5
ECOS DEL PASADO
Bosque Dormido, año 243 D. N. C.
Los finos haces de luz se filtraban con tímida pereza entre las sutiles grietas que la brisa abría en la abundante maraña de hojas.
Los altos y frondosos árboles que se alineaban a ambas lindes del camino cobijaban a los jinetes de la inclemente intensidad del Astro Rey en su plenitud, reteniendo además la humedad de las recientes lluvias, que proporcionaban un suave y bien acogido frescor.
Era un día idóneo para dar una vuelta a caballo por la floresta, pero no estaba siendo especialmente saboreado por los dos viajeros.
Dyreah cabalgaba detrás de Rafter, montada en un joven corcel de alta alzada y aterciopelado pelaje blanco, que corcoveaba con ansia de vez en cuando fruto de su mocedad. La semielfa seguía la estela de su imprevisto compañero, mas bien pudiera haber sido de otro modo, tal era la atención que le concedía al humano. Éste, por su parte, tenía bien aprendida su lección de defensor y protector de la semielfa y no cesaba de vigilar a la mestiza a la menor agitación de la maleza de su entorno.
Rafter era un capitán de guardia respetado, habiendo demostrado su valía en multitud de ocasiones y su buen juicio en otras tantas. Su rápido ascenso al liderazgo no era producto de la fortuna ni de lazos de amistad, sino de una vida dedicada al trabajo y al buen hacer en su oficio. Esto no contradecía que alguna vez deseara dejar a un lado sus obligaciones y tomarse unas merecidas jornadas de ocio que administraba en la visita a jóvenes damiselas y ricas mujeres pertenecientes a la nobleza.
Había estado al servicio de Giben DecLaire desde que era sólo un muchacho aprendiz de soldado con ansias de triunfar. Su señor se lo había concedido con justicia y por ello se sentía ligado a él por el honor y el respeto. Ya le había fallado en una ocasión y no volvería a suceder. Nunca. Era una espina que permanecía clavada en su orgullo herido, que no cesaba de sangrar.
Ahora debía medirse con posibles peligros mayores, tales como monstruos del Averno y el siempre traicionero arte de la magia; éste sería su reto, la labor que rectificaría su pasado error y tranquilizaría su inquieta conciencia de caballero.
En esto pensaba Rafter Keviambor, montado en su majestuoso caballo ruano Regio, cuando un veloz y huidizo movimiento en la linde llamó su atención. Lo había advertido por el rabillo del ojo y no había logrado precisar qué era, mas si se atrevía a asegurar que eran los desplazamientos furtivos de una criatura de considerable tamaño.
—Señorita Taris-sin —susurró con voz queda y sin desviar el gesto—. Estese alerta. Nos acechan.
El oficial deslizó lenta y disimuladamente su mano de las bridas de su montura hasta la cruz de su arma enfundada. No le cogerían desprevenido.
Una borrosa silueta surgió de la floresta y se lanzó en picado con vertiginosa velocidad hacia la figura del caballero. Rafter reaccionó presa de los nervios y de la sorpresa, y tiró con fuerza del bocado del caballo al tiempo que trataba de desenvainar su espada. El resultado de tan caótico cúmulo de dispares acciones trajo consigo el encabritamiento del semental, asustado y dolorido, arrojando de su grupa al soldado, que fue a dar duramente con la espalda en el suelo.
Con el rostro hacia el cielo y la hoja aún a medio desenfundar, Rafter contempló cómo la felina figura alada planeaba sobre él y se iba a posar junto a Dyreah, buscando de inmediato el refugio de ésta. La semielfa acarició con su mano el suave pelaje de la azareth mientras dirigía una brillante mirada rebosante de callado sarcasmo al capitán.
—¿Te encuentras bien, Rafter? —su tono sonó divertido, mas controlado, aunque se pudo apreciar un deje de punzante intención.
—Sí, muy bien, dama Taris-sin —respondió el oficial tragándose todo su orgullo y vergüenza, incorporándose y sacudiendo el polvo de sus ropas para restarle importancia al asunto—. Sólo ha sido un movimiento en falso.
—Me alegro de que sea así —señaló la arquera sin modificar su expresión—. Pero, ten cuidado. Un paso en falso en el momento equivocado puede resultar fatal.
—Lo tendré en cuenta, dama Taris-sin —contestó Rafter, escondiendo los ojos y volviendo a montar en su corcel tras tranquilizarlo con dedicadas caricias en su franco y testuz.
—Y a propósito… —apostilló ella—. Por si lo has olvidado, mi nombre es Dyreah.
«Va a resultar un viaje muy largo», pensó con desasosiego el humano, acatando la réplica con resignación. Por un segundo deslizó su mirada hacia su compañera de viaje y se fue a fijar en el gato alado.
Éste le observaba con insultante regocijo en sus oblicuos ojos amarillos tras la segura y cálida protección de la medio elfa. Un solo pensamiento acudió a la mente del varón.
«No me gusta ese endemoniado gato».
Las jornadas se fueron sucediendo una tras otra, sin ningún nuevo incidente que pudiera inquietar a los dos jinetes; particularmente a Rafter, que desde aquel infortunado momento en el que había caído derribado, había destinado también una parte de su atareada atención a vigilar a la azareth.
Por fortuna, el viaje llegó a su conclusión, pues pronto se divisaron la periferia de Falan.
Falan, capital de Adanta, era el puerto más importante de la costa norte de Los Mares del Fénix. Las actividades comerciales y gubernamentales la habían hecho una ciudad rica y gozaba de merecida fama por sus bazares. Prácticamente toda la ciudad, excepto la zona de los muelles, aparecía cerrada por las murallas de múltiples torres, sólo interrumpidas por tres accesos: al oeste hacia el cementerio, al norte en dirección a Yaze y al este, abriéndose hacia Baelan o al colindante estado de Murthan.
Por la puerta meridional llegaron Thäis y Rafter, siempre con la silenciosa y atenta compañía del exótico felino alado.
El ocaso se hallaba cercano, y en poco tiempo se cerrarían los accesos a la urbe, por lo que supusieron que les resultaría imposible completar sus pesquisas y reemprender el camino. Además, en opinión del capitán, sería más confortable pasar la noche en uno de las lujosas casas de huéspedes de Falan.
—Una vez aquí, tomemos habitaciones en una posada —opinó Rafter, cansado del largo viaje y deseoso de relajarse adecuadamente. Conocía la ciudad de anteriores viajes y tenía fijadas sus preferencias de antemano—. Casualmente sé de un espléndido hostal en dirección a la plaza del mercado que…
—No —sentenció sin inmutarse la semielfa—. Es otro el asunto que nos ha traído a este lugar y es nuestra prioridad resolverlo cuanto antes.
Ante la fría vehemencia que trascendía el tono de la mujer, el oficial tuvo que retener sus réplicas y acceder a las nuevas instrucciones con sumisión.
—En fin —concedió él exhalando un suspiro—. Dirijámonos hacia allá. Se halla en esta dirección.
Bajaron por amplias avenidas pobladas por numerosos viandantes que aprovechaban el frescor de la naciente noche para pasear por los barrios más elegantes de la ciudad. Estos mismos transeúntes se giraban contrariados e incluso molestos, no por ver a guerreros exhibiendo alegremente su condición y sus grandes y mortíferas armas. Ni siquiera por el insólito gato con un pendiente provisto de alas que dormía en la grupa de una de las sillas de los caballos, sino por contemplar cómo una simple e inocente muchacha formaba parte de aquello.
Los dos viajeros provenientes de Lance continuaron su aparente deambular por las calles hasta llegar a una determinada zona oscura, próxima a los suburbios. Aquí Rafter ralentizó sus pasos y comenzó a estudiar los edificios en busca de uno en concreto.
—Creo que es esa tienda —comentó el capitán señalando con el dedo una pequeña estructura de dos pisos y lóbrega fachada que daba apariencia de sobria austeridad o sombrío excentricismo—. Parece estar cerrada. Es tarde, deberíamos volver mañana, con la luz del sol.
—Asegurémonos —decidió la joven guerrera dirigiendo sus firmes pasos a la entrada del tenducho.
Tan pronto como la medio elfa desmontó, la azareth saltó de la grupa del caballo y se quedó fijamente mirando a su temporal compañera, dando a entender que prefería permanecer fuera del establecimiento junto a las monturas. No hubo respuesta a esta actitud por parte de la fémina.
La puerta no ofreció resistencia a la fuerza que ejerció Dyreah con su mano, mas si chirrió con ruidosa estridencia, alertando a quien fuera que regentara el establecimiento. Sin embargo, nadie esperaba al otro lado de la vieja hoja de madera, ni nadie se presentó a atender a los posibles clientes.
—Esto está vacío —indicó Rafter, que había seguido a la mestiza al interior de la tienda—. Este sitio parece abandonado desde hace tiempo. Tal vez no estemos en la dirección correcta.
—Lo están, si lo que buscan es algo referente a la magia —exclamó una voz surgiendo de un rincón donde momentos antes no había nada—. Y si disponen de bastante dinero como para adquirirlo.
Pese a la imagen que se pudiera esperar de la dueña de una tienda de artículos mágicos, se trataba de una mujer de mediana edad y rasgos atractivos, vestida con amplias y pálidas prendas que bien podrían esconder muchos secretos bajo ellas.
—Traemos suficientes riquezas —repuso el capitán de la guardia—. Lo que ahora nos compete es si posee el objeto que precisamos.
—Ése es un problema que resolveremos en cuanto me indiquen qué andan buscando —continuó la mujer, con un halo de denso misterio a su alrededor.
—Necesitamos un recipiente, una bolsa —comenzó a explicar Rafter—, que anule todo aura de magia una vez sea alojado cualquier objeto en su interior.
—Se trata de un pedido un tanto insólito —anunció la enigmática dueña del establecimiento—. No obstante, ¿cuándo no es insólita la magia?
—¿Pero dispone o no dispone de dicho objeto? —espetó la semielfa dando un paso al frente, perdida la paciencia.
—Tal vez tenga lo que buscas, niña elfa. No pierdas la serenidad —trató de tranquilizar la mujer—. Pero se trata de un objeto de gran valor y, como comprenderás, no es algo que deba tomarse a la ligera. Además, ¿para qué lo queréis? Por lo que veo, tú ya eres toda una remesa de enseres mágicos, niña —señaló dedicando unos segundos a observar las propiedades de la mestiza, la cota de mallas, la espada, el arco, los brazaletes gemelos, la pulsera y la gargantilla, hasta la diadema—. ¿Eres acaso una excéntrica y opulenta coleccionista?
—Tengo mis propios motivos para portar los objetos que llevo, hechicera —espetó Dyreah con acritud a la vendedora, mirándola con la fría intensidad de sus ojos verdes—. Así que cesa en tus preguntas y ayúdanos a satisfacer la meta de nuestro viaje hasta Falan.
—Lo haré —respondió la maga con calma en su voz suave—, mas en esta ocasión no será dinero ni gemas el precio que pediré a cambio sino quizá… Enséñame esa pulsera de tu muñeca.
Dyreah contempló durante unos segundos el rostro de la mujer, buscando alguna señal que delatara sus intenciones. Siendo incapaz de leer nada en sus impasibles rasgos, la mestiza prestó ahora atención a su muñeca.
El brazalete, del color del ámbar y compleja artesanía de aros y grabados, se ceñía a su brazo sin ningún cerrojo aparente que permitiera su apertura. No sabía en qué momento había llegado a su poder, mas le provocaba una molesta sensación de vértigo y reclusión cuando reparaba en ella. Era como si la voluntad de la pulsera fuera que la fémina la olvidara y no tuviese en cuenta su enigmática presencia.
—No —espetó involuntariamente la medio elfa, sin comprender qué razones la conducían a quedarse con aquel desagradable aro—. La pulsera no.
—Bien —comentó la hechicera sin que sus ojos desvelaran nada—. Comprendo. En ese caso, aceptaré un copioso pago en gemas talladas.
—Así sea —declaró Rafter, ansioso por retomar protagonismo en la negociación—. No obstante, antes de desembolsar tamaño tesoro, preferiría verificar la existencia de la bolsa mágica.
—Me parece correcto —aceptó la dueña de la tienda—. Dejad que acuda a la trastienda y volveré enseguida con el saco encubridor de auras.
Tan silenciosa como había aparecido, desapareció la mujer, arrastrando sus largas y amplias vestiduras tras ella, cruzando una vieja y desvencijada puerta de madera.
—No me inspira gran confianza esa mujer, dama Taris-sin —comentó Rafter sin perder de vista el acceso por el que se marchara la exótica dependienta. La mirada con que fue fustigado por parte de la guerrera le advirtió de su error—. Dama Dyreah, quería decir. Además, ¿por qué demonios se ha interesado tanto en su brazalete?
—No lo sé, Rafter —respondió Dyreah con la mente perdida en sus propios pensamientos y acariciando con los dedos la rara alhaja—. No lo sé.
—Hace demasiadas preguntas para mi gusto —continuó refunfuñando el capitán—. Sólo espero que no trate de engañarnos.
Unos largos segundos más tarde, la hoja de entrada volvió a abrirse, revelando a la dueña de la tienda portando algo entre sus manos. Se apreciaba un tejido de tela oscuro, quizá de un tono verde, mas no se distinguía con claridad por la falta de iluminación dentro del lóbrego establecimiento.
—Pienso que esto es lo que habéis venido a buscar —declaró la mujer.
Acto seguido, extendió sobre el agrietado mostrador el contenido del cofre que formaban sus manos: una pequeña y raída bolsa de un grosero color cetrino.
—Ahora deberán corresponder con su parte del trato —reclamó la dependienta de vaporosos ropajes.
El desconcierto se había adueñado de los viajeros de Lance, que permanecían absortos estudiando con suma atención el triste saco. Rafter, recuperando los sentidos, terminó por explotar.
—¡Qué cree que está haciendo! ¿Jugando con nosotros? —exclamó nervioso el oficial—. ¡Se supone que esto es la valiosa bolsa mágica!
—Lo es —contestó con imperturbable calma la dueña del establecimiento.
—¡Pues permítame que recele de su aspecto, al menos! —señaló irónico el ilustrado soldado—. Asimismo, ¡su tamaño! ¿Qué pretende que sea guardado en tan parvo continente?
—Lo que piensen esconder en su interior ya no es asunto de mi incumbencia —opinó sosegada la mujer con indiferencia—. Y si es por capacidad por lo que dudan de su eficiencia, no se preocupen por ello. Por favor, présteme su espada —pidió dirigiéndose al hombre.
Rafter, no sin obvia reluctancia y desconfianza, desenvainó su afilada hoja y se la tendió de mala gana por el mango a la hechicera.
La mujer tomó la espada con tranquilidad y, tras sopesarla un momento, la condujo en un rápido movimiento hacia la destartalada bolsa, introduciéndola con la punta por delante.
Los dos forasteros contuvieron instintivamente la respiración cuando la mujer guardó el arma en el saco, esperando ver como el aguzado filo de la hoja reaparecía al otro lado cortando con facilidad la ajada tela oscura. Incomprensiblemente, la larga espada fue introducida, la empuñadura inclusive, en el mágico objeto, sin que se supiera a dónde había ido a parar la sección de metal que faltaba.
Cumplida la demostración, la regenta de la casa extrajo de nuevo la espada de la bolsa, entera, y se la restituyó al capitán, no sin que en su mirada se adivinara el brillo de quien ostenta conocimientos inaccesibles para los neófitos en el Arte.
—Opino que esta prueba pondrá fin a vuestros resquemores definitivamente —opinó con fino sarcasmo la mujer.
—¿Y respecto a lo de encubrir el aura mágica resulta igual de eficaz? —interrogó la semielfa sin olvidar por un instante sus perentorias necesidades.
—Ésas son sus propiedades —contestó confirmando con un leve cabeceo.
—Entonces no hay nada más que hablar —zanjó Dyreah con vehemencia—. Paga, Rafter.
—Sigo pensando que no vale el precio que hemos pagado por ella.
Rafter Keviambor mantenía al paso a su corcel, distraído contemplando con detenimiento la tela mágica, examinando y analizando con total dedicación la rugosidad del tejido y las imperfecciones que éste presentaba; y lamentando con pesadumbre la falta de peso que advertía ahora en su bolsillo.
—Si cumple con su cometido —replicó la mestiza con sobriedad, acariciando entre las orejas a la azareth, que volvía a hallarse en la grupa junto a la joven mujer—, lo vale. Y ahora bien harías si me la entregaras y dejaras de quejarte como un viejo avaro. Al fin y al cabo, las gemas no eran tuyas. Sólo las guardabas.
El capitán, cohibido ante el áspero tono exhibido en las palabras de Dyreah, calló bruscamente y le tendió la bolsa mágica de inmediato.
—Gracias —repuso ella, satisfecha por la actitud tomada por el caballero.
Recorrieron buena parte de la rica urbe, con sus magníficas construcciones de blancas paredes al resplandor de los rayos de la luna, llevando al paso a sus monturas. Silencio que fue súbitamente roto por la voz de la semielfa.
—¿Cómo dijiste que se llamaba aquella posada que ya conocías de antes? —inquirió ella, decidiendo que nada les quedaba por hacer en lo que restaba del día y que lo mejor era tomar alojamiento y reemprender la jornada al amanecer.
—El Grato Descanso —pronunció cansado y fastidiado el oficial, sin apartar los ojos del suelo empedrado.
—Bien, pues ya va siendo hora de dar por concluido el día —notificó Dyreah a su acompañante y presunto protector—. Vamos. Condúceme hasta el lugar.
—Sí, dama Dyreah —masculló Rafter, viendo su anteriormente elevada condición reducida ahora a la altura de un simple criado.
Dyreah, en el transcurso del trayecto, no pudo reprimir un lapsus momentáneo en el que se recriminó el modo en que estaba tratando a Rafter, quien por otra parte no tenía culpa alguna de cuanto a ella le había sucedido. Él no había hecho nada para merecer una actitud tan dura y despectiva. Mas, de todos modos, ¿qué le importaba a ella lo que pasara con él? Ella tenía problemas más graves de los que ocuparse y el miliciano tampoco favorecía las cosas con su arrogante talante.
La mestiza pensaba en esto mientras adelantaban a una carreta tirada por dos mulas y conducida por sendos hombres de indiferente y común aspecto. Al poco el carromato quedó tras ellos y Rafter guiaba aún de frente en dirección al hostal.
Un pequeño aguijón de reconocimiento se clavó en su cerebro, avisándola, previniéndola de que algo de importancia acaecía. Giró bruscamente el cuello a su espalda, dejando volar su largo cabello azabache en un corto arco a la par que sofrenaba a su corcel.
«¡Que el Diablo le lleve! ¡Es él!», pensó la joven guerrera, azuzando a su montura para que virara y se enfrentara al carromato.
Rafter, no ajeno al extraño y repentino comportamiento de su compañera de viaje, se preparó para lo imprevisible.
—¡Qué sucede! —gritó él.
Dyreah no oyó las palabras del oficial, mas si las hubiera escuchado, no tenían cabida en su atención en aquel instante.
Su joven equino cabalgaba como un borrón blanco en las sombras de la noche, resonando con fuerza los cascos de sus patas contra el pétreo adoquinado. La carreta había doblado por la esquina de una pequeña avenida y había desaparecido de la vista. Rafter, tras Dyreah, jaleaba a Regio para que diera alcance a la medio elfa en su alocada y suicida carrera por las destartaladas calles de la urbe.
La mestiza pronto tomó la angosta avenida obligando a su montura a realizar un frenético giro en el cruce, en el que ella se vio forzada a asirse con fiereza tanto las manos a las riendas como las piernas a los flancos del animal para no caer derribada.
Los conductores del carromato al ver doblar la esquina a la figura vestida para el combate de la guerrera desenfundando su espada, dieron la voz de alarma.
Otros dos sujetos de embrutecido aspecto surgieron del interior de la carreta enarbolando sendos garrotes de temible aspecto. De los dos conductores, uno desenvainó una espada y echó mano de un cuchillo que escondía en el cinturón, en tanto que el otro trataba de escabullirse en las tinieblas de un oscuro callejón cercano.
Dyreah abordó con su montura a los dos matones que hacían las veces de vigilantes de la mercancía guardada en el vehículo, apremiándolos a apartarse para no ser pisoteados por las duras herraduras del equino. Los dos hombres saltaron a ambos lados de la trayectoria de la jinete, percatándose por un instante del gran aprecio que sentían por sus propios pellejos.
Pasada esta primera e inútil línea de defensa, la semielfa desmontó de un salto con la espada presta en su mano diestra y se encaminó por donde había escapado el huidizo sujeto.
El otro conductor se cruzó en su camino, amenazante, con la espada bien sujeta en su mano izquierda y con el cuchillo girando en la derecha. En su rostro se leía con claridad el deseo de matar.
Pronto vio su deseo frustrado cuando un haz de pelo moteado cruzó por delante de sus ojos, arañándole la cara y abriendo cortes sangrantes en su piel. El bandido se defendió de las acometidas de la azareth escudando el rostro con las manos pero desprotegiendo su guardia, circunstancia que aprovechó la semielfa para alojar con facilidad a Fulgor entre las costillas del humano. De inmediato prosiguió la medio elfa la búsqueda del otro criminal, con la hoja de su refulgente espada teñida de intenso y goteante color carmesí.
Se internó en la incierta oscuridad del callejón, no sin antes desplegar la magia de su armadura, pues allí en las sombras no sabría desde dónde le sobrevendría el peligro.
Sus pasos eran silenciosos, tratando de no descubrir su presencia y prestando toda la atención a su fino oído de semielfa.
La destartalada calle rebosaba desperdicios y rotas cajas acumuladas en toda su extensión, además de las malogradas escalerillas de madera carcomida que a ambos lados servían de acceso a las viviendas superiores. Puentes de andamiaje abandonado hacían las veces de corredores en las alturas, temerarios por su deteriorado y quebradizo aspecto.
Dyreah avanzaba con cautas pisadas felinas, dispuesta a actuar en cualquier momento. Sólo lamentaba la luminosidad de su armadura, que a la par que la escudaba, hacía de ella un blanco perfecto.
El silencio cargaba la atmósfera de abrumadoras y sofocantes sensaciones, asimismo de la absoluta certeza de que unos ojos escondidos estaban vigilando con total atención cada uno de sus movimientos.
La semielfa iba rodeando las acumulaciones de basura, tras las cuales no se hallaba cobijado el bandido, sino a lo sumo, ratas y mayor podredumbre.
Recorrió el corredor de lado a lado, hasta la pared que ponía fin a la sucia callejuela y el criminal no daba señales de aparecer. La medio elfa acababa de terminar de inspeccionar uno de los inmundos rincones, ya dispuesta a volverse para proseguir obstinadamente con su exploración, cuando el destello de un volante objeto la hizo reaccionar. Alzó el brazo y el puñal chocó con un vibrante ruido metálico contra la placa de plata que cubría su extremidad.
El bandido había tenido su oportunidad y la había desperdiciado; ahora, ella lo había localizado.
Dyreah apresuró las amplias zancadas que le brindaban sus largas piernas hasta una de las endebles escalerillas de mano que ascendían a una de las pasarelas superiores. Subió con celeridad la temblorosa escala a la par que con imprudencia, pues no soltó ni por un momento a Fulgor de su mano.
Habiendo ya hecho pie en la elevada estructura, esperó un segundo para volver a situarse. El salteador se hallaba al otro lado del puente de corroída y astillada madera, con otro puñal dispuesto a ser lanzado por su mano útil. Se podía apreciar que estaba asustado, quizá mayormente desconcertado, al no conocer la identidad de esta guerrera de suntuosa y blanca armadura que buscaba tan encarecidamente su muerte. Arrojó por inercia la segunda daga, mas ésta se estrelló inofensiva en el peto argénteo de la mestiza.
Dyreah continuó caminando y haciendo equilibrios en la tambaleante plataforma, acercándose a su presa, que esperaba nerviosa y armada únicamente con un largo cuchillo.
La mestiza esquivó un agujero en el piso carcomido de madera y dio dos rápidos pasos para evadir otra trampa en la superficie, mas tropezó y cayó de rodillas. Sus acerados ojos de jade no perdieron de vista al bandido, ofreciendo promesas de venganza y sufrimiento por igual. Éste se había adelantado creyendo que la joven guerrera había quedado en desventaja, mas ahora volvía a retroceder, con tanta ansiedad que trastabilló y dejó escapar el cuchillo de su mano. Maldijo en alto su frustración porque no hubiera otra escalera para bajar de allí.
Dyreah hizo uso de sus brazos para retomar la verticalidad. No obstante, la frágil madera cedió bajo sus pies y tuvo que saltar a un lado para no despeñarse. Fragmentos de tablones se precipitaron por el orificio hasta el suelo, acompañados de su espada.
En ese instante si advirtió su superioridad el bandido, que se lanzó a asombrosa velocidad sobre el cuerpo desmadejado de la mujer, agarrándola del cuello y tratando de asfixiarla enterrando las manos por debajo de la protección de las placas de la armadura. Dyreah respondió moviendo frenéticamente los brazos al sentir la presión en la garganta y cómo sus pulmones se mostraban incapaz de inhalar aire. Instantes después recobró parte de su sangre fría y trató de alcanzar con sus puños la cara del humano, aunque demasiado distante, para después probar contra sus brazos.
El salteador mantenía férrea su presa sobre el gaznate de la guerrera, indiferente a los secos golpes que recibía en las extremidades, aunque sí llegó a exhalar un sordo gemido de dolor y apretó los dientes con fuerza, cuando las uñas de la muchacha laceraron con fiereza la carne de sus antebrazos.
La sangre del humano bañaba los dedos y las manos de Dyreah, que impotente veía como la vida escapaba de su pecho. Desesperada, trató de forcejear con su delgado cuerpo, intentando liberarse del bandido que la apresaba e inmovilizaba con su mayor fuerza y peso. La lucha resultaba inútil, y sólo lograba cansarla y que agotara mayor cantidad del aire almacenado en sus pulmones. Sin embargo, el sonido de secos crujidos la avisó de que alguna consecuencia estaban obrando sus bruscas tentativas. El bandido se percató de lo que ocurría cuando ya ambos se precipitaban al suelo desde lo alto.
La semielfa consiguió girar en el aire para que el hombre no sumara su propia carga al impacto, logrando chocar contra el empedrado piso de costado. Aún así, el golpe fue atroz, robando del pecho de la fémina el poco aire que aún atesoraba. El humano, sin una protección mágica que lo escudara, se retorcía en el suelo, al borde de la inconsciencia. Su brazo izquierdo estaba doblado en un ángulo imposible y del lateral derecho de su sien manaba sangre en abundancia. Con su mano de dos dedos se tapaba los ojos buscando cobijo al dolor en la oscuridad. Ella no estaba dispuesta a permitirle tal consuelo.
Medio gateando y todavía frotándose la piel magullada del cuello, Dyreah se aproximó al sujeto y lo zarandeó hasta que quedó con el rostro mirando al cielo. La mestiza se postró sobre él y dio rienda suelta a su furia soltando un rápido y ansioso puñetazo que alcanzó al bandido en la mandíbula. Quizá la mestiza no guardara una gran fuerza en sus delgados pero fibrosos brazos, sin embargo, el sólido metal que guarnecía sus manos profería gran contundencia a sus golpes.
—Recuerdo tu nombre, Jozz —declaró la fémina con voz áspera y la respiración entrecortada—. Y también recuerdo cuando me raptaste después de darme una paliza —lanzó un nuevo golpe que impactó terrible en la cara del salteador.
»¿Escondes más jóvenes inocentes en la carreta? ¿También ibas a venderlas? —sendos impactos acompañaron a las cuestiones—. ¿Quién es el cabecilla de las operaciones? ¡Vamos! ¡Contesta!
—El Jefe… —murmuró Jozz escupiendo dientes y sanguinolenta saliva por la boca.
—Sí, ¿quién es tú jefe? —prosiguió su interrogatorio la mestiza.
—¡El Jefe! ¡Es El Jefe! —repitió el angustiado criminal, decidido a que si lo contaba todo, salvaría la vida—. No sé su nombre. ¡Todos le llaman El Jefe!
—¿Y dónde está? ¿Dónde se esconde? —siguió sin presentar tregua la joven guerrera.
—Al norte de aquí —confesó el secuestrador—. Pero nadie puede hacer nada contra él… y no creo que precisamente tú vayas a lograrlo —concluyó esbozando una sardónica sonrisa teñida de carmesí.
Un nuevo puñetazo borró la sonrisa de su rostro, y a éste le siguieron otro, y otro, y otro más, al ritmo que le toleraban sus firmes y bien entrenados brazos. Los golpes continuaron sin fin, hasta que alguien la tomó de la muñeca para frenar su ímpetu. Dyreah se volvió con violencia para luchar con el recién llegado, mas se detuvo al advertir que se trataba de Rafter.
—Vamos, ya está bien —le aconsejó el capitán en voz baja, pero severa—. Si continuáis golpeándolo así vais a matarlo. Dejadlo ya.
Dyreah miró con furiosa fijeza a los ojos del oficial. No obstante, él sostuvo el ataque y obligó a la mestiza a que atemperara sus nervios. La fémina apartó un mechón de su cara antes de retornar al bandido y alzarle la cabeza, tirándole de la pechera.
—Yo lo conseguiré —proclamó ella a la cara del inconsciente humano y estrelló con desprecio el cráneo contra el piso. Distinguió un cordón en torno al cuello del bellaco, tiró de él con fuerza hasta que se rompió, liberando un pequeño saquillo de tela. En su interior encontró unas pocas monedas de oro junto a un emblema que asemejaba un puño llameante dentro de una estrella. En un gesto mecánico lo guardó todo entre sus pertenencias.
Se levantó con violencia y fue presa de un súbito mareo, efecto de la terrible caída anterior. Ignoró al capitán de la guardia y buscó sin alzar el rostro su mágica espada entre los maderos y la basura. Dio unos pocos pasos y allí estaba, resplandeciendo en plata rodeada de inmundicia, aún manchado su filo de rojo. La tomó por la empuñadura y la guardó en su funda no sin antes limpiarla en la ropa del secuestrador.
—¿Quiénes eran estos hombres, dama Dyreah? —preguntó Rafter, deseoso de desvelar este misterio del que no tiene noticia alguna.
—Coge a ése y acompáñame —ordenó la mestiza en tono apagado—. Enseguida te enterarás.
Diligente, Rafter Keviambor se echó al hombro el cuerpo exánime del bandido y siguió la estela de la medio elfa.
Dyreah le condujo fuera del callejón, en donde todavía esperaba el carromato. Para su asombro, los dos brutos que trataran de detenerla permanecían inconscientes junto al vehículo. Al parecer, tampoco Rafter había estado ocioso. Inspeccionó la oscuridad que reinaba en el interior de la estructura de madera y luego entró en la carreta.
Una intensa carga de emociones se filtró hasta su cerebro, recordando el rancio olor a moho y a concentrada suciedad, el irritante crujir de los maderos bajo su peso, la agobiante sensación de claustrofobia e impotencia que se respiraba en aquella cargada atmósfera cuando te hallabas atrapada y sin esperanza…
—Rafter, sube y ayúdame a mover estos cajones —exhortó la mestiza con voz quebrada.
Entre los dos jinetes oriundos de Lance desplazaron las grandes cajas, hasta liberar otro habitáculo vacío en el interior del carromato. Éste estaba ocupado por dos jovencitas, apenas niñas, que yacían maniatadas y con mordazas en la boca. De inmediato Rafter las soltó las ataduras con palabras llenas de calma y tranquilidad, dándoles a entender que todo había acabado y que a partir de entonces todo iría bien.
Rafter fue capaz de distinguir que por el impasible y fiero rostro de la medio elfa corrían lágrimas cuando salió del vehículo. Tarde se percató de cuáles eran las presentes intenciones que recorrían la mente de la fémina.
Cuando al fin se bajó de la carreta, la afilada hoja de la espada ya había segado limpiamente el cuello de Jozz Siete Dedos. Dyreah, con el brazo que portaba el arma laxo y caído, contemplaba los últimos estertores y sacudidas del cuerpo agonizante del humano, sin que sus ojos mostraran emoción alguna.
—Por favor —susurró ella dirigiéndose al oficial—. Alguien debe ocuparse de que las muchachas y los secuestradores sean llevados a las autoridades locales.
»Rafter, Hazlo tú —en su voz no se apreciaba mandato sino súplica—. Yo necesito tiempo a solas para reflexionar. Iré a la posada y esperaré allí. Por favor, indícame dónde está.
Las palabras de la semielfa estaban tan vacías de voluntad y sentimiento, que el veterano soldado dejó a un lado sus protestas y accedió a los requerimientos de su compañera de viaje.
—Se halla emplazada tres calles más abajo en esa dirección —explicó Rafter señalando con la mano—. Es una gran fonda, por lo que no tendrá problemas en localizarla.
—Gracias, Rafter —se despidió Dyreah, montando en su caballo y marchando por el camino indicado.
Detrás, quedaba el capitán, con las dos jóvenes, los secuestradores reducidos y el carromato ahora vacío, a excepción de los cadáveres de Jozz y del otro traficante.