9

FANTASMAS DEL PASADO

Xolah, año 248 D. N. C.

Silencio. Concentración.

La pequeña sala permanecía en una suave penumbra acondicionada por las blancas velas de un candelabro de bronce de cinco brazos. La decoración era sobria, de paredes desnudas y suelo de piedra, sin alfombrar. Basshlia lo prefería así.

La reservada mujer se hallaba situada tras una austera mesa de viejas maderas, sentada en un taburete de incómodo aspecto. Estos molestos hábitos le recordaban que su vida no había sido en el pasado tan buena como lo era ahora.

Su espalda se inclinaba para leer el desgastado libro que yacía sobre el ajado escritorio.

El amarillento pergamino se quebraba frágil ante las dulces caricias que propiciaban los suaves dedos de la fémina a su paso por las líneas de complicada escritura, mas la consejera permanecía absolutamente abstraída en su lectura.

Su rostro, de rasgos casi infantiles, exhibía una rara belleza, con sus enormes y somnolientos ojos castaños dotados de un encandilante brillo, tersa piel de tono dorado, suaves pómulos, barbilla firme con un gracioso hoyuelo en su centro y aquel ondulado cabello color pajizo que se desbordaba indómito por su cara y hombros.

De cuerpo menudo, daba mayor solidez a la creencia de no haber dejado atrás la adolescencia. Formas rectas sin perder su feminidad se escondían tímidas bajo la sempiterna túnica de claro color malva de amplios pliegues que siempre vestía.

No pocos hombres se habían deleitado imaginando la posibilidad de contemplar íntegramente la belleza de la consejera de la mansión y compartir el calor de su cuerpo en el lecho. Ninguno lo había logrado nunca y más de uno no lo lograría ya jamás.

Las preferencias de Basshlia rodaban por otros caminos desde que experimentara brutales sucesos en su niñez. Las únicas sensaciones que provocaba en ella el género masculino eran de náuseas en su estómago.

No su totalidad. Derian Warh fue el único hombre que mereció su respeto y afecto. Y, por los Sagrados Caprichos de Dios, la dama Ayleen Warh acabó convirtiéndose en su amante.

El tiempo vivido en la casa Warh, en Xolah, era la única experiencia digna de ser recordada en su triste existencia.

Pero Basshlia no estaba pensando en esto ahora.

Su mente se hallaba perdida en otros temas de oscurantista origen, cuando sintió que un repentino hormigueo recorría su espalda doblada. Alguien trataba de entrar en la mansión.

Pese a la forzada postura, su disciplinado cuerpo reaccionó con vivacidad y pronto estuvo en pie recorriendo los pasillos de la casa.

Su voluntad tejió finos hilos de magia alrededor de su menuda persona y habilitó rápidos hechizos de ataque para poder disponer de ellos con premura en caso de producirse una situación apurada.

Sus pasos eran lentos pero firmes, cautos en su movimiento tratando de no desenmascarar su presencia y permanecer alerta a las débiles muestras que dejaba el intruso en su paso por los sistemas mágicos de vigilancia de la mansión Warh.

Basshlia pronto localizó la alta y desgarbada forma oscura que andaba silenciosa camino de las habitaciones del personal del edificio. Su forma de moverse no resultaba armoniosa, más bien torpe como la de alguien que hubiera bebido en demasía o bien estuviera aquejado por alguna enfermedad o dolencia. Lo mismo era, no perdería de vista a su presa.

Continuó la persecución del intruso hasta el dormitorio de la joven que hacía las veces de recadera y se encargaba de dar entrada a las visitas, Vishleen era su nombre, algo más tranquila al advertir que la intención del desconocido no era internarse en los espacios privados de la mansión ni atentar directamente contra Ayleen.

El mecánico clic del picaporte al abrirse la cerradura la advirtió de que, si no se apresuraba un tanto, quedaría rezagada de contemplar lo que pudiera suceder en el interior de la instancia. Tejió un nuevo conjuro con las yemas de los dedos en el aire absorbiendo su figura toda la luz que se reflejara sobre ella pasando a convertirse en una sombra viviente y se adelantó hasta el umbral del dormitorio.

Su sorpresa se tornó pronto en tranquilidad cuando apreció cómo la ya no desconocida figura procedía a quitarse las ropas y buscar refugio en el camastro, hasta aquel momento vacío.

Basshlia se retiró al punto, no olvidando sus propias obligaciones y poniendo sus pasos en dirección a su propio estudio. Eso sí, tomando buena nota de tener una larga conversación con Vishleen en unas pocas horas, al amanecer.

sep

Los demonios se habían desperdigado por la amurallada ciudadela.

Al igual que una epidemia fuera de control, horrorosas criaturas recorrían las majestuosas calles, concediendo su destrucción allá por donde pasaban, arrasando con todo sin piedad ni clemencia.

Las gentes chillaban ante la proximidad de la muerte, que había tomado el cuerpo de aquellos grotescos seres del Averno, indefensas, tratando desesperadamente de proteger sus hogares y a los suyos. Allá una madre interponía su cuerpo para proteger a un pequeño. No lejos un joven cabeza de familia empujaba a los suyos al interior de un refugio improvisado. Un anciano enarbolaba una espada y plantaba cara a los diablos, dispuesto a vender cara su vida. Todo era inútil.

Desde su privilegiada posición, contemplaba con extrema satisfacción la escena que se desarrollaba ante sus fieros ojos. Con la fortaleza que le concedía su fisonomía de gran diablo, disfrutaba de la sensación de poder que la embargaba; y del ansia de sangre que la acompañaba.

Desplegó sus membranosos apéndices de murciélago y alzó los puños en alto, desafiando a la tormenta con un bramido inhumano. Se abalanzó al viento y sintió el aire chocar contra sus alas. Los mortales esperaban.

Sobrevoló las techumbres de las destrozadas viviendas, observando, vigilando, por si hallaba alguna posible presa. Se relamía pensando en la carne fresca deslizándose por su garganta, regada de la calidez de la sangre.

Un mortal tuvo el error de salir al descubierto en el peor momento, con la heredera demoníaca planeando sobre su cabeza. Sus ojos sin pupila refulgieron con un resplandor verde y una extraña sonrisa de colmillos apareció en su cara. Sí, la comida estaba servida.

El hombre oyó que algo rasgaba el aire algunos metros por encima de su posición. Giró el cuello y contempló la demoníaca figura que se arrojó sobre él. El aliento escapó de su pecho con el impacto y el sonido de costillas rotas fue pronto dejado atrás por una indescriptible sensación de dolor. Ni siquiera disponía de aire en los pulmones para poder gritar.

Ella, con su mayor peso aplastando el frágil torso del mortal, situó su mano con aspecto de garra en el vientre de su víctima y la fue hundiendo lentamente, mientras percibía cómo la sangre tibia manchaba sus afiladas uñas. Mantuvo cruelmente la presión, despacio, con profundo deleite y gozando de cada instante, de la agonía de su indefensa y aterrorizada presa, hasta perforar los órganos internos y raspar la médula espinal. Con una agria mueca deformando su brutal pero sensual rostro, apretó con fuerza hasta que pudo escuchar cómo se quebraban las vértebras entre sus dedos.

El hombre, con los ojos saliéndole de las órbitas, tosió sangre y rogó porque su fin no tardara más en llegar.

El diablo cerró su garra, apretando en su puño las entrañas del humano, para después llevárselas a la boca y degustarlas con agrado. Un magnífico banquete, no cabía duda de ello. Sin embargo, sólo se trataba del primer bocado. Sumida en el frenesí de la caza, se abalanzó sobre el yaciente individuo e introdujo las abiertas fauces en el interior del estómago del mortal, masticando, tragando y sorbiendo del vivo recipiente.

El hombre murió al poco, liberado al fin de su supremo sufrimiento, y su cuerpo fue enfriándose progresivamente. Fastidiada por lo efímero de su refrigerio, asió con sus manos el torso del humano, lo partió en dos con tan sólo la fuerza de sus brazos y esparció los restos lejos de ella. Deseaba más.

Chorreando sangre por las extremidades y la boca, el demonio saltó en busca de más placer.

No tardó mucho tiempo en encontrar sustitutos para satisfacer su avidez; la familia que el mortal intentaba defender.

sep

Se despertó incómoda, dolorida.

Estaba profundamente desorientada y tardó en percatarse de que se hallaba en su propia habitación.

La pesadilla había sido horrible, tan vívida que la asustaba mirarse simplemente en el espejo por lo que allí pudiera encontrar. Y aún así siempre terminaba enfrentándose a la imagen que le oponía el cristal: ella misma, la de siempre, la cara que ya conocía desde hacía… ¿cuántos ya? ¿Veinticuatro años? Si bien con el tiempo sus rasgos se habían afilado y su cuerpo se había torneado, en nada se parecía a la sierpe con la que siempre se iba reflejada en sus pesadillas.

Además, que pudiera recordar, ¿cuándo fue la última vez que tuvo una noche como ésta?

Sí, fue aquella noche.

Apenas habían pasado dos años desde la muerte de sus amigos. Siempre empleaba esta expresión para sí, pues existía un nombre que era incapaz de pronunciar.

Conducida por los vientos de la venganza, habiéndose hecho la rabia dueña de su maltratado corazón, renunció a su misión para con el Orbe en pos de una cruzada no menos noble, pero sí de carácter más personal.

Burlar a Rafter y salir de la villa no supusieron esfuerzo alguno; penetrar en las mugrientas callejuelas de Xolah y hacer de ellas un hogar, sí.

Pregonar el oro que escondía su bolsa hubiera resultado, si cabe, un suicidio más rápido que el de amenazar e informar a los cuatro vientos que iba tras la cabeza de El Jefe y su organización. Por lo que no tardó en encontrar un buen escondite donde poner a salvo sus bienes más notorios y llamativos y decidió buscar cama y cobijo en una humilde casona en una zona no demasiado peligrosa de la ciudad. Por el día paseaba por las calles, sus oídos atentos a cualquier migaja de información que pudiera resultar de utilidad, sin ningún éxito. Qué decir de lo que pudieran comentar en público las gentes a la luz del día, y menos delante de una desconocida, y algo extraña, muchacha, que no paraba de dar vueltas por el lugar.

Las monedas pequeñas se iban agotando y el tener que dar salida a ejemplares de cuantioso valor nunca estaba a salvo de aviesas miradas: unas suscitadas por la sospecha de robo; otras por el deseo de averiguar de dónde habían salido éstas para apresar más; y otras, al interpretar que el metal no fuera la única mercancía negociable ofrecida sobre la mesa.

A consecuencia de lo primero fue obligaba a pasar un par de noches en una celda. Por lo segundo, tuvo que retorcer el dedo de un individuo hasta quebrarlo antes de salir huyendo abrazando sus bienes. Por lo tercero, hundió una de sus dagas en la pierna del aventurado comerciante que intentó tocarla, aunque no se libró de una fuerte paliza: costillas rotas, dedos fracturados, contusiones repartidas por su cuerpo, una aparatosa herida en el pómulo, un ojo hinchado… Por fortuna, sin más incidentes.

Consciente de que aquél no era el camino, optó por buscar empleo en una posada, pues es bien sabido que los rumores germinan y alcanzan su esplendor en estos lugares, principalmente cuando quien guarda secretos ha cedido su discreción al juicio del alcohol. El posadero no era mal tipo, y aunque una de las camareras no la miraba con buenos ojos (por culpa de la envidia y el probable descenso diario de sus propinas), fue bien acogida en el momento en el que ella demostró tener ganas de trabajar.

Pero la situación no podía durar.

Un mal día, unos montaraces que venían siguiendo la montañosa costa del Mar Profundo fueron a arribar a esta posada, El Oro Que Gira, y no supieron poner ojos en nadie más que en la alta y morena mestiza que servía mesas en el otro lado del amplio local. En cuando la camarera que les correspondía acudió a tomarles nota éstos vociferaron que se fuera, que a ellos los serviría la lame-raíces, provocando la carcajada general. Todos los de la casa, incluso Jnes, la muchacha que la calumniaba a espaldas suya, hicieron idéntico intento de apartarla de la escena, en su deseo de protegerla. Ante la sorpresa de todos, la joven no se dejó avasallar y manifestó estar dispuesta a cumplir con sus deberes. Surtió la bandeja de diversas copas rebosantes de espumosa cerveza y se aproximó con gallardía hacia la conflictiva mesa.

No antes que hubiera acertado a alzar una de las cervezas de la bandeja, uno de los indeseables ya había hecho descender el brazo para azotarle una palmada en el trasero. La mano nunca alcanzó su premeditado objetivo. La jarra tampoco. El estallido del burdo cristal contra el cráneo del montaraz sirvió como señal de aviso para el comienzo de las hostilidades, las de tres rudos hombretones de las montañas (uno permanecía inconsciente en el suelo sobre un burbujeante charco amarillo) contra una débil camarera.

Por un instante, un muy leve, casi efímero, instante, la semielfa les concedió el beneficio de la duda. No por ellos. Tampoco por ella misma. Sino por el local y el resto de los presentes. Fue inútil.

No les dejó reaccionar. Les arrojó el resto de las bebidas a la cara con suficiente fuerza para detenerlos y que no pudieran levantarse de inmediato de sus bancos. Empleando la bandeja a modo de escudo, golpeó de plano el cráneo del hombre que se sacudía a su derecha y el rostro del que vociferaba a su izquierda. El crujido de la nariz al partirse pudo oírse en toda la estancia. El montaraz restante no se lo pensó más y se echó atrás, derribando banco y mesa frente a él, con lo que antepuso una rápida defensa ante los certeros ataques de la camarera. Sin más, recogió de su lado un pesado martillo, y el rictus que se dibujó en su rostro expresaba que estaba dispuesto a usarlo. Los parroquianos, también conscientes de esto, se hicieron a un lado para no cometer el error de interponerse.

Con un sencillo barrido tronchó la mesa de maderos cruzados, dando muestra del contundente peso del arma. La joven, que había utilizado la maltrecha bandeja para protegerse de la súbita explosión de astillas, entendió lo absurdo del gesto y arrojó la fuente a un lado, retrocediendo unos pasos con precaución.

El montaraz no daba la impresión de querer comenzar ningún tipo de conversación, centrada como estaba su mirada en su víctima. Ella no se detuvo a observar a su alrededor; sabía que nadie iba a intervenir. Se decidió por una arriesgada opción.

—¿Me quieres a mí, verdad? No a toda esta gente. Soy yo lo que buscas —retó la joven con voz fría y actitud tensa.

El otro permanecía en el sitio, en silencio, haciendo oscilar su enorme arma, con una media sonrisa en los labios.

—Ven fuera —instó la mujer—. Ni huiré ni escaparé. Solos tú y yo.

—Y que gano yo —masculló el sucio montañero.

—Lo que más les gusta a todos los cobardes de tu calaña, pegar a una mujer.

Insultado, el hombre se abalanzó sobre la semielfa, pero se vio entorpecido por los restos de la mesa que antes destrozara. Para cuando hubo salvado los maderos y cristales rotos, ella había alcanzado la arcada de la puerta trasera y allí lo esperaba.

—Vamos fuera.

En el exterior, junto a los establos, el hombre se reunió con la aparentemente desarmada muchacha.

—No has huido ni te has escapado. ¿Qué esperas, que ahora que ya no nos ve nadie, te deje marchar? Te equivocas.

—Lo suponía —contestó con un deje de melancolía en la voz—, pero debía intentarlo. ¿Usarás ese martillo?

—¿El martillo? No. Quedaría poco de ti de lo que sacar provecho después —soltó el arma y comenzó a forcejar con los herrajes y nudos de su cinturón—. Ponte mirando al establo. Y quítate la ropa.

La joven permaneció donde estaba, abrazada al pecho y con la cabeza baja.

—¿No me has oído? Ponte mirando a la pared y desnúdate. Yo estaré enseguida…

—No.

—¿Qué?

—No, no lo haré.

—Claro que no, seré yo quien te obligue a hacerlo —sugirió con lascivo deseo—. No vas a ser la primera lame-raíces de la que disfruto. La última se empeñó en ponérmelo difícil y tuve que ablandarla a golpes. Me costó más quitarle la ruinosa capa con la que se cubría que meterme entre sus piernas. Y la capa sólo la conservé porque parecía tener ribetes de plata. Basura elfa —resopló.

Con el cinturón de cuero y cuerdas en las manos, el montaraz se aproximó a la inmóvil semielfa.

—¿Tendré que ablandarte a ti también —lanzó un latigazo al aire de advertencia— o me lo pondrás fácil? Desnúdate. Ahora.

—No.

—¡Malditas elfas! ¡Bastardas del demonio! —sin previo avisó el hombre lanzó un bofetón que cruzó la cara de la muchacha y la hizo caer. Sin tregua alguna, se arrojó sobre ella, rebuscando las costuras de las ropas, encendido su deseo, dispuesto a no perder ni un segundo más.

—¡Sí! ¡Grita ahora! ¡Grita! ¡Ya verás lo bien que lo vamos a pasar tú y yo! —la joven se debatía con rabia, clavando las uñas, impidiendo que su agresor pudiera tomar una ventajosa postura sobre ella—. Y para después, seguro que a mis compañeros también les apetece gozar un rato de ti, cuando yo ya te haya bajado los humos.

No dispuesta a soportar más, la mestiza jadeó con fuerza y reclamó el poder escondido de su armadura.

Las nerviosas manos del montaraz reaccionaron confusas, pues en lugar de hallar el anhelado calor de la piel de la muchacha, se encontraron con un súbito y acerado frío cuando las uñas rayaron la limpia superficie de metal que había pasado a envolver el cuerpo de la mujer. Con una veloz patada, la mujer apartó a un lado el mayor corpachón del humano para ponerse en pie.

Poco quedaba en ella de la joven camarera que momentos antes faenaba entre mesas y sillas en la posada. Envestida con la galardonada armadura de plata, era ella quien ahora se encumbraba por encima del otro.

Superado el asombro inicial, el sujeto trató de reaccionar, procurando no soltar su cinturón y buscando con la mirada su abandonado martillo.

—¿Ahora sí lo necesitas? Al martillo, me refiero —instigó la semielfa limpiándose sangre de la boca. Tras unos pocos pasos alcanzó el lugar donde permanecía apoyada el arma y la levantó, para sopesarla entre ambas manos—. Es pesado.

—Déjalo donde estaba —amenazó el montañés con gravedad.

—Un poco burdo, pero me gusta —continuó la mestiza sin dejar de manosearlo.

—¡Que lo dejes!

—Muy bien.

La medio elfa dio un corto paseo sin perder al hombre de vista por los alrededores de la posada, hasta alcanzar las porquerizas, un tanto más apartadas. Sin pensárselo dos veces, arrojó el pesado martillo al interior del estanque, salpicando cieno y despertando a sus estridentes habitantes.

—¡Maldita zorra! ¡Te voy a atar las manos a la espalda y hacer que busques mi martillo con la boca!

—Pero no haces nada, te quedas ahí, quieto, gritando y amenazando sin mover un dedo mientras regalo tu precioso martillo a los cerdos. —Volvió a aproximarse al tenso montaraz—. ¿Y por qué? Porque me tienes miedo. Porque tienes miedo de mi magia, de la magia de los míos. Tanto miedo que estás dispuesto a asesinarnos a todos sólo para que tú duermas un poco más tranquilo.

»Y de no haberme encontrado a mí en la fonda, a una ruin lame-raíces, ¿cuál hubiera sido tu otra víctima? ¿Jnes? ¿O uno de los pequeños? ¿También les habrías pedido a ellos que se desnudaran y se pusieran frente a la pared para que tú y tus compañeros gozarais de ellos?

El rostro del hombre permanecía crispado en un rictus de odio, rojo como el fuego que abrasaba en sus ojos.

—No me contestes, no hace falta. Sé que lo harías, y que disfrutarías con ello hasta el final —sentenció la mujer—. Y sé que, como tú, otros muchos gozarían igual, insensibles al dolor ajenos, secuestrando a jóvenes inocentes para conducirlas en sucios carros al peor de los destinos. Me dais asco.

De forma insólita, la semielfa echó mano al interior de sus ropas y, de ninguna parte, desenfundó una larga y brillante espada de aspecto amenazador.

—¿Aún guardas la capa con ribete de plata que robaste? —el otro respondió con un quedo cabeceo, sin dejar de vigilar el mágico filo del arma—. ¿Dónde la escondes?

—En las alforjas —señaló con la mano un grupo de caballos ensillados y atados a un poste—. El ruano.

—No te muevas.

La semielfa tomó rumbo hacia los caballos y registró sus bolsas, En las alforjas del ruano encontró los restos arrugados y apelmazados de un viejo manto negro, aunque por el polvo y la suciedad presentaba un malsano tono grisáceo, aparte de las ya esperadas y significativas manchas cobrizas, mudo testimonio de un crimen aún no castigado.

Con la prenda protegida en su mano, regresó hasta casi encararse con el inmóvil montaraz, cuyo orgullo no le permitía escapar de aquel lugar.

—¿Es ésta? ¿La capa que llevaba cuando la asaltaste?

—Sí.

—¿Seguro que es ésta?

—¡He dicho que sí! Maldita sea… ¿Es que no ves la sangre? Pude hacerla disfrutar durante mucho tiempo antes de matarla.

La mestiza no necesitó escuchar más. Una vez hubo ejecutado el golpe mortal, procedió a limpiar de sangre el filo de su espada en las ropas calientes del cadáver del montañero. Echó una última mirada a la Posada, sabiendo que nunca podría regresar a ella, a aquella forma de vida… ni a ninguna otra semejante. Esquivó el cuerpo caído para no mancharse la ropa, borrada su existencia ya de su pensamiento.

A partir de aquel instante, un abanico muy distinto de principios y valores impulsaría sus pensamientos y acciones.

Tomó la oscura capa entre sus manos y se la echó sobre los hombros antes de partir hacia la noche.

Despacio, como si su cabeza no quisiera librarse del embotamiento de que era presa, fue recordando su incursión en la mansión de Ryzzor Enblange y el consecuente combate que se había librado entre sus muros. También rememoró su salida —escapada a decir verdad—, y cómo tuvo que arrastrarse para llegar a la seguridad de su alojamiento.

El lacerante dolor que sintiera el día anterior, ¿el día anterior?, se había desvanecido, dejando un molesto hormigueo y una tirantez en las heridas a medio cicatrizar.

Tardó en abrir sus ojos, pesados y desobedientes, y ante ellos encontró los punzantes e hirientes rayos de sol que se colaban por la ventana y que le anunciaban el comienzo de sus obligaciones.

Vishleen respiró hondo en tres ocasiones antes de tratar de incorporarse en la cama. La recompensa fue sentir como envenenados aguijones se clavaban de forma repartida por su cuerpo. Apretó los dientes a la par que cerraba con fuerza los párpados y sacó las piernas desnudas por el lateral del camastro, obligándose a sentir el frío suelo en las plantas de los pies para tratar de despejarse.

En verdad que la noche anterior había estado cerca de convertirse en la última.

El sonido de unos pasos acercándose al otro lado de la puerta la apremió a continuar moviéndose y echarse la ropa por la cabeza para aparecer ya vestida.

Cuando la puerta se abrió ella ya estaba calzándose unas suaves y delgadas botas.

—Vishleen, continuar esto no puede.

Basshlia clavaba la mirada en sus ojos con censura, los brazos cruzados frente al pecho en una postura hierática, aunque se podían apreciar profundas ojeras en su semblante.

La interpelada había reaccionado sorprendiéndose, olvidándose de enfundar las botas en sus piernas y deponiendo toda su atención ante la recién llegada.

—Dama Gincaela, no entiendo a qué os referís… —trató de empezar.

—Con juegos no andes conmigo Vishleen, pues advertida fue tu llegada anoche —replicó endureciendo aún más el timbre de su voz.

La joven sirvienta bajó la mirada al suelo, admitiendo su culpabilidad en un instintivo gesto que no logró reprimir.

—¿Qué durante la noche haces que a tu habitación tan maltrecha te trae? —continuó diciendo la que decía llamarse Gincaela, suavizando un tanto el tono para tratar de alcanzar el fondo del asunto—. ¿En qué metida andas, Vishleen?

La muchacha continúo con la cabeza postrada, refugiándola entre los brazos.

—¿Acaso no bien cuidada eres aquí en esta casa? ¿Hallado no has un hueco en este hogar para poder escapar de las calles? —prosiguió Gincaela buscando romper las defensas de Vishleen mediante la buena voluntad que se la había concedido durante los meses que llevaba sirviendo en la mansión Warh.

Vishleen negaba con la cabeza, tratando de demostrar que no era así, pues no encontraba palabras con las que excusarse.

—Dama Gincaela… —logró al fin esbozar de forma dubitativa e insegura—, tengo problemas, secretos que no puedo revelar, secretos que me tienen atada y sobre los que yo no puedo decidir…

»¡No me echéis por favor! —exclamó alzando la mirada y cruzándola con la de la patrona—. ¡No me echéis a la calle! ¡Seguiré ejerciendo mi labor igual que hasta ahora! ¡Trabajaré más os lo juro! Pero no me echéis… —atenuó el tono de su voz.

Gincaela permaneció pensativa durante unos segundos, recapacitando sobre todo el asunto, apuntando líneas en su disciplinada mente y desbrozando raíces y posibilidades al respecto.

—A lavarte ve rauda y al servicio incorpórate de inmediato —dijo de forma estoica no dejando traslucir ninguna emoción, máscara que se rompió en una sonrisa cuando vio el alivio que suponían sus palabras en la joven—. Pero… al corriente me tendrás de tus salidas, ¿bien está?

—Así será dama Gincaela —contestó al punto Vishleen con una ancha sonrisa en su hermoso rostro, arreglándose la ropa y ordenando con rapidez la habitación.

—Y… —interrumpió de nuevo Gincaela antes de salir del dormitorio. La joven le entregó su atención de inmediato, y con ella su mirada—, de acicalarte el cabello no olvides.

La sirvienta llevó las manos a su oscuro y despeinado cabello para advertirse que la punta de sus orejas quedaba al descubierto, ajustando la fina diadema que siempre portaba para reparar este error.

Con este último, consejo Gincaela cerró la puerta tras de sí y volvió a sus quehaceres en un nuevo día.

«Maldita sea», se dijo para sus adentros Vishleen. «Ha advertido mi herencia. Además, esa críptica mirada, esa sonrisa… ¿cuánto más sabrá?».

Respiró hondo de nuevo un par de veces y liberó la rigidez a la que mantenía sometidos a sus miembros durante la visita, haciéndose cargo de la no totalidad de su restablecimiento en las pocas horas que había dispuesto aquella noche. Removió las pulseras gemelas de plata de sus muñecas para que no se fijaran a la piel y acudió a la palangana para lavarse brevemente, agradeciendo la suave temperatura a la que se mantenía el agua. Se peinó el cabello y lo trenzó a su espalda funcionalmente, arreglándose el amplio vestido y dotando así a su esbelta figura de un deseado anonimato.

La actividad pareció que animaba a sus agotados y contraídos músculos dotándoles de nuevo de fuerza y flexibilidad, con lo que pronto estuvo ya dispuesta para abandonar su habitación, no sin antes ceñirse a su cintura la bolsa de cuero de la que hacía gala allí donde iba aunque no guardase armonía con el resto de sus sencillos ropajes, al igual que sus cómodas botas y las mallas que quedaban perfectamente disimulas bajo la falda.

Apenas hubo llegado al recibidor para comenzar a organizar sus tareas cuando advirtió la presencia de uno de los guardias contratados de la casa, un apuesto joven de cuerpo fibroso y hábil que no se reprimía de hacer proposiciones a Vishleen con cierta frecuencia, aunque con exiguo resultado.

En esta ocasión no parecía ser ésta su intención, pues se aproximaba serio y ligeramente tenso por algo. Vishleen le salió al paso.

—¿Qué sucede, Girish? —preguntó sin más la joven.

—Acaba de presentarse el maese Constad y solicita una audiencia de inmediato con la señora —soltó de una vez el miliciano—. Dice que no esperará fuera, que no dispone de tiempo y el asunto es de importancia.

El joven soldado estaba nervioso por la rotura de protocolos y por la situación en la que se hallaba, pues no deseaba responsabilidad alguna al respecto.

—Bien Girish, deja entrar al caballero mientras voy a avisar a la señora —resolvió rápidamente Vishleen, buscando la mejor solución al problema en ciernes.

Girish asintió con un ligero gesto y salió de la mansión para habilitar las oportunas órdenes en tanto la sirvienta se dirigió de inmediato a las habitaciones privadas del edificio, buscando a Gincaela.

Su propio nerviosismo fue en aumento al advertir tras varios intentos llamando a la puerta que su dueña no se encontraba en su interior.

Maldiciendo para sus adentros, decidió encaminarse a la principal y más escondida habitación de la mansión, los dormitorios de La Duquesa. Ella era una de las pocas personas, quizá la única aparte de Gincaela, que conocía su emplazamiento, honor que en este preciso momento no le agradaba en absoluto.

Se dispuso frente a la ornamentada hoja de madera que hacía las veces de acceso al interior de la estancia y acto seguido, con un leve atisbo de duda en su movimiento, dio unos leves golpes que altisonaron en la puerta.

No hubo respuesta.

La llamada no tardó en repetirse, mas en esta ocasión la hoja se abrió al instante y con tal brusquedad que sobresaltó a la sirvienta.

—Silencio —espetó la consejera, pues de la propia Gincaela se trataba, sin dilación—. La Duquesa no molestada debe ser todavía.

—Lo siento mucho —se disculpó contrariada Vishleen—. Os busqué en vuestras habitaciones, mas al no encontraros, acudí a la señora, y…

—Bien, bien —esbozó Gincaela con un ademán para restarle importancia al asunto—. Dime, ¿qué sucede para que tantas prisas tengas, Vishleen?

—Dama Gincaela —prosiguió la joven una vez pasada la tribulación inicial—, se ha presentado Jarel Constad esta mañana, temprano. Ha dejado dicho que tiene noticias muy importantes para La Duquesa.

—¿Jarel? —se asombró Basshlia.

Jarel Constad era un viejo y escuálido thogûn que había trabajado con anterioridad para El Duque, y ahora hacía las veces para La Duquesa. Derian ya les había advertido de que podían confiar en aquel pequeño pero nervudo hombrecillo, siempre que Jarel recibiera su recompensa en precioso metal. Hasta el momento el enano no podía tener queja alguna referente a sus pagos.

La última vez que Basshlia le viera fue antes de que se le encomendase una complicada misión, peligrosa por cuanto implicaba.

El secreto deseo de la Dama Ayleen Warh consistía en la desarticulación de la red que tenía tejida un criminal guarecido en la amplia zona de la Garganta del Lobo, y por supuesto, su muerte. Nadie sabía su nombre ni le había visto nunca en persona. Multitud de historias circulaban sobre la persona de este oculto bandido, mas a La Duquesa no le interesaban las historias, sólo la realidad: se le atribuía la culpabilidad del accidente que supusiera la lenta y agónica muerte de El Duque.

Éste era el cometido de Jarel, encontrar y situar en el mapa la base de operaciones de El Jefe.

—Que espere en la sala principal dile —ordenó tras una larga pausa en la que reordenó velozmente sus pensamientos—. Enseguida con él me reuniré.

Despidió a la sirvienta a que hiciera eco de sus mandatos y se dispuso a hacer frente a esta nueva reunión bajando con relativa calma las escaleras, rogando porque por fin llegarán buenas noticias.

sep

—¿Cómo te encuentras, duan’Shar?

La Dama Ayleen había abierto los ojos y contemplaba a Basshlia, que se hallaba ahora sentada a los pies de su cama. Se desperezó elegante y paulatinamente, como si de un felino se tratara, y se frotó el rostro con pereza antes de contestar.

—Cansada, Basshlia —musitó la fémina, sin fuerzas—. Muy cansada.

La consejera dejó que fuera despertando poco a poco, consciente de la obligada necesidad de ello.

—Me siento totalmente aletargada —comentó Ayleen con la mirada perdida—. ¿Cuánto tiempo he dormido?

—Dos días dormida has estado, mas ya por completo te has recobrado —dictaminó la denominada Gincaela—. Tus obligaciones te esperan.

—Sí. Así es —aceptó con resignación su cometido—. Pero no sin antes darme un baño. ¿Tienes alguna ocupación urgente que atender en estos momentos?

—No en estos momentos —mintió la siempre atareada consejera.

—Entonces, acompáñame mientras me aseo y me cuentas que ha sucedido en mi ausencia.

Tras desprenderse de sus ropas, las aguas tibias de la bañera la recibieron con sosegado placer. La Dama Ayleen Warh ronroneó agradecida y permitió que toda preocupación desalojara su siempre comprometida mente. Tras unos pocos minutos de tranquila relajación, invitó a su consejera y amiga a que le relatara lo sucedido.

—Sólo un asunto de interés en vuestra convalecencia ha acontecido —inició Basshlia dirigiéndose respetuosamente a su compañera como cada vez que se trataba de temas serios—. En el día de ayer Jarel Constad en la mansión se presentó con importante información que daros, señora.

—¡Jarel Constad! —exclamó agitada la fémina, irguiéndose nerviosa de la bañera—. ¿Qué noticias ha traído el thogûn?

—Tranquila estad, Señora —trató de calmarla la consejera—. Con la localización de El Jefe no ha dado.

—¡Maldita sea! —exhaló Ayleen frustrada. Hastiada del agua, salió impulsiva de la bañera.

Por un momento zozobró en su movimiento y a punto estuvo de caer, mas Basshlia la recogió y arropó con una larga toalla y continuó dando su informe.

—No obstante, un contacto ha encontrado para averiguar lo que saber necesitáis.

—¿Y quién es ese hombre que conoce la ubicación del objeto de mi odio? —gruñó exasperada La Duquesa.

—Iscare Slothran —contestó Basshlia—. El bron de Xolah.

El bron. Aquel pérfido sujeto que administraba justicia en la ciudad de Xolah a su entera conveniencia. Ahora ella precisaba información de este infame individuo, ¡y por Dios que la obtendría! Un astuto plan comenzaba ya a esbozarse en su mente…

—A decir verdad… —interrumpió Gincaela sus pensamientos—, advertido había dos contactos dentro de la ciudad.

—¿Dos? ¿Quién es el segundo? —interrogó la heredera Warh.

—Era, señora —puntualizó—. Su nombre era Ryzzor Enblange, un poderoso comerciante… y traficante de los bajos fondos.

—¿Y por qué dices era, Basshlia? —preguntó algo alterada—. ¡Déjate de rodeos! ¿Ha muerto?

—Al parecer asesinado fue hace dos noches, por lo que se rumorea, entre los dientes y garras de una enorme bestia —terminó explicando la consejera.

—¡Más magia! —explotó en una exclamación Ayleen—. ¡Y más obstáculos en nuestro camino!

La Duquesa se lamentó profundamente por las noticias recibidas, aunque pronto se recobró, quizá con mayor determinación que antes.

—Te voy a necesitar, Basshlia —señaló con la mirada más allá de las paredes de la habitación.

—Decidme cómo, señora, y lo haré —respondió con fidelidad la consejera.

—Así será.

sep

—¡Bron Slothran! ¡Bron Slothran!

El soldado entró apresurado en el cuartel de la milicia de Xolah, buscando a su superior entre todos los presentes.

—¿Qué sucede, Byjen? —preguntó extrañado otro de los soldados.

—Busco al bron —contestó el interpelado, fatigado—, ¿sabéis dónde está?

—En las celdas, interrogando a uno de los prisioneros.

Byjen salió en dirección al acceso que conducía a las mazmorras del cuartel y descendió por las empinadas y traicioneras escaleras hasta alcanzar el «Palacio de los Afortunados», como lo llamaba la milicia local. Escuchó los roncos bramidos de su líder y supo dónde estaba.

En la cuarta celda localizó al bron de Xolah, manchado con la sangre del cautivo que colgaba encadenado de los grilletes anclados de la pared.

—¡Sé que sabes algo de Sombra Plateada! ¡Responde! —gritaba en tanto en cuanto golpeaba con sus endurecidos puños al desdichado moribundo—. ¡Habla ya!

El prisionero, más muerto que vivo, había perdido la capacidad de hablar tiempo atrás, cuando en uno de los violentos puñetazos se había sajado la lengua de un mordisco, aunque de esto no se había percatado su implacable verdugo. Además, el infeliz era ignorante de aquello por lo que le estaban interrogando.

Perdida la paciencia y todo rastro de autocontrol, Slothran asió una barra de hierro y aplastó con ella el cráneo del reo hasta quebrarlo.

—Estúpido —escupió el bron al desmadejado cadáver que colgaba como una marioneta sujeta por los eslabones de las cadenas.

—Bron Slothran… —se aventuró a intervenir el soldado, temeroso de que fueran las últimas palabras que pronunciara en su vida.

—¿Qué quieres, soldado? —inquirió Iscare estudiando al recién llegado de arriba a abajo.

—Traigo un mensaje importante para vos, señor —completó el miliciano casi tartamudeando.

—¿Quién lo envía? —se interesó el bron.

—La Dama Ayleen Warh, Duquesa de Anhux, señor —el trozo de pergamino quemaba en sus temblorosas manos.

«La Duquesa», se dijo sorprendido el agente de la ley.

—¡A qué esperas para entregármelo, estúpido! —exclamó Iscare Slothran a su subordinado, que se apresuró a dárselo y echar un paso atrás y esbozar un saludo marcial.

—¡Aparta de mi vista! —bramó el bron, rompiendo el lacre que protegía la confidencialidad de la misiva.

El soldado, sabedor de que era una oportunidad de salvar la vida, volvió a saludar y marchó fuera de las mazmorras como alma que lleva el diablo.

Mascullando juramentos, Iscare desenrolló el mensaje y comenzó su lectura.

A su Ilustre Señoría Iscare Slothran, Bron de Xolah:

En la presente misiva, la Excelente y Magnífica Dama Ayleen Warh, Duquesa de Anhux, le invita a una cordial cena en la mansión Warh en el plazo de dos días a la caída del sol, para discutir primordiales temas comerciales.

Asimismo, le podrán acompañar como invitados otros cinco caballeros de su cercanía y confianza.

El encuentro será de estricta etiqueta.

Esperamos su grata presencia.

Y como firmante, el sello del Ducado de Anhux.

«No hay emboscada mejor preparada que la que muestra sus trampas y como evitarlas», pensó Iscare meditabundo. «Pero la simpleza del texto deja muchos cabos sueltos; cabos que yo mismo puedo manipular a mi antojo».

—Asistiré a vuestra cena, Ayleen Warh —comentó en voz alta Slothran—, y veremos quién es capaz de sorprender a quién.