28
ÍNTIMOS DESCONOCIDOS
Xolah, año 248 D. N. C.
—Déjalo estar, por favor. Al final todo ha salido bien. Y no me mires así.
El mestizó bufó airado y optó por desviar la mirada a un lado de la calle abarrotada de gente.
—Teníamos un trato, Ysara —se mostró firme en su postura.
—No empecemos otra vez con lo mismo —replicó con acritud la fémina—. De acuerdo con que así era, ¡pero no fue nada!
—No fue nada, pero a punto estuvo de hacer que nos encerraran —argumentó él—. O algo peor.
—Pero no nos encerraron y estamos bien, ¿verdad? No entiendo por qué te importa tanto.
El semihykar no contestó.
Ambos permanecieron en un incómodo silencio mientras avanzaban por el interior de la urbe. Lo ocurrido jornadas atrás todavía seguía afectando al joven guardabosques. La situación en la que se había visto envuelto no le había gustado en absoluto. Y mucho menos haber tenido que hacer uso de las armas contra unos hombres que actuaban en legítimo derecho.
Y todo para salvar a Ysara, por culpa de sus ilícitos impulsos y avispadas manos.
La ladrona, por su parte, tampoco se sentía orgullosa de lo ocurrido en la caravana. No alcanzaba a entender cómo una profesional en el arte del hurto como ella, había fracasado de forma tan estrepitosa. Y aún peor, no sólo no había logrado su objetivo, sino que además se había dejado atrapar a causa de su torpeza. «Parezco una principiante», no dejaba de reprocharse. Pero su orgullo se sentía herido porque, de no haber sido por la participación de su compañero, quizá en esta ocasión no hubiera vivido para contarlo. Por ese motivo se mantenía a la defensiva con el semielfo.
Sin embargo, capaz o no de admitir su error, a Ysara no le agradaba mantener esa molesta actitud.
—Está bien. ¿Si te digo que lo siento lo dejarás estar? —cedió ella.
El mestizo le dedicó una larga y pensativa mirada antes de responder.
—No, Ysara —indicó para sorpresa de su amiga y compañera de viaje. Después, suavizó el tono y dejó entrever el esbozo de una sonrisa—. Pero sería un buen comienzo.
—Eres consciente de que estás caminando sobre arenas movedizas, ¿verdad? —lanzó su desafío la mujer, que había permitido que cierta dureza asomará de nuevo a su voz.
—Así es —aseguró él sin más.
Durante unos largos segundos cruzaron la mirada, ausentes de todo cuanto ocurría a su alrededor, pendientes de la pugna de voluntades que habían entablado. Sin embargo, uno de los dos terminó por rendirse.
—Te odio, Kylanfein Fae-Thlan —afirmó la fémina irradiando veneno—. No te puedes imaginar hasta qué punto te odio.
—¿Debo interpretar tus palabras como un intento de disculpa?
—Interprétalas como quieras, elfo del demonio —prorrumpió con beligerancia la ladrona.
—Bien, entonces acepto tus disculpas —anunció el semielfo satisfecho—, con la condición de que prometas que tratarás de redimirte.
—No tientes a tu suerte…
El mestizo se permitió una sonrisa que no dudó en compartir con su compañera, resuelto el conflicto. Una vez que las aguas fueron devueltas a su cauce, volcó su atención al asunto que les había conducido a aquella ciudad, reconocida por su mala reputación.
—Y ahora cómo la encontraremos… —musitó manifestando en voz alta el hilo de sus pensamientos.
—Pues preguntando.
—Lo siento, ¿qué decías? —se giró hacia Ysara, distraído.
—Te decía que si quieres dar con ella, lo más sencillo sería preguntar —sugirió la fémina cruzándose de brazos.
—¿Preguntar? —cuestionó con escepticismo—. ¿A quién? ¿Dónde? Perdóname, Ysara, pero no creo que sea tan fácil como acudir al mendigo de la esquina y solicitarle información.
—Una gran idea —anunció de improviso—. Ven, sígueme.
Para desconcierto del joven guardabosques, Ysara se encaminó en dirección a un hombre anciano y andrajoso que yacía tirado contra una desvencijada pared, con la palma de la mano expuesta pidiendo limosna con una estridente y repetitiva cantinela. Cuando llegó hasta él, se puso a su lado y se apoyó con desgana en el tabique.
—Qué bien que no llueva —comentó la mujer.
—Mejor si no nieva —contestó el viejo con voz rasposa, interrumpiendo su manida perorata y lanzando por un instante una mirada de extrañeza a la ladrona. Se recobró al momento y prosiguió en su infructuosa labor de recaudación.
—A veces —continuó Ysara—, en esta época del año se puede observar el vuelo de aves forasteras llegadas de lejos.
—Sí, aunque son los negros cuervos quienes dominan el cielo en esta ciudad —agregó el mendigo sin desviar la vista de posibles necios que le concediesen una mísera moneda.
—Pero entre tantos cuervos, no es difícil advertir la presencia de alguna gaviota extraviada procedente del bosque.
—¿Una gaviota? ¿Una gaviota pequeña y delicada entre tantos cuervos? ¿Y del bosque? ¿No del mar? —dudó el anciano.
—Una gaviota del bosque, de pico afilado y garras aceradas —clarificó la fémina.
—Esta mañana vi una volar hacia lo alto del campanario. Creó que hizo su nido entre la ceniza —apuntó con un disimulado gesto a cierto lugar a la espalda de Ysara.
—Mi amigo y yo daremos una vuelta por la ciudad, por si el azar quisiera dejarnos ojear el vuelo de esa rara gaviota. —Con un movimiento furtivo, depositó un par de monedas doradas en la otra mano del viejo—. ¿Estará atento por si, en su deambular, cruzara el cielo?
—Veo muchos pájaros a lo largo del día —dio por concluida la conversación el mendigo.
Ysara cabeceó asintiendo y se marchó.
Junk, antiguo bandolero y timador sin igual en sus años mozos, se sintió reconfortado.
Era bueno que en aquellos días aún alguien recordara las viejas formas. Y no como entonces, panda de bravucones todos, que no guardaban ningún respeto ni se atenían a ningún código entre ladrones. Si una muchacha como aquélla aún lo dominaba y se servía de él, todavía cabía la esperanza de que retornasen tiempos mejores. Sin embargo, se sacudió tratando de apartar aquellas ideas disparatadas de su mente y retornando a la labor que mejor hacía.
No tardó en ponerse a recitar su patética y lastimera cantinela.
Cuando Ysara regresó junto al semielfo, éste aún la contemplaba perplejo, sin comprender nada de aquel absurdo diálogo.
—¿Qué era todo eso?
—La respuesta a tus preguntas —replicó enigmática la mujer—. O al menos una pista tan buena como cualquier otra.
—¿Y cuál es? ¿En qué consiste? —inquirió exaltado. Incluso la paciencia del mestizo tenía un límite.
Ysara se encaró con él con gesto serio en su rostro. Hizo intento de cruzarse de brazos pero finalmente los dejó descansar a ambos lados del cuerpo.
—Tranquilo —dijo con sencillez—. ¿Qué te sucede? Tú no eres así. Hasta que no te calmes no seguiremos.
El joven guardabosques resopló con fuerza, dudando de si se trataba de otro de los molestos juegos de su compañera o de algún tipo de venganza por lo ocurrido antes. No obstante, logró serenarse lo necesario para comprender que, en efecto, estaba bastante alterado. Y que resultaba absurdo que ella fuera precisamente quien tuviese que apaciguarlo a él.
Esta vez sólo suspiró, relajando el ritmo de su pecho y los nervios, observando a la ladrona pelirroja y esperando su aprobación.
—Mejor —aceptó ella, que no tardo en ponerse a caminar calle arriba. Se detuvo un breve instante y miró atrás—. ¿Es que piensas quedarte ahí parado todo el día? ¡Tenemos a alguien a quien encontrar! ¡Vamos, sígueme!
Resignado, el semihykar alcanzó a la imprevisible fémina y se acomodó a su paso, fuera adonde fuese que ella le estuviera conduciendo.
Mientras recorrían las bulliciosas vías de la urbe, el joven guardabosques observó que la mujer, aunque con cierto disimulo, examinaba y leía los nombres escritos en los carteles de todos los establecimientos frente a los que pasaban. Al parecer, terminó hallando lo que buscaba, pues sin mediar palabra se internó por la puerta abierta de un edificio.
Antes de entrar, el semielfo escudriñó el ajado letrero de la fonda. El Zorro Gris rezaba, con letras apenas legibles.
Al contrario que él, Ysara no se había entretenido ni un instante y ya se abría paso hasta la barra del local, donde un mesonero de hosco aspecto repartía bebidas a aquellas tempranas horas. La iluminación desde el exterior era escasa, y el aporte de fuegos dentro era igual de parco, concediendo a la atmósfera un ambiente lóbrego y taciturno. No había ninguna mujer presente entre los parroquianos, por lo que la atractiva ratera pronto llamó la atención no sólo del mesonero, sino también del resto de hombres. El mestizo decidió permanecer junto a la puerta, dejando a su compañera trabajar.
No era ni mucho menos la primera vez que la veía desarrollar sus habilidades, pero siempre se sorprendía admirando sus gestos, el sutil y a la vez seductor lenguaje de su cuerpo, de sus manos, su cautivadora y pícara sonrisa… El efecto de verla practicar su arte con un aspecto humano era muy distinto que tras haberla contemplado ensayar como una elfa de la sombra, pero ni mucho menos carente de atractivo.
Tras pocos minutos los tenía a todos embelesados y pendientes de ella, de sus palabras y preguntas, dispuestos a ayudar en cuanto fuera posible; y de darse el caso, hacer algo más que ayudar. Sin embargo, algo cambió de repente. La simpatía se tornó aspereza y el buen ánimo, suspicacia. Ysara, que advirtió al instante las agrias miradas de las que era objeto, puso punto final a la entrevista y se encaminó a la salida, escoltada en los últimos pasos por el mestizo de hykar.
Una vez fuera, a salvo en la calle, le comunicó el resultado de sus indagaciones.
La semielfa, o al menos una mujer con el atuendo propio de un guerrero a sueldo que correspondía con la descripción que le diera Kylan, se había alojado la noche anterior en aquella fonda, en compañía de una oscura figura embozada. Pero aquella mañana, tras unas inoportunas preguntas referentes a cierto símbolo —el de un puño de fuego en una maltrecha estrella—, habían provocado que tanto ella como a quien escoltaba abandonasen el local de manera precipitada.
—No me han dicho qué significa ese emblema —comentó Ysara—, incluso me ha costado sacarles cómo era. Lo temían, y por lo que he leído en sus ojos era más el tipo de miedo que se tiene a no ver venir un cuchillo a tu espalda que a algo tenebroso y demoníaco.
Kylan sintió cómo su preocupación crecía por momentos. Asesinos, extrañas insignias, oscuras figuras embozadas, Dyreah convertida en mercenaria… Resultaba demasiado confuso y desalentador, nada que ver con la dulce y cordial joven que él tan bien recordaba. La encontraría y aclararía todas sus dudas.
—Al menos sabemos que está aquí —apuntó refiriéndose a la ciudad de Xolah—. Pero seguimos sin conocer su paradero.
—No te apresures, obtuve algo más de información. Aunque no sea de lo más esperanzadora —añadió.
—Por favor, cuéntame.
La ladrona se encogió de hombros.
—Antes de marcharse, hizo un comentario que puede que nos sirva para dar con ella —prosiguió—. Pronunció un nombre, el Walak. Por lo que sospecho, se trata de un tugurio donde suelen reunirse canallas y miserables de la peor ralea. Es probable que haya ido allí.
—Entonces no tenemos tiempo que perder —instó el semielfo, dispuesto a partir de inmediato—. Puede estar en peligro. ¿Tienes idea de dónde está ese… Walak?
—No, pero seguro que el mendigo sí —pensó Ysara con perspicacia—. Regresemos, ¡rápido!
Conscientes de que si emprendían la carrera despertarían una indeseada atención, caminaron a vivo paso de vuelta por las calles hasta la plazoleta donde se emplazaba el viejo pordiosero. Allí estaba, en la misma postura de siempre y con la misma monserga en los cuarteados labios, tratando de suscitar la lástima de los causales viandantes.
La fémina se acercó de forma directa, sin ceremonias.
—Dime dónde está y te daré dos pedruscos a cambio —prometió la pelirroja, utilizando el antiguo término callejero dado a las poco frecuentes piezas de oro. Tras el asentimiento del anciano, continuó—. ¿El Walak?
El mendigo abrió tanto los ojos que parecieron a punto de salirse de sus órbitas. No obstante, la profesionalidad de su mente de oportunista bregó hasta superponerse al temor inicial.
—Eso vale cinco pedruscos por lo menos —regateó.
—Serán cuatro si te dejas de juegos y me contestas ahora mismo —ofreció contundente Ysara.
—Serán cuatro.
Tras escuchar con atención las precisas indicaciones del viejo, la curiosa pareja se sumergió de nuevo entre el gentío en pos de la dirección dada.
Tardaron en llegar, pues el Walak se situaba en el sector más apartado de la urbe, que coincidía también con la zona más sórdida e ilícita de la misma. Se trataba de una construcción de dos plantas, aunque las escaleras de descenso que secundaban la entrada daban a entender que con toda seguridad existía al menos una planta más excavada bajo el edificio. El lugar perfecto para la celebración de reuniones clandestinas. Además, el acceso principal —amén de otros que hubiera repartidos y escondidos por los alrededores— daba a una sombría y sucia callejuela.
No obstante, los gritos y alaridos que provenían del interior del local no les permitieron entretenerse estudiando el entorno. Intercambiaron una mirada plena de comprensión y se lanzaron escaleras abajo.
El mestizo llegó primero y rebasó la puerta, deteniéndose para contemplar lo que allí ocurría.
A continuación de un pequeño descansillo, se extendían los burdos peldaños de una escalinata sin pasamanos que servía para alcanzar el verdadero piso del establecimiento, tres o cuatro cuerpos por debajo del nivel del suelo. Quizá porque aún fuera temprano, pero el Walak estaba bastante despejado de gente. Algunos pequeños grupos de dos o tres personas se congregaban alrededor de sobrias mesas de madera para discutir sus asuntos privados. Sin embargo, en estos momentos estaban bastante más interesados en el grupo más numeroso y vocinglero que se había enzarzado en una trifulca en el lado opuesto de la estancia, no demasiado lejos de la entrada.
Una figura escudada tras el limpio metal de una cota de mallas se batía a fuerza de espada en defensa de una segunda figura encapuchada situada a su espalda, ante varios individuos armados de forma diversa pero letal. La armadura, su esbelta fisonomía, el negro cabello, sus facciones… No cabía duda. Era Dyreah.
Por el momento se defendía bien, aunque la estaban rodeando y ampliando a su vez los frentes desde donde atacarla. Sin ayuda, tarde o temprano cometería un error fatal. Estaría perdida.
—¿Vas a quedarte ahí parado o piensas ayudarla? Parece que te necesita.
El semielfo estaba tan inmerso en la escena que contemplaban sus ojos que se había olvidado por completo de Ysara, que esperaba detrás suya sin poder avanzar.
—¿Me ayudarás? —preguntó por encima del hombro.
—Cuenta con ello —respondió la ladrona con una sonrisa cómplice, a la par que empuñaba un kukri en cada mano, largos cuchillos curvos adoptados tras su permanencia en el hostil mundo subterráneo.
Kylan no se lo pensó más. Saltó desde el rellano y se abalanzó nada más caer sobre un rufián que se había escurrido sin ser visto por un flanco de la medio elfa. Advertida por el movimiento, la mestiza alzó la brillante espada hacia el recién llegado, un gesto que casi le costó la vida. Más afectada que aturdida, Dyreah descuidó su defensa por un instante y un puñal estuvo a punto de perforar su costado. En el último segundo y conducida por el instinto, bajó la extremidad y dejó que la afilada hoja chocara y resbalase chirriante por la sólida protección plateada de su antebrazo. Concentrada en su supervivencia y en la de su compañera, la mestiza ignoró la presencia del joven guardabosques y devolvió su atención al peligroso combate que se desarrollaba en torno a ella.
Si bien el único impulso de Ravnya era adoptar su forma de lobo y arrojarse sobre aquellos que amenazaban con matarlas, había garantizado a Dyreah que no lo haría. Se mantendría a cubierto tras ella cuanto fuera preciso. Pero percatándose de la incesante lluvia de golpes que descargaban sobre la guerrera, el peso de la promesa dada resultaba en comparación cada vez más liviano…
Kylanfein estaba decidido a hacer uso de los puños mientras fuera posible, con la intención de evitar el uso de la espada. Sin embargo, tras la sorpresa inicial, los maleantes no habían parado mientes en designarle como segundo objetivo de su homicida empeño, por lo que se vio obligado a desenvainar el arma. El círculo se había ampliado para incluirle a él en su interior, junto a la entrometida mercenaria que fisgoneaba en los asuntos de El Jefe.
Casi espalda contra espalda, el semihykar aprovechó para hablarle a Dyreah.
—Si seguimos aquí podemos darnos por muertos —sentenció el mestizo—. Debemos escapar.
La medio elfa no contestó, aunque parecía conforme con la propuesta. Dedicó una rápida mirada a Ravnya, cerciorándose de que había escuchado las palabras de Kylan.
—Ysara mantiene franco el paso por la escalera —apuntó el joven lanzando a su vez una mirada a la ladrona, que estaba sufriendo para conservar la posición—. Pero debemos llegar hasta ella. ¿Preparada?
Dyreah cabeceó afirmativamente y ambos balancearon a un tiempo sus arremetidas para debilitar la resistencia de los bandidos en aquella dirección y abrirle camino a Ravnya. Los hombres de El Jefe, advertidos de la maniobra, intensificaron sus esfuerzos por abatirlos. En cambio, eran rechazados una y otra vez, aunque los forasteros tampoco lograban progresar.
Mas el impáss no iba a durar.
Un ataque combinado de espada y hacha de mano obligó a la semielfa a ejecutar una estocada desesperada para no verse superada, momento que aprovechó otro de los hombres para colarse por la brecha abierta y clavar la punta de un cuchillo en su hombro izquierdo. Dyreah exhaló un grito de dolor y, con la furia refulgiendo en sus ojos verdes, lanzó un tajo lateral que sesgó la garganta del aventurado criminal. Se derrumbó sobre el suelo borboteando sangre por el cuello y por la boca, para no volver a levantarse.
El enfrentamiento se había cobrado su primera víctima mortal.
La caída de uno de los suyos no amedrentó a los maleantes, si acaso reavivó sus ansias de despedazarlos de la forma más lenta posible. Para Ravnya, el penetrante olor de la sangre supuso un estímulo demasiado fuerte para lograr aplacar por más tiempo sus indómitos instintos primarios.
Obró su metamorfosis a espaldas de su compañera. Un grave gruñido se abrió camino entre el estrépito del acero, despertando primarios temores en lo más hondo de los presentes. A excepción de Dyreah, todos debilitaron el empuje de sus golpes, sobrecogidos por la visión del enorme lobo de denso y largo pelaje plateado que exhibía con ferocidad sus aguzados colmillos en una promesa de sanguinaria crueldad.
Apretando los dientes para no gritar, la mestiza hizo descender la mano de su hombro herido hasta el lomo de su compañera para llamar su atención e impedir que se abalanzara sobre los bandidos.
—A la escalera, Ravnya —instó ella—. ¡A la escalera!
La loba avanzó despacio, sin dejar de afrontar a sus acobardados enemigos en dirección a la escalinata. Kylan retrocedió cuando el animal cruzó cerca de él y, cauteloso, dejó que al menos un par de pasos mediaran entre ambos. Ysara también respondió con prudencia cuando Ravnya llegó a su posición, atenta a los ataques de los adversarios pero sin descuidar su vigilancia.
—¡Ysara!
El grito del medio hykar provocó la reacción de la ladrona, que alzó los kukris a la defensiva frente a su rostro y recibió el duro impacto de una daga contra ellos.
De nuevo se desataron las hostilidades, obligando a los dos mestizos a luchar codo con codo para intentar alcanzar la salida. No obstante, después de que otros tres maleantes con heridas de diversa índole abandonasen el combate y precedidos por Ysara y Ravnya, pudieron encaramarse a los peldaños y cerraron la guardia tras de sí con la ventaja de la altura a su favor.
La ladrona abrió la puerta y comprobó la ausencia de amenazas al otro lado en el callejón antes de salir. La loba permaneció reticente en el interior, vigilando que Dyreah alcanzase sin contratiempos el acceso, y sólo abandonó el local cuando su compañera también lo hizo. Fue Kylan el último en salir y quien cerró la puerta, bloqueándola con la hoja de un cuchillo, a sabiendas que no los retendría más de unos pocos segundos.
—¡Rápido! ¡Vámonos! —exclamó con urgencia.
Nada más decirlo el silbido de un virote hendió el aire muy cerca de su rostro, enterrándose en la tierra a sus pies. Otro zumbido contestó al primero cuando un proyectil muy distinto golpeó con potencia en la frente del truhán que se había asomado a una de las ventanas. Tanto él como la ballesta de mano descargada se precipitaron a plomo hasta la oscura callejuela. El cuerpo, desmadejado como una marioneta a la que hubiesen cortado los hilos, no se movió más. Ysara, Kylan y Dyreah se giraron a un tiempo para observar cómo Ravnya, en su aspecto humano y con la capucha caída sobre los hombros, recogía otra piedra del suelo.
—Yo también sé tirar cosas —anunció la muchacha con la seriedad pintada en las suaves líneas de su rostro.
—Bien —acertó a decir el semielfo—, alejémonos de aquí.
Ysara pretendió tomar las riendas del rumbo a seguir, experta conocedora del bajo mundo de las ciudades. Sin embargo, fue la mestiza quien se puso al mando y encabezó la marcha.
Los condujo hacia una zona más retirada y solitaria que la anterior, conformada por bajas casas abandonadas y un laberíntico entramado de estrechas y destartaladas vías trazadas al azar. Los demás seguían en silencio a Dyreah con diferentes estados de nerviosismo y tensión, atentos a cualquier peligro que pudiera brotar de entre las derruidas construcciones. No obstante, la guerrera detuvo sus pasos cuando toparon con el desconchado muro de un pequeño callejón sin salida.
Se giró de súbito y se encaró con el semihykar, desenvainando su espada. En sus finas facciones se advertía una dolorosa crispación.
—Y ahora que estamos a salvo —anunció con rabia evidente en su voz—, me encargaré de ti, farsante.