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SUEÑOS DE LA OSCURIDAD
Lance, año 243 D. N. C.
Hacía horas que el sol había caído tras el horizonte.
La medianoche, en su zenit, hacía presa de la bóveda celeste, amenazando a las presas con el despertar de los depredadores nocturnos. Los búhos ululaban en la quietud de la madrugada, escudriñando con sus enormes y agudos ojos la presencia de los pequeños ratones blancos que le servirían de sustento. Los lobos se aproximaban confiados a las lindes del poblado, en busca de gallinas u otros animales de granja encerrados en sus jaulas o en frágiles cobertizos de madera. Reducidos grupos de las llamadas razas del mal, como los raigans, también salían de sus cuevas tratando de localizar posibles víctimas que cayeran bajo la salvaje furia de sus golpes en la soledad de los bosques.
Pero había otros peligros que llegaban desde el interior.
La joven mujer dormía plácidamente sobre su confortable colchón de plumas de oca, arropada entre suaves sábanas de fino hilo. Como prendas de dormir vestía un liviano y fresco camisón de delicado tejido de seda, apenas tupido, de una coloración débilmente amarilla. En contrapunto, convenientemente colocada en una silla, se hallaba la plateada armadura, con el arco negro y la aljaba de flechas a su lado. Fulgor reposaba siempre al alcance de su dueña.
El sueño era sosegado, reparador y carente de sobresaltos, mas no duraría mucho. Los horrores de la noche llegaron una vez más, como sucedía cada vez que se abandonaba al descanso reparador.
La semielfa se retorció entre las sábanas, arrugándolas nerviosamente entre sus brazos, mientras en su mente un mal tangible provisto de fauces y garras trataba de cobrar su vida. La extraña pulsera ambarina de misteriosa y desconocida procedencia que portaba en su muñeca irradiaba un mortecino resplandor dorado.
Dyreah se debatía no dispuesta a rendirse sin luchar, mas su debilitamiento crecía por momentos, así como su resistencia. Las defensas comenzaban a resquebrajarse y ofrecían grietas por las que la alcanzaban y arañaban su piel, que en lugar de abrirse y sangrar, se volvía dura y escamosa tras el contacto. La lucha era desesperada, gobernada por el primigenio instinto de supervivencia, una liza destinada al fracaso y a una conclusión más terrible que la muerte.
Cuando el desenlace era evidente y el final inevitable, la semielfa se despertó.
Su cuerpo, empapado en sudor frío, permanecía acurrucado con las piernas plegadas contra el pecho y los brazos envolviéndolas inflexiblemente. Dyreah tardó en asimilar que el peligro había pasado y que se hallaba a salvo, sola en su habitación. No obstante, en cuanto sus párpados accedieron a abrirse, las manos buscaron la cálida y acogedora protección que le brindaba la empuñadura de su espada. Cuando sus dedos se cerraron en torno a ella, adoptó una postura más cómoda sobre la cama, sentándose con las piernas cruzadas y sus brillantes ojos vigilando las sombras del dormitorio. Nada parecía fuera de lugar en la estancia y no se apreciaba movimiento alguno en a la vista.
Más calmada una vez hubo asegurado la posición, se relajó lo suficiente para recobrar la respiración y estirar los músculos rígidos por la tensión de la noche. Se apartó los húmedos cabellos que se le pegaban al rostro y trató de serenarse.
Hacía unas cuantas semanas desde que se repitieran ininterrumpidamente aquellas terribles pesadillas que la acosaban en cuanto dejaba atrás la vigilia. Y lo peor, cada día las visiones eran más crudas y las sensaciones más reales.
Se tumbó con frustración sobre el lecho, mas sabía que ya no podría —o querría— dormir por el resto de la noche. Se levantó con lentitud ante las quejas de sus doloridas extremidades, se quitó el delicado camisón de encaje y optó por vestirse con sus prendas habituales. Pronto la cota de malla se adoptó con suavidad a su figura y Fulgor descansó envainada en su cadera. Para terminar, se calzó las altas botas de cuero y deslizó los guantes sin dedos por las manos. Hecho esto, abandonó la habitación.
En el pasillo se alineaban sendas filas de hacheros situados cada pocos pasos y en su interior se alojaban las respectivas teas encendidas que iluminaban con generosidad el espacio vacío. El ruido de las pisadas era absorbido por las frondosas alfombras que tapizaban el suelo de aquella planta y la semielfa no encontró motivos para hacerse oír en el silencio de la noche. Sólo el tenue chirrido de la puerta de la habitación evidenció su marcha.
Con pasos ligeros, Dyreah descendió los peldaños de una de las escaleras que bajaba al piso inferior y alcanzó el vestíbulo de la mansión, aún más alumbrado que las estancias anteriores, donde dos soldados examinaron con atención a la recién llegada.
Estos hombres pertenecían a la milicia privada costeada por Giben DecLaire. Eran los encargados de custodiar el edificio en las horas de oscuridad. Esta actual medida de precaución y protección se venía dando desde que Dyreah había retornado al hogar; más en concreto, desde que el señor de la casa había averiguado que su hija adoptiva portaba el maravilloso —y terriblemente codiciado—. Orbe de Luz Eterna.
El resultado de esta disposición le parecía absurdo a la medio elfa, pues sabía muy bien que de producirse un ataque demoníaco en firme contra la mansión, no serían este par de soldados quienes detendrían la implacable carga.
Dyreah pasó ante ellos con suficiencia, haciendo caso omiso de su presencia, buscando la manera de alcanzar el portón de salida. Los milicianos, con órdenes estrictas de controlar toda entrada o salida, pronto dieron el alto a la muchacha y le bloquearon el paso.
—Disculpe, dama Dyreah, pero no puede salir del edificio —recitó de carrerilla uno de los guardas.
—¿Y cuál es el motivo por el cual debo permanecer aquí encerrada en contra de mi voluntad? —inquirió con gesto adusto la joven aventurera.
—Órdenes directas de su padre —explicó el mismo soldado. El otro no podía evitar mantener un gesto estúpido en su rostro, arrebatado por la belleza de la mujer mestiza—. Nadie entrará ni saldrá en el transcurso de las horas de oscuridad.
—¿Y en realidad conocéis el porqué de estos cambios? —prosiguió Dyreah su interrogatorio.
—Sí —afirmó enérgico el guarda—. La aquí presente trajo consigo un valioso objeto por cuya seguridad debemos velar con suma atención.
—Pero en cambio —especuló la medio elfa—, quien se va a marchar de la casa soy yo, no el valioso objeto, por lo que no tenéis ninguna razón para retenerme. ¿O acaso pensáis que llevo el objeto encima y quiero robarlo? ¿Os atreveréis a registrarme? —su voz adoptó mayor dureza al pronunciar su amenaza.
—Eh… Sí. Digo ¡No! —balbuceó el miliciano, aturullado por el giro que estaban tomando los acontecimientos.
—Entonces apártate o tendré que hacerlo yo misma —finalizó con fiereza la guerrera.
El soldado no tuvo más opción que ceder el acceso al exterior ante el furioso brillo que irradiaban los ojos de la semielfa. Abrió el candado con la llave que llevaba prendida en una larga cadena al cuello y esperó a la salida de la fémina para volver a atrancar la recia puerta de madera y metal. Dyreah, por su parte, no apremió su partida, sino que avanzó los pocos pasos que la separaban de la calle con deliberada lentitud.
En cuanto hubo atravesado el umbral, el guarda cerró la pesada hoja tras ella y ancló el cerrojo en su lugar, escondiendo la llave bajo la ropa. Advirtiendo la cara aún embobada de su compañero, le propinó un brusco codazo en el costado.
—¡Despierta! ¡No te pagan para estar con la boca abierta y los ojos como platos! —recriminó al otro, frustrado aún ante su ineficacia a la hora de enfrentarse a la muchacha.
—¡Qué me aspen! ¡Es preciosa! —atinó a decir el más joven de los dos—. Había oído rumores sobre su belleza, ¡mas no estaba preparado para esto!
—Sí, es encantadora —refunfuñó al verse obligado a admitirlo—. Es como una yegua salvaje que aún debe ser domada, si quiere cumplir algún día con las virtudes de complacencia y consagración al hombre que debe reunir toda buena esposa.
—Pues no me importaría ser yo quien lo intentara —propuso el segundo miliciano arrebatado en deliciosas ensoñaciones.
—¡Tú! —exclamó sorprendido el otro lanzando una carcajada—. ¡Vamos! ¡Si hasta las muchachas más sumisas te presentan batalla!
—¿Entonces quién? Y no me dirás que tú mismo, que bien podrías ser su padre —comentó sarcástico el novato.
—Precisamente por eso —se mostró entusiasmado el mayor—. Yo me sé manejar bien en estas lides y conduciría con experiencia esta yegua salvaje hasta agotarla y obligarla a admitir su derrota. Entonces se mostraría sumisa ante mí y aprendería a respetarme y complacer mis deseos.
El chirrido de una puerta interrumpió la animada conversación de los guardias. Una arrugada mujer con gesto malhumorado se personó tras la hoja de madera y lanzó una fulminante mirada a los milicianos.
—¡Ya está bien de tanta cháchara! ¡Algunos queremos dormir en esta casa! —recriminó la cocinera de la mansión.
—Sí, señora —accedieron ellos bajando la cabeza en señal de culpa—. Por supuesto, señora.
—¡Así me gusta! —replicó la anciana con acritud—. Y ahora, ¡silencio!
La cocinera desapareció de inmediato por la puerta, dejando a los soldados embebidos en sus lascivos pensamientos privados.
Las calles se hallaban desiertas a aquellas inhóspitas horas de la madrugada.
Apagados murmullos se advertían tras los muros de los edificios colindantes, en cuyas ventanas todavía se podía apreciar el tenue brillo de velas encendidas. Pero no eran muchas las viviendas que presentaban actividad en su interior, con la noche en su máximo esplendor y misterio. Las tinieblas arrojaban su inexorable manto por la ciudad, cubriéndola en el abrazo del ansiado sueño tras la agotadora jornada de trabajo en los campos de cultivos. Sin embargo, no para todos resultaba ser aquel refugio inviolable en el que descansar y recobrar fuerzas. Al menos no para ella.
Las suelas de sus botas de caña alta rozaban suavemente el suelo empedrado de la humilde urbe. Sus pasos eran decididos, mas no avanzaban en ninguna dirección en concreto, sino en un continuo deambular cuyo fin era él mismo. De vez en cuando el toque del metal con metal tañía en aquella tranquila atmósfera, cuando el movimiento provocaba que su espada chocara contra el argénteo material de su cota de mallas. Las largas y esbeltas manos de semielfa, cubiertas protectoramente por los guantes de cuero sin dedos, descansaban en el correaje que ceñía la vaina de su arma a su cadera, carentes de un mejor alojamiento. Su rostro permanecía ensombrecido por el cabello suelto tan oscuro como una noche sin luna.
Dyreah caminaba perdida en distantes pensamientos, tan lejanos como las Frondas del Ocaso. Algún día se vería obligada a aceptar la posibilidad de llegar allí, donde fuera, y devolver el Orbe al lugar al que correspondía. Pero no ahora. Primero debía reorganizar su propia vida, si quedaba algo que organizar.
Su lugar ya no tenía cabida entre los suntuosos muros de la mansión de su padre; eso ya lo había advertido con claridad a los pocos días de permanecer allí. Su anterior vida entre comodidades y plácida monotonía había terminado en el momento en que se escapara en aquella atropellada carrera en Dushen.
Ahora pertenecía a los caminos, bien en populosas urbes o en inclementes parajes. Las armas se habían convertido en una extensión de su propio cuerpo, no respecto a su habilidad con ellas, en cuyo inexperto manejo aún debería esforzarse mucho para ser una buena luchadora, sino en relación a su necesidad de sentirlas cerca de sí, incompleta al carecer de su fabuloso equipo bélico.
No. Se hospedaría en el hogar de Giben quizá durante algún tiempo más, pero pronto marcharía de allí y de Lance. Quizá para siempre.
Tomada esta decisión, sus ojos almendrados prestaron mayor atención al panorama que se extendía ante sí. Se percató del sepulcral silencio de la noche y comprendió que se había alejado bastante de la mansión. Dio vuelta a sus pasos y tomó rumbo de nuevo hacia allá.
Escuchó el leve zumbido de las membranosas alas de los murciélagos al sobrevolar los tejados de las bajas viviendas de aquella zona de la ciudad, cazando insectos para alimentarse. Mas también oyó un silbido mayor acompañado de un grave y frenético aleteo pocos metros delante de ella. Sus ojos de jade buscaron en el umbrío cielo hasta localizar un bulto que descendía suavemente hasta el suelo de la calle. En estado de alerta, se aproximó al lugar.
El cadáver sangrante de un murciélago yacía sin vida entre unos blancos colmillos, acompañados éstos de unos ojos amarillos dotados de pupila vertical. Dyreah reconoció al cazador furtivo y sus zancadas adquirieron mayor soltura.
La azareth de pelaje atigrado apresaba entre las zarpas de sus patas posteriores al pequeño mamífero y jugaba con él, no dispuesta, al parecer, a devorarlo todavía. Su mirada se fijó por un instante en la semielfa, mas pronto se centró en su víctima. Sacando las afiladas uñas y con indiferente maestría, descuartizó y seccionó en trozos más reducidos el cuerpo del murciélago para luego engullirlo con deliberada y distinguida pereza.
Tras terminar su plato y dedicar una esmerada atención al manchado pelaje de sus zarpas, izó la cabeza para centrar su interés en la guerrera que la había estado observando.
—Veo que has disfrutado de una buena cena —comentó la mestiza, a lo que pareció responder el felino relamiéndose los bigotes—. No sé que haces por aquí, mas sólo espero que no me estés siguiendo, pues no sabría qué hacer contigo. Tal vez nos veamos de nuevo alguna de estas noches.
Dicho esto, la joven luchadora abandonó al animal y retomó su camino de regreso a casa. Un rápido aleteo le avisó que la azareth había emprendido el vuelo, y tras sobrevolar a unos metros su posición, volvía a aterrizar frente a ella.
—¿Así que tienes ganas de jugar, verdad? —creyó entender la medio elfa—. Pues creo que te has equivocado a la hora de elegir compañera. Por favor, déjame sola.
El singular gato mantuvo la mirada en Dyreah aún cuando ésta la hubo superado y dejado unos metros atrás. En esta ocasión hizo uso de sus ágiles patas para rebasar a la mestiza y situarse delante.
—No vas a parar hasta que consigas lo que quieres —afirmó Dyreah con cierto fastidio—. Que así sea.
La guerrera se acercó pausadamente al lugar donde se aposentaba la azareth, sin realizar movimientos bruscos que pudiera malinterpretar el astuto animal. Éste, por su parte, parecía mostrarse muy tranquilo y seguro de sí mismo. Finalmente, la medio elfa se halló junto al curioso felino que no cesaba de mirarla a sus ojos de jade y estiró una mano para acariciar el grueso manto de su lomo. La azareth no reaccionó de modo alguno, excepto agachando la testuz para que le rascara el pelaje entre las picudas orejas.
En ese instante la mestiza se percató del extraño pendiente que lucía el felino en la oreja bajo la densa pelambrera. Un hecho curioso, que ratificaba que el gato no era en absoluto salvaje.
Satisfecha la azareth de la atención recibida, emitió un corto ronroneo de agradecimiento, ajena a la averiguación de la medio elfa.
Dyreah se sintió raramente complacida consigo misma mientras acariciaba el atigrado manto del felino, a lo que también llegó un precioso recuerdo: cuando Kylanfein la mimara, como ella misma acababa de hacer, en aquella habitación de El Suspiro del Vagabundo, transformada ella en una gata por medio de la gargantilla mágica. No logró reprimir un quedo suspiro y se irguió con amarga tristeza en su elevada estatura.
Entonces la azareth cambió radicalmente de actitud, mostrándose amenazante al erizar el pelo del lomo y exhibir las afiladas fauces. Sus alas se desplegaron y tensaron, aumentando su envergadura. No obstante, la guerrera se percató de que esta violenta reacción no era contra ella, sino contra algo situado a su espalda. Inmediatamente se dio la vuelta y pudo apreciar la borrosa forma que se recortaba difusa en las sombras pasos más allá. El olor nauseabundo que exhalaba no concedía posibilidad de dudas: una criatura del Averno.
Dyreah despertó la mágica protección de su armadura y asió con fuerza entre sus manos la empuñadura de su refulgente espada de plata. Se increpó a sí misma al advertir la ausencia de la mágica diadema en su frente, despreocupadamente olvidada en su habitación, que ahora la privaba de un yelmo que protegiera su cabeza.
El ser demoníaco hacía avanzar encorvado su deforme cuerpo, a veces utilizando sus extremidades superiores para apoyarse en el suelo empedrado. Se acercaba vacilante, desprovisto del planeado factor sorpresa, pero obligado a cumplir su objetivo fueran cuales fueran las circunstancias.
La medio elfa fue andando con suma cautela alrededor del diablo, con Fulgor siempre al frente. Por un momento escuchó el aleteo que indicaba la marcha de la azareth, mas no le prestó atención. Sus verdes ojos vigilaban los movimientos de la criatura, tratando de intuir sus acciones y anticiparse a ellas.
El diablo no estaba dispuesto a entrar en un juego de amagos y fintas, manteniendo las distancias, por lo que cargó brutalmente de frente. La inexperta luchadora se hizo a un lado a la par que descargaba un tajo a la altura del torso del repulsivo ser. El golpe provocó que brotara la primera sangre, un pardusco y pringoso icor que se adhirió al filo de la blanca hoja.
El poblador del Infierno gruñó de dolor y se abalanzó presa del frenesí sobre la mestiza de elfa. Arrancó de un brusco manotazo la espada de los dedos de la fémina, uno de los cuales crujió roto por el atroz golpe. Fulgor resbaló por el pavimento de la calle hasta alejarse unos cuantos metros de Dyreah. El ser aprovechó la ocasión para lanzar un salvaje mazazo con su puño en la cabeza de la mujer, que se desplomó con violencia y chocó contra el duro piso de piedra.
Dyreah sintió fluir la sangre cálida y deslizarse por su rostro contraído a causa del dolor. Rodó por el suelo esquivando los furibundos ataques del diablo y ganando metros respecto hacia donde se hallaba caída la espada.
La grotesca criatura logró alcanzarla nuevamente en varias ocasiones antes de que ella pudiera levantarse, mas esta vez los golpes fueron más superficiales y menos contundentes. La fémina quedó agazapada, dispuesta a arrojarse a por Fulgor, sin embargo, el monstruo le ganaba terreno. Reunió fuerzas y, ante la inmediata presencia de su adversario, saltó con energía al tiempo que encogía su cuerpo y giraba por la calle para superar la distancia que le separaba de su arma.
Su mano se cerró en torno de la empuñadura de su espada, pero un lacerante dolor en su estómago la obligó a replegarse sobre sí misma y olvidarse de retomar el ataque. La colosal pata posterior del demonio se había alojado con bestial fuerza en la parte alta del abdomen de la guerrera, fracturando algunas costillas a pesar de la sólida protección de la armadura.
La maligna criatura hizo presa del cráneo de la medio elfa con sus gigantescas garras y se dispuso a retorcerle el cuello con deliberada tardanza. Dyreah gemía de sufrimiento y sentía como los músculos primero, los huesos después, cedían lentamente a la presión de su mortal adversario. A falta del crujido final, un torbellino de zarpas arañó con fiereza la cara del diablo, vaciando incluso una de las cuencas oculares.
El ser del Averno tuvo que soltar la cabeza de la mestiza y braceó con torpeza intentando librarse de la azareth que se había posado y asentado con determinación sobre su deforme testa.
Dyreah cayó pesadamente al suelo, semiconsciente y ajena a cuanto estaba sucediendo en aquellos momentos, pensando por qué no estaba todavía muerta. Con codos y rodillas se ayudó para erguir su maltrecho cuerpo y contemplar la curiosa escena, con el ligero felino alado presentando batalla a la enorme y brutal criatura. Entonces advirtió que Fulgor aún permanecía sorprendentemente asida a su mano y que el demonio no le estaba prestando la debida atención. Utilizando la misma espada como improvisado bastón, la semielfa se levantó sobre sus piernas sosteniéndose en precario equilibrio y se acercó a la violácea mole del ser.
El demonio continuaba forcejeando por apartarse al felino del rostro y no vio como la guerrera se situaba bajo su cuerpo y enarbolaba la espada plateada por encima de su cabeza.
—¡Aparta! —gritó Dyreah de improviso, tratando que la azareth se percatara de sus intenciones.
El insólito gato alado interpretó correctamente la actitud de la medio elfa, porque alzó el vuelo dejando a la criatura aturdida con el filo del arma acechándole. Tan pronto se hubo alejado la azareth, Dyreah empujó con fuerza a Fulgor, perforando con profundidad la ancha garganta del ser del Averno.
La espada parecía escaparse de los dedos de la mestiza, que debía empuñarla con ambas manos y aguantar los violentos estertores del monstruo. El grasiento icor vital que brotaba de la herida abierta se deslizaba por la hoja y embadurnaba la figura de la fémina de mugrienta inmundicia.
El diablo agotó su existencia tratando de respirar el aire que escapaba por el boquete de su cuello antes de alcanzar sus pulmones. Luego se desplomó inerte a un lado de la guerrera.
El conjunto creaba una extravagante escena, con la joven mujer en pie con el arma goteando sangre pardusca y la azareth bufando y amenazando al grotesco cadáver en medio de la calle. La guerrera recorrió unos cortos y titubeantes pasos antes de verse caída de rodillas sobre el pavimento. Se sentía extenuada. Además, un intenso dolor se apoderaba de múltiples zonas repartidas por su fisonomía. En un supremo esfuerzo logró izarse de nuevo y aguantar en pie. Guardó a Fulgor en su vaina y decidió regresar cuanto antes a su residencia.
El felino alado la acompañaba a cuatro patas puntualmente en su flanco derecho.
Una tímida claridad se podía apreciar en el ambiente, cuando las fuerzas de la noche perdieron su vigor y cedieron ante el implacable empuje de la mañana.
Las callejuelas empezaban a mostrar una creciente actividad con el comienzo del nuevo día, con los rudos labradores del campo abandonando sus hogares para ponerse rumbo a su lugar de trabajo.
Muchas miradas curiosas se cruzaron en la esbelta figura de la fémina que portaba la llamativa cota de mallas plateada, ya replegada de nuevo en su aspecto más práctico y desapercibido, profusamente manchada de oscura sangre seca.
La aventurera no prestaba atención a los viandantes, sólo preocupada por alcanzar la mansión antes de derrumbarse por el agotamiento y la angustia. Su único interés consistía en poner un pie tras del otro sin perder el equilibrio y dar de bruces en el piso de piedra. Sí advirtió que la azareth no la había abandonado en ningún momento y que le debía mucho, quizá su propia vida; mas ahora no disponía de una ocasión propicia para agradecérselo debidamente.
Poca distancia la separaba ya del caserón de Giben DecLaire, lo que le prestó las energías suficientes para pensar que podría llegar. Entonces un grito quebró sus últimas esperanzas.
Parecía tratarse del chillido de una mujer presa del terror, y su posible origen se hallaba a la vuelta de la esquina. Sacando fuerzas de flaqueza, la mestiza avivó su ritmo cansino y se aprestó a extraer su espada mágica, alojando su mano en corta cercanía a la empuñadura del arma.
Cuando la fatigada muchacha pudo arribar a su objetivo, vio un corrillo de gente que se arremolinaba en círculo en torno a un área precisa de la calle. Entre ellos, una mujer de mediana edad y raído vestido lloraba en un grave estado de desmedida agitación buscando cobijo en el hombro de un granjero. El hombre, a su vez, miraba al suelo y exhibía en su áspero rostro curtido por el sol una mueca de irreprimible nausea y repugnancia.
La guerrera se arrimó al contingente de personas que crecía por momentos y luchó por abrirse paso a través de la infranqueable barrera de cuerpos. Algunos le abrían paso al identificar su condición de luchadora armada y bien pertrechada; con otros debía valerse de los codos y los hombros para conseguir a duras penas avanzar. Finalmente acabó por ganar la primera fila y poder apreciar aquello que producía tanto terror en la lugareña y despertaba el interés de aquel gentío.
El motivo era indudablemente razonable e inquietó de sobremanera a la mestiza, provocándole un gélido escalofrío. Los cadáveres de tres diablos, aún mayores que aquél con el que antes se cruzara, yacían destripados en un charco de espesa sangre en el pavimento, a un escaso trecho de la mansión de su padre.
No había pista alguna de quién o qué había acabado con ellos.