29
FRÍO DESENGAÑO
Xolah, año 248 D. N. C.
—¿Qué?
Kylanfein había recreado en su mente multitud de posibles situaciones en las que fantaseaba sobre el reencuentro con su antigua y añorada compañera; pero nunca se había imaginado que pudiese resultar de ese modo.
Podía recordar a la perfección a la jovencita que rescató en aquella polvorienta carretera del sur y que reencontraría tiempo después. Durante el período que pasaron juntos, aprendió a disfrutar de la dulzura de su mirada, de su suave tono de voz, de la tímida y esquiva sonrisa que en raras ocasiones afloraba a sus finos y azulados labios. Tampoco había olvidado los breves momentos de intimidad que habían compartido, la calidez de su abrazo, la ternura de sus cuidados y caricias. Pero la mujer que tenía delante parecía otra persona bien distinta. ¿Dónde estaba la Dyreah que él conocía?
Lucía la misma armadura que recordaba, sólo que ahora la revestía un fiero aplomo que no tenía cabida en su anterior inocencia. Lo mismo ocurría con sus facciones, se veían endurecidas, aceradas… No. No eran las facciones, era el gesto, frío e implacable. Despiadado. ¿Qué podía haberla ocurrido para que se obrase en ella un cambio tan terrible? Le observaba con odio no disimulado en sus almendrados ojos verdes, intimidándole abiertamente con el arma en alto. De ambas amenazas, la que más le asustaba era el filo de su implacable mirada.
—Pero… ¿por qué? —preguntó por segunda vez, incapaz de comprender la reacción de la semielfa.
Dyreah luchaba por no estallar allí mismo, de tan rabiosos que eran los pensamientos que cruzaban su mente. Había podido aguantar hasta entonces, pues se hallaba envuelta en una peligrosa pelea y la vida de Nya estaba en juego. Pero ya no, estaban en un lugar relativamente seguro y podía hacer frente a aquel malnacido que se hacía pasar por Kylan.
El parecido resultaba innegable. La imitación de su voz, de sus gestos, era realmente buena. Demasiado buena. Tan buena que era exactamente igual a cómo le recordaba la última vez que le vio, en la cueva, en aquella maldita cueva… ¡Pero desde aquello habían pasado años! Y él había muerto allí, cuando ella invocó el poder del Orbe. Por su culpa…
No era justo. Ella le quería y lo había perdido para siempre. No era justo que jugasen con ella así, de un modo tan cruel, haciéndola revivir todo aquello, abriendo de un nuevo una herida tan profunda y dolorosa… Lo había conseguido, aquel ser la había herido de una forma tan honda como ningún arma lo hubiese logrado. Y pagaría por ello.
—Porque Kylanfein Fae-Thlan está muerto —sentenció ella, aprestando con firmeza la espada en su mano.
Alertadas de la tensión del momento, tanto Ysara como Ravnya tomaron posiciones cada una en un bando, dispuestas a luchar en caso de ser necesario.
—No, Dyreah —negó el mestizo—, estuve muerto. Morí cuando se desató el poder del Orbe en la cueva, pero la diosa Anaivih me reclamó y me trajo de regreso a este mundo. Ahora estoy aquí, vivo.
—¿No se te ha ocurrido una historia más absurda? —se burló Dyreah—. Eres un estúpido si piensas que voy a creerme ese ridículo cuento.
—Vamos a ver —intervino la ladrona—. Nos recorremos Adanta, La Garganta del Lobo, llegamos a esta hedionda ciudad buscando a tu amiguita, le salvamos el cuello en el Walak, ¿y nos lo agradece a punta de espada? Lo siento, Kylan, pero no estoy dispuesta a aguantar esto. Me largo.
—¡Ysara espera! —al mestizo se le acumulaban los problemas—. Dyreah, dime cómo puedo demostrarte que soy yo, que no soy ningún farsante, que no te estoy mintiendo.
»Nos conocimos en la Senda del Comercio. Tras separarnos en Baelan nos encontramos por segunda vez en los límites de Moonfae y, a partir de entonces, junto a Duras y Airishae, no nos separamos hasta que dimos con el Orbe.
Dyreah escuchaba, pero no daba muestras de ceder.
—Qué más, qué más… —continuó Kylan echando mano a sus recuerdos—. La emboscada de los raigans. El traicionero ataque mágico de la hykar, que resultó no ser quien decía, sino que en realidad se llamaba Cràis y había sido enviada para acabar con mi vida. El engaño de Duras. La aparición de los demonios… ¿Qué más te puedo decir?
Ante la desesperación del semielfo de la sombra, la guerrera no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer. Sin embargo, un leve brillo irradió en sus ojos por un instante.
—En Moonfae… —musitó Dyreah, apenas audible.
—¿Sí? —exclamó Kylan esperanzado.
—Había una posada.
—El Suspiro del Vagabundo —contestó él de inmediato.
—Kylan estaba hospedado allí antes de nuestro reencuentro —señaló la mestiza.
—Así es, Rid y yo llegamos a la posada la jornada anterior.
—Pero esa noche… antes de que él entrara en su habitación, ¿sucedió algo?
Kylanfein permaneció pensativo unos segundos, retornando a una época ya lejana en su memoria. De repente recordó algo que hizo aflorar una sonrisa a sus labios.
—Sí. Tuve una inesperada visita.
Dyreah le invitó a proseguir con un gesto, aún sin bajar la espada.
—En el pasillo de la posada encontré un gato, de pelo oscuro, que me acompañó al interior de la habitación. Creo que terminó convirtiéndose en inesperada víctima de mis reflexiones —confesó encogiéndose de hombros—. Le hablé de mis andanzas y aventuras, de mi familia allá en el Norte… y creo que le hablé de ti.
El guardabosques guardó silencio, pensativo, tras observar el efecto que habían obrado sus palabras en la medio elfa. La hoja de la espada había comenzado a temblar, tanto como la mano que la empuñaba. Sentimientos opuestos pugnaban en Dyreah como los vientos de un vendaval, arrasando y destrozando todo a su paso. Viejas heridas se reabrieron con violencia en su interior, al tiempo que una chispa de esperanza prendía y teñía sus emociones.
—Pero tú no deberías estar al corriente de nada de esto —dictaminó Kylan entornando los ojos—. A no ser… A no ser que tú fueras aquel gato.
El repiqueteo metálico de la espada al golpear el suelo quebró el intenso e inesperado silencio. Tan sólo unos meses atrás no hubiera sucedido, no tras la dura existencia que había padecido entre las sombras de aquellas mismas calles. Sin embargo, después del período vivido con Nya en los bosques, una brecha se había abierto en las solidas y opresivas murallas que protegían su todavía inocente corazón. Tanto Ravnya como Ysara estuvieron en un tris de saltar a la defensiva por la súbita reacción de la semielfa, pero no Kylan, que la acogió en un cálido abrazo largamente esperado. La ladrona y la joven encapuchada intercambiaron una mirada y un suspiro, más tranquilas ambas. La primera regresó los kukris a su escondite, en tanto la otra relajaba los músculos de su cuerpo.
Dyreah se apartó del mestizo para poder mirarle a los ojos, intentando encontrar alguna prueba que delatase la trampa, que pusiese punto y final a la ilusión. Pero no la había, al menos no era capaz de hallarla en la profundidad de aquellos ojos azules que tan bien recordada y que la contemplaban con afecto sincero.
—Pero sólo yo sobreviví a lo que ocurrió en la cueva… —susurró ella con un nudo en la garganta.
—Ya te lo expliqué antes, Anaivih me salvó —respondió con una suave sonrisa en los labios—. Nos salvó a ambos —señaló a la ladrona—. O, al menos, nos devolvió la vida.
—No sin antes cobrarse su precio —se entrometió Ysara, incómoda al quedar relegada a un segundo plano.
—Sí —asintió el semihykar, que lanzó una divertida mirada a su compañera—, así fue. Tuvimos que cumplir una pequeña tarea…
—¿Pequeña tarea? ¿Llamas pequeña tarea a meter las narices en una ciudad hykar, armar jaleo, secuestrar a una de sus sacerdotisas y salir con vida? —exclamó exaltada la mujer.
—Quizá no se tratase de una tarea tan pequeña, no, pero no creo que éste sea el lugar indicado para discutir esto ni para narrar aventuras —arguyó Kylanfein, advirtiendo confusión en el rostro de Dyreah y temiendo un nuevo brote de recelo.
Incapaz de reprimirse, quiso envolver de nuevo a la mestiza en un abrazo pero se detuvo cuando la cara de ésta se crispó en un gesto de dolor. Advertido del hecho, la recorrió con la mirada hasta que advirtió que la tela que cubría uno de sus hombros se mostraba manchada y húmeda.
—¿Estás bien? ¿Te han herido?
Alarmada por tal circunstancia, Ravnya se adelantó de inmediato con la intención de comprobar la salud de su compañera.
—No es grave —trató Dyreah de quitarle importancia. A sabiendas de que no aliviaría tan fácilmente la preocupación de la joven, replegó su armadura para dejarla hacer.
La prenda aparecía rasgada y estaba pringosa por la sangre que aún manaba de la herida. Se trataba sólo de una punzada, más profunda que amplia, pero aún así precisaba de una venda que la cubriese y detuviera el flujo de sangre.
—Espera, deja que te ayude.
Ysara se avanzó también, echando mano de su morral y extrayendo un par de tiras de tela que harían las veces de gasas improvisadas. Se las tendió a la extraña y pálida muchacha.
—Toma, te servirán.
Ravnya las recogió con un cabeceo de agradecimiento y procedió a aplicarlas sobre la herida.
Tanto Dyreah como Kylan se sentían incómodos por todo aquello, una por la atención no deseada de la que era objeto y el otro por verse privado de participar en la acción. Por fortuna, la pericia de Ravnya favoreció que aquel trance concluyera con prontitud.
Una vez resuelto el problema y perdido el impulso inicial, volvió a hacerse el silencio, a la par que la joven buscaba otra vez refugio detrás de Dyreah. Sería el semihykar el encargado de evitar que aquello se prolongara.
—A propósito, creo que no he hecho las debidas presentaciones.
»Ysara Ferr —pronunció anunciando a la mujer humana de rojos cabellos y ojos de un color verde apenas más claro que el de la mestiza, aunque igual de intensos— retornó a la vida conmigo y desde entonces hemos viajado juntos. A ella le debo haber dado contigo.
»Ysara, ella es Dyreah Anaidaen.
Las dos féminas inclinaron la cabeza en señal de respeto, pero poco más. Dyreah fue en busca de Ravnya, que, aunque atenta, permanecía algo apartada del resto. La mestiza tomó su mano con dulzura y tiró despacio para hacerla avanzar.
—Nya, Kylan es un viejo amigo al que pensaba que no volvería a ver —aclaró la guerrera. Acto seguido se dispuso a presentar a la muchacha—. Se llama Ravnya, y es mi… compañera.
Si el medio elfo de la sombra no se percató de la nota discordante que vibró en la voz de Dyreah, sí Ysara, más atenta al lenguaje corporal de la mestiza. Pero decidió guardarse sus pensamientos para sí misma.
—Es un placer, Ravnya —saludó con cortesía el norteño, para después dirigirse a la semielfa—. Pero no soy tan viejo ni hace tanto que somos amigos.
Una sombra cruzó la cara de Dyreah, endureciendo su gesto.
—Seis años pueden parecer una eternidad, Kylan…
—¿Seis años? —cuestionó, confuso—. A lo sumo han pasado dos años desde… aquello.
—No sé qué habrás estado haciendo en este tiempo, pero han pasado seis años desde entonces.
Estamos en el doscientos cuarenta y ocho.
El ánimo de Kylan pareció decaer.
—¡Cómo que en el doscientos cuarenta y ocho! —fue el turno de Ysara para exclamar—. ¿En el doscientos cuarenta y ocho según qué? Será uno de esos años elfos vuestros, porque según la Confederación no, ¿verdad?
Un terror irracional se adueñó de la ladrona cuando la mestiza afirmó con un cabeceo. Su rostro se quedó lívido en un principio, su frente se perló de un sudor frío, para después empezar a respirar de forma agitada cada vez más deprisa, alertando de su caída en un posible estado de shock. Kylanfein la sujetó por los hombros temiendo que se desplomara allí mismo, aunque ella logró aguantar en pie echando mano de toda su fuerza de voluntad.
—¡Ysara! ¿Estás bien? —preguntó asustado su compañero—. ¿Qué te ocurre?
—En el doscientos cuarenta y ocho… —murmuraba ausente. Por un instante la demencia se apoderó de sus ojos, que se abrieron de forma desmesurada—. ¡Kylan! ¡En el año doscientos cuarenta y ocho! ¡Estuve en ese maldito limbo más de ciento cuarenta años! Dios mío…
—Dyreah —solicitó el mestizo sosteniendo en su abrazo a Ysara—, ¿sabes de alguna posada a la que podamos ir?
—Sí, claro —aseveró ella—, seguidme. Vamos, Ravnya.
La joven tardó en reaccionar, distraída como estaba siguiendo el silencioso vuelo de un felino alado con la mirada, invisible en la noche para todos los demás.
La semielfa los condujo hasta una posada de saludable aspecto situada en un sector tranquilo, lejos de los barrios más sórdidos de la urbe. Al menos, todo lo lejos que se puede estar en una ciudad como Xolah.
Buscaron refugio en una solitaria mesa emplazada en un rincón y Kylanfein pidió algo de bebida y comida para guardar las apariencias. Si al malestar de la ladrona se le sumaba la intranquilidad de Ravnya por verse obligada a permanecer en un ambiente tan cargado, el resultado era una densa tensión que rodeaba al grupo de forasteros, llamando una desfavorable atención. Ysara se serenó después de mediar el contenido de su jarra de cerveza, regresando despacio el color a sus mejillas. Por contra, la joven asilvestrada ignoró el vaso que tenía delante, sentada incómoda en la silla. Sólo encontraba consuelo en los amistosos gestos que continuamente le prodigaba su compañera por debajo de la mesa.
—Dyreah —fue Kylan quien decidió poner fin al tirante silencio de la mesa—. ¿Recuperaste el Orbe?
La semielfa receló en un primer instante de hablar del tema. No obstante, pronto alejó las dudas de su mente. Si en alguien podía confiar respecto al asunto del Orbe, era en Kylan.
—Sí —fue la lacónica respuesta de la mestiza.
—Y… ¿has averiguado cómo restituirlo?
Dyreah negó con la cabeza.
—Sólo dispongo de un mapa que muestra el posible emplazamiento de la antigua ciudad de Aeral.
—¿Me dejas verlo? —se mostró interesado el semihykar.
La medio elfa echó mano de su bolsa y extrajo con cuidado el pergamino enrollado. Limpió la superficie de la mesa con la manga de su blusón e hizo sitio antes de extenderlo sobre ella.
—El mapa sólo es orientativo. Si nosotros nos encontramos al suroeste, por aquí —señaló con el dedo—, Aeral debería estar por esta zona.
Kylanfein estudió con detenimiento los trazos dibujados en el plano, buscando encontrarles sentido en su memoria. Ysara también se asomó a mirar, en tanto Ravnya se mantenía aparte.
—Debo suponer que, tomando una ruta que cruzase el interior de los Antiguos Bosques, la distancia entre ambos puntos sería muy amplia. Si, en cambio, tomamos un trayecto que rodee la foresta en favor de transitar las ciudades que lindan con ella —delineó con el dedo el camino alrededor del inmenso bosque—, el trayecto por recorrer sería realmente extenso.
—Así es —afirmó ella—, pero internarse por el antiguo Reino de Sin-Tharan resultaría demasiado peligroso. Sólo los dioses saben qué clase de monstruos pueden haber buscado refugio allí dentro.
Kylan se quedó pensativo unos instantes antes de continuar.
—Ésta zona se encuentra cerca de la frontera norte, ¿verdad? Al este.
—Eso parece… —dudó la mestiza—. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque existe una tercera opción. Si no me equivoco, aquí, un poco más al norte —apuntó con el dedo en el pergamino—, está situada la ciudad de Alantea, mi hogar. Sería el lugar ideal para emprender la búsqueda.
—Pero el problema sigue siendo el mismo. ¿Cómo llegaremos hasta allí? —se lamentó Dyreah, deslizando una secreta caricia por el dorso de la mano de Ravnya.
—Deja eso en mis manos —sentenció Kylan con firmeza.
Ante la mirada de extrañeza que le dedicó la medio elfa, advirtió que sería necesaria una explicación.
—¿Te hablé en alguna ocasión de mi hermana, de Kieveiann? Es diestra en el Arte. Seguro que mediante la magia puede ayudarnos a viajar hasta Alantea. Además dispongo de los medios para ponerme en contacto con ella —declaró jugueteando con el pendiente que colgaba de una de sus puntiagudas orejas.
—¿Es el regalo que te hizo la sacerdotisa hykar allí, en Neya? —terció la ladrona, al parecer bastante recobrada—. A mí no me regalaron nada…
—Parece ser que me lo hizo llegar mi abuelo —contestó a Ysara—. De lo que no soy capaz es de imaginar cómo estaba él al tanto de nuestras actividades.
—¿Es posible todo cuanto dices, Kylan? —inquirió Dyreah con ímpetu, sin dejarse distraer por la conversación.
—Ajá —afirmó el semielfo con una animosa sonrisa.
—¿Y cuándo podrás contactar con ella?
La calma de Dyreah había dado paso a una creciente excitación.
—Pues supongo que en cualquier momento —comentó Kylanfein—. Necesitaría de un sitio tranquilo para concentrarme, donde no llamase mucho la atención. Y, claro, que Kieveiann no sólo estuviese despierta, sino también con deseos de prestarme atención.
—Podemos tomar habitaciones y probar esta misma noche —resolvió la mestiza.
—No veo inconveniente, creo que…
El semihykar se interrumpió a media frase al percatarse del gesto de fastidio de su pelirroja compañera.
—Sigues empeñada en no acompañarnos, ¿verdad? Pensé que quizá cambiarías de opinión.
—Mira, Kylan —comenzó Ysara tras exhalar un sonoro suspiro y cambiar de postura en la silla—. Está bien eso de las aventuras, meterse en ciudades hykar, engañar a esos malditos asesinos y escapar riéndonos en sus mismas narices. Pero por mi parte ya he cumplido con mi cupo de andanzas y combates por éste y muchos años más. Prefiero regresar a la clandestinidad de los bajos fondos de alguna ciudad humana. Resulta menos peligroso.
—Te conozco lo suficiente para afirmar sin la menor duda que no perteneces a ese sucio mundo —replicó el semielfo de la sombra—. Sé cómo eres, conozco tus verdaderos sentimientos, y no son los de un zafio contrabandista ni los de un despiadado asesino. Eres mucho mejor que todo eso, Ysara. Y lo sabes.
—Di lo que quieras, pero no me harás cambiar de opinión.
Kylanfein bufó hundiendo los hombros, resignado.
—Quizá… —interrumpió Dyreah, que había permanecido atenta a los derroteros que tomaba la conversación—. Quizá exista una solución mejor y distinta a las vuestras.
La semielfa ganó de súbito la atención de ambos.
Sin entrar en muchos detalles y bajando la voz, relató los entresijos del imperio en las sombras de La Duquesa y la verdadera intención que guardaba cuidadosamente escondida en su intrincada telaraña de ardides y embustes. También habló del delicado estado de salud de la propia dama Ayleen Warh y de la posibilidad de que se desmoronase toda su beneficiosa labor.
—Acude a la mansión y prueba, no tienes nada que perder. Y sí mucho que ganar —concluyó la mestiza—. Y no se te olvide mencionar que vas en nombre de la sombra de Vishleen.
Kylan no había dejado de observar a la semielfa mientras ésta exponía sus profundos conocimientos relativos al ámbito al otro lado de la ley de aquella ciudad, sorprendiéndose de lo diferente que era de la muchacha que conociera tiempo atrás. Ahora no sólo era mayor en edad que él, sino que demostraba haber adquirido una experiencia y seguridad muy lejos de las suyas. Si esta Dyreah, un tanto más tenebrosa, llegaba incluso a atemorizarle, sin duda despertaba en él una mayor atracción por desvelar, uno a uno, cuantos secretos pudieran envolverla.
Las palabras de Ysara lo sacaron de su estupefacción.
—De acuerdo, me pasaré por allí —aceptó la ladrona tratando de aparentar indiferencia—. Vishleen dijiste, ¿no?
Dyreah asintió con la cabeza.
—Entonces, poco me queda por hacer aquí —proclamó levantándose de su asiento y apurando de un trago el contenido de su jarra—. Vosotros tenéis vuestros asuntos, batallitas y demás, y yo ahora tengo los míos. Creo que se impone una despedida.
—¿Seguro que…? —empezó a decir el mestizo, pero se detuvo al ver el contrariado rostro de la joven pelirroja.
—No hagas esto más difícil de lo que ya es —susurró Ysara mirando al piso.
—Está bien —acató el semihykar—. Pero prométeme que no te precipitarás y que tendrás presente la propuesta que te hice en nuestra última despedida. ¿Lo harás?
—Lo haré. —Guardó unos segundos de silencio antes de continuar, dirigiéndose al grupo recién formado al que ella no iba a pertenecer—. Que tengáis suerte en lo que tengáis pensado hacer. Adiós, Kylanfein Fae-Thlan.
—Adiós, Ysara —musitó, mientras la ladrona se giraba y encaminaba sus pasos hacia la puerta de la fonda—. Cuídate mucho.
Dyreah esperó unos instantes, sin decir nada. El semielfo suspiró con fuerza y devolvió su atención a las dos mujeres presentes en la mesa, en lo sucesivo, su nueva compañía; una desconocida y extraña muchacha de cabellos, ojos y piel tan claros como la aurora y una antigua amiga que había cambiado demasiado durante su, al parecer, larga ausencia.
—Si lo crees posible —aventuró Dyreah, impaciente—, podemos alquilar la habitación e intentar comunicarnos con tu hermana.
—Está bien —aceptó Kylan, incorporándose con desgana de la silla, imitado al punto por las dos jóvenes—. Vamos allá.