12
CONFIANZA
Garganta del Lobo, año 242 D. N. C.
—¡Muchacha! ¡Eh, muchacha!
La semielfa se removió inquieta de su sueño. Pesadamente y sin ningunas ganas, abrió los ojos.
Ante Dyreah se hallaba un hombre vestido con las prendas y elementos propios de un soldado. Tras él se mantenían a cierta distancia un grupo de humanos que contaban entre sus filas con uno o dos elfos. Éstos miraban con expresión interesada a la mestiza.
La fémina se incorporó despacio con fuertes calambres en sus aún agarrotadas piernas. Una vez recobrada la verticalidad, se puso frente a los milicianos.
—¿Te encuentras bien? —preguntó el soldado que la había atendido.
Le semielfa comprendió por los colores de sus ropas que se trataba del capitán de la patrulla.
—Sí, gracias —contestó ella, ajustando la argéntea diadema que se había deslizado de su posición original en la frente—. ¿Dónde estoy? —inquirió la semielfa mientras observaba su alrededor y no reconocía la zona del bosque.
—Te hallas en los límites de la Garganta del Lobo —informó el guerrero inspeccionando ahora con mayor detenimiento la armadura y las armas de la semielfa. Su cara adoptó una expresión de asombro ante el presumible valor de las piezas metálicas que componían la cota.
—¿Qué hacías en este bosque tú sola? —fue la intencionada cuestión de otro de los hombres, despreciando las posibles aptitudes de la muchacha.
—Antes no estaba sola —contestó con acritud la mestiza, malhumorada por el despectivo tono de las palabras del soldado. Tomó el arco de negra madera del suelo y se lo colocó con dignidad cruzado por el hombro—. Venía con otros dos elfos —la mestiza exhaló un profundo suspiro—, antes de que nos emboscaran.
—¿Quién lo hizo? —interrogó un joven elfo que se abrió paso de entre las filas de los milicianos.
—No lo sé. Eran… ¡Monstruos! —exclamó Dyreah sin saber cómo explicar lo que había visto—. Eran oscuros, atacaban a dentelladas; algunos tenían alas y volaban —divagó la mestiza con poca convicción en sus palabras—. Nunca había visto unas criaturas tan repugnantes como ésas.
—Otra loca —se escuchó en voz baja al fondo.
—No dice más que tonterías —dijo otra voz que la fémina no pudo identificar.
—Está delirando —añadió otro.
El grupo comenzó a murmurar sobre la situación de la semielfa, aprovechando la ocasión para chancear de forma lasciva sobre ella.
—Si lo deseas —continuó el capitán—, puedes acompañarnos hasta el poblado. Allí podrás disponer de lo que precises. Y ahora, ¡todo el mundo de vuelta al trabajo!
El soldado de mayor rango impartió instrucciones a sus hombres que se dividieron en exploradores, avanzadillas y el grueso principal. En una posición apartada se mantenía la mestiza, bajo la constante vigilancia de los dos elfos. Uno de ellos fue progresivamente retrasándose del grupo principal hasta alcanzar la altura de la fémina a una distancia prudencial de los demás soldados. Pronto estuvieron solos en la espesura del bosque.
La muchacha se mantenía tensa ante las desconocidas intenciones del soldado elfo. Ella no olvidaba que era una mestiza y esto podía acarrear el desprecio o algo más en los elfos puros más radicales, fundamentados en sus tradiciones. El elfo se colocó a su altura y la miró a los ojos.
—Lo primero que quiero que sepas —comenzó el varón de cabellos rubio y ojos azules—, es que te creo. No sé por qué razón, pero creo en tus palabras. Mi nombre es Duras Deladar —se presentó el elfo con una media reverencia.
—Dyreah… Anaidaen —dudó la medio elfa, rememorando su auténtico, aunque todavía extraño, nombre.
—¿Quiénes eran los elfos que te acompañaban? —se interesó Duras.
—No sé mucho sobre ellos, sólo que eran compañeros de mi madre. —Dyreah hizo una pausa al recordarlos—. Sus nombres eran Radik y Furanthalas.
El elfo se cerró en un mutismo bajando la vista al suelo.
—Los conocía —agregó el elfo unos momentos más tarde—. Aunque nunca supe el propósito de su misión. Se mantenían al margen de las comunidades bajo un cerrado velo de misterio. También los acompañaban otros dos miembros de nuestra raza. Thelas y Nyrie eran sus nombres.
La fémina sintió que la inundaba una fuerte emoción al oír el nombre de su madre.
—Thelas no estaba con nosotros en el momento del ataque. Nyrie, mi madre —aclaró la semielfa—, murió hace dieciocho años, al tenerme a mí. No llegué a conocerla.
—Lo siento. No sabía nada de lo sucedido —se lamentó Duras.
Caminaron en silencio durante unos instantes. Los rayos del sol de la mañana se filtraban entre las frondosas ramas de los árboles, abriéndose en amplios abanicos de luz, casi tangibles, como inmensas telarañas de seda tejidas de árbol en árbol de forma exquisita.
—Cuéntame tu historia, Dyreah —pidió el elfo.
La mestiza se mantuvo en silencio durante unos segundos, en tanto recordaba todos los sucesos que la habían ocurrido. Entonces comenzó:
—Me llamo Dyreah Anaidaen, aunque hasta hace una semana creía ser Taris-sin DecLaire —la semielfa adoptó un paso más tranquilo—. Vivía en Lance, en el Reino de Adanta, con mi padre Giben DecLaire, un poderoso comerciante de caravanas. Allí tenía una vida tranquila hasta hace un año aproximadamente; entonces las cosas se complicaron. Mi padre traía frecuentemente pretendientes para que eligiera con cual desposarme —la muchacha soltó un resoplido de frustración—, pero yo no me sentía con fuerzas para tomar un marido, por lo menos todavía. Mi padre me puso un ultimátum: me permitía un año para elegir un esposo, si no, acataría su decisión. El año pasó y yo no había encontrado a nadie, así que…
—Te escapaste —terminó la frase Duras, esbozando una sonrisa de comprensión.
—Sí, me escapé —confirmó ella—. Tracé una salida de compras en la ciudad de Dushen. Me desplacé en una de las caravanas de mi padre y aprovechando una ocasión de descuido por parte de mi escolta, me deslicé entre el bullicio del mercado. Estuve huyendo por las calles no sé durante cuanto tiempo. Estaba asustada —se rió la fémina—. Recuerdo que corrí por callejones sucios y oscuros. Allí, perdida, fui atacada por un ladrón y no sé cómo, pero me libré de él. Entonces apareció un anciano por una puerta y me ofreció cobijo.
»Estaba tan nerviosa que no dudé ni por un momento. Entré en la destartalada casa y me dio algo de comida y me concedió una habitación. Allí pasé la noche hasta que algo me despertó y quise salir del cuarto. Me encontré con la puerta atrancada. Forcé la hoja y ésta cedió después de varios intentos. Espié al viejo para conocer sus intenciones y vi que estaba realizando ritos diabólicos. Escapé tan pronto como pude y volví a las calles.
La medio elfa hizo un descanso, pues estaba sofocada por andar y hablar atropelladamente a la vez. Cuando hubo recobrado el aliento, prosiguió.
—En Dushen me hospedé en una posada y me compré una cota y una espada. —El elfo observó la armadura de la semielfa y pareció sorprendido—. ¡No! ¡Ésta, no! —agregó ella aclarando el malentendido—. Esta cota me fue entregada más tarde. Adquirí un caballo y me dirigí hacia Baelan.
»A medio camino de viaje me asaltaron unos bandidos. Creía estar perdida, pero entonces apareció alguien que me salvó.
El elfo notó el brillo en los ojos de jade de la mestiza al recordar a este personaje en particular.
—Se llamaba Kylanfein Fae… Fae-Thlan, y me acompañó hasta la ciudad. También era un semielfo, como yo —la muchacha no pudo reprimir una sonrisa—. Nos detuvimos en una posada. Un tipo se quiso propasar conmigo y Kylan se enfrentó a él. Entonces descubrimos que Kylanfein no era un semielfo, ¡sino un semihykar!
Duras se quedó perplejo ante las últimas palabras de Dyreah. Pocas veces había tenido noticias de elfos sombríos, pero de mestizos de hykar con humano, nunca.
—Se produjo un tumulto en la fonda que fue resuelto por los Hijos del Fénix. Se lo llevaron y desde entonces no lo he vuelto a ver. —Duras notó el leve tono de tristeza en su voz—. Me disponía a marcharme al día siguiente, pero me secuestraron. Me ataron, amordazaron y me metieron en el interior de una carreta junto a otras chicas jóvenes en igual situación que yo. Entonces aparecieron Furan, Thelas y Radik que me salvaron. Thelas se llevó el carro con las muchachas hacia la ciudad y Radik, Furan y yo nos dirigimos hacia aquí, junto al río Tiroan, a la tumba de Nyrie.
»Entramos en la cueva hasta la sala sagrada. Pero el féretro estaba vacío —indicó Dyreah exaltada—. ¡La tumba había sido profanada! Furanthalas me entregó la cota y las armas de mi madre —prosiguió señalando la armadura que portaba—, y me contó su historia. Después, salimos del lugar y fuimos atacados por esos monstruos. Ellos me protegieron y facilitaron mi huida, mas les costó la vida. Corrí y corrí hasta que no tuve fuerzas y caí agotada. Entonces me encontrasteis —suspiró e hizo un profundo silencio—. Y esto es todo.
La joven esperó unos instantes en silencio, con la cabeza gacha, recuperando el aliento perdido.
—¿Y… cuál es tu historia? —se aventuró.
—La verdad es que la mía es bastante menos interesante y trepidante, comparándola con la tuya —respondió irónicamente el elfo—. No soy tan joven como tú, aunque todavía no he alcanzado una avanzada edad madura, relativamente hablando por supuesto. Tengo doscientos ochenta y dos años y todos ellos los he pasado en la Garganta del Lobo. Desde hace pocas décadas pertenezco a la milicia de la región. No hay nada más que contar —finalizó el elfo y se detuvo—. Ya hemos llegado al poblado.
Ante la asombrada semielfa se abrió la maleza propia del bosque y surgió una pequeña aldea de casas dispersas. Pocas personas salieron a recibir a los guerreros, mas las escasas construcciones no habrían podido albergar a muchas más.
—Pensaba que nos dirigiríamos a Moonfae —comentó la mestiza.
—Moonfae es considerada la capital de la Garganta del Lobo en el exterior, pero para nosotros no es más que la población de mayor número de habitantes —explicó Duras—. La Garganta está compuesta por numerosas aldeas de pocos vecinos. Nuestra sociedad se muestra algo aislada con el resto de las regiones y, quizá, también entre sus propios integrantes. Será por la influencia élfica —se sonrió.
—Yo pensaba que la unión en comunidad de elfos con humanos siempre había sido difícil, si no imposible —inquirió Dyreah confundida.
—Así es —confirmó el elfo las sospechas de la muchacha—. Normalmente siempre surge un conflicto de intereses y tradiciones por las diferentes circunstancias específicas de las dos razas. La larga longevidad de los elfos siempre ha sido un problema para los codiciosos humanos, mas la Garganta del Lobo con los Grandes Bosques es uno de los últimos reductos del antiguo Reino Élfico de Sin-Tharan. Ésta es la explicación a la singular idiosincrasia local.
El elfo la condujo entre las pequeñas aunque prácticas casas hasta una en particular.
—Supongo que tu actual situación es complicada, sin vivienda y sin provisiones para continuar tu marcha —argumentó Duras—, así que, si lo deseas, puedes alojarte en mi morada.
—No quisiera molestarte ni a ti ni a tu familia —se excusó la medio elfa, mostrándose tímida ante el abierto y desinteresado ofrecimiento de Duras.
—Eso no es ningún problema —aclaró el elfo—. No tengo familia. Vivo solo y me haría bien un poco de compañía. Estoy tanto tiempo en solitario que creo que si nada lo remedia, me terminaré convirtiendo en un viejo ermitaño.
Dyreah comprendió bien la comparación al pensar en el terrible ambiente de soledad que se respiraba en el poblado dentro del profundo y misterioso bosque.
—De acuerdo —accedió gustosa la semielfa.
Duras abrió la puerta de la pequeña construcción de madera y piedra y esperó galantemente a que entrara primero su inesperada invitada.
La hoja de madera dio paso a una amplia habitación que configuraba el salón y el lugar principal de la vivienda, mas dos puertas a cada lado evidenciaban la existencia de más habitaciones que podrían quedar inadvertidas desde el exterior. En esta amplia sala se concentraban los muebles propios del lugar habitual de ocio, más una pequeña chimenea y la cocina con los enseres apropiados para cocinar.
—Mi casa no es tan opulenta y majestuosa como lo debe ser la casa de tu padre —se excusó el elfo—, pero todo lo que tengo es tuyo.
La mestiza ante tan sincera y desprendida propuesta no supo que contestar. No estaba acostumbrada ante tal alarde de generosidad y menos de alguien a quien apenas conocía. Estaba gratamente sorprendida y contenta de haber dado con este compañero de pura raza elfa.
—Gracias por todo —habló por fin ella—. De verdad, gracias.
El elfo fue consciente de cuánto agradecía la semihumana el calor de la amistad y la confianza ante las dificultades por las que había pasado últimamente. Ella necesitaba de un madero firme para no ser arrastrada por la implacable corriente. El varón asintió con un cabeceo y continuó enseñándole la casa.
Duras la guió por el salón hasta llegar a una de las puertas. Ésta dio paso a una pequeña habitación que bajo la ventana presentaba un pequeño camastro de paja cubierto con gruesas mantas que prometían un confortable descanso.
—Éste será tu dormitorio por cuanto tiempo desees —le ofreció—. Yo dormiré en el habitáculo principal. No es ninguna molestia —indicó el elfo ante el gesto que se dibujaba en el rostro de la semielfa, que se proponía replicar ante la oferta—. Eres mi invitada, y yo como anfitrión debo conceder toda la hospitalidad posible.
Dyreah, de nuevo sin palabras, sólo pudo esbozar una sonrisa de agradecimiento.
—¿No llevas más equipaje que lo que llevas puesto? —se interesó Duras.
—Pues… no —admitió ella—. Lo poco que llevaba lo perdí en el viaje, aunque aún llevo algo de dinero.
—Entonces, si lo deseas, podemos dirigirnos al puesto de mercado de los comerciantes para que adquieras todo cuanto necesites —se ofreció el elfo a acompañarla.
Un ligero gesto de preocupación apareció en el bello rostro de la muchacha.
—No te preocupes por nada, Dyreah —leyó el varón en la semielfa—, en las tranquilas ciudades de la Garganta del Lobo nada tienes que temer.
Pero el elfo se había equivocado en su comprensión. A la mestiza no le atemorizaban los bosques —quizá algo sí— pero más la horrorizaba el que pudiera ser reconocida por alguno de los mercaderes.
—De acuerdo —confirmó ella, poco segura de la prudencia de su acción.
Oscuridad.
Una tangible y espesa oscuridad que lo anegaba todo como un tupido manto azabache en la noche.
No podía explicar qué sucedía. Sabía que la falta de luz no era debida a las tinieblas del ocaso, pues hasta la noche más negra reflejaba algún que otro haz luminoso. Otra posible solución podría ser que continuará en el interior de la caverna, mas la desechó al sentir una brisa húmeda y fresca y no el bochornoso y viciado aire del interior de una gruta. Sólo quedaba una posibilidad, pero Kylan no quería aceptarla, aunque las evidencias se lo confirmaban; estaba ciego.
Mas el semihykar no iba a rendirse ante tan grave impedimento. Apoyó las manos en el suelo y, enterrándolas en el barro, comenzó despacio a levantarse. Una dolorosa punzada se le clavó en el costado obligándole a desistir momentáneamente en su intento. Esperó unos segundos a que el dolor remitiera parcialmente y reanudó su acción.
Buscó su espada para utilizarla como improvisado bastón, mas no la encontró. Rememoró su enfrentamiento con el hykar y recordó haber perdido el arma en la cueva.
Avanzó con pasos vacilantes en el fangoso terreno tanteando con las manos ante cualquier posible obstáculo. Sin embargo, los obstáculos no se hallaban al alcance de sus manos; sus pies quedaron enredados en unas raíces y el semihykar cayó de bruces al suelo.
Kylanfein, perseverante e insensible al sufrimiento que lo atenazaba, se volvió a incorporar, sabiendo que en algún lugar y en cualquier momento podría aparecer alguien para auxiliarle.
«O para saquearme», pensó pesimista el mestizo.
No tenía seguridad de que fuese a ser descubierto, pero lo que no podía hacer era quedarse allí sentado, esperando a que ocurriera algo: debía ser él el que promoviera ese algo.
Caminó al azar durante… ¿cuánto? Kylan había perdido la noción del tiempo, mas el único medio por el que percibía el transcurrir del día era el leve cambio en la temperatura que, poco a poco, iba tomando un cariz más preocupante.
El viento provocaba el fuerte movimiento de las hojas de los árboles, indicándole su dirección de forma aproximada.
Al poco tiempo, el mestizo se había internado en el bosque, habiendo esquivado los troncos que le salían al paso por medio de los brazos, que pronto estuvieron húmedos por la sangre que manaba de los numerosos cortes sufridos al roce con la dura corteza de los árboles y las espinosas enredaderas.
Un frío gélido se condensó en el ambiente. El semihykar se acomodó como pudo bajo la protección de un ancho roble y la hojarasca acumulada en su base. Se enterró en ella y se dispuso a dormir acurrucado para resguardar el calor corporal. Arrancó una tira de los andrajos en los que se habían convertido las antiguas mangas de su camisa y apretó con ella su costado perforado. Aguantó un desgarrado grito e intentó tranquilizarse cuanto pudo. El cansancio sumado a la sangre perdida provocó un intenso debilitamiento que adormeció sus miembros. El sueño acudió como un remedio ante tan desesperada situación.
El semihykar despertó bruscamente. Un ruido lo había sobresaltado. En un acto reflejo giró la cabeza hacia el origen de aquel desconocido sonido, mas aún no podía ver nada.
Puso toda su atención en su percepción acústica y distinguió unos rápidos y suaves pasos que se desplazaban a su alrededor, aunque manteniendo una distancia prudencial.
Kylan cogió la daga que llevaba en su cinturón; pero sin poder ver al enemigo o sus ataques, estaba perdido.
El semihykar escuchó atentamente los veloces pasos que ahora se encaminaban en su dirección. Con la daga presta en su mano derecha, que se cerraba con crispación, se dispuso a levantarse para tomar una posición ofensiva. No obstante, en ese preciso momento el sonido de los pasos desapareció. La distancia a la que se hallaban antes de desvanecerse era de unos escasos cinco pasos.
El semihykar se asustó. No era capaz de apostarse defensivamente, así que optó por cruzar su daga delante del pecho tomando la ofensiva y lanzando dos golpes frente a él. Mas sólo hendió el aire.
Notó prácticamente la respiración del sujeto en su nuca, una extraña presencia que no podía identificar, mas estaba indefenso ante ella. Fue retrocediendo con una mano apretando la improvisada gasa en su costado en tanto lanzaba furibundos ataques que no tenían mayor efecto que el desequilibrarle en su, de por sí, complicada y atropellada marcha.
Pero su desbocada carrera llegó a su fin. El robusto tronco de un roble centenario se interpuso en su camino. Chocó bruscamente contra él, perdiendo el sentido por el impacto. Cayó indefenso sobre las raíces emergentes del gigantesco árbol.
La luz volvió de pronto a su nublada mente, que no a sus dañados ojos. No sabía cuánto tiempo llevaba inconsciente, pero siempre sería demasiado. Se sorprendía de seguir aún con vida, mas esto podría cambiar en cualquier momento. Apartó estos oscuros pensamientos y se concentró en tratar de recuperarse.
De repente, supo que su adversario se hallaba frente a él. Frenético, lanzó su brazo en un golpe fruto de la desesperación… Pero no alcanzó su objetivo.
Una mano atenazó la muñeca que aún portaba el arma, en tanto que una segunda mano le arrebataba la daga. Mas la tensión que ejercía el desconocido era suave, aunque irrebatible. El tacto era cálido, ofrecido por unos dedos largos y delgados, y sus movimientos fueron acompañados por una profunda voz femenina que procedía de unos pasos más al frente.
—No la vas a necesitar —indicó, reclamando la daga para sí.