había practicado este corte debía estar preparada para que el primer golpe asegurara que fuese el último. En cualquier otro caso, la víctima llevaría más de un día muerta, pero otra fuerza había retardado considerablemente el rápido e inexorable avance del veneno por la sangre.
Sin embargo, ella era conocedora de la medicina de la naturaleza, del uso de determinadas plantas para luchar contra cualquier mal. Marchó al bosque y pronto estuvo de vuelta con unas pequeñas hojas de color carmesí entre sus manos. Las aplastó sobre una piedra lisa y extrajo el viscoso líquido que contenían. Lo aplicó con cuidado sobre unas hojas de mayor tamaño y tras abrir ligeramente la herida apenas cicatrizada, las apretó contra la incisión que comenzó a rezumar sangre de nuevo.
El semihykar mordió con fuerza el pequeño palo que le había proporcionado la desconocida en un intento de desahogar la extremada dolencia que lo aquejaba. Sus manos se cerraban con tal crispación que los nudillos se ponían blancos por la presión. Un velo de sudor perló su frente, extendiéndose por el resto del cuerpo del semielfo de la sombra que pronto estuvo empapado. La fiebre se encargó de evaporar el líquido salino.
El sufrimiento comenzó a mitigarse pasados varios minutos en los que ella aprovechó para coserle la herida y aplicar un fuerte vendaje a lo largo de la cintura del varón, que había sucumbido a la agonía y se había perdido en la inconsciencia.
Ella, agotada por la tensión, recogió sus bienes y veló por el sueño del semielfo.
La sanadora captó unos suaves pasos que avanzaban nerviosos, haciendo pequeños rodeos en torno a su posición junto al mestizo.
—Te puedes acercar ya, pequeña —invitó ella a la figura que se escondía detrás de los árboles.
La sombra pareció salir, mas dudó y regresó a su anterior lugar de cobijo.
—No te preocupes. Él está en el suave abrazo del sueño y tiene un vendaje cubriéndole los ojos —aclaró ella—. No tienes nada por lo que preocuparte.
La esbelta figura de una fémina se fue acercando lentamente hasta la situación de los otros dos presentes.
Vestía una ligera túnica abierta fabricada con los materiales propios del bosque, hojas, flores, tallos. Su largo cabello, del color de los frescos brotes de la hierba, lucía una diadema de violetas que presentaba un profundo contraste con el exótico pelo. Una pequeña falda de igual manufactura completaba el conjunto dejando visibles unas delgadas y largas piernas.
—¿Se salvará? —preguntó ella con una melodiosa y sibilante voz que pareció ser mecida por el viento.
—Habrá que esperar a ver cómo reacciona al tratamiento —explicó la anciana elfa aún preocupada—, pero estoy segura de que continuará con su camino. Es fuerte y posee una voluntad tenaz. Se salvará, pequeña. Se salvará.
«¡Debo continuar!».
Las fuerzas le abandonaban y el soplo de la vida se iba extinguiendo en su maltrecho cuerpo. Su tiempo se acababa pero su misión era de vital importancia; se lo debía a ella.
Recordó el día en el cual se lo había prometido y dio otro vacilante y agónico paso en su memoria.
Era un día soleado, cálido en el comienzo del verano.
Las hojas de los árboles aún presentaban el intenso color verde de la primavera, aunque pronto lo cambiarían por el amarillo seco de la época estival. Sí. Este verano sería tórrido.
Los cuatro volvían de sofocar un pequeño foco raigan al oeste de Moonfae. Aquellos repulsivos seres no habían opuesto una gran resistencia. Pese a unos cuantos cortes no profundos y algunos golpes de mayor consideración, el grupo estaba en perfectas condiciones.
Habían planeado hacer una pequeña pausa en sus viajes y descansar su tensa y peligrosa vida en el Reino de Sin-Tharan. Sí. Entonces aún existía el Gran Reino Elfo de Sin-Tharan, cuyas fronteras no eran atravesadas por el respeto que infundía esta antigua y primigenia raza, por sus famosos arqueros en sus puestos ocultos entre las copas de los árboles, por la poderosa magia que se atribuía a las prestigiosas ciudades del Reino. Sí, aquéllos sí eran buenos tiempos para los elfos, no como ahora, la mayoría en su lejano emplazamiento de Alyanthar.
Recorrían los secretos y ocultos caminos de las tierras elfas entre los profundos valles que conformaban la zona de frondosa y tupida maleza baja sobre la que se elevaban los gigantescos y majestuosos bosques de álamos y robles, cuyas copas casi rozaban el suave manto azul del cielo con sus hojas.
El sendero era agreste, mas esto no suponía ninguna diferencia para los avezados guerreros que dirigían sus pasos hacia cualquier nido del mal que surgiera en los preciados y sagrados bosques.
Nyrie siempre marchaba delante, implacable ante cualquier peligro, fuese del tamaño que fuese, consciente de su única misión en la vida autoimpuesta por la falta cometida en su juventud, la grave falta que marcaría el resto de su vida. Ella daría la vida gustosa si esto sirviera para enmendar su error, pero no cedería nunca, hasta la última gota de sangre, si podía luchar contra cualquier mal que atentara contra la propia naturaleza.
Radik también se mantenía en la vanguardia, firme y dispuesto para luchar, pero por otras razones. Él era un elfo distinguido, uno de los regios elfos descendientes de la nobleza gobernante ridyan. El verse de esta manera siempre había supuesto una pesada carga para él. Como elfo de un linaje superior se obligaba a dar el máximo de sí mismo, demostrar la hegemonía de la raza élfica sobre las demás, ser un ejemplo que seguir por su valor y temple en la batalla, nunca dudar, nunca rendirse…
Furanthalas había sido el último en unirse al grupo. No conocían las circunstancias del asunto, pero Furan había abandonado precipitadamente su hogar y vagaba sin rumbo de aquí para allá. Era muy joven cuando lo conocieron y pasó a ser aprendiz de guerrero. Los años pasaron y el alto y desgarbado muchacho alcanzó la madurez y se convirtió en una pieza fundamental en el entramado del tapiz que conformaba al cuarteto, tanto por su habilidad con la espada como por su talante animoso.
Tenía que mantener despierta la conciencia.
«¡Debo continuar!».
Continuó rememorando el pasado mientras avanzaba lenta y pesadamente.
Mas ese día ocurrió algo distinto que lo distinguió del resto.
Nyrie no marchaba al frente como de acostumbre, sino que en los últimos kilómetros había retrasado su posición hasta estar a la altura de Thelas. Estaban llegando a las puertas de la ciudad cuando ella le habló.
—Thelas, he de encomendarte un favor importante para mí —comenzó ella gravemente—. Te lo digo a ti porque confío en tu discreción y disimulo.
—Te escucho, Nyrie —recordó haber aceptado él, desconcertado por las palabras de la guerrera.
—Hay algo que no os he contado a ninguno de vosotros aún. No me preguntes cómo, pero sé que algún día tendré un hijo.
Este comentario pilló por sorpresa al elfo.
—Él o ella tendrán que continuar con mi misión si yo no la llevo a buen fin —la elfa hizo una pausa e inspiró con fuerza—. Te pido que le relates la historia que te voy a contar sobre mí y le adviertas del peligro que se cierne sobre su vida. ¡Por favor! ¡Júrame que lo harás! —espetó Nyrie exaltada.
—Lo juro por mi alma —accedió entonces él.
Ella comenzó a narrarle durante más de media hora los sucesos y pormenores de la historia que tanto significaba para ella. Su más profundo secreto. Cuando hubo terminado miró al elfo a los ojos.
—Confío en ti, Thelas. Sé que no me fallarás.
Y la elfa continuó su marcha hasta la ciudad, dejando al varón a solas con sus pensamientos.
Estaba cerca del poblado. Estaba seguro. El rastro era claro. No podía dejarse vencer ahora.
«¡Debo continuar!».