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EXTRAÑOS EN LA ESPESURA

Antiguos Bosques, frontera suroeste, año 248 D. N. C.

—Ravnya, no te apartes de mi lado. No te muevas.

La semielfa no dejaba de apuntar a todos lados con el arco, cada vez más nerviosa y preocupada por ignorar en qué clase de trampa habían caído. Su compañera se removía inquieta, impaciente, deseosa de saltar y lanzarse contra sus desconocidos enemigos.

La lluvia caía con estrépito. Los truenos y el agua al precipitarse sobre las copas de los árboles ahogaban los sonidos de la floresta e impedían descubrir los peligros que acechaban a pocos pasos, ocultos en la espesura. Pero estaban avanzando, se acercaban más y más y pronto estarían a la vista.

Los tres cazadores aguardaban con calma. Parecían muy tranquilos y seguros, a la espera de lo que fuera a suceder. Dyreah se sintió tentada de soltar la flecha en su dirección, impulsada por los nervios, pero no era una asesina, no mataría a ninguno de aquellos hombres si no tenía un motivo que la obligase a hacerlo. La situación de su compañera era distinta, y la preocupaba. Impelida por sus instintos, bien podía perder el control y arrojarse temeraria sobre la maleza. No perdía en ningún instante el contacto de su pierna contra el costado de la loba, tratando de asegurar su permanencia.

Si la situación terminaba complicándose, al parecer algo inevitable, la mestiza no tendría la oportunidad de lanzar demasiadas flechas. Sentía el peso de la espada tirando de ella, un arma que se tornaría más útil en caso de enfrentarse a un elevado número de adversarios. Se sentía tentada de desplegar la defensa mágica de su armadura, pero mientras no fuera necesario retrasaría dicha decisión, pues entorpecía su manejo del arco.

Tenía las ropas empapadas de arriba a abajo. La tela se le pegaba a la piel, provocando una incómoda comezón que reclamaba con urgencia una atención que no podía prestar en aquellos momentos de angustiosa incertidumbre. Además, una fina punzada de dolor comenzaba a recorrer los músculos de sus brazos hasta la espalda, fruto de mantener en tensión el arco durante tanto tiempo. La cuerda se clavaba cruel en sus dedos, mordiendo la carne y amenazando con abrir heridas en la piel húmeda.

—¡Por el Dios Único y Bondadoso! ¡Qué está ocurriendo aquí! —exclamó una retumbante voz haciéndose oír por encima de la tormenta.

Dyreah se giró sobresaltada y a punto estuvo de disparar la flecha en dirección al individuo que acababa de presentarse a escena.

El hombre vestía armadura de cuero y lucía una espada envainada en la cadera. Los largos cabellos surcados de canas y la abundante barba de mismo tono le daban un aire fiero a su severo rostro de mirada glacial. Las arrugas que se dibujaban alrededor de los ojos y de la boca denotaban el precio de ostentar la autoridad, con el desgaste que impone dicha responsabilidad. Una hueste de hombres apareció a su espalda, todos armados y tocados de igual atuendo, pero de diseños y colores dispares. Formaban un grupo de lo más variopinto y un tanto deslustrado. Sólo su cabecilla desbarataba esta presunción.

—¿Y bien? —el líder ignoró tanto a la semielfa como el proyectil que amenazaba su pecho para dirigir su imperiosa pregunta al trío de rastreadores.

Uno de los cazadores, un tanto amilanado por el tono de su superior, habló cuando los otros guardaron silencio.

—Ella —acertó a decir señalando con la mano a la semielfa.

—Sí, ya lo veo, una mujer elfa armada con arco y espada, apuntándome con una flecha, acompañada por un lobo —dictaminó como si todo aquello no tuviera la menor trascendencia—. ¿Y bien? Aún sigo esperando una explicación.

»Y usted. Le agradecería que apuntase hacia otro lado. Bien sabe Dios que esa flecha podría dispararse —añadió hablándole ahora a Dyreah para devolver de inmediato la atención a sus hombres. Ni siquiera se cercioró de si la interpelada accedía a su petición—. Estoy esperando.

Por un instante, la semielfa se dejó llevar por el aplomo que traslucía la voz de aquel hombre y aflojó la tensión de la cuerda. El efecto pasó pronto, pero Dyreah pensó que, por el momento, podía permitirse un respiro. Bajó el arco concediendo así una tregua a sus doloridos brazos, pero sin soltar el emplumado astil por el que corría el agua hasta la punta.

En esta ocasión fue otro de los cazadores quien ganó el suficiente arrojo para dirigirse a su líder.

—Interrumpió la cacería. El lobo ya era nuestro cuando apareció y amenazó con matarnos —sus ojos denunciaron con la mirada a la mestiza y a su anterior presa—. Y Jiun ha desaparecido.

—Seguro que esa maldita elfa lo ha matado —intervino el tercero de aquel trío.

El cabecilla esperó unos segundos mientras asimilaba la información y tomaba una decisión. Acto seguido, se giró hacia Dyreah.

—Y bien, señora. En el nombre de Dios, ¿ha asesinado usted a uno de mis hombres? —el inquisitivo tono de su pregunta no daba lugar a otra opción que no fuera la de responder. Se adivinaba por su postura que estaba acostumbrado a conseguir cuanto deseaba sin dilación. Ni siquiera parecía reparar en el inclemente aguacero que se precipitaba sobre su cabeza.

—No he matado a nadie —sentenció con frialdad la mestiza, tentada de izar de nuevo su arco—. Aquí los únicos con ansias de sangre eran sus hombres.

—¿Y Jiun? ¿El otro rastreador? ¿El hombre que ha desaparecido? —insistió el líder.

—Lo dejé inconsciente de un golpe en el bosque —replicó con audacia la mujer.

—¡Mentira! ¡Seguro que lo mató por la espalda! —acusó el que primero había hablado.

—Cállate, Mans —terció el cabecilla con aspereza—. Aún desconocemos sí… Un momento. ¡Serenad vuestros miserables espíritus! ¡Mirad quién retorna de entre los muertos!

Todos se volvieron para contemplar cómo un hombre manchado de barro de los pies a la cabeza salía de entre los arbustos tambaleándose y frotándose la nuca con una mano.

—Bienvenido sea tu regreso al mundo de los vivos, Jiun. Tus compañeros ya te hacían en el Otro Mundo, al amparo de nuestro bien amado Dios.

—No, señor Han. Aún estoy vivo —contestó el dolorido cazador—. Aunque ahora mismo preferiría no estarlo. Oh, mi cabeza…

—Está bien, Jiun. Tómate un descanso —aconsejó el cabecilla.

—A sus órdenes —respondió agradecido.

—Resuelto el tema del presunto asesinato, ¿qué más nos retiene aquí? ¿Tyles? ¿Locuns? ¿Mans? —dedicó una apreciativa mirada a los tres individuos—. Si no me equivoco, y creo que no lo hago, ordené que explorarais la zona, no que os embarcarais en una absurda cacería de lobos. Asimismo, dicho animal ha resultado estar bajo la atenta protección de la señora aquí presente. Le debéis una sincera disculpa, por las molestias causadas.

El gesto de asombro e incredulidad que se plasmó en la cara de los empapados rastreadores fue digno de ser recogido en un relato, aunque no tardaron en recobrarse y reaccionar exasperados.

—¿Una disculpa? ¡Atacó a Jiun y estuvo a punto de matarnos a flechazos! —exclamó Mans, fuera de sí—. De haber tenido la oportunidad, habría echado mano a uno de mis cuchillos y…

—Cállate, Mans, o pronto estarás en brazos del Altísimo —interrumpió agotada su paciencia el superior—. Desde que en nuestro consagrado peregrinar partimos de Hashtor, he pasado por alto tus muchas faltas, pero no esperes que vaya a ignorar ninguna más. Ahora discúlpate de una santa vez.

Aquello que Mans leyó en los ojos del fervoroso líder fue motivo más que suficiente para que su cólera se extinguiese al instante y un profundo temor recorriera su ser. Cuando recuperó el habla, se dirigió a la mujer elfa, escoltada de manera permanente por el lobo de pelaje plateado.

—Perdonadnos, señora —musitó el humano—. Cometimos un error, no volverá a suceder.

—¡Ya lo creo que no! —afirmó el denominado señor Han—. ¡Y ahora, panda de rufianes, tenemos un largo camino que recorrer y una meta que alcanzar lejos de aquí, llueva, nieve o se derrumbe el cielo sobre nuestras indignas cabezas!

»Y, señora —se giró para encarar a una Dyreah todavía estupefacta por cuanto ocurría—, mis más sinceras y sentidas disculpas por la torpeza de mis hombres. Perdonad nuestra brusca irrupción en la paz de esta serena arboleda. Que el Dios justo y bondadoso que vela por todos nosotros os guíe en vuestra agreste travesía. Mis respetos vayan con vos.

Dicho esto y tras acompañar sus palabras con una profunda reverencia, el cabecilla no tardó en dirigir a su disperso grupo de vuelta al interior de la espesura.

La semielfa aún permanecía con el arco entre las manos y la flecha presta en los dedos, mientras la lluvia derramaba su abundante carga sobre su cabeza y hombros. Seguía desconfiada de los hechos que se habían desarrollo ante ella. Aunque por otro lado, la representación había resultado demasiado absurda para que se tratara de una simple maniobra de distracción.

No. Era probable que fuera una partida de guerra de paso en el bosque. Y por la curiosa manera de expresarse que tenía el cabecilla y dada la disparidad de las tropas bajo su mando, a buen seguro era una milicia religiosa en representación del culto al dios único de los humanos.

Se sorprendió al reparar en la expresión que había utilizado en su pensamiento. El dios de los humanos. Un dios que había estado presente en su educación desde niña, cuando todavía vivía en su mundo, en el mundo de los humanos. Hacía ya muchos años que había comprendido que no era el suyo, que debido a su herencia no pertenecía a él ni jamás se le permitiría formar parte del mismo. Por tanto, su dios tampoco significaba nada para ella. Dyreah nunca había sido muy creyente, y mucho menos devota, pero si en algún instante había sentido la necesidad de orientar su fe hacia algo, sus oraciones habían partido en busca del favor de Alaethar o Anaivih, las deidades de los elfos, que sí parecían escucharla.

Bajó la mirada y vio a su compañera, que aún permanecía a su lado en forma animal. Estaba agitada y rebuscaba con la vista y el olfato la aparición de nuevos peligros de entre la fronda. La mestiza guardó la húmeda flecha junto a las demás en la aljaba y se echó el arco al hombro. Empapada como estaba, no le importó arrodillarse en el lodazal para abrazarse al lomo de la loba, aspirando el intenso olor de su pelo mojado.

—¿Estás bien, Nya? Ya se han ido.

Ravnya continuó en tensión durante unos momentos más, sin embargo después pareció tranquilizarse un poco. Apartó la mirada de los matorrales y giró la cabeza para observar a su compañera. Dos rápidos lametones lograron que una sonrisa se abriera paso en los labios de la fatigada semielfa, que la abrazó con mayor fuerza y cariño.

Una vez más relajados los nervios de ambas, Dyreah se incorporó e intentó limpiar sus ropas de barro lo mejor posible. La joven asilvestrada decidió imitarla y recuperó su aspecto humano, ataviada con las ropas y capa que vistiera antes de que advirtieran la presencia de los rastreadores de la milicia. Alzó la mirada hacia el cielo nocturno, admirando la cortina de agua que no remitía en su empeño por inundarlo todo. Con la mayor naturalidad del mundo, se echó la capucha por la cabeza y dedicó una amplia sonrisa rebosante de indulgencia a su compañera. En ese expresivo gesto la muchacha parecía evidenciar que, con una lluvia tan intensa, lo más sensato era cubrirse y no andar expuesta tal y como hacía la semielfa.

Dyreah gruñó para sus adentros y echó mano a su bolsa de viaje, en busca de su vieja capa.

sep

—Algo raro le pasa al bosque.

El aguacero había durado toda la noche y sólo había cesado al clarear el alba.

Ante la falta de un refugio donde cobijarse, las dos jóvenes habían proseguido la dura y trabajosa marcha bajo la lluvia en la oscuridad. Por la mañana y con la cálida caricia del sol en la piel, se tomaron un largo descanso y compartieron alguna que otra cabezada. Algo más descansadas varias horas después, disfrutaron de un frugal refrigerio a base de frutos silvestres y reemprendieron la marcha, siempre en dirección suroeste.

A media tarde se habían cruzado con un río de gran caudal pero aguas mansas, que Dyreah intuyó sería el Araden. Aprovecharon la oportunidad que se les brindaba para regalarse un refrescante baño y asearse en sus plácidas aguas. No obstante, la semielfa presentía que su meta estaba cerca y no había querido entretenerse. Pronto vadearon el río hasta la ribera opuesta y reemprendieron la marcha a través del bosque.

Entonces Ravnya había detenido sus pasos sin que nada delatase la causa, observando a su alrededor con gesto preocupado.

—¿Qué has notado? —se interesó la semielfa.

Ella no había advertido nada extraño, sólo la actividad propia de la fauna de la floresta, aunque nunca dudaba de los finos sentidos de su compañera. Esperó atenta su respuesta.

La muchacha no contestó de inmediato. Permanecía inmóvil, escudriñándolo todo con la mirada, abstraída en su estudio del entorno.

—Está mal —concluyó al final.

—Pero ¿el qué? ¿Qué es lo que está mal?

—Está… triste.

La semielfa no supo cómo interpretar aquellas palabras. Ravnya pareció advertirlo en la confusa mirada que le dirigió su compañera e intentó explicarse mejor.

—Mira el bosque, los árboles, los animales, todo… —la joven negó con la cabeza, afectada, e interrumpiendo su declaración.

Dyreah examinó de nuevo la floresta, con mayor cuidado en esta ocasión, tratando de percibir aquello que afligía a Nya. Tras unos momentos de exploración, creyó entender el motivo. Los árboles se espaciaban entre sí, la maleza aparecía más despejada y la tierra bajo los pies más prensada. La presencia de animales salvajes era menor y el canto de los pájaros tímido, casi apagado. La nociva influencia humana comenzaba a hacerse notar.

Sentimientos encontrados pugnaron por dominar el corazón de la mestiza. Echaba de menos la ciudad, el bullicio, las tiendas y mercados, caminar por sus calles, encerrarse durante la noche en la habitación de una posada para dormir en una cama y acudir a una fonda para que le sirviesen comida caliente en un plato. Pero por otro lado… Junto a Ravnya había descubierto una forma diferente de vivir, menos cómoda, menos segura, pero en absoluto carente de atractivo. Su sangre de elfa la había impulsado a sumergirse en la inmensidad del bosque, pero era muy consciente de que sin Ravnya, la experiencia no hubiese sido tan espléndida.

—Nos estamos acercando a las ciudades, Nya —señaló la semielfa—. A medida que vayamos avanzando se hará más acusado.

La joven cabeceó lánguidamente, haciéndose cargo de la situación. Sin embargo, no se dejó llevar por el abatimiento. Lanzó un hondo suspiro y alzó con firmeza la barbilla, no dispuesta a ceder ante aquello, por horrible que pudiera llegar a ser. Cuando se giró hacia su compañera, una trémula sonrisa comenzaba a aflorar ya en sus labios.

Dyreah se lo agradeció con un profundo y largo abrazo, consciente de que iba a obligar a la asilvestrada joven a pasar por una dura prueba. Aunque por un instante se sintió tentada de besarla, tan cerca estaba el rostro de Nya, sus dulces labios, reprimió el impulso y se forzó a apartarse de ella. La tomó de la mano y la invitó a reemprender la marcha.

La muchacha no opuso resistencia, pero en su cabeza pesaban aún muchas dudas y preguntas.

sep

Con la caída de la noche atisbaron los primeros terrenos de cultivo.

Éstos pertenecían a las granjas limítrofes de la ciudad, que progresivamente habían ido robando terreno al bosque y convirtiendo los árboles en leña para el invierno y en material para la construcción. Vacas y ovejas permanecían hacinadas en cercas de poca altura, en tanto los perros guardianes ladraban a la oscuridad.

Cuando alcanzaron la linde de la floresta, Ravnya se detuvo, como si hubiese topado con una barrera. A su derecha se erigía el último árbol del bosque y se resistía a dejarlo atrás.

Lo que primero asombró a Ravnya fue la amplitud del espacio abierto. Los claros no eran extraños en la fronda, pero no de estas proporciones. Si dirigía la mirada al horizonte no encontraba más que vagas formas en la lejanía, a excepción de algún grupo disperso de arboles en el camino. Le resultaba molesta la sensación de no permanecer al abrigo de los densos doseles de ramas y hojas que se extendían sin fin por encima de su cabeza. Tenía la impresión de estar expuesta, sin posibilidad de esconderse, y a merced de cualquier depredador que deseara tomarla como presa.

Dyreah, que había estado siguiendo con atención las diferentes emociones que iban cruzando por el semblante de la joven, no se separó de ella en ningún instante.

—¿Estás preparada? —se interesó la mestiza—. No es necesario que me acompañes, incluso podemos pasar esta noche en el bosque. Por la mañana, cuando salga el sol, puedes esperarme aquí mientras yo…

—No —negó a su vez con la cabeza—. Te acompaño, no tengo miedo. No me asusta… eso —señaló las granjas con la mano. Desvió la mirada de los campos de labranza para fijarla en la semielfa—. Y quiero estar contigo.

Dyreah exhaló con fuerza, rendida al afecto que sentía por la encantadora muchacha que permanecía fielmente a su lado, pasara lo que pasara.

Se acabaron los engaños y las mentiras, las traiciones. No más desconfianza hacia personas bondadosas que luego no resultaban ser lo que parecían, que concedían su ayuda persiguiendo sólo sus propios fines y se aprovechaban después de los demás para alcanzar sus metas al coste que fuera.

No, nunca más. Nya no era así, se lo había demostrado en tantas ocasiones y de tan diferentes maneras que ninguna duda tenía cabida en su corazón. Pues para ella, en su corazón, sólo había sitio para otro tipo de sentimientos. Unos sentimientos que ya no temía reconocer. La quería, de un modo como nunca antes había querido a nadie. Y tuviera o no sentido, así era, negarlo sería absurdo. Durante el tiempo que habían compartido en el bosque, se había enamorado de ella.

—Yo también quiero estar contigo —confesó Dyreah, con un nudo en la garganta.

—Entonces, vamos allí.

Haciendo acopio de todo el valor que pudo reunir, Ravnya acarició por última vez la corteza del árbol y dio un paso al frente. Tras ese paso lleno de aprensión vino otro, seguido de otro más. Y con la guía de Dyreah, recorrieron los campos de cultivo hasta alcanzar los aledaños de la ciudad.

sep

Tras haber mantenido una ruta paralela al curso del río Araden, Dyreah tenía la certeza de saber adónde habían llegado. Además, conocía aquella maldita ciudad demasiado bien.

Estaban en Xolah.

Condujo a Ravnya a través de calles y callejuelas iluminadas por la tenue luz que procedía de los hogares sin permitir que ésta se distrajera y llamara la atención de los pocos viandantes que aún permanecían despiertos. Resultaba difícil, embozada como iba en la capa negra, pero menos que de haber lucido su antiguo vestuario.

Por otro lado, buena parte de las miradas de soslayo también iban destinadas a la guerrera elfa que la escoltaba. La mestiza recreó en su mente la escena que estarían observando cuantos se cruzaban con ellas y se le ocurrió una idea. Tratarían de pasar desapercibidas, pero de encontrarse en una situación apurada, bien podría interpretar el papel de guardaespaldas de una enigmática hechicera. Ravnya sólo tendría que mantener su mutismo y no dar la cara. El resto sería cosa suya.

No obstante, prefería no verse obligada a echar mano de tan burdo engaño.

Aprovechó la intimidad que le concedía un solitario callejón para desplegar su armadura mágica hasta su aspecto de cota de malla y dejó bien visible la espada a su cadera.

Doblaron una esquina que, como recordaba Dyreah, convergía cerca de una posada no demasiado desastrada. El Zorro Gris, se llamaba. Las había mejores y tenía dinero para pagar una habitación en cualquiera de ellas, pero su joven compañera se mostraba visiblemente nerviosa. Se asustaba por cada ruido que irrumpía a su alrededor y la semielfa temía que pudiese cometer un error arrastrada por la crispación. La fonda serviría para pasar la noche.

Abrió la puerta del establecimiento y llevó a Ravnya a su interior.

En la barra del bar los hombres bebían y vociferaban de forma estruendosa. Notó cómo la joven se encogía bajo la capa ante tal alboroto y decidió no tentar más a la suerte. Se encaminó a la barra y luchó por ganarse la atención del mesonero. Fue mucho más sencillo acaparar las de los parroquianos, pero finalmente logró su propósito. Previo pago por adelantado, consiguió la llave de una de las habitaciones del piso superior.

Ante la atenta mirada de muchos de los presentes, Dyreah abrió camino para sí y para su encapuchada compañera hasta las escaleras. Tras subir no tardó en localizar la habitación. Utilizó la gastada llave para abrir la puerta y cerró en cuanto estuvieron en su interior.

La semielfa por fin se permitió relajarse. Todo había salido bien, sin ningún contratiempo.

—Nya, ya puedes quitarte la capucha. Estamos a salvo.

Cuando la muchacha se quitó la capucha descubrió que respiraba de forma agitaba y tenía las manos temblorosas. Incluso la suave tez de su rostro parecía aún más pálida de lo habitual. De inmediato se acercó a ella y la rodeó con los brazos.

—Shh, tranquila, ya está. Todo ha pasado —trataba la mestiza de calmarla con tiernos susurros—. Tranquila, mi pequeña…

—Es horrible… —gimoteó la joven, conmocionada, hallando consuelo en el pecho de Dyreah—. Este sitio es horrible…

—Pero ahora estamos solas, tú y yo, no hay nadie más. Imagina que estamos dentro de la cueva. Acabo de cerrar la entrada, nadie más puede entrar —intentó animarla—. Estamos a salvo.

—¿U-una cueva…? —una pequeña chispa brilló en sus claros ojos, que por primera vez repararon en el entorno que las rodeaba. Todo el mobiliario se reducía a un sencillo jergón de paja con unas raídas sábanas por encima y una incómoda silla para dejar las cosas. Por fortuna, unas contraventanas de madera clausuraban por completo la otra vía de acceso hacia el mundo exterior—. No parece una cueva…

—Es una cueva de los humanos, por eso es distinta —arguyó la mestiza con cautela, satisfecha de que Ravnya comenzara a reaccionar—. Ellos las construyen así, unas junto a otras, para sentirse más seguros.

—Eso tiene sentido… —aceptó al fin, pero sin abandonar la calidez del abrazo.

—Claro que sí —sonrió Dyreah—. Pero ahora deberíamos acostarnos y descansar. Mañana nos espera un largo día.

La semielfa se apartó con delicadeza. Replegó su armadura hasta que de ella sólo quedaron los dos brazales plateados en las muñecas. Se desembarazó del arco y del resto de armas que portaba y las depositó en la silla junto con la bolsa de viaje. Ya más cómoda, se giró y vio cómo Ravnya se mantenía inmóvil en el mismo sitio donde la había dejado.

—Deja que te ayude.

Dyreah regresó a su lado y, mientras la ayudaba a desprenderse de la capa, advirtió cómo trémulas lágrimas brotaban de los tiernos ojos de su compañera, humedeciendo sus pálidas mejillas y precipitándose al suelo. Con el dorso de sus dedos acarició su piel y detuvo con dulzura aquel afligido caudal.

—¿Lloras por estar aquí, verdad? ¿Por estar tan lejos de tus frondosos bosques? —susurró la semielfa, también afectada.

Ravnya sorbió por la nariz, intentando serenarse y mostrar una entereza que sus ahogados sollozos desmentían. Respiró hondo un par de veces y se restregó la cara con el mangote de su blusa, pero no consiguió evitar que las lágrimas continuaran aflorando a sus ojos.

—Oh, Nya…

Como si de un escudo ante el mundo se tratase, Dyreah abrazó a la joven, rodeándola con los brazos y dejando que refugiara la cabeza contra su pecho.

—Esta noche, te lo juro, será la última que pasaremos en la ciudad —afirmó convencida la semielfa—. Mañana, tan pronto solucione el problema que nos ha traído aquí, nos marcharemos. ¿De acuerdo?

Ravnya respondió con un convulso asentimiento de sus hombros, sin querer abandonar el cálido refugio que le brindaba su compañera.

—Nya —quiso llamar con delicadeza la atención de la llorosa muchacha—, mírame un momento, por favor.

La joven alzó la cabeza, con la nariz y mejillas enrojecidas por el llanto, y dedicó una compungida mirada a Dyreah. Ésta, sonriéndola, probó las lágrimas saladas de sus temblorosos labios en un beso lleno de cariño y afecto.

Sin perder su mirada, la tomó con delicadeza de las manos y tiró de ella hacia el sencillo jergón, con la pretendida esperanza de encontrar en él un plácido e íntimo descanso.