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DECISIONES
Sunthyk, año 242 D. N. C.
—¡Malditas sean ella y sus hijas! —musitó el hykar sin poder reprimir sus violentos impulsos rebeldes.
El noble había recibido la llamada de la matriarca de su familia, la estirpe de los Kala’er, Familia Regente de Sunthyk, y se requería de inmediato su presencia. Si el líder de la milicia era reclamado, la causa sería la existencia de un problema que debía ser erradicado.
Thra’in alcanzó a ver las estalagmitas distintivas de la Familia Regente de Sunthyk. Unas estalagmitas que habían sido trabajadas de manera exquisita simulando las formas de feroces y grotescos guerreros que recordaban el error de contravenir los deseos de Maevaen: ssirlaks, siniestras criaturas al servicio de la diosa encargadas de cumplir cada uno de sus crueles, y siempre letales, deseos.
El elfo de la sombra caminaba seguro por las traicioneras callejuelas sin ningún tipo de temor, a pesar de los ladrones y asesinos que acechaban buscando su oportunidad. Sabía que sólo el hecho de que se le reconociera como el líder de la milicia de la Familia Regente impulsaría al atacante a echarse atrás en su empeño y tratar de encontrar otra víctima menos problemática.
Alcanzó el preciado y amplio recinto del blasón Kala’er y tras recibir los presurosos y nerviosos saludos de los guardias exteriores, entró en la propiedad. Ningún intruso osaría entrar en la mansión de piedra oscura sin consentimiento y pretendería salir vivo.
A Thra’in le llenaba de satisfacción que los hykars que le salían al paso se apresurasen a apartarse sin ni siquiera tratar de sostener la mirada del líder de la milicia, fueran hombres o mujeres. Sólo unos ojos plateados que brillaban con crueldad y odio se fijaron desafiantes en los suyos.
Pertenecían a Cràis, hija mayor de la matriarca y Alta Devota de Maevaen, que despreciaba a cualquier varón y en mayor medida a Thra’in.
El combate visual duró unos segundos, mas al final la elegida se dio la vuelta y se marchó en un gesto de desdén. El hykar pasó por alto la actitud de Cràis, sin darle ninguna importancia, exceptuando el deseo de que llegase el momento de ejecutar el plan que acabase con su vida.
Al final del pasillo halló la gran puerta de metal empotrada en las paredes rocosas, que comunicaba con el gigantesco y majestuoso salón de audiencias de la casa Kala’er.
Aprovechando la oportunidad que se le brindaba, abrió las puertas de un empellón y se introdujo con altivez en la estancia.
Advirtió como muchos ojos se giraban hacia él, sorprendidos y alarmados. Unos se apartaron al reconocerle, la mayoría pertenecientes a varones; otros le miraron con el respeto que infunde el temor, los de algunos nobles y Elegidas menores; y otros le observaron con desprecio, los de las demás hijas de la matriarca, que habían desenfundado sus variopintas armas y estaban deseosas de hacer uso de ellas. En cambio, Ulviirala no se inmutó.
Ulviirala Kala’er, matriarca de la Familia Regente de Sunthyk, era una mujer corpulenta, incluso para los cánones de su raza. Pero la edad había hecho estragos en su oscura piel, mostrando unas acusadas arrugas que colgaban flácidamente sobre su cara.
Permanecía empotrada en su trono esculpido en piedra negra de obsidiana con incrustaciones de valiosísimas gemas, con las manos esqueléticas y retorcidas de aspecto ganchudo como garras apoyadas en los reposabrazos. Con voz ronca y calmada se dirigió al recién llegado.
—Bienvenido, líder de la milicia. Te esperábamos.
El hykar no dejó escapar la nota discordante en el saludo de la matriarca, el hecho de menospreciarlo por ser varón, pero necesitarle como el mejor e indispensable ejecutor de sus mandatos.
—¿Cuál será mi próxima misión? —espetó Thra’in con brusquedad. No le gustaban los juegos o rodeos. Quería saber en que consistía su cometido y apartarlo de inmediato de su camino.
—La Diosa nos ha mostrado un augurio por medio de una de sus Elegidas —informó con sumo placer la matriarca, que dedicó una mirada plena de orgullo a una de sus hijas, a Cràis.
El guerrero notó como un gélido escalofrío recorría su espalda, mas logró encubrirlo y mantener la compostura.
«¡Un augurio! Además de manos de esa zorra de Cràis. Esto no puede depararme nada bueno», concluyó Thra’in.
—Un miembro perteneciente a una de las casas de nuestra ciudad vecina, Hyneth —prosiguió la matriarca—, traerá la destrucción sobre Sunthyk. Debes eliminarle y ofrecer su cuerpo a la Diosa para recibir su benevolencia.
—Mañana llegaré a Hyneth… —señaló el guerrero mientras se giraba con presteza en dirección a la puerta.
—No —le detuvo tajante Ulviirala—. No viajarás a Hyneth. Tu víctima no se halla allá, sino en la tres veces maldita Luz.
El silencio era una constante en el Inframundo, mas en esta ocasión pareció intensificarse y alcanzar cierta solidez. El hykar apreció como los asistentes al salón se habían quedado paralizados, petrificados, incapaces de hacer el más mínimo movimiento o siquiera esbozar algún quedo sonido. Él experimentaba lo mismo, aunque su acostumbrada frialdad le permitía ocultarlo.
La Luz. El hogar de sus acérrimos enemigos, los elfos. Nanhyks. Los hykars en contadas ocasiones salían en pequeños grupos para realizar alguna carnicería con sus némesis de la Luz, mas no conocían la realidad del mundo exterior; ni deseaban conocerla. Vivían en su propio mundo de oscuridad en el que poseían el dominio que deseaban y eran protegidos por su diosa. La idea de salir del Inframundo le hizo estremecerse, pero no de temor, sino de deseo al pensar en el número de víctimas que atravesaría su negra espada, que pronto tornaría su color por el vivo carmesí de la sangre.
La matriarca interrumpió sus macabros pensamientos y continuó con su comentario.
—Se te concederán medios para rastrearle. Es un blasfemo mestizo de hyknen —explicó la madre matriarca con repulsa, utilizando el término que designaba a cualquier raza no hykar—. Su linaje pertenece al blasón de los Fae-Thlan.
La semielfa caminaba tranquila por las plácidas y solitarias calles del atardecer de Lance.
Los rayos del Astro Rey comenzaban a flaquear ante el poderoso empuje de la luna que, aunque agazapada todavía entre las sombras, luchaba por erigirse en su dominio de la noche.
Taris-sin regresaba a su casa, la majestuosa y suntuosa mansión DecLaire, tras haber dado una amplia vuelta por los alrededores de la villa. Necesitaba tiempo y un lugar donde reflexionar y no encontró mejor sitio que los tranquilos bosques en cuyo seno se erigía el poblado.
Cada esquina que doblaba esperaba hallar al hombre maravilloso que la cuidaría y amaría por el resto de su vida, mas en cada ocasión su esperanza se convertía en desilusión. Lo único que llegaba a observar eran grupos de duros leñadores que retornaban de su oficio en el bosque y a taberneros y tenderos que cerraban sus tiendas tras otro día de trabajo.
Finalmente Taris-sin desistió y permitió que su vista se deslizara hasta el suelo frente a sus pies con un sonoro y sentido suspiro.
Alcanzó la puerta de su hogar y llamó en ella suavemente con los nudillos.
El acceso a la mansión siempre se guardaba cuidadosamente cerrado, no por la posibilidad de ningún peligro, sino por la mera manía proteccionista de su dueño.
El agudo oído de la medio elfa escuchó como unos pasos firmes se aproximaban desde el otro lado de la hoja de madera revestida de hierro.
—¿Quién es? —preguntó la voz áspera y ajada de Jarv, el mayordomo de la casa.
—Soy Taris-sin, Jarv —respondió ella—. Por favor, ábreme.
—En seguida, señorita Taris-sin.
Inmediatamente, Thäis oyó como se descorría el cerrojo y el débil chirrido de uno de los goznes mal engrasados la invitaba a refugiarse en el interior. Mas sintió algo extraño. Volvió la cabeza con prontitud y sólo pudo ver el vuelo de una larga capa gris oscura deslizándose por un callejón.
—¿Sucede algo señorita? —se interesó el mayordomo al apreciar el desconcierto en la actitud de la medio elfa.
—No… nada, Jarv —restó importancia Taris-sin a la par que entraba en la misión y se cerraba el portón tras ella.
—¿Necesita que le traiga alguna cosa, señorita? —ofreció sus servicios a la recién llegada.
—No voy a necesitar nada, Jarv —declinó la mestiza—, voy a estar en mis habitaciones un buen rato. Quizá duerma una ligera siesta.
—¿Desea que la despierte a alguna hora? —se ofreció de nuevo el mayordomo.
—No gracias, Jarv. Ya te veré más tarde.
Taris-sin subió las escaleras que conducían a su dormitorio y pronto se halló en él. Se acostó sobre las sábanas sin quitarse ninguna ropa y aunque trató de meditar un poco, una fuerte oleada de sueño la embargó de súbito.
—¡Me tengo que marchar de aquí!
Taris-sin había despertado de su sueño y este pensamiento, que había surgido de pronto en su mente, la invadía y refulgía en su consciencia.
—¡Me tengo que marchar de aquí! —repitió la semielfa con mayor confianza—. ¡Es la única solución!
Hacía siete estaciones desde que su padre le erigiera su ultimátum y desde entonces sólo podía pensar en lo ocurrido en aquella reunión. El plazo estaba cerca de cumplirse y no había hallado al hombre con el que tuviera que compartir el resto de su vida.
—Escaparme de aquí, sí, pero ¿cómo? —cuestionó la mestiza con cierto tono de frustración en sus palabras—. Esta mansión es una auténtica fortaleza y nadie puede entrar o salir de aquí sin que decenas de ojos lo presencien y lo aprueben. Tengo que encontrar un modo, alguna brecha. ¡Sí! ¡Ya sé cómo! —exclamó Thäis—. Tengo que programar una salida, una salida de compras como he hecho alguna otra vez, ¡pero esta vez no volveré!
Taris-sin se lanzó ilusionada sobre la cama y dejó que sus pensamientos vagasen por exóticas regiones y emocionantes aventuras.
—¿Qué voy a necesitar? Ropa, comida, agua, un caballo, dinero… —planeaba la semielfa, con sus ojos de jade brillantes de entusiasmo.
La mañana apareció despejada, libre de las continuas y persistentes lluvias que descargaban regularmente su líquido peso sobre la salvaje floresta.
El terreno no estaba en las mejores condiciones posibles, pero esto no le iba a hacer postergar su perseguido viaje al interior del Gran Bosque.
A su paso por Glace la jornada anterior, había permanecido la noche allí en una pequeña y vieja posada. Al amanecer había comprado algunos objetos que le podrían resultar de utilidad en su expedición y pronto estuvo en camino.
No era fácil orientarse en un paraje tan boscoso, mas confiaba en sus sentidos y en su entrenamiento de guardabosques.
El viajero penetró en el interior de la espesura, donde quería disfrutar de la soledad y tranquilidad que se le ofrecía. Avanzaba lentamente sobre el escabroso piso cubierto de hojarasca que cubría los accidentes del terreno, teniendo buen cuidado del suelo que pisaba.
No obstante, esta cautela no fue suficiente. Mientras caminaba por una pequeña ladera resbaló irremisiblemente sobre el barro, haciéndole caer en el interior del pequeño valle. Trató de cogerse a cualquier cosa que sus manos rozaron, una rama baja, una raíz emergente, un espinoso arbusto, mas lo único que halló fue la dura corteza de un roble con la que su cabeza chocó, dejándole sin sentido.
Una luz intensa azotó sus débiles ojos azules cuando se atrevió a alzar los párpados. Levantó la cabeza y volvió a tumbarse al sentir un profundo mareo que nubló su vista y dejó un silbante sonido en sus oídos. Intentó reincorporarse de nuevo, ahora más lentamente, con una fuerte jaqueca retumbando en su cabeza. Deslizó la capucha de tela negra sobre su cara para refugiarse en la tenue oscuridad. Pronto comenzaron a despertar sus sentidos ante la inesperada adversidad, que le indicaron que se hallaba atrapado en la antigua cañada de un río.
La zona tenía una acusada forma de V, por lo que sumado a lo resbaladizo de la tierra mojada, no sería fácil el ascenso por cualquiera de las empinadas paredes. Aún así lo intentó, con el repetido resultado de volver al punto de partida una y otra vez, con nuevas contusiones repartidas por su cuerpo. El viajero tomó la decisión de avanzar por el cañón natural, buscando más adelante alguna ladera más suave.
Caminó por el encrespado terreno con una leve cojera en su pierna izquierda, evitando las enredaderas espinosas y las acumulaciones de piedras redondeadas de escasa estabilidad. Pero lo que encontró al final del trayecto fluvial fue un muro pétreo que bloqueaba todo intento de escapar por este lado.
Con poca confianza en salir en poco tiempo de aquel lugar, se dio la vuelta y se encaminó en la otra dirección.
Sin embargo, advirtió un detalle.
Si este pequeño valle lo había creado el curso de un río, éste no podía acabar tan abruptamente. Apresuradamente se acercó a la pared y apartó las malezas y arbustos bajos.
Allí estaba. Un obturado agujero excavado en la roca y tapado por la continua sedimentación de cientos de años. Se deslizó por el angosto paso hasta notar que el espacio crecía considerablemente. Penetró totalmente en la zona, llegando a la amplia cámara de una húmeda y oscura gruta. Mas había algo que desentonaba en el impresionante paraje natural.
Unas pequeñas escalerillas, esculpidas en la roca, aparecían en un rincón. Se dirigió a ellas y descubrió que desembocaban en un pasillo decorado con bajorrelieves de textos grabados en un idioma que él apenas conocía: la lengua élfica. El corredor estaba iluminado con lo que parecía ser un hechizo de luz eterna, pues no vio ninguna antorcha por ningún lado.
A continuación, llegó a una nueva cámara, aunque se la podría denominar sala por la fina y delicada decoración que exhibía, en contraste con la dureza de la piedra.
Por la situación de los objetos, parecía que actualmente estuviese en uso el lugar, mas la cantidad de polvo almacenado y las formaciones de musgo en las paredes desmentían esta creencia inicial.
Entre todos los elementos de la habitación, destacaba la presencia de una amplia gama de redomas de cristal, colocadas en unas estanterías en un lugar de privilegio. Todas ellas llevaban una etiqueta que enunciaba sus facultades, pero el limitado conocimiento del idioma élfico por parte del intruso no le permitió entenderlas en su totalidad.
«Debe tratarse de pócimas mágicas», pensó y recogió una con mucho cuidado.
Aparte de la importancia que pudieran tener las propiedades del bebedizo, era increíble la magnífica manufactura del envase. Su composición era cristalina, de una delgadez extraordinaria, que contrastaba con la dureza del material. Casi se podía sentir el frescor del líquido azulado al contacto con el transparente cristal.
Se lanzó al suelo rodando por él cuando una pesada espada cortó el aire donde antes se erguía su cabeza. El intruso guardó el bote y girándose con la espada desenvainada hizo frente al agresor.
El adversario iba cubierto por una armadura completa de mallas élficas, con un yelmo que le tapaba totalmente el rostro. Blandía una gigantesca espada con una velocidad y precisión asombrosa, tanto que el intruso no tuvo más remedio que retroceder. El sólo impacto de su hoja contra la del guardián provocaba dolor en sus extremidades, hasta el extremo de estar a punto de soltar el arma de su mano.
La constitución del defensor del refugio era claramente la de un elfo, pero su fuerza lo desmentía. A su mente acudió la solución al misterio. Se trataba de un centinela, aquellas armaduras en las que se infundía vida mágicamente para guardar alguna zona u objeto. No sentían dolor, cansancio ni sentimientos. Eran los guardianes perfectos.
Pero el intruso sí conocía una debilidad en estos seres metálicos: su limitada agilidad. Él era mucho más rápido y podría escapar de la sala evitando una lucha ya perdida de antemano.
Rodeó a la armadura viviente, defendiéndose de los salvajes mandobles y trató de llegar al corredor. Sin embargo, no logró alcanzarlo. El dolor de su rodilla dañada le hizo tropezar con un objeto del piso. El centinela se lanzó sobre él y tuvo que ponerse a la defensiva, arrastrándose por el suelo.
Cuando consiguió levantarse ya había perdido su oportunidad. El ser le cerraba la retirada.
Buscó el intruso otra opción y la encontró profundizando aún más en la cámara. La criatura mágica le seguía incansablemente repartiendo golpes en todas direcciones, algunos de los cuales derribaron muebles y rompieron frascos de mágico contenido. Uno de ellos, al estrellarse contra el pétreo suelo explotó en una intensa ola luminosa que chispeó con una amplia gama de colores.
Esta luz dañó los sensibles ojos zafiro del viajero, acomodados a la tenue luminosidad de la caverna, provocándole tener que defenderse por algunos momentos a ciegas y avanzar tanteando con la mano libre.
Alcanzó el final de la estancia, pero no había puerta alguna que desembocase en otra galería. Únicamente se abría al exterior una pequeña ventana en el techo de la estructura, a unos tres cuerpos de altura.
El viajero estaba agotado y herido, mas el centinela no cejaba en el empeño de acabar con el intruso.
Se colocó bajo la luz que se filtraba por la oquedad y deseó estar lejos de allí. Una súbita sensación de vértigo recorrió su cuerpo, mientras su mente se esforzaba en vano en asimilar las imágenes que se difuminaban a causa de la velocidad. El shock le hizo perder la consciencia.
Pasado un tiempo, despertó.
Se hallaba tumbado en otro lugar desconocido. La decoración era bastante parecida a la anterior, salvo pequeñas diferencias de estética. Un pequeño ventanuco se hallaba sobre su cabeza, irradiando la luz solar que se filtraba. Se levantó rápidamente, aunque se le dobló la pierna izquierda por el daño y el cansancio.
Haciendo acopio de fuerzas, se dispuso a salir de aquel lugar lo antes posible, antes de que apareciera otro guardián.
La semielfa respiró hondo y tomó en su mano el pomo de la puerta.
Su presión falló al primer intento, mas tras serenarse un poco y tranquilizar su desbocado corazón, la puerta de madera se abrió con un leve chirrido que reverberó estridentemente en sus finos oídos.
Adelantó sus pasos hacia el escritorio de su padre. El mueble permanecía atestado con un sinnúmero de rollos y pergaminos. Giben aún no se había percatado de su presencia, y estuvo en un tris de marcharse corriendo de allí. Apretó sus puños con fuerza y se armó de coraje.
—Padre —le habló para ganar su ocupada atención—. He previsto salir mañana por la mañana.
—Sí, Thäis. ¿Y dónde quieres ir? —preguntó Giben abstraído, pues estaba tan inmerso en los papeles de los últimos negocios que no reparaba en nada más.
—A Dushen. He pensado comprar unos perfumes que otras damas me han recomendado y únicamente están en venta en la ciudad —mintió nerviosa la medio elfa.
Nunca antes había engañado a su padre, por lo que se sorprendió de la facilidad con que fluyeron las falsas palabras por sus finos labios azulados. Esto la animó.
—Se podría mandar a una caravana que los recogiese en tu lugar y no tendrías necesidad de sufrir un viaje tan fatigoso —aconsejó Giben, levantando la cabeza del escritorio. Sus ojos estaban enrojecidos por las largas horas de trabajo. Profundas arrugas y ojeras surcaban el entorno de éstos, haciéndole parecer años mayor de lo que en realidad era. La fémina sintió una aguda punzada de culpabilidad por lo que estaba haciendo.
—Sí, es cierto —dudó por un momento la fémina. Después se recriminó su falta de agallas y continuó—. Pero hace bastante tiempo que no salgo de Lance —practicó una fingida pausa como si reflexionara—. Sí, fue el año pasado cuando te acompañé a Falan para realizar unas negociaciones sobre las nuevas rutas de las caravanas.
—Conseguí un buen precio por la libertad de tráfico, ¿verdad, Thäis? —recordó Giben, algo más entusiasta.
«He acertado», pensó Taris-sin. «Al recordarle su último éxito mercantil he conseguido abrir camino en mi escapada. Ahora sólo falta culminarlo».
—Así fue —afirmó con calma la mestiza—. Mas volviendo al asunto de los perfumes, me gustaría ir personalmente a Dushen y poder conocer mejor la ciudad.
—De acuerdo —concedió Giben apartando un pergamino del escritorio—. Te unirás a la caravana que mañana se dirige a Dushen y te acompañará como escolta uno de mis mejores hombres, Rafter.
—¿Rafter? —la semielfa no pudo evitar la sincera exclamación de réplica.
Rafter era un corpulento y diestro luchador que se jactaba de su éxito con las grandes damas. Lucía un cuidado mostacho que se atusaba continuamente. Thäis había disfrutado de su compañía en otras ocasiones y le horrorizaba la idea de tener que soportar de nuevo la arrogancia de este engreído sujeto.
—Padre, no creo que sea necesario privar a un caballero tan importante de su puesto como líder de nuestra pequeña milicia por tener que resguardarme a mí —argumentó melosa la semielfa, tratando de desembarazarse del incordio de Rafter—. Además, la compañía de la caravana será más que suficiente.
—No —cortó tajante Giben—. No pienso dejar a mi hija sin la protección debida.
—Pero… —trató de protestar la semielfa.
—No hay más que hablar —finalizó la conversación el comerciante—. Realizarás el viaje, pero con mis condiciones.
—Lo que tú digas, padre —ella suavizó el tono sumisamente y se marchó del despacho en dirección a su habitación.