26
MALHADADO RETORNO
Antiguos Bosques, frontera suroeste, año 248 D. N. C.
—¿Cómo es?
Desde el amanecer de aquel día Ravnya había mostrado una faceta hasta entonces oculta de su personalidad, hostigando a preguntas a la semielfa. La naturaleza de éstas era tan confusa que Dyreah se las veía y se las deseaba para salir airosa de cada fase del extravagante interrogatorio.
—¿A qué te refieres? ¿Que cómo es una ciudad?
—Sí.
—Pues una ciudad es… —la mestiza se detuvo, no sabiendo cómo continuar. Se trataba de conceptos tan obvios, tan claros para ella, que no era capaz de explicarse con facilidad—. Es… ¿Recuerdas la torre de Galoran? ¿Construida con piedras amontonadas?
Ravnya asintió con un somero cabeceo.
—Pues imagina muchas torres juntas, de diferentes alturas, formas y tamaños y alineadas en largas hileras a ambos lados de un camino.
—¿Tantas torres en medio del bosque? —insistió la joven.
—No están en medio del bosque, Nya. En las ciudades no hay árboles, al menos no tantos como aquí.
—¿Sin árboles? ¿Sólo piedra y más piedra? —exclamó entre perpleja y asustada—. ¡Qué horrible lugar!
La medio elfa no pudo menos que encogerse de hombros. Después de la temporada pasada en la floresta en compañía de la muchacha, había aprendido a concebir la naturaleza de un modo más respetuoso y placentero. Aún así, toda una vida transcurrida entre los confines de sólidas paredes y suelos empedrados ofrecía una dura oposición al cambio de parecer. Al igual que sucedía con su propia condición de mestiza, sus preferencias estaban asimismo divididas.
—¿Y qué han hecho?
La muchacha no estaba dispuesta a rendirse todavía.
—¿Hecho? ¿Quiénes?
—Las personas.
Dyreah se quedó mirándola, esperando que añadiera algo que le sirviera de explicación para comprender adónde quería ir a parar. Visto que no tenía intención de agregar nada más, retomó la iniciativa.
—¿De qué personas hablas?
—De las que son castigadas —contestó Ravnya.
—¿Castigadas? ¿Cómo?
—Castigadas a vivir en esas ciudades —una mueca de asco se dibujó en su rostro al pronunciar aquel término, nefasto para ella.
La mestiza se permitió un suspiro de desahogo y una sonrisa al lograr desenmarañar los hilos que tejían aquella confusión.
—Nya, las personas que viven en ciudades no han sido castigadas, eligen libremente vivir allí. Nadie las obliga.
La joven mudó su gesto, arrugando la frente, intentando entender desde su fuero interno quién en su sano juicio escogería asentarse en un sitio tan espantoso, disfrutando de la posibilidad de vivir en la fabulosa inmensidad del bosque. Incapaz de conseguirlo, se encogió de hombros y, pragmática, continuó adelante como si tal cosa.
Dyreah se quedó fascinada en el sitio. No dejaba de maravillarse ante la fabulosa y singular conducta que con tanta sencillez esgrimía su compañera. Sería capaz de aprender todo un nuevo mundo con ella, a su lado.
Sin embargo, la próxima prueba que deberían afrontar suponía justo lo contrario; tenía que prepararla para que pudiera sobrevivir en el engañoso e infame mundo civilizado.
Y recapacitando sobre el mundo civilizado…
La semielfa se giró de inmediato y se quedó observando a su compañera, estudiándola de arriba a abajo. Ravnya, que no ignoró el riguroso examen al que estaba siendo sometida, se miró a sí misma, tratando de averiguar qué despertaba en la otra aquel súbito interés hacia su persona.
Al no hallar nada fuera de lo común, preguntó.
—¿Dy? ¿Qué miras?
Dyreah, distraída, reaccionó al interrogante con cierta sorpresa y embarazo, a la par que sus mejillas se teñían de un tenue rubor.
Hacía semanas que compartía su compañía, su amistad y lealtad, incluso en los últimos días habían compartido aún más que eso, por lo que le parecía del todo increíble que a estas alturas no hubiera advertido lo exiguo de su vestuario. Sí, su cabeza le decía que sí, que claro que se había dado cuenta de ello, que Nya siempre había exhibido un aspecto tan sugerente y descubierto. Sólo sus ojos y honestas intenciones habían obrado el fenómeno de obviar tales circunstancias.
—Nya, hay un asunto que tenemos que resolver antes de llegar a ninguna ciudad. Y si es ahora mismo, aún mejor.
Ante una desconcertada Ravnya, que no alcanzaba a comprender nada de cuanto pasaba por la mente de la semielfa y todavía menos de qué hablaba, ésta se arrodilló en el suelo y comenzó a revolver el contenido de su bolsa de viaje. De su interior extrajo varias prendas que extendió sobre la hierba: una tupida capa negra con ribetes plateados, unas calzas también negras, un sencillo blusón de color claro y unas gastadas botas de piel.
Satisfecha con los hallazgos obtenidos tras su búsqueda, recogió las ropas del suelo y se las ofreció a Ravnya.
—Debes ponerte esto —dictaminó la mestiza.
La muchacha contempló con suspicacia las ropas, la mayoría oscuras, que la otra le tendía, insegura de cómo proceder.
—¿Por qué? —cuestionó con rebeldía.
—Es por tu bien —justificó Dyreah—. En la ciudad no puedes ir como… como vas. Atraerías mucho la atención y nos causaría problemas.
—¿Tengo que esconderme debajo de estas telas? —razonó la asilvestrada joven.
—Eso es.
La semielfa se sintió sumamente agradecida porque su compañera hubiera llegado por sí misma a esa explicación, quizá no demasiado apartada de la realidad.
—Está bien —acató con su característico encogimiento de hombros.
Ravnya tomó una de las prendas entre las manos, el amplio blusón, y empezó a darle vueltas y más vueltas, sin saber muy bien qué hacer con él. Tras unos instantes de lucha infructuosa, lanzó a Dyreah una suplicante mirada.
—Deja que te ayude —anunció la mestiza, del todo incapaz de resistirse a la dulzura que expresaban aquellos ojos grises.
Con cierto recato, se acercó para asistir a Nya. Sólo cuando comenzó a vestirla advirtió lo desnuda que estaba. Los harapos con los que antes se cubría apenas ocultaban nada de la clara y suave piel que, por unos trémulos segundos, quedó a la vista de la semielfa. Su fuerza de voluntad, apoyada en los profundos sentimientos que experimentaba hacia ella, le permitieron evitar que sus dedos recorrieran con deleite la hermosa y nívea figura de la joven mujer.
Una vez concluida la tarea, se apartó para comprobar el resultado.
Ravnya estaba a todas luces incómoda por las prendas que estorbaban sus fluidos movimientos. Y así lo expresaba su rostro, con el ceño fruncido y los ojos atentos a perseguir las evoluciones de los traicioneros tejidos. Tanto el blusón como las calzas le quedaban grandes, tal era la diferencia de altura existente entre las dos féminas, pero esto no suponía ningún problema de relevancia. Las botas eran otro cantar. Acostumbrada a caminar descalza y no haber usado nunca tipo alguno de calzado, se la veía torpe y desmañada con aquellas deslustradas botas que amenazaban con hacerla tropezar de un momento a otro. La capa, que a la mestiza le llegaba algo por debajo de las rodillas, en la muchacha casi arrastraba sobre la tierra. Sin embargo, había algo en la capucha que la fascinaba y no dejaba de jugar con ella, poniéndosela y quitándosela.
Dyreah capturó en su retina una fugaz imagen de la muchacha, con el ropón cruzado y la capucha calada sobre la cabeza, tocada por entero de negro, en vivo contraste con la blancura de su rostro y el argentino reflejo de los cabellos que descendían por su pecho. Estaba preciosa.
—¿Cómo te sientes? —se interesó la medio elfa, saliendo de su estupor.
—Rara —contestó Ravnya dando unos inseguros pasos—. Torpe. Ruidosa. Ahora entiendo por qué tú andas así.
Lejos de sentirse molesta por el comentario que ponía en tela de juicio su aptitud para moverse con sigilo, se abandonó a una cálida sonrisa.
—¿Hacen falta? —cuestionó refiriéndose al grueso calzado, en una nueva intentona por librarse de la engorrosa prisión que atenazaba sus ligeros pies.
—Es por tu bien, Nya —juzgó la mestiza—. En la ciudad mucho del suelo por el que hay que caminar es de piedra y si vas descalza terminarás haciéndote daño.
—Está bien —rezongó con fastidio—. Pero ahora estamos en el bosque, hay hierba y tierra blanda bajo mis pies, ¡puedo quitármelas!
Dyreah negó con la cabeza, poniendo fin a las renacidas esperanzas de la joven.
—Debes acostumbrarte a estar con las botas puestas, pues no sabemos si en algún momento nos veremos obligadas a correr, o saltar. —Se aproximó a ella y recogió su cara entre las manos. Un mohín se dibujaba en su dulce rostro—. Te prometo que en cuanto vea que te manejas bien con ellas, seré yo misma quien te las quite y las guarde en la bolsa hasta que abandonemos el bosque, ¿de acuerdo?
Tras que la muchacha asintiera con levedad, Dyreah no pudo reprimir el deseo de inclinarse sobre ella y depositar un ligero beso en sus labios.
—Vamos, caminemos un poco más. Quiero verte.
La mestiza sentía un profundo interés en que su compañera aprendiera a desenvolverse con soltura ataviada con prendas propias de la civilización. Quizá se estuviera preocupando sin motivo y no tuviera por qué producirse ningún percance que las obligara a actuar de manera impulsiva. Y de todas formas, si ocurriera…
Si ocurría, sabía muy bien cómo reaccionaría Ravnya.
—Nya, espera.
La muchacha, que ya había emprendido su dificultoso avance en lucha a cada paso con las botas y las holgadas vestiduras, se detuvo y se volvió hacia ella.
—¿Sí?
—¿Podrías hacer algo? —pidió enigmática la semielfa.
—Sí, ¿el qué? —respondió solícita Ravnya.
—Por favor, transfórmate en lobo un momento.
La joven la miró con extrañeza, sin comprender las intenciones de ésta. Sin embargo, se encogió de hombros y accedió a la demanda. En apenas un instante, un lobo de largo pelaje plateado apareció ante los almendrados ojos de Dyreah.
Insólito. Para desconcierto de la medio elfa, tras el cambio había desaparecido todo rastro de las ropas. Ni la capa, ni el blusón, ni las calzas, ni las dichosas botas, se dejaban ver por ningún lado.
—Nya, ¿puedes volver a cambiar?
La muchacha no tardó en recuperar su aspecto de mujer, completamente vestida con las mismas prendas que momentos antes se habían desvanecido como por arte de magia.
«Como por arte de magia…», reflexionó para sí.
No cabía la menor duda. Si bien ella se valía de los encantamientos de su broche que le permitían transformarse en felino y conservar además las posesiones que llevase encima, Ravnya disponía de una naturaleza mágica propia que le concedía iguales y sorprendentes facultades. Qué no daría por conocer algo de su pasado, de las circunstancias que la vieron nacer y de la existencia que había vivido sola en los bosques. Cada día que pasaba se sentía más fascinada por ella.
—¿Qué sucede? —preguntó la joven con comprensible curiosidad.
—No, nada, tranquila. Sólo quería asegurarme de que al cambiar no fueras a enredarte con la ropa —esbozó un atisbo de mentira con la intención de no inquietarla.
—Ah, no, la ropa desaparece —respondió con sencillez. Al parecer, en su particular modo de ver las cosas, era lógico y normal que los tejidos y enseres se esfumasen cuando alguien metamorfoseaba su cuerpo, para volver a manifestarse después—. Si me lo hubieras preguntado, te lo habría dicho yo.
—Sí, perdona —se disculpó la mestiza, aún admirada—. No se me ocurrió.
—¿Seguimos? —indicó la otra con una amplia sonrisa.
—Sigamos.
El buen ritmo tomado por ambas féminas aprovechando buena parte de la luz diurna les permitió recorrer una considerable distancia a través de la indómita floresta.
Ravnya había logrado sorprender de nuevo a su compañera al demostrar que, tras unos primeros y dubitativos pasos, era capaz de manejarse con destreza en la espesura con o sin las botas. Si bien no se desplazaba de un modo tan silencioso, pronto se hubo acostumbrado al peso extra de su calzado y se estiraba y retorcía para recuperar su equilibrio habitual.
No obstante, la noche terminó por presentarse y reclamar una pausa en su tenaz avance.
Dyreah no se sentía cansada, pero las cicatrices de las heridas recientes habían empezado a importunarla a lo largo de las últimas horas. Nada importante, sólo leves molestias que afectaban a su movilidad. Sin embargo, había logrado disimularlas tan bien que ni siquiera Ravnya parecía advertida de sus dolencias. De otro modo, la joven habría interrumpido la marcha mucho antes, desperdiciando valiosas horas de sol. Echó mano del odre que llevaba en la bolsa y bebió con satisfacción un largo trago de agua.
—No parece que haya ninguna cueva en los alrededores, ¿verdad?
Ravnya, unos pasos más allá y con la capucha de la capa echada, negó con la cabeza.
—Ni cueva ni madriguera grande —confirmó la joven. Había dado con unos matorrales nutridamente provistos de moras silvestres y no había dudado un momento en lanzarse a su recolección.
Las amplias mangas se le enganchaban continuamente en las zarzas, así que fastidiada, optó por recogérselas a despecho de los leves arañazos rojizos que pronto surcaron su nívea piel. Seguía convencida de que las ropas no resultaban de ninguna utilidad.
—Entonces nos tocará prepararnos para pasar una noche al raso —se resignó la semielfa.
No era que la incomodase dormir con el cielo como único techo sobre su cabeza. Se trataba más de una sensación de indefensión, un miedo irracional a cualquier enemigo que pudiese brotar del bosque. Por otra parte no olvidaba que en tales circunstancias había pasado noche tras noche su compañera durante años sin que nada malo le ocurriera, confiada de su intuición y sus sentidos. Si alguna criatura hostil se aproximaba a ellas durante el sueño, no le cabía duda de que Ravnya la alertaría a tiempo.
—Pero antes de dormir, comeremos —dictaminó la muchacha con una ancha sonrisa a la vez que mostraba la recompensa a su diligente labor.
Encontraron un confortable lugar donde sentarse sobre la hojarasca y degustaron con fruición los dulces frutos silvestres. A Dyreah aún se le hacía extraño no encender un fuego antes de irse a dormir que proporcionase tanto calor como protección durante la noche. No obstante, no le importaba prescindir de la hoguera en favor de la cálida seguridad que le ofrecía el menudo cuerpo de Nya abrazado a ella. De faltarla, sin duda echaría de menos dormir con el rostro enterrado en el suave aroma de su pelo, con el tranquilizador ritmo acompasado de su pecho junto al suyo.
Satisfechos el hambre y la sed, la semielfa extendió sobre la tierra su gruesa manta de viaje, un lujo del que no estaba dispuesta a privarse así como así. Ravnya, recelosa en un principio, no había puesto pegas después de probarlo a acostarse sobre la mullida tela. Ambas se tendieron sobre la manta y pronto buscaron el cobijo del sueño, cada una en los brazos de la otra.
—Dy, despierta.
—¿Qué…?
—Shh, despierta. No estamos solas.
La mestiza abrió los ojos al instante y tanteó con las manos en busca de su espada. Aún era noche cerrada, no era capaz de vislumbrar apenas nada en aquella profunda oscuridad. Advirtió cómo Ravnya, que se había arrodillado para avisarla, se levantaba y avanzaba unos pasos en el más absoluto silencio. Por su forma de proceder, Dyreah comprendió que el peligro no era inminente, así que se incorporó a su vez recuperando sus armas y poniendo en orden sus pertenencias. Quizá se vieran en la necesidad de escapar de manera apresurada. Una vez recogido el campamento, la semielfa desplegó la cota mágica de su armadura y marchó en pos de su compañera.
Ésta aguardaba a poca distancia, atenta a lo que sus aguzados sentidos pudieran captar más allá.
—¿Qué has descubierto? —preguntó la mestiza en apenas un susurro.
—Humanos —respondió la otra—. No muy lejos.
—¿Cuántos son?
—Dos, tres. Quizá más —apuntó insegura la muchacha. Que no fuera capaz de precisar el número de hombres en los alrededores era motivo de preocupación para Dyreah—. Espera aquí.
Antes de que la mestiza pudiese replicar, Ravnya adoptó su aspecto de lobo y se internó sigilosa en la fronda, como un fugaz centelleo plateado en la noche.
Dyreah sintió el impulso de seguirla, explorar con ella y averiguar la identidad de los intrusos. Mas con una mueca de desagrado en el rostro, se obligó a permanecer donde estaba.
No debía preocuparse por su compañera. A decir verdad, la joven se desenvolvía en la floresta bastante mejor que ella y era poco probable que los humanos fueran capaces siquiera de advertir su presencia. Pero quedarse allí, sin hacer nada, y sin saber lo que pudiera estar ocurriendo, la ponía nerviosa.
El tiempo pasaba; y Nya no volvía.
Ajustó el cinto de la vaina a su cadera, deslizó el tahalí de su carcaj repleto de flechas hacia adelante y acomodó las correas de cuero de su morral mientras taconeaba insistentemente con la bota sobre el terreno. Ravnya estaba a salvo, no le cabía ninguna duda, se repetía una y otra vez. Pero si así era, ¿por qué un funesto presentimiento atenazaba la boca de su estómago?
Un trueno resonó en el cielo muy por encima de su cabeza y un relámpago iluminó por un instante las inmediaciones en su derredor, revelando nada más que rocas, árboles y maleza. Las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer. Aguardaría un poco más, sólo un poco más. Le daría tiempo a que regresase, sana y salva, y entonces descubriría que se había estado comportando como una tonta, que había estado angustiándose sin motivo. Se trataba tan sólo de una molesta sensación, nada más. No obstante, no volvía…
Dyreah se quedó inmóvil en el sitio. Había captado algo, un leve movimiento entre la maleza. Aguzó el oído tratando de ignorar los sonidos de la tormenta que se avecinaba. Se quedó observando los matorrales desde donde había procedido aquel ruido, esperando que apareciese su querida Ravnya. Sin embargo, una inquietante idea se abrió pasó por su mente. De tratarse de su compañera, no habría sido capaz de advertir su llegada. Nunca se hubiera desplazado de manera tan estrepitosa para que ella, distraída como estaba, la hubiese descubierto. Además, apreció el cercano murmullo de unas voces unos pasos más allá. Definitivamente, no era Nya.
De inmediato echó cuerpo a tierra y buscó refugio en la espesura, en silencio, con la mano presta en la empuñadura de su espada. Desde aquella posición, a cubierto tras una afloración rocosa aderezada de matorrales, contempló la silueta de dos figuras que intentaban abrirse paso con sigilo a través de la vegetación silvestre. Leyó en su forma de moverse que no la habían descubierto, aunque, sin duda, estaban al acecho de una presa. Se desplazan casi en silencio, y el poco ruido que pudiese delatarlos lo disimulaban bajo la lluvia con habilidad.
Dyreah observó, inmóvil, cómo los dos individuos se aproximaron despacio hacia donde ella se escondía, para después, tras intercambiar un gesto entre sí, separarse y tomar cada uno una dirección distinta. Seguramente estaban trazando un perímetro, en tanto otros hombres hacían lo mismo más allá, cerrando el círculo en torno a su objetivo. Un opresivo pavor atenazó su pecho al imaginar que Ravnya, en su forma de lobo, pudiera haberse convertido en la presa de aquellos bien entrenados individuos.
Cautiva de la incertidumbre e incapaz de permanecer indiferente a la suerte de su compañera, se lanzó a la persecución de uno de los cazadores.
No tardó en encontrarlo, aunque más difícil era ganarle terreno sin revelar su presencia. El rastreador era hábil y le costaba alcanzarlo sin apresurar sus pasos ni chapotear por un suelo cada vez más embarrado. Cuanto más se aproximaba, mayores posibilidades había de que la descubriese, mas no podía permitir que organizaran una celada con Nya en su centro. Se apartó con los dedos los mechones de pelo que se le pegaban a la cara y entorpecían su ya de por sí pobre visión. Lo más sensato habría sido mirar en el interior de su bolsa y echarse una capa por encima que la cobijara del tremendo aguacero que estaba cayendo, pero dadas las presentes circunstancias tendría que conformarse con sus caladas ropas. Pronto se halló tan cerca que pudo advertir los cuchillos que se alineaban en el cinturón del sujeto, tiznados hasta la empuñadura para que no emitieran ningún reflejo. Ese detalle la recordó que, de desenvainar la espada, el brillo de ésta delataría su posición de inmediato. No tuvo que tantear mucho en el barro para encontrar una piedra redondeada que se amoldara a su mano. Como impulsado por el último trueno, el cazador se desplazó ahora más rápidamente, ajeno a la presencia de la mestiza. Dyreah prosiguió la sigilosa persecución.
Esporádicos silbidos surgían de diferentes lugares de la fronda de tanto en tanto y el individuo no tardaba en responder del mismo modo. Sin embargo, cada vez sonaban más próximos. El cerco se estaba estrechando con rapidez y se advertía cierta tensión en los movimientos del rastreador, como si se preparase para entrar en acción de un momento a otro. En ese preciso instante un aullido rasgó la noche y el cazador se precipitó de un salto al frente. La semielfa no se lo pensó dos veces. Se levantó a su vez y estrelló la piedra contra la nuca del sujeto, que se desplomó inconsciente. Sin detenerse, Dyreah se lanzó a la carrera en dirección al origen del aullido, temerosa de no llegar a tiempo de salvar a la joven.
Unos graves gruñidos al frente aliviaron parte de su tensión, pero tras cruzar una zona densamente poblada de vegetación y descubrir, difuminadas por la lluvia, las figuras de tres individuos provistos de cuchillos amenazando la lobuna forma de Ravnya, algo explotó en su interior. Con rabia descargó el arco negro de su hombro y aprestó una flecha en la cuerda húmeda.
—¡Quietos! —exclamó haciéndose notar por encima del fragor de la tormenta. Un verde fulgor rieló por su mirada.
Los cazadores quedaron momentáneamente sorprendidos por la interrupción, desviando alternativamente su atención del lobo plateado de feroces fauces a la fémina vestida con armadura que los apuntaba con el arco, echando en falta a su desaparecido compañero. Sin necesidad de hablar, dos de ellos mantuvieron su cerco en torno a Ravnya mientras un tercero se encaraba con la desconocida. No obstante, Dyreah no estaba dispuesta a andarse con juegos.
—¡No lo repetiré otra vez! —retó a que la desafiasen—. ¡Soltad los cuchillos y apartaos del lobo ahora mismo!
Los interpelados no parecieron sentirse impresionados ante las bravatas de la mujer y no cejaron en su empeño. Se mostraban confiados, dudando con motivo de la efectividad del vuelo de una flecha con el penacho empapado. Aquel que se había girado hacia la mestiza comenzó a acariciar el mango de uno de los muchos cuchillos arrojadizos que alojaba en su cinturón. La trayectoria de lanzamiento del afilado metal no se vería tan afectada por la lluvia.
Dyreah liberó la flecha. Con un intenso zumbido voló hasta estrellarse contra unas rocas próximas al individuo. Una lluvia de afiladas esquirlas se precipitó contra él cuando la piedra estalló por el impacto del proyectil. Antes de que pudiera recuperarse de la impresión, una nueva flecha apuntaba directamente a su pecho. Esta vez reconsideró con mayor interés la advertencia de la arquera surgida de la fronda. A un gesto suyo, tanto él como los otros soltaron las armas y se apartaron unos pasos del furioso animal.
Rescatada de la trampa, Ravnya no tardó en correr a situarse al lado de su compañera, apretando el lomo contra su pierna, amenazando a los cazadores con gruñidos y mostrando sus afilados colmillos.
No obstante, nuevos sonidos llegaron de la floresta. La loba giró la cabeza tratando de identificar posibles peligros, en tanto la semielfa mantenía la atención presta en aquel trío de rastreadores. Se distinguían movimientos por todas partes en la maleza, a su alrededor. Ravnya gruñía en todas direcciones a un enemigo aún invisible para los sentidos de la semielfa, que había comenzado a apuntar con el arco no sólo a los cazadores, sino también en su derredor. Un ligero vistazo a aquellos individuos le bastó a Dyreah para comprender que el cerco constaba de un segundo anillo.
Y ellas estaban en su interior.