PRÓLOGO
Baelan, año 243 D. N. C. (Después del Nacimiento de la Confederación)
El Astro Rey se encaramaba perezoso por el horizonte. Un frente nuboso se aproximaba cautamente desde el Este, amenazando con extinguir la escasa claridad que apenas concedía un sol apagado.
Los madrugadores pescadores de la provincia abandonaban sus casas en dirección al Embalse de la Perdiz, auxiliados por la mortecina y fría luz de una primavera tardía. Portaban sus útiles de trabajo, las largas dragas y las redes barredoras que tan bien conocían, y se encaminaban diligentes a las brumas donde se recogían las mejores piezas.
El tiempo iba empeorando en el transcurso de la mañana, cuando las pesadas nubes dejaron caer primero una débil llovizna, para después descargar un recio aguacero.
Las calles de la urbe estaban desiertas, no sólo por lo temprano en los albores del día, sino porque la gente en general decidía resguardarse en sus viviendas antes que sufrir lo intempestivo de las condiciones climáticas de aquella región.
Pero había alguien que elegía ignorar los acertados consejos del sentido común y salir a la intemperie a pesar de la abundante lluvia.
La joven guerrera había saldado su cuenta en la posada de La Diosa del Amanecer y, tras desayunar convenientemente antes de la previsible dura travesía, había recogido sus pertenencias y enfilado su rumbo a los establos. Allí, rodeada de otros corceles y de un fétido olor a suciedad y moho, la esperaba su fogosa yegua de alta alzada y brillantes ojos.
El corcel, de larga pelambrera parda, aún no poseía un nombre. La arquera en otra época sin duda hubiera concedido una denominación a su montura, impregnándola así de cierto sentimiento de afecto; pero eso fue antes. Su actitud ante la vida había cambiado drásticamente en un corto período de tiempo y había comprendido que ciertos aspectos resultaban superfluos y no merecían una consideración especial.
La semielfa deshizo el nudo que sujetaba a la yegua y la condujo de las bridas hasta el exterior de la construcción. Acomodó sus bolsas en el lomo del equino y se encaramó a la silla de montar.
La yegua se mostró reacia a caminar bajo la lluvia por los caminos embarrados, mas la actitud de su dueña era implacable. Finalmente, la montura bajó la cabeza con las orejas gachas y tras un resoplido se encaminó resignada al frente.
La decisión de la joven guerrera no era el resultado de una disposición caprichosa. Existían varios motivos que la impulsaban a partir cuales fueran las circunstancias que se dieran; en aquella comarca de Baelan había conocido, y al mismo tiempo perdido, a la persona con la que pensaba que podría haber compartido el resto de sus días. Por otro lado, nada la retenía en este lugar, y en contra, aún tenía un importante cometido que cumplir. Entre sus pertenencias permanecía escondido el fabuloso objeto que protagonizara su pasada aventura y que la obligaba a proseguir tan peligrosa empresa.
Sus enemigos eran muchos y poderosos, en tanto ella estaba sola y era inexperta en el uso de las armas. Cierto es que había progresado en gran medida en los últimos tiempos, tanto en el manejo de la espada como con el del arco largo. Y la manufactura de sus armas no debía ser menospreciada. Se vería capaz de defenderse si resultaba necesario, pero ante su falta de experiencia, caería pronto entre las garras de sus monstruosos adversarios.
Nada de eso importaba. Ella lucharía y no se echaría atrás. Asumía como suyo el fatal legado que había recibido como herencia de sangre. Era muy posible que muriera, tal vez de una forma inmediata entre horribles sufrimientos; mas a ella tal posibilidad había dejado de preocuparle. Sentía como si su vida no le perteneciera y ella no fuera más que una figura más en un inmenso tablero de Iyav, manejado por seres desconocidos y aburridos en sus supremos tronos, que necesitaban de un medio para distraer su inmortal y vacía existencia.
Éstos y otros oscuros pensamientos habitaban ahora en el alma de Dyreah Anaidaen, despojada brutalmente de su atesorada inocencia e indefensa de su nefasto destino.
La medio elfa pronto alcanzó los límites de la ciudad y pudo estudiar las condiciones en las que se hallaba el camino que la conduciría a través del Bosque de la Bruja hasta Dynar, a media distancia de su meta en el poblado de Lance.
La vía, únicamente trabajada y allanada por el paso de carretas a lo largo de varias décadas, se había convertido en un auténtico lodazal por el agua caída. La idea de abandonar este peligroso sendero, arriesgado por su irregularidad, y tomar la Senda del Comercio al norte en dirección a Dushen, cruzó fugazmente por su mente.
Este segundo camino, más actual que el anterior, disponía de un empedrado a lo largo de la mayor parte de su recorrido, por lo que era fácilmente transitable tanto a caballo como en carromato. El lado negativo del asunto consistía en la tardanza que supondría dar un rodeo de tantos kilómetros, lo que definitivamente decantó el sentido de la balanza.
Respiró hondo y, escondiendo el rostro tras la gruesa capucha de la capa, espoleó con los tobillos a su montura para que se aventurara por el enfangado sendero.
Los cascos de la yegua chapoteaban ruidosamente sobre el tedioso rumor de las gotas al caer, y se hundían profundamente en las capas de tierra que cubrían la superficie del terreno. En algunas zonas pobladas de baja vegetación y yerbas el terreno no se mostraba tan dañado y ofrecía mayores facilidades al corcel.
La lluvia arreciaba y no mostraba síntomas de que fuera a escampar en un breve lapso de tiempo. La semielfa se calaba insistentemente la capucha, tirando cuanto cedía la tela, mas era insuficiente y pronto comenzó a infiltrarse la humedad a través del tejido y sentirse en la piel. Al menos la alta densidad de árboles de la zona resguardaba de las fuertes rachas de viento que mecían con violencia las copas de los robles centenarios.
La joven arquera calculó que, al paso al que estaba obligaba a viajar, alcanzaría los límites de Dynar avanzada la noche, y tendría que conformarse con el hospedaje que le pudieran ofrecer a unas horas tan inhóspitas; probablemente, una pequeña y polvorienta alcoba sin derecho a viandas, obligada a abonar aparte el cobijo de la montura. Tal y como había amanecido, los posaderos no perderían la oportunidad de fijar por un día sus propios precios.
Sin embargo, la jornada no se prestó tan desapacible como pareciera en un principio. La tormenta era demasiado fuerte como para que su descarga se prolongara de forma excesiva en aquella época del año. Para ella, dando rienda a su desánimo, la aparición de un aguacero tan áspero en el instante de su partida no era más que otro obstáculo ideado por sus adversarios para entorpecer sus movimientos y mermar su empuje.
Además, esa extraña sensación, ese desagradable hormigueo que le recorría la espalda y erizaba el vello de su nuca… Para cualquier guerrero sólo podía significar una cosa. No cabía duda; la estaban vigilando.
Pero ¿quién? ¿Desde dónde? ¿Amigo o enemigo? La arquera no estaba segura, mas no iba a quedarse allí parada para averiguarlo. Aferró las bridas entre sus dedos y espoleó a su yegua al trote.
Pocos segundos transcurrieron antes de que Dyreah advirtiera cómo una figura, difusa en la espesura del bosque, saltaba y volaba de rama en rama trazando una ruta paralela a la suya. Al instante, azuzó al caballo a la carrera.
El ir a lomos del rápido corcel con la mirada atrás no le permitía discernir con precisión la forma de la criatura, mas si podía asegurar que tenía un buen tamaño —estaba claro que no se trataba de una ardilla— y que demostraba una extrema agilidad. Asimismo, su capacidad de camuflaje era admirable, pues hasta en movimiento era difícil localizar su pista.
Sin embargo, parecía factible dejar a aquel ser atrás con la avivada marcha de su montura. No obstante, la fatalidad no tardó en presentarse.
El equino, tras saltar unos pequeños troncos que yacían derribados sobre el terreno, tuvo la mala fortuna de pisar en un pequeño agujero en el suelo, tal vez la madriguera de alguna alimaña del bosque. El animal trastabilló y terminó por perder la verticalidad y caer a plomo sobre su costado derecho, arrastrando en la caída a su jinete.
La semielfa, en cuanto despertó del shock inicial y fue consciente de la situación, forcejeó con fiereza tratando de liberar la pierna aprisionada por el enorme peso de la yegua. Ésta, jadeaba con fuerza y no daba síntomas de querer o poder moverse. Tras varios tirones bruscos, la joven guerrera estuvo libre y sorprendentemente en pie, ilesa y adoptando una postura defensiva, con la mano acariciando la reluciente cruz de su espada.
Mas ya era tarde. La criatura había aprovechado la caótica situación para desaparecer entre la vegetación y en ese instante seguramente vigilaba, emplazada con comodidad, los nerviosos movimientos de su presa.
Dyreah no lo dudó un momento más y desató la magia que albergaba su armadura. Al momento, láminas de metal plateado brotaron del peto para cubrirla el torso y las extremidades, a la par que un yelmo se iba conformando alrededor de su rostro hasta que protegió su cráneo por completo. Sólo el frontal de su cara quedaba levemente expuesto, pues incluso su largo cabello colgaba recogido en una coleta azabache que lucía a modo de penacho en lo alto del casco.
Dispuesta para el combate, la mestiza desenvainó a Fulgor, la resplandeciente espada forjada artesanalmente en pura plata por maestros herreros en tiempos antiguos mediante complejas técnicas ya perdidas. Su magnífica hoja aparecía adornada con exquisitos grabados y símbolos rúnicos que escapaban al entendimiento de su portadora. Acomodó el mango en su mano derecha y se aprestó para la inminente lucha.
Sus verdes ojos rasgados escudriñaban con total dedicación la espesura, a sabiendas de que su adversario sin duda se hallaba cerca. La guerrera giraba sobre sus pies para no perder el centro del camino y mientras permanecía alerta a cualquier desplazamiento en los matorrales. Sin embargo, el bosque presentaba una extraña quietud, como si todos sus moradores quisieran contemplar en el más absoluto silencio el desenlace de la escena.
La tensa espera se tornaba angustiosa con el pasar de los minutos. La joven semielfa sentía como el sudor resbalaba por su cuerpo y se condensaba hasta formar gotas que recorrían sus facciones y se precipitaban al suelo desde la barbilla. Su corazón palpitaba agresivamente, en tanto la respiración se volvía trabajosa y jadeante. Pero el escurridizo ser no estaba aún dispuesto a darse a conocer.
Sus aguzados sentidos élficos brindaron a Dyreah una información que volvería las tornas del enfrentamiento. El brillo de unos ojos amarillos, dotados de una pupila vertical, destacaba al resguardo del sol y reveló la posición de la criatura tras una gruesa rama, en lo alto de uno de los robles situados a la izquierda de la mestiza.
Sus dedos envainaron la hoja mágica con soltura y tantearon a su espalda hasta asir el arco negro. Desafío pronto estuvo cómodamente dispuesto en las hábiles y bien disciplinadas manos de Dyreah, con una emplumada flecha lista para ser disparada.
En un solo movimiento, la arquera se volvió y soltó el proyectil, que se hubiera clavado implacable en la piel de la criatura de no haberse ésta anticipado con una velocidad increíble. Pero ahora se hallaba en campo descubierto y una nueva flecha apuntaba a su cabeza. Apreciando cómo la muerte le salía al paso, sus fauces se abrieron y exhalaron un gemido de rendición.
Grande fue la sorpresa de Dyreah cuando escuchó aquel lastimero maullido.
A continuación, el animal saltó al claro y, desplegando sus alas, planeó elegantemente hasta tomar tierra a unos cuantos pasos de la mestiza.
Ante la asombrada semielfa se emplazaba un gato montés de largo pelaje a franjas negras y grises que nada hubiera tenido de particular de haber carecido de aquel par de alas que nacían en su espalda a la altura de los hombros. La azareth, pues la medio elfa había reconocido la naturaleza de la extraña criatura y recordado su nombre y las leyendas que rodeaban sus místicos e inciertos orígenes, la miraba intensamente a los ojos, como si tratará de profundizar en sus pensamientos.
Dyreah, ahora más tranquila y recobrada cierta serenidad, permitió que sus brazos se relajaran y dejaran descender con lentitud el arco de madera negra.
—Si confundo a una azareth con un diablo —comentó para sí—, pocas esperanzas tengo de llevar a buen término mi misión.
Dicho esto, se dirigió al alado felino.
—Y tú, vete de aquí. Ya me has causado suficientes problemas. Vete —advirtió alzando de nuevo a Desafío.
La azareth lanzó una última y profunda mirada a la arquera e hizo uso de sus ágiles patas para perderse de nuevo en la fronda.
Dyreah suspiró sonoramente para relajar sus crispados nervios y acomodó el arco cruzado en el hombro. Se acercó a su montura para interesarse por su estado y observó que, aunque ésta ya se había levantado, mantenía una pata alzada para evitar el contacto con el terreno. Mostraba una notable hinchazón a la altura de la primera articulación y sangraba también por un corte poco profundo en su flanco izquierdo.
La semielfa, desconocedora de las artes curativas, se encontró el grave compromiso de no saber cómo obrar. No existía duda alguna de que le sería imposible volver a cabalgar con ella sobre su lomo. Mas la mestiza tenía prisa por alcanzar su objetivo, así que tomó las bridas del corcel y tiró de ellas mientras encabezaba la columna marchando a pie por el barro.
El avance de las horas acompañó a la mestiza hasta que la luz se convirtió en una mortecina claridad que apenas servía para esquivar los obstáculos naturales que presentaba la senda.
Su yegua de vez en cuando ofrecía resistencia a continuar caminando, mas la determinación de la Dyreah terminó por imponerse en todo momento. A ella le disgustaba ver el sufrimiento al que estaba sometiendo al corcel, pero sabía a ciencia cierta que la otra opción viable era abandonarlo a su destino y que fuera devorado por los depredadores del bosque. Le estaba salvando su hirsuto pellejo, aunque esto causara dolor al animal.
El crepúsculo dio paso a una noche oscura en la que la luna había decidido no presentarse, evitando cualquier intención por parte de la fémina de continuar su camino, pues avanzar entre tinieblas podría ser definitivamente arriesgado, tanto para su montura como para ella misma.
Resignada a su mala suerte, la semielfa se hizo a un lado del camino. Dejó al malogrado caballo pastando hierba sin atarlo —en sus condiciones no trataría de escapar—, y ella echó mano a la bolsa de sus provisiones. Unas lonchas de carne seca acompañadas de pan endurecido constituyeron su alimento, que fue regado por el agua de su mediado odre.
Habiendo satisfecho su necesidad de sustento, la joven arquera tomó sus mantas para pasar la noche al raso, mas tuvo buen cuidado de dejar a Fulgor a mano. Quién sabía cuál sería el próximo peligro que se cruzaría en su viaje.
Tras amontonar una base de hojas que la aislaran de la humedad del terreno, extendió una de las mantas y se tumbó sobre ella. Dejó que la otra la cubriera y le proporcionara algo de calor.
El sueño acudió pronto, como era habitual desde hacía un cierto tiempo, y de igual modo no resultó tranquilo y en absoluto reparador. Se presentaba poblado de sombras dotadas de garras y colmillos que amenazaban su existencia. Horrendas pesadillas que habían dejado de causarle tormento, a las que había terminado por acostumbrarse y había dejado de prestarles atención. El miedo era una de tantas emociones que ya no brillaban en los hermosos ojos de jade de la semielfa.
El adormecimiento desapareció, como si deslizara un velo, con la llegada de las luces del alba. Dyreah se levantó de su improvisado camastro y plegó con descuido las mantas.
Como supuso la noche anterior, la yegua no se había movido del lugar, aunque parecía que en aquel momento se atrevía a apoyar con cierto resquemor la pata herida. La semielfa acabó de recoger el campamento y engulló unas raciones más antes de reemprender el camino tal y como acabara la jornada anterior, con ella avanzando a pie y tirando del bocado del reacio corcel.
La marcha fue pesada. El calor del día había secado parcialmente los charcos de la senda, pero aún existían tramos anegados en los que las altas botas de cuero de la joven guerrera se hundían por encima de los tobillos. Al menos había podido despojarse de la pesada capa de viaje que usaba para resguardarse de la lluvia, y ahora caminaba más fresca con los brazos y el rostro descubiertos al grato aire de la mañana.
Se había recogido el oscuro y largo cabello en una trenza para mayor comodidad y su piel siempre clara brillaba en un tono cobrizo eclipsado por la capa de polvo que le cubría de pies a cabeza. Sus ropas mostraban jirones y aparecían desgarradas en numerosos lugares, a la vez que sucias y desastradas por las inclemencias de sus últimos viajes. Sólo la cota plateada exhibía un resplandor sin tacha a lo largo de todas sus líneas y grabados, capturando los haces solares y reflejándolos en los relucientes ojos verdes de la medio elfa, que recobraron su entusiasmo cuando al frente aparecieron las primeras construcciones de Dynar.
Era mediodía cuando sus pies abandonaron el lodo y la tierra para sentir la piedra que recubría el suelo de las calles de la pequeña villa.
Pronto buscó un establecimiento donde poder desprenderse de su inútil montura, mas cuando lo halló poco fue lo que le ofrecieron por un caballo herido, no más que unas cuantas monedas de oro y miradas de extrañeza ante su porte y la armadura que vestía. Un vistazo a las impresionantes armas, la larga espada y el magnífico arco, provocó que los aldeanos apartaran los ojos de su figura y eliminaran los lascivos pensamientos que momentos antes cruzaran por sus mentes.
Ahora que la noche no era un motivo para permanecer en Dynar y habiéndose deshecho de su yegua, nada la retenía en aquel lugar.
Con zancadas llenas de energía y determinación, la bella semielfa tomó la ruta que la conduciría de una vez por todas a su destino en Lance, su antiguo hogar.
El felino corría y saltaba velozmente entre la densa maraña de matorrales y ramas que se cruzaban en su camino. Sus aguzados sentidos trabajaban para compensar cualquier detalle que estorbara su trayecto y dotaban a sus movimientos de una elegancia de la que sólo podían presumir los miembros de su afortunada raza.
El largo pelaje oscuro y plateado lanzaba ráfagas de resplandor cuando los escasos hilos de luz que se filtraban por entre las gruesas copas de los árboles acertaban en su rauda figura. Su respiración ni siquiera se entrecortaba por el tremendo ejercicio al que era sometido su organismo de lo perfectas que eran sus condiciones físicas naturales.
La azareth advirtió por medio del olfato que se hallaba cerca de alcanzar su objetivo, y así se lo confirmaron sus profundos ojos amarillos cuando captó la vaga forma de una silueta negra entrecortada contra la maleza. Sus ligeros pasos se volvieron más pausados hasta detenerse frente a la figura encapuchada ataviada de negro. Una larga capa envolvía su cuerpo.
El extraño cabeceó a modo de saludo y esperó a que el gato alado comenzara.
«Me descubrió», vibró la voz femenina de la azareth en tono de disculpa, entre arañando y acariciando sibilinamente su mente.
—No te preocupes —expresó el embozado, restándole trascendencia al asunto—. Lo importante es que te encuentras bien y que ella no ha sufrido ningún percance.
El extraño giró un tanto sobre sí mismo y adoptó una postura que podía semejar cavilación.
—No podíamos permitir que mantuviera un ritmo tan apresurado y llegara tan pronto a los límites de Lance —se decía el individuo, más para sí mismo que dirigiéndose a su felina compañera—. Eso no hubiera sido bueno. ¿Verdad, Deenaeh?
«Nada bueno», contestó la azareth con su afilada voz telepática.
—Ahora nos espera otro asunto que resolver con presteza aquí, en Lance —confirmó el extraño, ya satisfecho del curso de acción a seguir—. Más adelante volveremos con ella.