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DECISIÓN ARRIESGADA
Lance, año 243 D. N. C.
—Os lo repito una vez más… ¿No oísteis ningún ruido fuera de lugar, de lucha, de combate, desde vuestra posición?
La semielfa continuaba su profundo interrogatorio a los dos guardias que custodiaban el acceso a la mansión. Diversas vendas se repartían por su frente y extremidades, protegiendo las últimas heridas recibidas. Sus nervios estaban cada vez más afectados tanto por lo sucedido en la propia carne como por la falta de progreso en sus pesquisas. La azareth dormía plácidamente en un sillón hecha en ovillo y ausente de todo cuanto acaecía en la habitación.
—No ocurrió nada extraño en las horas que indica, dama Dyreah —respondió con acritud el soldado, agotado por las insistentes preguntas de la guerrera—. Nos hallábamos al otro lado de la puerta, y si hubiera acontecido lo que usted da por cierto, lo hubiéramos escuchado sin duda alguna.
—¡Pero es imposible! —terminó por estallar la mestiza poniéndose en pie, incapaz de comprender lo que estaba sucediendo. Con la mano herida no hacía más que apartarse un rebelde mechón del rostro y deslizarlo tras la punta de la oreja—. Una o más personas acabaron con tres diablos, ¡tres diablos del Infierno nada menos! ¡Y me decís que no llegasteis a oír nada!
—Nada en absoluto —aseveró el miliciano con aplomo, sin querer brindar mayor ayuda a la que él creía una muchacha descarada con delirios de grandeza.
Dyreah, derrotada y con un martilleante dolor de cabeza, interrumpió sus inquietos paseos por la sala y se dejó caer en un sillón. Una mueca de dolor se dibujó en sus rasgos en señal de protesta por sus costillas aún lastimadas tras el encuentro nocturno. El felino se desperezó y anduvo con paso elegante y sosegado por la tapicería hasta apoyarse perezosamente al lado de la guerrera.
—¡Está bien! Retiraos —concedió finalmente la fémina, acariciando distraída el grueso manto atigrado de su insólita compañera, pues de una hembra se trataba.
El soldado buscó en Giben DecLaire el gesto que confirmara su retiro, dando a entender que sólo otorgaba autoridad sobre su persona al señor de la casa. Conseguido su propósito, abandonó la habitación arrastrando a su silencioso compañero, cuyo interés se cerraba exclusivamente en los encantos naturales de la joven aventurera.
Ya solos en la estancia, Giben se sentó junto a su hija adoptiva, eludiendo a la azareth en la que no depositaba sobrada confianza, dispuesto a ofrecerle su ánimo y apoyo. A la medio elfa se la veía como a una marioneta a la que hubieran cortado inesperadamente los hilos, terriblemente abatida y alarmada, además de lastimada.
—Dyreah, comprendo que este asunto sea de vital importancia para ti, pero estás herida y debes ser convenientemente tratada —argumentó preocupado el anciano, tomando entre sus arrugadas manos la de Thäis.
—Eso puede esperar —esquivó contundente el tema la fémina, a la par que hacía un tanto de lo mismo con su mano vendada. El dedo aún latía con leve intensidad—. Me encuentro bien, mas es el cerebro lo que parece que me va a estallar como no resuelva pronto este problema. ¡Es increíble que no oyeran nada!
—Olvídalo, Dyreah —trató de restarle importancia el veterano hombre de negocios—. Lo importante es que has salvado la vida y que no se ha perdido el Orbe de Luz Eterna.
—Sí. El Orbe de Luz Eterna. —Dyreah se perdió en hondas y secretas cavilaciones. Así permaneció durante unos largos segundos hasta que continuó hablando—. Visto lo sucedido es peligroso que mantenga el Orbe en este edificio. Es como un brillante foco que guía a las criaturas del Averno hacia él, con el consiguiente peligro para aquellos que se hallen en su proximidad. —Hizo una pequeña pausa—. Los demonios no se detendrán ante nada, arriesgando su propia existencia en lograr su cometido.
—Si en lo que estás pensando —intervino Giben anticipándose a las palabras no pronunciadas de su hija— es en marcharte lejos con el Orbe para que nosotros no suframos daño, ¡me niego rotundamente y no lo permitiré!
La mestiza sonrió para sus adentros al contemplar la exhibición de paternalista e inflexible autoridad que ahora experimentaba Giben después de tan largo tiempo de ausencia.
—No tenía en mente esa opción —aclaró la mestiza ante la evidente sensación de alivio e incomprensión a un tiempo que mostró el ajado rostro del comerciante de caravanas—. Estaba pensando en buscar un modo para que el rastro del Orbe quede escondido y no pueda ser rastreado por los demonios. Algún tipo de continente mágico que lo escudara, quizá.
—¡Muy buena idea! ¡Estoy totalmente de acuerdo! —el anciano se levantó del sillón con un ánimo que no sentía desde años atrás y se dirigió a la puerta de la sala. La azareth abrió perezosamente un ojo y vigiló la enérgica y explosiva reacción del humano con evidente desinterés—. Ahora mismo voy a dar las órdenes pertinentes para que unos veloces emisarios viajen a Falan para adquirir el saco mágico.
—Detén tus ansias —indicó con sequedad la semielfa, atajando la carrera de su padre adoptivo.
—¿Por qué, Dyreah? —se interesó éste, contrariado—. ¿Qué sucede?
—Seré yo misma quien viaje a Falan a conseguir la bolsa —informó con seguridad la joven arquera.
—¿Tú? —se le heló el corazón a Giben—. Ni hablar del asunto. Debes permanecer aquí a salvo a toda costa.
—Voy a ir —las palabras quedaron flotando en el ambiente en un tono de advertencia. El comerciante se vio obligado a claudicar.
—¡Está bien! Pero no viajarás sola. Una escolta seleccionada entre mis mejores hombres te acompañará en todo momento —notificó con seriedad.
—Me niego a aceptar eso —afirmó la medio elfa superando la vehemencia de su padre.
—Por favor, Dyreah, no me hagas esto —rogó el hombre totalmente hundido—. Permite al menos que te acompañe el oficial de la guardia.
Le resultó curioso a la mujer el ver cómo, en una situación tan diferente y con las tornas cambiadas respecto a Giben, el final parecía repetirse. Además un misterioso brillo irradió en sus ojos almendrados al pensar en la persona de Rafter Keviambor.
—Está bien —convino la semielfa a los deseos de su angustiado padre—. Partiremos mañana.
—Gracias, Thäis —exhaló el anciano aliviado—. Voy a prepararlo todo.
Dyreah respondió con un cabeceo de asentimiento al comentario de Giben, deslizando sus largos dedos por el liviano y esponjoso cuerpo del felino, que ronroneaba adormilado ahora en su regazo.
—Debe tratarse de todo un maestro en el manejo de las armas —musitó de improviso la semielfa recordando el amasijo de cadáveres demoníacos—. Sí, no sé el motivo, mas presiento que era sólo uno y sé que no me equivoco.
La oscuridad era total en el interior del dormitorio. Habían pasado un par de horas desde la llegada de la medianoche y la semielfa dormía profundamente en su cama.
Su sueño era más sosegado que en días anteriores, mas no por ello disfrutaba de una calma absoluta. Frecuentemente se removía inquieta entre las sábanas, mas en esta ocasión a diferencia de las precedentes, tenía motivos para sentirse nerviosa; dos brillantes ojos la observaban y vigilaban en el interior de la propia habitación.
La azareth permanecía a los pies de la cama, despierta, con sus ojos amarillos bien abiertos y expectantes. Había estado a la espera de que la respiración de la mestiza se hiciera más pausada y rítmica, aguardando a que la conciencia de la guerrera se relajara y diera paso al sueño.
Confiada de sus sentidos, la gata alada saltó ágilmente y en completo silencio del camastro, aterrizando con suavidad y elegancia sobre el piso. Avanzó con pasos furtivos y se aproximó a la ventana, encaramándose después a ella. Las contraventanas de madera estaban abiertas, por lo que podía divisar el exterior.
La calle estaba desierta a aquellas horas de la noche, mas una extraña sombra se situaba próxima a la mansión, aunque lo suficientemente distante para no levantar sospechas. El felino no tardó en reconocerla y lanzarle una llamada.
«¡Oscuro!», pensó Deenaeh, proyectando su mente hacia la silueta que se recortaba contra los edificios de la villa.
«¿Dónde te hallas? No logro verte», respondió a su vez utilizando el mismo medio el forastero de misteriosa identidad.
«Estoy en el interior de la casa, en el dormitorio de ella. Parece que no me imagina capaz de suponer un peligro y me he ganado su confianza», anunció la azareth en pensamiento.
«Buen trabajo, Deenaeh», felicitó el extraño. «De este modo nos será mucho más fácil seguirle la pista a la semielfa. ¿Algún asunto más de interés?».
«Sí», afirmó la gata desde su privilegiada posición en la ventana. «Mañana ella y un soldado en función de escolta saldrán en dirección a un lugar llamado Falan, para adquirir un objeto mágico».
Por la languidez de las palabras, el forastero intuyó que su compañera se estaba aburriendo con la conversación. Pocas veces decía más de tres o cuatro palabras juntas, y las ocasiones en las que debía ofrecer una mayor explicación se agotaba su escasa paciencia. Decidió cambiar de tema.
«¿Puedes salir de la mansión?», preguntó él.
«No lo he comprobado, mas creo que no», comunicó la gata alada. «Al llegar la noche cierran todas las puertas y ventanas, con guardias las salidas principales. ¡Miau! No sabes las ganas que tengo de salir a cazar por el bosque. Cualquier cosa antes que permanecer aquí cautiva por más tiempo», comentó Deenaeh con evidente frustración.
«No desesperes», trató de calmarla la sombra de la calle. «Mañana cuando partáis podrás desaparecer tan pronto como lo desees. Sé paciente. Me lo debes».
«¡Está bien!», gruñó con fastidio el felino.
«Entonces mañana nos encontraremos a la caída del sol», anunció el forastero.
«Sí, adiós», se despidió la azareth apartando por un momento la mirada de la ventana. Cuando le devolvió su atención, la silueta había desaparecido en las sombras de la noche.
«¡Ojalá pudiera hacer yo lo mismo!», se dijo Deenaeh para sí. Descendió del marco de la ventana y buscó cobijo de nuevo en el calor de las suaves y mullidas sábanas de la cama de Dyreah. Ésta no advirtió nada y permaneció sumida en la angosta profundidad de sus oscuros y tenebrosos sueños.
La mañana sorprendió a una Dyreah rendida y castigada por los rigores de la noche.
La joven semielfa trató de enterrar el rostro entre los blandos almohadones del lecho y rechazar la luz que se filtraba por la ventana. La claridad dañaba sus sensibles ojos como afiladas agujas que se clavaban sin clemencia en sus dilatadas pupilas. Dejó escapar un gruñido de fastidió y se tapó la cabeza con las sábanas, mas otra vez se vio frustrada, pues la delicada tela de éstas filtraba los rayos de sol y no ofrecía el cobijo que ella ansiaba.
Habiendo aceptado con amarga resignación que no existía escapada posible, retiró con acritud las sábanas y permitió que la luz bañara sin trabas su dolorido, mas no menos hermoso por ello, cuerpo de semielfa.
Se levantó perezosa del confortable y cálido colchón de plumas y se desprendió del camisón que le cubría, permaneciendo de espaldas a la ventana. Recordó que sería aquel día cuando partiría hacía Falan en busca de la solución para el Orbe y por un momento se sintió tentada de posponer la marcha. Fiel a su deber, ignoró estas ideas y se vistió con ropas adecuadas a la dureza de la jornada de viaje a caballo.
Por supuesto vestiría la cota de mallas mágica de su madre, mas aunque el metal plateado estaba tan bien acabado tanto por el interior como por el exterior del peto que llegaba a resultar grato al tacto, se cubrió el torso desnudo con una prenda de tela para llevar algo bajo la armadura. Se enfundó en las piernas unas cómodas calzas de color negro como la blusa y las altas botas de cuero carentes de tacón. A continuación adaptó la cota al pecho, que se ajustó y cerró sin necesidad de correas. Los brazaletes ya los llevaba puestos, por lo que sólo le faltaba la pieza de la cabeza para completar la armadura; tomó entre sus manos la exquisita tiara de luminosa plata y excelente artesanía y la acomodó en la frente sujetando su espeso y fino cabello azabache.
Y los guantes. A punto había estado de dejarlos olvidados sobre la cómoda. Aquellos curiosos mitones marrones, carentes de cuero en los dedos, habían terminado por convertirse en un complemento casi imprescindible para la semielfa por una insólita razón. Un veterano espadachín se sorprendería al comprobar que las manos de la mestiza continuaran siendo tan suaves tras empuñar la espada de forma acostumbrada. La culpable de esta circunstancia era la magia residente en la armadura plateada, que persistía en regenerar la piel de la joven y evitar la aparición de los callos y endurecimientos propios de esta profesión. Esto tenía su inconveniente. De no emplear aquellos guantes, Dyreah se vería con las palmas llenas de ampollas y rozaduras cada vez que hiciese un uso prolongado de su arma.
Un doloroso recuerdo se abrió camino hasta su consciencia. Fue Duras quien se los facilitó.
Duras, el cadáver de Duras…
Satisfecha con el vestuario y prefiriendo dejar el pasado bien enterrado, la guerrera se volvió para terminar de preparar sus pertenencias para el viaje. Allí, con lánguida y desinteresada mirada, la contemplaba la azareth, cómodamente tumbada todavía entre las sábanas y, al parecer, sin predisposición alguna por levantarse y comenzar el día.
—Con gusto te cambiaba el puesto —comentó Dyreah al observar la sosegada tranquilidad de la insólita gata.
La medio elfa retomó su cometido, que concluyó cuando repartió las armas por su figura y guardó el fabuloso Orbe de Luz Eterna en un bolso de lona descansando contra su cadera.
Habiéndose asegurado de no olvidar nada, se encaminó a la puerta de la habitación y la abrió. Antes de cruzar el umbral dirigió su vista de nuevo a la azareth. Ésta permanecía ajena a los movimientos de la joven mujer, entretenida en lamerse las zarpas con esmero.
—Yo me voy, mas te dejo la puerta abierta por si decides acompañarme más tarde en el comedor —señaló la mestiza, a sabiendas de que el felino no podía comprenderla. Dicho esto, desapareció por el pasillo.
Sus largos pasos, cansados pero no vacilantes, la condujeron a través del corredor hacia la escalera, por la que descendió hasta el piso inferior. Allí se cruzó con Jarv, que se desplazaba de un lugar a otro ejerciendo sus labores de supervisor de la casa. El mayordomo no advirtió la presencia de la semielfa, por lo que le interpeló para llamar su atención.
—¡Jarv! —nombró Dyreah al varón de avanzada edad.
Éste se giró hacia la voz que sonara a sus espaldas y su porte y talante cambió al percatarse de quién era quien lo había llamado.
—¿Sí, señorita… Dyreah? —pronunció con voz fría y carente de sentimientos el nuevo nombre al que debía referirse a la engreída muchacha.
—¿Dónde está mi padre? —se interesó la muchacha, indiferente al comportamiento recientemente hostil del mayordomo al que conocía desde su más tierna infancia.
—El señor DecLaire se halla reunido con el caballero Rafter Keviambor en la biblioteca —informó Jarv inmutable.
—Muy bien —la mestiza tomó rumbo al lugar en cuestión.
—¡Ha ordenado que no se le moleste! —notificó el mayordomo adivinando las intenciones de la descarada niña-mujer.
—Muy bien —repitió Dyreah volviendo la cabeza hacia Jarv por un momento, dedicándole una media sonrisa y retomando su camino.
La semielfa cruzó un laberinto de pasillos y habitaciones hasta dar con la sala de estudio, tan frecuentada por ella en otros lejanos tiempos. La habitación no estaba clausurada con llave en el interior, por lo que Dyreah penetró con plena libertad en la ocupada estancia.
En la habitación se encontraban Giben y Rafter, tal y como el mayordomo había anunciado, sentados en torno a una pequeña mesa de madera, mirando sorprendidos y callados en dirección al único acceso a la biblioteca.
—Caramba —no pudo evitar pronunciar el capitán de la milicia al contemplar a la recién llegada, atusándose maquinalmente su largo bigote bajo una nariz algo torcida.
El desarrollo de Dyreah en el último año resultaba patente y resaltaba a los ojos del veterano y lisonjero soldado. Sin duda, evidenciaba su transformación en una mujer de salvaje y deliciosa belleza: sus curvas femeninas, aunque ligeras, se definían con provocación y desafío sobre sus desapercibidas formas anteriores; sus largas e interminables piernas habían adquirido una sólida firmeza sólo concebible por la práctica de duro y constante ejercicio; sus caderas, antes estrechas y rectas, ahora se combaban suave y sinuosamente, concediendo a su fina esbeltez un aire de peligrosa insinuación; los ropajes se ceñían a su cautivadora cintura como una segunda piel, cuya depresión parecía estar fantásticamente adaptada para que las fuertes manos de un hombre se anclaran allí y se cerraran en un ansiado y envolvente abrazo; el tímido y disimulado busto de muchacha, sin abandonar su liviana apariencia, exhibía en su condición de mujer una nueva apostura y moderada elegancia que no se perdía ni truncaba en ordinaria voluptuosidad, aderezada por la amplitud de sus hombros; los rasgos de su exquisito rostro no habían obrado cambio alguno, excepto quizás la mayor distinción de sus altos pómulos y la triangularidad de su noble barbilla. Mas la devastadora metamorfosis se advertía en la fría determinación de su gesto, el torbellino de fuego que se escondía tras el intenso color verde de aquellos ojos almendrados de mirada lejana.
Toda ella era una palpable y radiante señal de alarma, una porción de riesgo tangible, imposibles de descifrar o adivinar sus próximas acciones de decidido desprecio hacia la muerte.
—Caramba —repitió inconscientemente el oficial de la milicia privada de Giben, embelesado y olvidado por unos segundos de su mostacho.
—Buenos días, Giben —saludó ella con una extraña sonrisa en los labios—. Rafter —su tono descendió unos grados.
—Buenos días, Dyreah —respondió al saludo el anciano levantándose apresuradamente de la silla. Rafter imitó el gesto—. ¿Has desayunado ya?
—No, aún no —contestó la arquera con aire inocente—. Esperaba marchar al comedor tras informarme de los planes del día, respecto al viaje a Falan.
—De eso mismo estábamos hablando en este preciso instante, ¿verdad, Rafter?
—Caramba —exclamó por tercera vez el interpelado. Finalmente la lucidez volvió a su cerebro y logró engarzarse a la conversación—. Eh… sí, por supuesto, maese DecLaire.
—¿Y bien? ¿Cuáles son esos planes? —inquirió Dyreah clavando sus ojos almendrados en los del oficial que no dejaba de mirarla.
—Pues… —Rafter hizo un esfuerzo extraordinario para sobreponerse—. Discutía con su padre qué ruta elegiríamos hasta la capital y qué lugar deberíamos visitar allí para realizar nuestras pesquisas.
—Así es —confirmó Giben, ayudando al soldado en aquel momento de estupefacción.
—¿Y qué habéis decidido sin mi participación? —prosiguieran las insidiosas preguntas de la semielfa, sin intención de querer abandonar su presión sobre los dos hombres.
—Hemos decidido que lo mejor es tomar el camino del sur que transcurre por el Bosque Dormido y los aledaños de las Cumbres Astilladas hasta Falan —explicó con suficiencia el oficial.
—Ajá —fue la breve contestación de Dyreah—. Pero ¿acaso existe otra ruta recta en dirección a la capital?
—Eh… Pues… No —admitió Rafter, viendo menoscabada su ya malograda confianza en sí mismo en presencia de la joven y hermosa mujer.
—Eso creía —siguió ella con altivez, cruzándose de brazos—. ¿Y respecto a quien debemos visitar en la ciudad…?
—Esta mañana —habló en esta ocasión Giben—, estuve hablando con uno de mis representantes en las rutas de caravanas, Hale Witern, ¿lo recuerdas, Dyreah?
A la mente de la muchacha llegó la imagen de un voluminoso hombre de suaves maneras y rostro afable, que siempre se había preocupado por el bienestar de la mestiza cuando ella estuvo en su compañía.
—Sí que lo recuerdo —indicó ella sin poder evitar que una fugaz sonrisa iluminara su rostro.
—Pues bien —continuó el anciano—. Le comenté el asunto y me recomendó la casa de una hechicera que vive en los alrededores de la urbe. Por lo visto, siempre está bien provista de objetos mágicos que vender a aquellos que pueden permitirse sus precios.
—Me parece bien —declaró la mestiza—. Me marcho a las cocinas para desayunar y saldremos a continuación.
Los dos hombres expresaron en sus rostros su distinto parecer respeto a la apresurada partida. Dyreah lo advirtió.
—¿Algo que objetar? —retó ella a que contradijeran sus propios planes.
Tanto DecLaire como Rafter negaron con la cabeza bajando la mirada, como indefensos corderos ante el matarife que los fuera a sacrificar. Ante la falta de réplicas, la guerrera salió de la biblioteca camino de las cocinas.
—Caramba —exhaló Rafter observando perplejo la puerta abierta de la estancia.
Una hora más tarde, los dos jinetes abandonaban la mansión DecLaire.
En tanto la mestiza desayunaba a solas en las cocinas de la mansión, los dos hombres habían disfrutado de unos minutos para cambiar impresiones sobre la alterada fémina. Habían comentado el desarrollo, tanto físico como psíquico, de Dyreah, y las posibles consecuencias de esto. Giben optó por encomendar una doble misión a su oficial: Rafter debería no sólo realizar la compra de la bolsa mágica, sino que también tendría que mantener permanentemente vigilada a la semielfa.
En esto pensaba el miliciano mientras cabalgaba su semental ruano y contemplaba la estampa de la joven amazona, montando con una ligereza propia de un elfo y bien pertrechada para la batalla. En el verde brillo de sus ojos se leía determinación y, quizá, una honda tristeza que rayaba en puro nihilismo; como si el mismo y tenebroso Caos se hubiera encarnado en su esbelto cuerpo.
Al caballero Rafter no le faltaba conversación en presencia de jóvenes damas y señoras de noble alcurnia, también con muchachas campesinas y mujeres no tan nobles. Sin embargo, cuando se cruzaban sus ojos con los dos refulgentes jades almendrados de Dyreah, su lengua se conducía con torpeza y las palabras se evaporaban de su mente.
No iba a resultar un cómodo viaje.