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RAÍCES

Lindes del río Tiroan, año 242 D. N. C.

—Hemos llegado —fueron las inesperadas palabras de Radik.

Habían transcurrido varios días desde que el grupo formado por los dos elfos y la semielfa había partido desde el camino cercano a Falan.

La marcha se había detenido en pocas ocasiones y el motivo habitual de interrumpirla era para pasar la noche al raso.

El trayecto seguido partió desde Adanta y alcanzó la región de la Garganta del Lobo. Una vez allí, habían seguido el curso del río Tiroan durante unos pocos kilómetros. A continuación habían tomado una estrecha senda olvidada, prácticamente oculta por la densa floresta, pero que los elfos parecían reconocer sin ningún atisbo de duda.

Pero Thäis no sabía a dónde habían llegado. Ante ella sólo se hallaba una alta pared vertical de piedra, salpicada abundantemente de densa vegetación.

La mestiza pensó que tal vez se tratara de un enclave en el que podrían descansar después de las duras jornadas sufridas, pero las acciones de los elfos la desconcertaron.

Éstos no comenzaron a hacer los preparativos propios del campamento, sino que desmontaron y se aproximaron lenta y cautelosamente, casi con reverencia, hacia el encrespado muro.

Penetraron en el abundante follaje y desaparecieron de la vista.

La semielfa no sabía qué hacer si seguirlos o esperarles en el exterior. No tuvo que tomar ninguna decisión porque pronto reaparecieron de nuevo los elfos y con evidentes gestos invitaron a Thäis a que se reuniese con ellos.

Ella, vacilante, avanzó unos pasos alejándose de los caballos, mientras la espesura la iba absorbiendo de forma progresiva. Su figura fue envuelta en sombras y tras continuar sus pasos encontró a Radik y Furanthalas frente a ella, esperándola.

La joven no comprendió porqué se habían detenido y ahora los elfos la observaban con fijeza, hasta que alzó la vista del irregular terreno y contempló cómo un entrante en la cueva se presentaba ante ella.

No existía ningún adorno o grabado, ni ningún tipo de escritura en la bóveda superior, detalles que Thäis pensó que tolerarían el paso desapercibido de la cueva a posibles intrusos. Pero lo que sí comprendió fue dónde se hallaba: en el túmulo funerario de su madre.

La semielfa comenzó a caminar en dirección a la oquedad en la roca lentamente, con un temor reverencial a lo que allí dentro pudiera descubrir.

Taris-sin siempre se había sentido incómoda ante cualquier cementerio o tumba en las pocas veces que había tenido que pasar por tan dramática situación. Mas la circunstancia actual era aún peor. En aquel mausoleo descansaba el cuerpo de Nyrie, su madre, la mujer que nunca conoció y que padeció tan dura y triste vida.

La mestiza dejó a un lado sus temores y entró decidida en la caverna tras el grupo de elfos.

La semioculta entrada daba paso a unos estrechos corredores cercados por infinidad de estalactitas y estalagmitas, procedentes de la intensa humedad de esta zona del subsuelo y la piedra caliza de la que estaba cubierto el manto rocoso. Un pequeño riachuelo cruzaba la galería en el fondo de una amplia cuenca que demostraba el abundante caudal que el río había tenido en otra época. Lo que quedaba no era más que un pequeño arroyo vestigio de un tiempo pasado.

Los elfos avanzaban imperturbables ante los accidentes del terreno. Sin embargo, la muchacha tenía que esforzarse por mantener la perpendicularidad ante las irregularidades del piso. Habiendo vivido toda su vida en la ciudad, lejos de los bosques, no disfrutaba de la pericia con la que se desplazaban los dos elfos, ágiles y capaces de sortear cualquier obstáculo sin mayor dificultad.

El oscuro túnel desembocó en otros corredores paralelos que Radik y Furan conocían a la perfección. Escogieron una ruta que sólo por medio de la fortuna y el azar hubiera podido descubrir algún intruso, mas los dos elfos estudiaron con detenimiento el piso y se dirigieron una comprensiva mirada de preocupación.

Esta turbación se vio acrecentada cuando el reducido grupo observó las puertas que clausuraban el sagrado recinto.

No estaban abiertas, sino desencajadas y astilladas, como si una fuerza incontenible las hubiera reventado para poder penetrar en la estancia.

Los elfos se apresuraron a entrar en la cámara tan rápido como pudieron.

La mestiza, ajena a la importancia de los hechos que estaban ocurriendo, entró vacilante en la sala funeraria.

La estancia estaba conformada por la excavación natural de las crecidas del río, que habían suavizado la superficie rocosa. En el centro de la cámara se elevaba una pequeña base de roca que sostenía un ataúd en horizontal. La madera de la caja mortuoria era de roble y había sido trabajada en sus laterales con numerosos grabados y runas que conferían un carácter religioso y sagrado al féretro.

Taris-sin, vacilante, se acercó a la pequeña elevación a presentar sus respetos y su amor a su madre e, inevitablemente, intentar observar el cuerpo y rostro de Nyrie.

Sabía que podía asustarse, mas lo que encontró fue aún peor.

—¡Está vacío! —exclamó sobresaltada la medio elfa con un gesto de incomprensión.

Furanthalas y Radik se dispusieron junto a la semielfa inmediatamente para observar el extraño suceso.

—¡Ha sido profanado! —interpretó Radik con una mueca de desabrida cólera en su cara.

—¿Pero quién ha podido hacer algo así? —preguntó desconcertado Furan, incapaz de creer que alguien pudiese perturbar el sagrado descanso de un difunto.

—Ambos sabemos muy bien quién ha podido ser —sentenció Radik lanzando una mirada de preocupación al otro elfo—. Ve y mira si todavía se encuentran aquí el resto de las pertenencias de Nyrie.

Taris-sin vio cómo Furan se desplazaba a una de las paredes de la cámara hasta un lugar preciso de la zona. Tanteó con sus manos la piedra hasta encontrar unas pequeñas hendiduras en el muro. Sopló con fuerza en ellas para extraer el polvo que las ocultaba y con una pequeña varilla metálica hizo palanca. Un sonoro crujido denotó el funcionamiento de un mecanismo. Una pesada loseta comenzó a sobresalir de la pared pétrea hasta caer definitivamente al piso con un fuerte estruendo. Una amplia ventana se había abierto en aquella zona y el elfo se introdujo en su interior.

Pocos minutos después, Furan volvió a salir portando una gran bolsa de cuero, al parecer, repleta de objetos.

—Éstos eran los útiles de batalla de tu madre, de Nyrie —informó Furanthalas con un nudo en la garganta que quebró su voz. Acto seguido ofreció el saco a la expectante semielfa—, ahora te corresponde a ti tenerlos.

El elfo depositó la bolsa en el suelo de la caverna y la abrió. De ella sacó primero una larga espada que no ofrecía señal del largo tiempo allí guardada al presentar un intenso brillo plateado a lo largo de su superficie. La siguió la ornamentada funda del arma. A continuación fue un arco de gran longitud trabajado en una madera negra como el ébano y atado en sus extremos por un fino y flexible hilo de plata. Un carcaj vacío de flechas fue el siguiente elemento en ser extraído. No obstante, el último de ellos era el más espectacular. Una cota élfica fabricada en la más pura plata surgió del saco ante la asombrada mestiza, que no pudo más que esbozar un suspiro ante la calidad del trabajo de la armadura, engalanada con los más variados y perfectos trazos inscritos en la materia argéntea.

—Despréndete de esa antigua cota y ponte ésta —indicó el elfo, señalando la obsoleta, sucia y abollada armadura que portaba la fémina.

Taris-sin, cuando se hubo recobrado del asombro inicial, obedeció de inmediato a Furan. Desenganchó las hebillas y las tiras de desgastado cuero que sujetaban aquel pedazo de metal a su delicado y esbelto cuerpo y lo arrojó a un lado de la cueva. Acto seguido tomó suavemente la fina cota de las manos del elfo y la dispuso en su torso. De inmediato notó una cálida y hormigueante sensación a lo largo de sus extremidades. En un principio creyó que la armadura le quedaba algo ajustada, mas ese sentimiento desapareció inmediata y repentinamente.

—Ahora dispón de estos brazaletes —añadió Furan tendiéndola dos anchos aros de plata.

Thäis tomó los dos valiosos objetos y los examinó con no escondido interés.

Los grabados se asemejaban mucho a los que adornaban la cota, mas lo que sorprendió a la semielfa fue la carencia de un sistema de apertura en los brazaletes abiertos. Los situó en sus muñecas y éstos se cerraron mágicamente, sin dejar ningún tipo de fisura en su superficie.

Por último, Taris-sin recogió del alto elfo una delicada diadema de plata. La valiosa joya de blanco brillo relucía con intensidad al contacto del fino cabello azabache de la medio elfa.

—Me parece estar viendo de nuevo a Nyrie —comentó Furanthalas con lágrimas reprimidas en los ojos y soltando el saco en un rincón.

Un sonido metálico brotó de la bolsa de cuero. La mestiza se acercó y metió las manos en el saco. Notó algo frío en el interior. Extrajo el objeto y lo observó con detenimiento.

Se trataba de una fina gargantilla de metal que mediante hebras entrelazadas semejaba la cabeza de un felino con las fauces abiertas. Dispuso la cadena a lo largo de su largo y esbelto cuello y cerró el mecanismo de apertura.

La semielfa terminó de acoplarse la vaina en su cintura y colocar en su interior la bella hoja de la espada. Se colgó al hombro el carcaj y el arco y se sintió completa. Taris-sin —no, Taris-sin no, Dyreah— estaba extasiada por tan fuertes emociones. Deseaba disponer de algún lugar donde poder apreciar su reflejo.

—Pero tu herencia no consiste sólo en estos regalos —interrumpió el mágico momento la enérgica y dura voz de Radik—. Sobre tus hombros también descansa una grave misión que debes afrontar en tu vida hasta que quede saldada y el espíritu de tu madre pueda descansar en paz.

El elfo hizo una pausa para que Dyreah reconsiderase sus palabras y tomara en cuenta la importancia del asunto que había recaído entre sus débiles hombros.

—Y ahora —instó Radik—, debemos irnos de este lugar.

El reducido grupo se encaminó de nuevo por las oscuras y húmedas galerías en dirección al exterior.

Dyreah había salido de la conmoción inicial por las duras y, desgraciadamente veraces, palabras del elfo. Mas la semielfa, a pesar de su cometido, estaba encantada con las armas y la cota que ahora portaba. Se sentía como una de las heroínas de los libros que ella había leído, dispuesta a luchar con su vida contra todo tipo de villanos y monstruos que aparecieran en su camino. No defraudaría la memoria de su madre.

—Radik —llamó de imprevisto Furan—. ¿Has oído algo?

—No —el elfo hizo un alto para asegurarse—. Sigamos.

Un sonido a sus espaldas de ramas rotas puso alerta a los dos elfos. Se dirigieron una comprensiva mirada y se prepararon para lo desconocido.

Tras unos momentos de tensión, los dos varones se relajaron al no ocurrir nada. La mestiza lanzó un suspiro de satisfacción y se tranquilizó.

—Nos están vigilando —susurró Radik con una voz apenas audible—. Nos observan.

Nada más salieron estas palabras de la garganta del elfo, un estruendoso y monstruoso sonido surgió a sus espaldas.

Una masa negra provista con garras y dientes sedientos de sangre se abalanzó sobre los tres sorprendidos herederos elfos.

—¡Nyrie atrás! —ordenó Furanthalas errando el nombre por una costumbre que aún no había olvidado, en tanto se interponía en el ataque de un demonio menor contra la semielfa, que permanecía indefensa por el miedo.

El elfo, con un barrido de su espada, separó la cabeza del tronco de la repulsiva criatura, que rezumó una desagradable sustancia pardusca por la herida mortal.

Sin embargo, esta primera baja no detuvo la terrible embestida de las oscuras fuerzas del Abismo.

Los dos elfos trataban de defender frenéticamente su posición, sabiendo que el retroceso supondría su total aniquilación. Una lluvia de golpes cayó sobre los demonios hiriendo, mutilando o matando sin piedad. No obstante, por cada criatura que caía, dos ocupaban su lugar.

Tanto Radik como Furan mantenían un muro de contención para defender a la medio elfa, pero la posibilidad de una brecha en sus defensas era inevitable y no tardaría en producirse.

Poco a poco el terreno fue cubriéndose con la resbaladiza sustancia que consistía el icor vital de las diabólicas criaturas, dificultando aún en mayor medida la imposible tarea de luchar contra un enemigo tan numeroso.

Una grotesca mano se acercó al rostro de la muchacha, pero fue cercenada inmediatamente, salpicando con su oscura sangre la brillante e inmaculada armadura de la semielfa. Mas el horrible miembro no cesó en su empeñó. En un macabro simulacro de movimiento, se desplazó arrastrándose sobre el fangoso suelo hasta tocar el cuerpo de Dyreah.

La fémina con una mueca de asco, desenvainó su espada y tras varios mandobles, la extremidad quedó reducida a unos vestigios triturados y aplastados en un charco de putrefacción.

El cansancio se fue adueñando de los dos elfos que sentían como se les entumecían progresivamente los músculos y las espadas amenazaban con desprenderse de sus manos a cada nuevo golpe.

—¡Dyreah! ¡Huye tan rápido como puedas! —exhortó Radik, mientras detenía el fiero ataque de un demonio, que acabó con la afilada hoja atravesada en su garganta. La criatura emitió un gorgoteo y cayó desplomada—. ¡Trataremos de cubrirte!

La mestiza dudó unos momentos sin saber qué hacer. Estaba aterrada.

—¡Corre! —gritó Furan cuando unos dientes se clavaron profundamente en su pierna—. ¡Huye!

Estas palabras motivaron que Dyreah iniciase una desesperada carrera esquivando los árboles que le salían al paso y arañándose y golpeándose con enredaderas y ramas bajas.

Mas su escapada no pasó completamente desapercibida. Un demonio alado se precipitó en un vuelo rasante contra la espalda de la mestiza.

Dyreah fue lanzada al suelo por la fuerza del golpe, pero la cota la libró de lo peor.

El diabólico ser se abalanzó de nuevo sobre la muchacha, que intentaba levantarse para darse a la fuga. El impulso del demonio la hizo precipitarse de nuevo sobre el barro.

La criatura se preparó para una carga frontal en la que arremetería con sus garras en la blanda piel del rostro de la fémina. Sin embargo, lo que recibió fue la furia desenfrenada de la semielfa, sus ojos de jade brillando intensamente, presa de un profundo temor que la hizo estallar.

La muchacha en un solo movimiento, desenfundó su espada y se apostó defensivamente. Pero lo más sorprendente fue la metamorfosis que experimentó la armadura élfica.

El argénteo metal comenzó a lanzar destellos intermitentes, en tanto su superficie se desplegaba a gran velocidad. Protecciones plateadas cubrieron las extremidades de la mestiza y un yelmo de artística ornamentación dotado de abertura frontal surgió para resguardar su cráneo.

El demonio dudó ante el súbito cambio operado en su presa y refrenó ataque.

La afilada hoja élfica trazó un amplio corte en la membranosa ala de aquel repulsivo ser, dejándola inutilizada y haciéndolo caer.

La horrenda criatura chilló de dolor y, frenética, se arrojó en un abrazo mortal al cuerpo de la semielfa, intentando matarla lanzando dentelladas a su cuello descubierto.

Mas Dyreah leyó correctamente las intenciones del demonio y aprovechó su impulso para empalarlo con la espada. La viscosa sangre chorreó por la herida, resbalando por la hoja hasta impregnar su brazo.

Se deshizo del cadáver y prosiguió con su fuga a través de la espesura del bosque.

Tras varias horas de carrera primero y caminata después, el agotamiento hizo férrea presa en ella que, con la mirada vidriosa y un intenso pitido en los oídos, se desplomó inconsciente sobre un arbusto víctima de la extenuación.

sep

Una sombra cobijada de la luz de la luna por una espesa capa oscura, se acercó cautelosamente al cuerpo exánime de la mestiza.

Dyreah permanecía sin sentido, sumida en un profundo sueño víctima del agotamiento y de la tensión sufrida. Su cuerpo, acurrucado sobre sí mismo, luchaba por mantener el calor interno.

La armadura, libre de la orden mental de defensa de la medio elfa, había recobrado su forma de cota de malla y los guardabrazos habían retrocedido hasta alcanzar las dimensiones propias de los dos brazales gemelos.

El encapuchado de oscura cara cortada y extraños ojos plateados se arrodilló junto al cuerpo de la semielfa. Examinó su pulso y su cabeza por si tenía fiebre. Se tranquilizó al comprobar que no era así.

Entonces, extrajo un objeto de una cerrada bolsa de su capa y lo sopesó con cuidado. Después tiró suavemente del delgado brazo de la mestiza y deslizó una pulsera de complicada artesanía por su mano, asegurándose de que quedaba bien fijada a su muñeca. El cuerpo de Dyreah se tensó en un par de fuertes sacudidas al contacto con aquel aro ámbar de desconocido material, mas luego prosiguió su descanso en calma.

«El trabajo está hecho», pensó satisfecha la sombra. «Espero que merezcas el esfuerzo. No me decepciones, Dyreah».

El extraño se dispuso a levantarse y marcharse cuanto antes de allí. Sin embargo, en el último instante no pudo reprimir el deseo de acariciar la mejilla de la semielfa; unos rasgos que tan bien conocía y que despertaban en él tan contradictorios sentimientos.

«Hasta que volvamos a encontrarnos, Dyreah Anaidaen», se dijo antes de perderse en la profunda inmensidad del bosque.