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INTRIGAS INCIERTAS

Xolah, año 248 D. N. C.

—Vamos, muéstrame la mercancía.

Una suave brisa se deslizaba por los sucios callejones de los barrios bajos, provocando el aleteo de viejos trapos y cartones abandonados. Nada más se movía tras la solitaria quietud posterior al ocaso.

—La tengo en el almacén, ahí detrás. Acompáñame.

Las dos figuras caminaban envueltas en el sombrío manto de la noche cerrada, silenciosas. Vigilaban todo posible indicio que desvelase la presencia de algún peligro ignorado.

Sus movimientos eran rápidos y furtivos, con la fiable seguridad que conceden los años de peligrosa vida al margen de la ley. Sus arrugadas y oscuras vestiduras escondían infinidad de secretos entre sus abultados pliegues, todos ellos vinculados con el robo y la muerte.

Sus pasos se detuvieron frente a una portezuela de maderos sueltos, revestida de una gruesa costra de porquería. Una mano surgió de los raídos ropajes y empujó la hoja de acceso, abriéndose ésta con un quejumbroso y áspero chirrido.

El bandido encendió una linterna y se dispuso a entrar en la pequeña construcción. Un ruido sordo a sus espaldas le obligó a volverse con presteza y asir uno de sus ocultos cuchillos.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó el ladrón encarando la calle.

—Ha venido del callejón —respondió el otro—, de ese montón de basura.

Los dos traficantes, buenos conocedores de su siniestro oficio, tomaron sin decirse palabra cada lado de la calle, con las armas dispuestas a ser usadas sin dilación.

Estrecharon el cerco alrededor del cúmulo de cajas y tablones que se apilaban en la inmundicia, con sus sentidos alerta al menor movimiento.

A pocos pasos de la basura, sin haber atisbado peligro alguno, una pequeña y veloz sombra salió corriendo de entre los desperdicios, escapando del cerco de los bandidos.

—¡Maldito gato! —musitó el ladrón con los nervios a flor de piel. Recobró la tranquilidad y se dirigió al bandido—. Venga, terminemos lo que hemos venido a hacer.

El otro hombre se limitó a asentir con un cabeceo, a la par que guardaba su largo cuchillo, aún con manchas secas de oscuro color carmesí de su último uso.

Cruzaron de nuevo el resquebrajado dintel de madera y penetraron en el almacén.

La atmósfera era densa y cargada, impregnada de un acre olor a moho. La humedad de las pasadas lluvias había calado con violencia a través de los quebrados tablones de madera del techo, embarrando el suelo de tierra. La tenue luz de la antorcha apenas iluminaba el miserable recinto. Siniestras sombras y bultos informes se aprestaban contra las desconchadas paredes, inmóviles algunos y otros agitándose en un patético balanceo.

Los lentos pasos del bandido arrebataron del manto de oscuridad a las misteriosas figuras, desvelando con precisión los suaves contornos de los jóvenes cuerpos castigados de las seis muchachas que permanecían allí encadenadas.

Las cortas cadenas apresaban los grilletes en torno a los esbeltos cuellos, lacerados y sangrantes por los vanos esfuerzos de liberarse, y se anclaban sólidamente a los muros. Las bocas eran silenciadas por prietas mordazas que obligaban a las jóvenes a respirar a través de las fosas nasales. Sus ojos, brillantes y enrojecidos por el llanto incontenido, reflejaron miedo y desesperanza cuando el resplandor del fuego reveló los rostros de sus carceleros.

—Sí —afirmó para sí el traficante de esclavos, después de un cuidadoso y apreciativo examen de las muchachas—. Éstas me servirán bien.

Alargó su embrutecida mano para asir de la barbilla a una de las jóvenes. Su rostro languidecía en dirección al suelo, sus ojos perdidos en las tinieblas, mas fue bruscamente alzado para que el bandido pudiera observar sus rasgos. Su dedo pulgar se deslizó y jugueteó con los tiernos labios de ella, sin ninguna reacción por parte de la exánime fémina.

—El precio será el convenido —comentó con convicción el otro hombre.

—La mercancía bien lo vale —aceptó el bandido, todavía obligando a que la chica le mirase a los ojos—. En esta ocasión sí cobrarás el alto precio que pides. El Jefe se mostrará satisfecho con esta remesa.

—Por supuesto que estará satisfecho —aseguró el otro—. Estas chicas valdrán una fortuna en el mercado del Oeste.

—Más satisfecho estará por volver a tener género con el que comerciar…

—No me vengas con ésas —saltó el secuestrador a la defensiva—. Sabes perfectamente los problemas que tenemos desde hace cuatro años. El negocio está más complicado que nunca.

El hombre dio una patada a un tablón que sobresalía del piso, desahogando su frustración. El otro se giró un momento para observarle, tomando buena nota de sus reacciones.

—¿Aún no habéis sido capaces de resolver vuestro… problema? —instigó el comprador, descontento por la ineficacia que demostraban aquellos que llevaban los negocios en Xolah. En Hilson, tal incompetencia sólo tendría una recompensa; una lenta y dolorosa muerte—. No creo que suponga un reto tan difícil…

—Eso es muy fácil de decir si no lo sufres en tu piel —se defendió el oriundo de Xolah—. Hemos perdido decenas de hombres, y lo que es peor, un elevado número de partidas de mercancía sólo en el último año. Y todo por culpa de ese maldito entrometido, ¡los diablos se lleven su alma!

—Si es necesario, se podría solicitar a Hilson que enviara un pequeño grupo de avezados asesinos para libraros de vuestro entrometido.

El raptor se encogió ligeramente al imaginar lo que supondría un mayor número de fuerzas de El Jefe en la región, con el consecuente menoscabo de su propia autoridad en el negocio. Si bien el núcleo criminal se asentaba en la norteña y escarpada población de Hilson, Laven —que así era como se llamaba el rufián—, había logrado labrarse una reputación en una ciudad tan complicada como lo era Xolah. No, ciertamente no era una buena idea.

—No hará falta llegar a eso, seguro que nos encargaremos pronto de esta molestia.

El criminal venido de Hilson esbozó una media sonrisa. Resultaba tremendamente sencillo presionar a aquella chusma y hacerles sudar al ponerlos en aprietos. No merecían otro trato. Eran basura, se encargaban de hacer el trabajo sucio, mientras otros, como él, dirigían el cotarro. Así era cómo debían funcionar las cosas.

—Cuento con ello —concluyó así la discusión.

Dicho esto, volvió a encarar a una de las muchachas cautivas. Sonriendo, alzó la mano y apresó entre los dedos un rubio mechón del cabello de la joven.

—Ahora, organicemos esto. Me gustaría irme de aquí bastante antes del amanecer.

Un fino silbido cortó el denso aire del viejo almacén cuando la brillante hoja de una daga fue a clavarse hasta la empuñadura en la muñeca con la que el traficante sujetaba a la muchacha.

—Creo que no.

Los salteadores se giraron buscando el origen de la voz y alcanzaron a ver unas finas líneas plateadas que delineaban vagamente una silueta en la oscuridad. Sin embargo pronto la perdieron de vista cuando en un brusco movimiento la forma se difuminó en un caótico pliegue de rectas y curvas argénteas que se desplazaron rápida y silenciosas por la estancia a su alrededor.

—¡Es Sombra Plateada! ¡Huyamos! —exclamó Laven asustado, tratando de alcanzar la salida del almacén.

La apresurada carrera del secuestrador se vio repentinamente interrumpida cuando un pálido rostro se materializó frente a él en el dintel de la puerta.

—¡Aaah! —gritó el bandido al contemplar el frío e impasible rictus que se leía en aquella afilada barbilla y la línea recta de los labios.

—No vas a escapar —susurró la figura, implacable.

—¡No! ¡NO! —clamó enloquecido el salteador, sus ojos tratando de escapar de sus órbitas. Desenvainó el ancho sable de su funda y saltó cargando contra la espectral silueta.

La salvaje arremetida no halló cuerpo alguno en su trayectoria. Por contra, una larga y fina espada se alojó en su pecho y despuntó a su espalda, con el resplandeciente metal manchado de sangre.

En un hábil y veloz gesto, la hoja se liberó del cadáver del secuestrador y desapareció entre las sombras; el espectral rostro lo imitó.

—¡Maldito seas! —vociferó el otro humano agarrándose con fuerza la sangrante extremidad y girando en círculos—. No sé si eres un fantasma o estás vivo ¡pero a mí no me matarás como a un perro!

Una daga centelleó en el aire arañando su garganta.

—Un perro merece mayor respeto —proclamó la oscuridad misma.

—¡Argh! ¡Maldito seas! —rugió el bandido tapándose la herida con el dorso de la mano, mientras que con la otra desenvainaba su sable—. ¡Da la cara y lucha!

Algo se volcó a un lado en la oscuridad. El hombre se giró con rapidez, tenso, dispuesto a ensartar a golpe de espada cuanto se cruzara en su camino. Un cubo de madera rodó desde las sombras hasta que topó con los pies del bandido. Rebotó despacio y quedó quieto, devolviendo el tenso silencio al lugar. Nervioso, el rufián dio una tremenda patada al cubo, que salió volando y se estrelló más allá de donde alcanzaba la trémula luz de la lámpara.

—¡Te mostrarás! —exigió más que pidió el hombre—. ¡Vamos, cobarde!

Pero nadie respondió a la bravata, ni con palabras ni con acciones. Todo permanecía en silencio, salvo los apagados gemidos que brotaban puntualmente de las jóvenes amordazadas. No obstante, algo sibilino despertó en la despiadada mente del bandido, una idea que logró que su boca se torciera en un rictus de saboreada crueldad. Dio un par de rápidos pasos que lo acercaron a la enorme viga de madera donde permanecían maniatadas las muchachas y alzó el filo de su hoja, amenazando a la primera de ellas. Ésta, sobrecogida por el temor, exhaló un grito que quedó enmudecido por la mordaza y luchó inútilmente contra las cuerdas que la apresaban. Hilillos de sangre manaron de las rozaduras, fluyendo por sus manos hasta salpicar el suelo junto a sus pies.

—Tienes dos opciones, o sales ya, o esta preciosidad podrá contemplar cómo se desparraman sus tripas por el suelo —se jactó divertido, jugando con el sable a la altura del vulnerable vientre de la joven—. Aunque, pensándolo bien, creo que sólo te queda una oportunidad…

Una línea roja se dibujó en el cuello del bandido cuando un filo plateado destelló en un veloz movimiento. Incapaz de comprender qué había sucedido, se derrumbó en el suelo entre espasmos. Con la garganta abierta y escupiendo bocanadas de espuma sanguinolentas por entre los labios, poco a poco fue formándose un creciente charco carmesí que comenzó a manchar los pies desnudos de las jóvenes, que no tardaron en estallar en histéricos sollozos.

La misteriosa figura, emplazada tras del cadáver del secuestrador y a un lado de la muchacha, limpió la hoja de la espada en las ropas del hombre para envainarla después.

—Tranquilas —susurró a las cautivas sin mostrar su rostro—. Ahora estáis a salvo.

Fuertes ruidos pudieron escucharse al otro lado de las puertas del almacén. Por las voces, podía adivinarse que un grupo de individuos estaba congregándose fuera.

—¡Los de dentro! ¡Abrid las puertas! —se oyó en el exterior de la destartalada construcción.

La fantasmagórica silueta se deslizó por el cochambroso edificio en busca de la dagas lanzadas. Una vez recobradas y en el momento en que la desvencijada puerta era derribada, se esfumó en las tinieblas del almacén.

—¡Esas antorchas! ¡Por los Nueve Anillos del Infierno, no se ve nada aquí dentro!

Las teas encendidas iluminaron a un grupo de hombres armados que lucían las insignias de la guardia de la ciudad. El veterano que iba delante vestía especialmente galardonado acorde con su rango de bron de Xolah.

El cadáver del primer bandido los esperaba nada más cruzar el quicio de la puerta.

—De nuevo llegamos tarde —declaró frustrado—. ¡Continúa jugando con nosotros!

—¡Señor! —llamó uno de los soldados—. ¡Mire esto!

La guardia había hallado a las jóvenes encadenadas y el cuerpo sin vida del segundo salteador.

—¿Se puede saber que estáis haciendo? —rugió el bron—. ¡Liberadlas sin pérdida de tiempo!

El veterano miliciano dio la vuelta al cadáver con el pie y observó la fina y limpia herida en el cuello del hombre.

—¡No puedes actuar a tu antojo en mi ciudad! ¿Me has oído, Sombra Plateada? —exclamó a voz en grito dirigiéndose al techo del almacén—. ¡Por Dios que te atraparé!

sep

—Entonces, ¿cuál es en definitiva el propósito de nuestro viaje?

El cargado carromato se bamboleaba temiblemente. Las ruedas de madera chocaban y tropezaban con los irregulares adoquines que componían el paso de entrada a la floreciente urbe de Xolah. Los edificios se alzaban en amplios anillos, con la zona construida más antigua en su centro. Esta distribución daba ejemplo del continuo —y desbordante— crecimiento de la ciudad.

—Tenemos que asistir a una audiencia con la dama Ayleen Warh, Duquesa de Anhux —espetó el mayor de los dos hermanos.

Una larga túnica de suaves y finas telas azuladas envolvía sus enjutos cuerpos, a la par que gruesos collares y cadenas de oro engastados con valiosas gemas adornaban los cuellos y muñecas. Sus facciones eran afiladas, con astutos ojos de halcón y nariz aguileña, rostros de piel morena y pulcras barbas negras aceitadas al igual que los oscuros cabellos.

Otras cuatro carretas seguían a esta primera, guiadas por diestros conductores y defendidas por una banda mercenaria alineada a los francos, compuesta por doce hombres armados hasta los dientes.

—¿Y qué importancia tiene esa mujer para nuestros negocios? —inquirió despectivo el más joven de los orientales.

En el interior del carromato, bajo las lonas que protegían de los rayos del sol, hacía calor, un calor bochornoso, que hubiese resultado ofensivo a las gentes de la ciudad, habituados a climas más suaves, o incluso fríos. Los dos comerciantes no hacían eco de esta incomodidad, habituados a las tórridas temperaturas más al oeste.

—Si prestaras más atención a los detalles de nuestras transacciones comerciales —reprendió el otro—, sabrías que es del todo imprescindible poseer contactos con las personas adecuadas en cada región para satisfacer nuestras necesidades. ¿O piensas poner un tenderete en la plaza del mercado y exponer nuestra mercancía a las sencillas gentes del lugar? —comentó añadiendo una carcajada.

—Comprendo —respondió el otro bajando la voz, reprendido.

No le agradaba en absoluto la actitud de prepotencia que mantenía con él su hermano, mas ineludiblemente tenía razón. Su experiencia en el negocio abarcaba ya largos años, mientras que él era un novato en el oficio. Callaría y aprendería, hasta que llegase el momento adecuado y se hiciera él con las riendas del oficio. Entonces sería el otro quien guardase respetuoso silencio, o lamentaría las consecuencias.

—Además —continuó el yamish—, debemos darnos prisa, pues el tiempo corre en contra nuestra y no conviene hacer esperar a La Duquesa.

«La Duquesa», pensó el mayor de los hermanos de Yamar.

En realidad, Dalab conocía muy poco respecto a esta mujer, enigmática tanto en su persona como en sus ocupaciones.

La dama en cuestión ostentaba unos encomiables privilegios, dada su pertenencia a la alta nobleza de aquellos parajes, además de un sustancial y considerable apoyo económico que respaldaba indiscutiblemente su elevada posición. Todo aquello en la superficie.

Aquellos que vivían en la discreción y lo oculto, siempre al resguardo de fortuitas y perniciosas miradas, sabían de la tupida y compleja red que se entretejía alrededor de la figura de esta secreta fémina. Toda operación, todo negocio, que operara al margen de la ley, inevitablemente rozaba los sensibles hilos de esta telaraña y alertaban a su señora. Y en su centro, omnipresente y depredadora, La Duquesa manipulaba todos y cada uno de los términos a su favor.

Ni siquiera el bron de Xolah, la máxima autoridad de la milicia local, se entrometía en los asuntos de La Duquesa. ¿Quién se atrevería a hacerlo, cuando se rumoreaba que Ayleen Warh pertenecía a la peligrosa Red del Lazo y la Calavera?

De todo esto y muchos más detalles estaba al corriente el mayor de los hermanos yamish. Si las negociaciones marchaban tal y como él esperaba, los beneficios podrían ser cuantiosos y esperanzadores. Quizá, éste podría tratarse del primero de muchos acercamientos entre los fríos e inhóspitos reinos de oriente y las cálidas y apacibles tierras del oeste. Un puesto avanzado de la familia Delba, firme y próspero, asentado en aquella ciudad llamada Xolah y con el beneplácito de La Duquesa, supondría una muy ventajosa posición respecto a las venerables y antiguas familias rivales del Imperio Kheng.

sep

Sonaron dos suaves llamadas en la puerta.

—Dama Warh —murmuró la dulce voz de la sirvienta pegándose a la madera—. Los caballeros procedentes de Alaghôn que esperábamos han llegado. Solicitan la presencia de su excelencia.

Tras unos segundos de silencio, débiles ruidos y roces revelaron la presencia de movimiento en el interior de la privada y clausurada habitación.

—¿Señora? —repitió la muchacha.

—Condúcelos al primer salón y anúnciales que esperen allí —ordenó la aterciopelada pero firme voz de La Duquesa al otro lado de la hoja.

—Sí, mi señora —saludó la joven doncella marchándose a cumplir su cometido.

Cruzó los suntuosos pasillos de la augusta mansión y descendió dos tramos de alfombradas escaleras para descender a la primera planta. Desde el acceso principal de la residencia vio cómo las carretas eran apostadas junto a la cerca que rodeaba los jardines, agostados por el intenso e inesperado calor de aquel verano.

Bajó la escalinata de la entrada y se dirigió a los dos hombres vestidos con largas túnicas que parecían coordinar la organización de la caravana y de los soldados mercenarios.

Cuando se encontró a su altura, tosió para hacerse notar en aquel alboroto. Los oriundos de Yamar se dieron la vuelta y le prestaron una desdeñosa atención.

—Por favor, tengan la bondad de acompañarme —solicitó en un tono que carecía de ruego.

Sin esperar respuesta, la doncella se volvió y se dispuso a ascender las blancas escaleras de mármol. Los dos hermanos cruzaron una mirada y se apresuraron a seguirla al interior del edificio de tres plantas.

Dentro de la mansión la temperatura era más fresca, sensación alentada por las ventanas entrecerradas, que creaban una atmósfera más confortable y acogedora. Junto a una reinante soledad.

Para el mayor de los yamish, experimentado en el arte del engaño y la intimidación, se trataba de una leve penumbra que alojaba acechantes sombras en cada esquina.

La joven sirvienta los condujo hasta una amplia estancia amueblada con cómodos sillones, una gran mesa rectangular de negra madera y pulida superficie y estanterías pobladas de una ingente cantidad de libros. Pero lo que resultaba más curioso, y a la vez inquietante, eran las diversas puertas que se repartían en la sala. Cinco entradas, seis si contaban por la que habían accedido a la misma.

—Siéntense —aconsejó la anónima muchacha—. La señora les recibirá pronto.

Dicho esto, se fue por donde había venido, clausurando la hoja tras de sí.

Los occidentales se sentaron despacio, recelosos. El silencio se adueñó de la habitación y, tras unos minutos, terminó crispando los nervios del más joven de los hermanos, que se levantó como un resorte.

—Esto no me gusta, Dalab —opinó el yamish, inquieto, frotándose las manos con energía.

—Siéntate y calla, Sahid —ordenó el más veterano con una aparente tranquilidad que no se correspondía con su estado interno.

—Es una trampa —continuó Sahid dando nerviosos paseos por la estancia—. Nos han engañado y hemos caído como unos necios. Hay que escapar de aquí.

—¡Siéntate! —exhortó Dalab, cada vez más nervioso perdiendo la compostura.

Bien sabía el yamish que esto podría tratarse simplemente de una prueba para comprobar la profesionalidad de futuros socios.

«No hay nada de qué preocuparse», se repetía a sí mismo.

Un leve crujido puso sobre aviso a los dos forasteros de la ciudad, que se levantaron de forma súbita e inmediata. Una de las puertas se estaba abriendo.

Ante la crispación contenida de los oriundos de Alaghôn, una figura entró en la estancia, deslizándose suave, elegante, sin romper la quietud reinante. Una aureola de envolventes sedas negras rodeaba su misteriosa y espectral efigie. Enigmáticos ojos de refulgente color azul se alzaban astutos tras el oscuro embozo que velaba el resto de su rostro, fríos y calculadores a la vez que cautivadores.

La acompañaba su consejera, una enigmática mujer de baja estatura envuelta en una túnica con capucha, que la escoltó hasta detrás de la mesa para quedar después en pie, expectante.

La figura embozada se aposentó parsimoniosa, con quedos movimientos que no permitían entrever ni adivinar la edad de La Duquesa. Popularmente, se suponía que era joven, que no pasaría de las treinta primaveras, mas nadie la había contemplado sin sus cerrados atavíos para testimoniarlo. Sólo su orgullosa y misteriosa consejera conocía su auténtica naturaleza; Gincaela, que también se rumoreaba que ejercía la íntima función de amante secreta.

Cuando se halló convenientemente instalada en la sala, La Duquesa se dignó a contemplar a aquellos que habían perturbado su valioso descanso. Los oriundos de Yamar sintieron un hondo escalofrío ante el intenso escrutinio al que fueron sometidos por los brillantes ojos de la mujer.

—Hablad.

El joven yamish se removió inquieto ante el malestar que le producía el tono perentorio de la excéntrica fémina —si es que no se trataba en realidad de un grotesco demonio del Averno el ser con el que estaban reunidos en aquel lóbrego lugar—. No obstante, el hermano primogénito no se dejó amedrentar por la envolvente presencia de dama Ayleen Warh y pronto se hizo con la situación.

—Permitidme que le presente los respetos de nuestra humilde familia, dahiba —utilizó el término yamish para gran señora—. Los Delba somos unos modestos mercaderes de caravanas que comerciamos con los frutos de nuestras fértiles tierras del Lejano Oeste.

»Sabemos, oh poderosa, que nuestra pobre empresa resultaría triste e infructuosa ajena a vuestra generosa aquiescencia. Así que, oh magnífica, solicitamos vuestro beneplácito y vuestro interés en nuestros productos —agregó en una corta reverencia en la que destelló una sonrisa de complicidad.

El silencio se apoderó de la habitación por unos segundos, hasta que fue quebrado por la voz disimulada entre telas de La Duquesa.

—Muchos son los ambiciosos marchantes que ruegan mi dádiva, mas es un valioso premio que no se concede libremente —sentenció la embozada fémina.

—¡Oh, dahiba! —respondió el occidental con graves aspavientos—. No osaríamos molestaros si no pensáramos que nuestros artículos son dignos de vuestro exquisito interés, ¡Dios bien lo sabe!

—En gran estima tenéis vuestra mercancía, yamish —indicó con sobriedad la dama Ayleen—. Tanto que os concede ser osado en vuestras palabras.

—Nada que pueda ofender a su señoría, dahiba —se apresuró a añadir con una reverencia—. Le ofrecemos las más exóticas especias de los campos de Alaghôn. Por favor, acepté este modesto presente como muestra de nuestro respeto y de la calidad de la mercancía.

El extranjero rebuscó entre los pliegues de su amplia túnica hasta encontrar y sacar a la luz una pequeña redoma de fino cristal que contenía un claro y brillante fluido dorado. Ni uno sólo de sus furtivos movimientos escapó de la atenta mirada de Gincaela, preparada para actuar en cualquier momento si la situación lo requería.

Dalab extendió su brazo de piel cetrina y depositó la frágil ampolla en la madera de la mesa frente a La Duquesa de Warh. Ella no se inmutó, ya que fue Gincaela quien se aproximó al presente y lo tomó entre sus manos. Irradió un brillo azul durante un instante y luego desapareció entre sus ropajes.

—Olvidemos los juegos y las adivinanzas en esta ocasión, yamish. No estoy de humor —apeló la oscura fémina con autoridad—. ¿Qué me ofrecéis?

—¡Señora! —exclamó Dalab simulando desconcierto—, nuestras especias son… —calló al percatarse de la ferocidad que se leía en los ojos verdes que estaban fijos en su persona—. Afiladas armas, sutiles venenos, y no pocos objetos mágicos de diverso poder.

—Veo que, al fin, llegamos a algún sitio… —comentó dama Ayleen—. Comencemos a negociar.

sep

—¡Nos ha robado! ¡Nos ha robado ante nuestras propias narices! ¡Y nosotros se lo hemos permitido con total impunidad!

Sahid no había cesado de gritar e imprecar desde que abandonaran la residencia Warh, casi a la caída del día. Ahora, se bamboleaba agitado en el cabrestante del carromato. Culebreando por las estrechas calles de una de las zonas más decadentes de la desaliñada urbe.

Se había alcanzado un acuerdo, harto beneficioso para La Duquesa, mas no tanto para los forasteros. De esto se quejaba el menor de los yamish. La negociación había sido conducida por Dalab ante la disconformidad en los términos de su hermano. Sin embargo, nada tenía que decir, pues no poseía potestad alguna. Esta doble humillación pesaba sobre los jóvenes hombros de Sahid, que temblaban de pura cólera.

—¡Es un escarnio! —proseguía incansable el oriundo de Yamar.

—¡Calla ya! —prorrumpió Dalab, perdida su inagotable paciencia y agarrando del cuello de la túnica a su hermano—. No me molestes con tu estupidez, Sahid. Ignoras el buen fin que hemos logrado tal y como se presentaban los acontecimientos. ¡Ha sido nuestra propia vida la que ha estado en juego!

Tras esta declaración, el mayor soltó bruscamente a su pariente, que permaneció inmóvil tras el arranque de furia del yamish. Recobró su aplomo adecentando su túnica, pensando aún que él lo hubiera hecho mucho mejor. Que no tardaría en demostrarlo por sí mismo, en cuanto tuviera la oportunidad.

Un débil roce de telas y una leve inclinación hacia adelante en el carromato dieron aviso a los yamish de que algo extraño ocurría; las sendas dagas que amenazaban sus gargantas se convirtieron en una prueba de mayor contundencia. Ambos hombres tragaron saliva a un tiempo, tratando de reclinarse para atrás buscando así distancia respecto a las afiladas y amedrentadoras hojas. Ni siquiera se atrevieron a girar la cabeza para averiguar la identidad del agresor por miedo a hacer un movimiento en falso.

Una voz susurrante, enmascarado su tono en el embozo de una gruesa tela que debía estar cubriendo la boca, pronto se prestó a indicarles.

—Seguid adelante y no detengáis los caballos por ninguna razón —ordenó una susurrante voz a sus espaldas—. Siendo mercaderes y siendo dos, espero que entre ambos dispongáis del suficiente cerebro como para obedecer, y callar… si en algo estimáis vuestras miserables vidas.

Tanto Dalab como Sahid asintieron de inmediato con un quedo cabeceo. A la par, tragaron de nuevo, intentando retraer la nuez cuando las afiladas hojas recorrieron superficialmente la piel de sus gaznates hasta situarse con la punta ligeramente hincada en los cogotes.

—Necesito que respondáis a varias preguntas, y en calidad de vuestras respuestas veremos cuál es vuestro destino. Pero vayamos por partes —atenuó la voz mientras una de las dagas que empujaba rasuraba la piel y hacía brotar unas primeras gotas de sangre, promesa de las muchas otras que de pretenderlo podrían bañar la hoja—. ¿Qué tipo de tratos mantenéis con El Jefe?