8
AMARGOS RECUERDOS
Xolah, año 248 D. N. C.
—¡No son más que basura! ¡Deberían sufrir todos hasta morir!
Ayleen Warh se apartó con brusquedad las negras sedas que cubrían su rostro, arrojándolas sobre una butaca a su lado.
—En calma mantente, duan’Shar —apaciguó Gincaela a su señora—. Bien sabes que del mejor modo obramos, a la larga.
—¡Exactamente! ¡A la larga! —se exaltó con amargura y furia la opulenta fémina—. Estoy francamente harta de que todo lo que hagamos vaya a tener beneficios a largo plazo. ¿Y si luego no es así? ¿Y si luego todo fracasa?
—Duan’Shar, esta misma conversación cada poco tiempo tenemos y siempre lo mismo discutimos —continuó tratando de infundir ánimos la consejera, con aquella curiosa forma de hablar tan propia de ella—. Es más, cada vez más frecuentes son. ¿Qué te sucede? ¿Acaso dudas?
«No, no comienzo a dudar», se dijo La Duquesa. «Lo que sucede es que estoy comenzando a perder los nervios y no aguanto más está situación de espera».
Respiró profundamente y derrumbó su ligero cuerpo en el confortable sillón de tela.
—No dudo, Basshlia —usó el nombre verdadero de su compañera—. Sé cuál es mi cometido y recuerdo la misión que he jurado cumplir.
—Entonces qué te sucede no entiendo, duan’Shar —se preguntó algo confusa pero preocupada la consejera—. A esta acción encubierta tu labor no se limita, tratando con la escoria que con la muerte y el dolor comercia, sino que día a día conformando vas el plan a cuya meta nos hemos entregado.
—Tus palabras no van a calmar el desasosiego que siento, Basshlia —desveló con cierta tristeza la heredera de Derian Warh—. Eres la única persona en la que confío, y a ti te revelo mis secretos pensamientos apoyándome en tu incondicional amistad. Mas no sé por cuanto tiempo voy a poder seguir interpretando este sórdido papel.
»Tú me conoces. Sabes cómo soy —la interpelada cabeceó afirmativamente y prosiguió escuchando con atención lo que La Duquesa quería relatar—. Y creo que conoces cuáles son los únicos sentimientos que me sustentan cada día que transcurre. Sólo el odio y la venganza me dan fuerzas para proseguir con mi cometido; no obstante, también me están corroyendo por dentro y luchan por hallar una pronta vía de escape. No seré capaz de retenerlos por más tiempo.
—Con paciencia debes actuar, duan’Shar —sugirió Gincaela—. Precipitarte un final rápido te proporcionará.
—Soy consciente de ello. Un solo error significa la muerte en nuestro siniestro oficio. Tratamos con la escoria de este mundo —exhaló en un quedo murmullo de resignación.
—Cierto es —afirmó con pesar la consejera.
La Duquesa permaneció unos largos segundos inmóvil en el sillón, refugiando su cabeza gacha entre los largos cabellos y los brazos apoyados sobre las piernas. Basshlia no quebró el silencio, respetando la difícil situación de su señora.
Dama Ayleen alzó finalmente el claro rostro de amargados pero preciosos rasgos y se apartó el espeso y negro cabello con las manos. Resolló profunda y ruidosamente antes de hablar.
—Me marcho a mis aposentos —declaró la fémina incorporándose incómoda de su asiento y salió de la estancia sin esperar respuesta.
Basshlia. —Gincaela, como era conocida de puertas para afuera— siguió a su señora mientras abandonaba la habitación. Nadie mejor que ella comprendía los profundos sufrimientos de la mujer y la tremenda carga que reposaba sobre sus delgados hombros desde la muerte del señor de la mansión, Derian Warh.
Derian, un enigmático individuo que plasmaba en su persona el orgulloso porte del perfecto miembro de la nobleza y las exquisitas maneras de la extrema educación, encubría tras su majestuosa capa de gallardía, una infecta y deleznable red de tráfico ilegal que abarcaba todo lo sucio y criminal que se extendía como una plaga por las calles de estas septentrionales ciudades.
El Duque —atemorizante nombre por el que era reconocido— convergía en su adusta figura una insólita mezcla de paradojas. Hombre generoso y bondadoso con las gentes más necesitadas y defensor de los altos valores y el honor, resultaba implacable y letal con los sujetos que intervenían en sus sucios negocios.
Tras una corta pero intensa y peligrosa vida clandestina, Derian Warh había caído víctima de los caprichos del azar: un conjuro descontrolado lo había enfermado de muerte y le había concedido una indescriptible agonía en su lecho final. Mas antes de su fin había anticipado el futuro de su organización y hallado un heredero de su patrimonio, la igualmente misteriosa e insospechada hija de Derian, dama Ayleen Warh. La Duquesa.
Éste era el tedioso manto que recaía en la bien adoctrinada mujer de desconocido semblante.
Por fortuna, dama Ayleen recibía el nada despreciable apoyo de Basshlia, albacea de los mandatos del noble señor y protectora y consejera de la poseedora del dudoso título. Además de constituirse en la inestimable compañera emocional de la señora.
Basshlia despertó, turbada, de las ensoñaciones evocadoras del pasado en las que se había perdido al percatarse del bello rumor que se filtraba a través de las paredes.
El cálido y melodioso sonido de las cuerdas de un arpa poblaba la atmósfera de hermosos recuerdos de una época diferente varios años atrás.
El precioso arte musical ejecutado por las sensibles manos de El Duque también había encontrado dedos ágiles y capaces por igual en las largas y finas manos de Ayleen, que apreciaba esta afición cuando necesitaba de un tiempo de reposo y reflexión.
Sólo en momentos de tristeza y honda tribulación Ayleen se entregaba a la hermosa música heredada de su maestro, perdiéndose en la compleja ejecución de la exótica melodía de finos y enrevesados patrones.
La melodía original —al menos como la aprendió Derian— carecía de una letra que acompañara las pulsaciones de las cuerdas, mas Ayleen contribuía instintivamente en sus interpretaciones con un delicioso tarareo que dotaba a la pieza de una musicalidad propia de la fantasía.
La joven voz de la fémina era clara y aterciopelada, dulce como miel en los labios, mas confinada en una aureola de melancólica cadencia que calaba en lo más hondo de quienes la oían. Sin embargo, únicamente Gincaela había escuchado su sentido canto.
Durante las severas lecciones de el Duque, sólo melodía brotaba de su alumna, pues no más exigía de la mujer. La voz surgió tras la muerte del propio Derian, en honor a su pérdida.
La música procedente de las delgadas cuerdas del arpa prosiguió al menos durante otra hora más, tiempo que Gincaela aprovechó en su calidad de consejera de la casa para satisfacer las necesidades de su ama en la protegida mansión. No obstante, su labor no se limitaba a quehaceres tan mundanos como la supervisión de viandas y bebidas, sino que englobaba tareas insospechadas.
La virtuosa composición se fundió en el silencio de la casa de un modo tan natural que Gincaela no percibió su término hasta varios minutos después. Presumió que La Duquesa se habría acostado tras la agotadora ejecución de la pieza, por lo que marchó al piso superior.
Basshlia no era en edad mucho mayor que dama Ayleen, seis años a lo sumo a pesar del aspecto de adolescente que sus rasgos exhibían, y, aunque no era su situación, se veía como la hermana mayor que debía cuidar a la más joven ante la muerte de los progenitores; aunque fuera mucho más que eso. Ella no conoció a su madre y por lo que sabía, Ayleen tampoco.
Igualmente sucedía con la figura paterna, papel que desempañara Derian Warh con ambas desde su juventud. Él las recogió de la calle, perdidas las dos en un mundo que las maltrataba y perseguía su destrucción, o al menos su corrupción. El Duque las había salvado de tan cruel destino y así se lo reconocían, honrando su memoria.
Derian Warh, conocido como El Duque, viviría en tanto los corazones de las dos mujeres continuaran latiendo. Aquello no tenía porqué implicar un amplio período de tiempo.
Los escalones terminaron a los pies de Gincaela. Sus pasos eran tenues y silentes en su caminar por el piso de madera tapizado, sigilosos como los de un asesino…
Se aproximó discreta hasta hallarse frente al umbral que comunicaba con el aposento privado de la dama Ayleen, mas en esta ocasión no llamó ni esperó respuesta antes de disponerse a abrir la puerta y entrar en la estancia.
Ante su asombro, La Duquesa no se hallaba acostada en su ancho camastro, ni en ningún otro lugar de la habitación. Se había marchado.
—Esta vez llegas pronto, Zurdskar.
Iscare Slothran no se movió de su asiento tras el escritorio. La temprana presencia del emisario no presagiaba nada bueno, mas no le asustaba en absoluto.
—Así es, Slothran —musitó Zurdskar, que siempre hablaba en sordos susurros—. Me han enviado para hablarte.
—No hay nada de lo que hablar tras mi última entrevista con tu líder, Zurdskar —sentenció ronco el bron de Xolah—. Tu viaje ha sido en vano. Vuelve por donde has venido.
—No te apresures, gran bron de Xolah —prosiguió el taimado sujeto—. El Jefe no está nada satisfecho con tu labor en los últimos tiempos. Es más, la ha declarado… deficiente. Los pagos van a ser congelados hasta que resuelvas tus diferencias con ese justiciero que se ha autoproclamado juez, jurado y verdugo en tu ciudad. Se hace llamar… Sombra Plateada, ¿no es cierto? —apuntó con afilada intencionalidad.
—¡Ese malnacido no tardará en morir! —exclamó Iscare golpeando la mesa con el puño. Unos papeles se desparramaron volando hasta el suelo.
—Eso espera El Jefe, Slothran —advirtió Zurdskar paseando sus largos y ganchudos dedos por su mal afeitada perilla—. La paciencia no forma parte de sus virtudes reconocidas.
—¡No me amenaces, estúpido! —gritó enfurecido el bron levantándose bruscamente de su sillón—. ¡Apártate de mi vista!
—Así lo haré, bron de Xolah —aceptó el emisario dándose la vuelta para marcharse—, pero no olvides mis palabras y soluciona tus problemas, pronto. Volveré.
E Iscare Slothran se quedó en pie, con los nudillos de las manos crispados por la tensión, maldiciendo a Sombra Plateada en nombre de todos los malignos diablos que poblaban su despiadada mente.
La sombra se deslizó furtiva tras el rugoso amparo de la fachada.
La cercanía de la luna nueva ofrecía una profunda oscuridad idónea para las actividades clandestinas que se desarrollaban en los suburbios. Dinero y oscuros objetos robados cambiaban de manos en la protección de la medianoche, limpiamente o mediante el derramamiento de sangre, que añadía un toque de impureza al densamente envilecido suelo empedrado.
El informe bulto ribeteado de plata avanzaba con presteza, siempre sigiloso, en camino a la zona alta de la ciudad. El filo de su espada ya había probado el calor de la sangre aquella noche, y deseaba volver a hacerlo antes del nacimiento del nuevo día; su víctima, un bandido de baja estofa, traficante de artículos de una amplia gama y valor. Su preciada colección permanecía ahora en uno de los múltiples escondrijos del nocturno y encapuchado justiciero para un posterior y detenido estudio.
Frenó en seco cuando su fino oído detectó la presencia de un individuo que se hallaba situado al doblar la esquina. En un fugaz movimiento, confundible con el vuelo de papeles y el murmullo del viento, la negra silueta se desplazó a la pared contraria, perdiéndose en su desconchada e irregular superficie. El ángulo abierto le permitió una posición ventajosa para observar a la mujer que se apostaba en la esquina de la calle, manchado su rostro de baratos polvos esparcidos con descuidado derroche por la piel, y su cuerpo temblando patéticamente atenazado por el frío nocturno.
Tras descartar a la mujer como un momentáneo objetivo, la sombra prosiguió su silencioso avance que la llevó a los aledaños del edificio que era su meta.
Aquella construcción simple, de espartana apariencia, albergaba en su interior una suntuosa mansión que cumplía la función de residencia del mayor extorsionista de la urbe. Ryzzor Enblange era el nombre de aquel enjuto sujeto de secas facciones y escaso cabello negro. Su hoja de servicios se extendía interminable abarcando a la extensa población de Xolah, a las gentes sencillas, a los criminales y a los nobles por igual. Y no siempre era moneda en metálico el pago a saldar, sino que se podía truncar en tierras, posesiones o vidas.
La tenebrosa figura se acercó cautelosa al edificio y lo examinó con detenimiento.
La puerta presentaba una lisa superficie de madera oscura, cruzada por varias barras de hierro forjado que aseguraban su fortaleza y resistencia. Por supuesto, este acceso había sido ya descartado por la sombra desde un principio.
Conocía la existencia de un pequeño contingente de asesinos mercenarios que vigilaban la integridad de la mansión. No suponían una amenaza para la salvaje actitud de la sombra, mas sabía que si armaba demasiado revuelo, Ryzzor Enblange escaparía como la escurridiza rata que era.
Un ronco murmullo brotó de la oscuridad de la calada capucha y al punto, la figura comenzó a deslizarse por la pared vertical de la fachada sin demasiadas complicaciones. Trepaba como una araña anclada en imposibles salientes.
La cercanía de una ventana avivó la curiosidad de la encubierta silueta, que se asomó con precaución para visualizar el interior de la estancia: dos jóvenes doncellas dirigidas por otra de mayor edad. Esta última ejercía bruscamente su autoridad para alentarlas a que realizaran su quehacer con presteza.
La habitación ofrecía el aspecto de unos cómodos aposentos, con todos los lujos accesibles sólo a la riqueza. Sin duda era el dormitorio de Ryzzor. En aquel instante, la diligente actitud de las presentes se truncó en torpe frenesí cuando el señor de la casa hizo inesperado acto de presencia. Con una sucesión de imprecaciones y violentos ademanes, expulsó a las sirvientas de su habitación.
Ryzzor cerró con rudeza las puertas y corrió los pestillos interiores. Tras esto, se abandonó en la cama. Seguro en la soledad de su estanco dormitorio, rebuscó entre sus ropas hasta extraer un objeto cristalino. Tumbado, lo contrastó con la luz de la lámpara y estudió su diseño. La rutilante sonrisa que se dibujó en su mezquino rostro demostró que la joya era cuanto esperaba, o más.
Una explosión de cristales acompañada de un bulto de aspecto humanoide rompió la calma de la estancia. Ryzzor Enblange se precipitó al lado contrario de la cama y se movió como un gamo hasta alcanzar un sable de exhibición que colgaba de la pared. A los pocos instantes, el extorsionista se hallaba dispuesto a defender su vida.
Sus ojos se fijaron en la figura incursora que se agazapaba como una fiera salvaje en un círculo de afiladas aristas de cristal.
—No sé quién o qué demonios eres, pero has cometido el último error de tu vida —sentenció Ryzzor sin conceder ninguna muestra de temor al desconocido. Es más, en su tono se traslucía desprecio.
La extraña criatura abandonó la postura animal, irguiéndose en toda su estatura. La oscuridad de su capa y ropajes ribeteados de plata creaba un halo amenazador en su misterio y enmascaraban su identidad. No obstante, ningún sonido surgía de su oscilante forma; parecía una auténtica sombra.
—No hablas —añadió el extorsionista—. Entonces gritarás.
Ryzzor se arrojó sobre la figura encapuchada con una estocada a fondo destinada a alojar el sable en el pecho de su víctima.
La hoja del arma se deslizó suave en el interior de las tinieblas amparadas bajo el manto de su siniestro dueño, mas en la embestida no halló carne ni hueso.
Una sección de oscuridad se desplazó de improviso y golpeó con violencia en el rostro de Ryzzor, provocando su caída. El extorsionista rodó por el suelo para recuperarse del impacto.
—¡Estás muerto! ¡Me oyes! —exclamó escupiendo sangre—. ¡Muerto!
En un movimiento inesperado, Ryzzor se desplazó hacia el dosel de su cama y activó un mecanismo secreto. Al instante un zumbido silbó en la habitación y una multitud de flechas brotó de nichos ocultos en las paredes, cruzando mortíferas por el aire. La sombra reaccionó con presteza y se impulsó hacia un rincón. Ryzzor, a cubierto en el único punto seguro de la estancia, rió complacido.
—Ahora, en tu fin, he descubierto quién eres —comentó risueño con una media sonrisa en su boca y caminando hacia su adversario.
El salteador se hallaba derrumbado contra el muro, quieto, malherido por las flechas que se clavaban en su cuerpo.
—Eres Sombra Plateada —afirmó—, el asesino que se ampara en las tinieblas para sembrar el terror en la noche de Xolah. Pero no debiste atacar mi mansión. Ése fue tu error. Por grande que sea tu fama, Sombra Plateada, para convertirte en leyenda debes morir. Permíteme cumplir con este necesario requisito.
Se acercaba al encapuchado para lanzar la estocada definitiva, cuando escuchó un quedo y corto murmullo que brotó de entre las sombras del asaltante. Cauto, retrocedió un paso y se preparó para cualquier sorpresa.
El cuerpo de Sombra Plateada se enroscó sobre sí mismo en un bulto de telas negras ribeteadas de plata. De ellas, surgió el hocico de un temible felino de refulgentes ojos verdes. La mandíbula se abrió en un grave rugido, mostrando largos y afilados colmillos.
Ryzzor sintió que se le helaba la sangre en las venas al contemplar cómo una muerte negra, ineludible, caminaba agazapada en su busca.
Liberándose de las oscuras telas negras que lo envolvían, el enorme felino avanzó elegante en dirección al humano que le vigilaba expectante en la habitación. Sus pasos se truncaron por un momento y su majestuosa figura vaciló y amenazó con desplomarse cuando su organismo se sintió afectado por las profundas heridas que, repartidas, manaban sangre donde aún permanecían clavadas las flechas.
El extorsionista recobró parte del valor que de repente perdiera y volvió a asir con fuerza el afilado sable. En largos trancos se dispuso a hundir la hoja del arma hasta la empuñadura en el lomo de la pantera.
En un fugaz movimiento, Ryzzor pasó a contemplar cómo, desde los restos de su descuartizada y sangrante mano, el sable volaba y chocaba con metálico estrépito contra el otro lado de la habitación. Asió con desesperación el muñón resultante con la otra mano gritando de puro dolor, cuando de golpe fue derrumbado sobre la alfombra con una rugiente bestia encima suya, goteando sangre, su sangre, de las fauces abiertas.
Un alarido ahogado brotó de la garganta del extorsionista cuando los afilados colmillos del felino se hundieron en su cuello y desgarraron con violenta ferocidad la carne y la vida del vil sujeto.
—¡Vamos! ¡Todos a una!
Los tres mercenarios chocaron con violencia contra el sólido portón. Las tablas temblaron y los goznes se doblaron, mas soportó la brutal embestida.
—¡Otra vez! —exclamó el líder.
Dieron unos pasos atrás para coger carrerilla y acometieron de nuevo contra la puerta, que cayó derribada al otro lado del acceso.
Los guerreros entraron en tropel sólo para ver cómo su señor yacía sobre el suelo enmoquetado de los aposentos chorreando sangre por la garganta despedazada.
También vieron por el rabillo del ojo cómo un bulto oscuro se escurría sigiloso por la ventana.
—¡Abajo! ¡Está bajando por la pared! —bramó el mercenario a sus hombres.
El cabecilla corrió hasta el marco de la ventana y se asomó cauteloso para estudiar las evoluciones del asaltante y asesino.
La espectral figura de halo plateado se deslizaba despacio, con calma, como una araña, por la superficie lisa del muro exterior. Sus miembros se estiraban y contraían para efectuar tan grotesco e inhumano movimiento por la pared.
—¡Interceptadle! ¡Que no escape con vida! —ordenó el líder mercenario al ver como sus guerreros aparecían por la puerta principal de la mansión. Impotente y mero espectador, decidió permanecer en su posición aunque sólo fuera para cortar la retirada al desconocido.
La negra figura continuó descendiendo lentamente por la fachada del edificio hasta que llegó a la distancia de tres cuerpos escasos de los hombres que esperaban para acabar con su vida.
Un misterioso brilló centelleó entre las tinieblas de su capa y un sordo silbido fue la única advertencia anterior a la daga que se clavó en la cuenca ocular de uno de los soldados contratados. El otro hombre vio como su compañero se desplomaba muerto tras una silente convulsión.
—¡Que el Infierno se lleve su alma! —maldijo el cabecilla al percatarse de la caída de uno de sus mercenarios—. ¡Ponte bajo él! —alertó al otro.
El soldado obedeció a su experimentado superior y se colocó bajo el desconocido asesino, provocando la pérdida del ángulo de tiro por parte de éste. Saltó con fuerza tratando de alcanzar al intruso con la punta de su espada, mas su corta estatura no era suficiente para herirlo, o arañarlo. Creyó escuchar cómo la sombra se reía de él desde las alturas.
La situación se disponía estancada en un impáss inalterable mientras fuera ésta la voluntad del asesino. No obstante, Sombra Plateada no podía permitirse permanecer en aquel muro por mucho más tiempo. Las traicioneras saetas habían abierto serias heridas en su carne y sentía cómo se debilitaba por momentos. De no contar con protecciones mágicas, tiempo atrás hubiera caído en la fría inconsciencia que precede a la muerte.
No podía esperar más.
Insondables tinieblas se precipitaron sobre el sorprendido mercenario, que esgrimió la espada hacia las oscuras profundidades que se le vertían encima. La negrura era absoluta y el filo de su arma no hallaba solidez en sus desesperados envites.
—¡Cuidado! —bramó el líder.
Sombra Plateada, libre de su capa, aguardó a que el soldado quedara totalmente cegado y envuelto con la tela, para después saltar a un lado y clavar su propia espada en la figura que se retorcía bajo el manto. La hoja fue extraída manchada de vivo carmesí y el mercenario dejó pronto de luchar.
El misterioso asaltante recuperó su manto de sombras y lo arrolló en torno a su cuerpo, dejando el cadáver sobre los adoquines del piso, tiñéndolos de sangre.
En la bolsa atesoraba los arcanos objetos que habían motivado su incursión y tuvo buen cuidado de situarlos del modo que menos daño pudieran sufrir. Entre las cómplices sombras de su capucha, Sombra Plateada alzó la cabeza y se encontró, desde la ventana que perteneciera a los aposentos de Ryzzor Enblange, la furiosa e iracunda mirada del cabecilla de los guerreros del que fuera el principal y más despiadado extorsionista de la ciudad de Xolah, ahora yacente sobre un charco de su propia sangre.
El soldado había presenciado el momento en el que, por necesidad, había tenido que desprenderse de su capa de sombras, y no alcanzaba a asegurar cuánto de su identidad podía el miliciano haber reconocido. La ventana ostentaba una privilegiada posición sólo alterada por las mismas sombras de la noche.
Se sentía desfallecer. Enjugaba en sus manos la sangre que descendía de las heridas abiertas de los brazos. La vista se tornaba huidiza y amenazaba con rebelarse súbita y totalmente, al igual que su consciencia. El castigo había sido mucho más severo de lo esperado. Pero, quizá…
Quizá, aquel dormitorio mereciese un esfuerzo más profundo para borrar todo tipo de huellas.