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DIVISIÓN DE CAMINOS
Antiguos Bosques, año 248 D. N. C.
Si para Galoran había resultado una ardua tarea realizar la profunda inspección de su nutrida biblioteca hasta dar, por azar, con tan fabuloso descubrimiento, no había sido ni por asomo una labor tan fatigosa como lograr convencer después a la nerviosa semielfa de que se acostara.
Dyreah había estallado víctima de la exaltación por el inverosímil hallazgo, y sólo la acción conjunta de las palabras del elfo y la firme preocupación de Ravnya por su salud propiciaron su final acatamiento y rendición. La mestiza había dudado de poder sumirse en el sueño. Sin embargo se encontraba más débil de lo que creía y tanta agitación había terminado por consumir las escasas fuerzas que guardaba en su interior. En tanto el elfo permaneció ocupado en la mesa, la semielfa durmió con placidez sobre la alfombra, arropada por el cálido abrazo de su también somnolienta compañera.
Uno de los argumentos que empleó Galoran para persuadir a la mestiza había consistido en que él dedicaría las horas de aquella noche a hacer una copia del mapa mientras ella se recuperaba. Así, de este modo, Dyreah podría llevárselo y utilizarlo en su búsqueda.
El elfo cumplió su palabra. Para cuando la joven despertó, la mesa se exhibía libre ahora de cualquier otro objeto, y sobre ella, descansaba el solitario calco. Al parecer, también había aprovechado el tiempo para reorganizar su biblioteca.
La mestiza se aproximó despacio, aún insegura en sus primeros pasos tras varios días de convalecencia, apoyándose en una muleta que había hallado cerca junto a la pared. Sin duda, Galoran tenía en cuenta cada detalle. Notaba la pierna aún débil y torpe, aunque ya no le dolía, al igual que tampoco le molestaba el hombro. Si tenía especial cuidado y no se inclinaba ni estiraba demasiado, sólo experimentaba leves pinchazos en el vientre. En breve, estaría en condiciones de partir hacia su prorrogado destino.
En eso pensaba cuando se dispuso a estudiar el trabajo del elfo. Éste había obviado en su reproducción todos aquellos elementos que no tuvieran valor para la semielfa, como los datos relativos a los suministros o particularidades de las más grandes urbes. Por contra, se había esforzado en destacar todo aquello que pudiera resultar representativo a la hora de localizar un emplazamiento, como accidentes del terreno o trazados de sendas menores, complementándolo con información que poseía a partir de otras fuentes. En definitiva, se trataba de una obra digna de elogio, que facilitaría enormemente su labor cuando se sumergiera en la inmensidad de los antiguos bosques del caído Reino de Sin-Tharan.
Cuando se sumergiera en la inmensidad de los antiguos bosques…
¿Estaba en verdad preparada? En ese preciso instante no, pues ni siquiera era capaz de mantenerse en pie sin ayuda de la muleta. Pero con su rápida recuperación en un par de días estaría preparada para marchar… ¿al interior de la floresta? ¿Armada con un arco y una espada para asaltar un asentamiento demoníaco? ¿Sola? No, sola no. Ravnya. Era algo sobre lo que no se había parado a pensar aún. No podía permitir que la joven la acompañara y arriesgara la vida por su culpa. ¿La mentiría entonces? ¿La engañaría para que no pudiera seguirla? ¿Estaba dispuesta a separarse ahora de ella?
Se mintió a sí misma diciéndose que ninguna farsa echaría atrás a Ravnya y que intentar burlar a la capaz muchacha en el bosque tendría todavía menos sentido. No se atrevía a admitir que, por muy egoísta que fuera por su parte, no quería separarse de ella.
Debería hablarlo con Ravnya antes de que se marchasen de la torre.
Con dificultad, se aventuró a caminar hasta el exterior de la construcción, deseosa de no permanecer ni un segundo más confinada entre aquellos austeros muros de piedra.
La semielfa compartió la mayor parte de las horas de sol junto a Ravnya.
A ojos de Dyreah, más bien las pasó bajo la atenta vigilancia de su compañera. A la mestiza le apetecía no parar de moverse, pasear por la fronda esquivando ramas y piedras, desquitarse del tiempo que había permanecido tumbada mientras se recuperaba, no sentarse en el suelo y jugar con las hojas tal y como pretendía la joven asilvestrada. Nya no dejaba de observarla y la amenazaba con miradas reprobadoras cada vez que hacía un esfuerzo, temerosa de que sus heridas se abrieran y tuviera que recoger a su amiga del suelo. Sólo sus rápidos reflejos y el vigor que se escondía en su cuerpo menudo la permitieron en más de una ocasión sostener a la semielfa y que ésta no se cayera tras un tropezón. Sin embargo, Dyreah, obstinada, no daba su brazo a torcer. Se valía de la muleta para tratar de evolucionar por el interior del bosque en tanto Ravnya se mantenía atenta a la zaga.
A petición de Dyreah, acudieron al cauce del río.
En cuanto llegaron, la semielfa no tardó en avanzarse hasta la ribera. Laboriosamente, se arrodilló para deshacerse de las botas y sumergió las manos en las frías aguas. Se lavó con fruición los brazos hasta los hombros, después la cara, para terminar refrescándose a lo largo del cuello y la nuca bajo el pelo. Ravnya sólo se detuvo a saciar su sed, sin dejar de inspeccionar las acciones de la otra. Al punto estuvo a su lado para ayudarla a incorporarse una vez terminadas las abluciones de la mestiza. Ésta se lo agradeció con una sonrisa, pero lejos de querer apartarse de la orilla, elevó una valorativa mirada al cielo y, satisfecha, tiró luego de la otra hacia el río.
Apoyando parte de su peso sobre su compañera, Dyreah hundió los pies en las aguas poco profundas y continuó caminando a su interior. La corriente era suave en aquel punto, poco más o menos como un remanso, y en la zona más profunda el riachuelo no cubría apenas las caderas de la alta semielfa. Las aguas estaban realmente heladas, el frío calaba hasta los huesos, aunque el contacto resultaba revivificante, además de estremecedor. Ravnya, como de costumbre, permanecía impertérrita a su lado, sujetándola. El gesto de preocupación que lucía su rostro parecía esculpido en piedra, de lo inmutable que se mostraba.
—Por favor, estate tranquila, estoy bien —se justificó la mestiza.
La joven, nada satisfecha, contestó con un leve gruñido.
—Créeme, sólo me encuentro débil, nada más.
Ravnya siguió sin decir palabra, mas sin dejar de mirarla.
Dyreah exhaló un suspiro, incómoda por la actitud de la otra.
—Está bien, tú ganas. Dime, ¿qué tengo que hacer para que cambie esa expresión de tu cara?
—Descansar —sentenció con vehemencia la muchacha de plateados cabellos y ojos claros—. ¡Y no estar saltando como una liebre!
La semielfa se quedó perpleja por unos instantes. Era la primera vez que veía a Ravnya exaltarse de ese modo, una reacción que resultaba extraña en su habitual y plácida forma de ser.
—Lo siento, no pensé que estuvieras tan preocupada…
La joven negó con un fuerte cabeceo, rehuyendo la mirada unos momentos como si ocultase algo.
—Nya… —musitó Dyreah, alzando con dulzura el rostro de su compañera—. Perdóname, sólo pensaba en mí y no me daba cuenta de todo cuanto has tenido que pasar tú.
La muchacha trató de encogerse de hombros a modo de respuesta, pero la semielfa no se lo permitió. Mantuvo su presa y evitó que apartara la mirada.
—Gracias —susurró dedicándole un beso en la mejilla.
No hubo duda de que aquel gesto logró que la muchacha relajase un tanto el rictus de su rostro.
—Y en cuanto regresemos a la torre, prometo que me portaré bien y me estaré quieta, ¿de acuerdo?
En esta ocasión Ravnya permitió que su asentimiento fuese más entusiasta y esperanzado.
—De acuerdo.
—Pero hasta entonces, por favor, ¡déjame disfrutar del baño!
Con un poco de ayuda, Dyreah se acuclilló despacio hasta quedar con el cuerpo sumergido a excepción de la cabeza, a despecho de empapar sus ropas, a su vez también bastante necesitadas de un lavado. Liberó su cabello de la cinta que lo ataba y se inclinó para atrás, dejando que por un instante todas sus preocupaciones fueran arrastradas lejos por la corriente. En manos de Ravnya, era un lujo que bien podía permitirse durante unos momentos.
Al caer la noche, y tan pronto como contaron con la compañía de Galoran, Dyreah quiso empezar a organizar su partida.
La perspectiva de afrontar aquel siniestro viaje asustaba a la semielfa. Sin embargo, era consciente de que, tras los últimos hallazgos, la conclusión era inevitable. El elfo aprobaba su decisión y se ofrecía insistentemente a colaborar en cuanto estuviera en su mano.
Ravnya, por su parte, no se mostraba tan convencida.
No tenía reparos en perseguir el fin de aquella búsqueda, principalmente porque no alcanzaba a comprender aquello a lo que tendrían que enfrentarse llegado el momento. Sus reservas continuaban centradas en el mismo propósito; la plena recuperación de la mestiza. Si bien ésta se manejaba ya con naturalidad por la estancia apenas necesitando el apoyo de la muleta, eventualmente y tratando que nadie se percatara de ello, se encogía tras sufrir una dolorosa punzada en el estómago. Por mucho que intentase ocultarlo, nada escapaba a los finos sentidos de la medio loba.
—Me mantengo firme en mi discrepancia —declaró el wampyr, tajante en su convicción—. Considero cruzar los Antiguos Bosques una idea del todo descabellada. Mil años atrás sería la solución que os alentaría a tomar. No obstante, en estos aciagos tiempos, sólo Alaethar sabe los peligros que os aguardan en la espesura.
—Galoran, por favor, miremos el mapa otra vez.
Dyreah insistía en seguir la que para ella era la única ruta viable. Con el mapa como guía, podrían localizar el emplazamiento de la perdida Aeral.
—Es lo suficientemente detallado y minucioso como para recorrer la ruta sin temor a equivocarse.
—Y no lo pongo en duda, mas el miedo a desorientaros no debería ser el mayor de vuestros temores.
—¿Entonces qué?
—En ocasiones, la distancia idónea entre dos puntos no es el camino recto.
El elfo marcó con el dedo una ruta que circundaba el dibujo de los Grandes Bosques por el sur y alcanzaba Aeral desde el noreste.
—¡Uff! —resopló la mestiza ante la enormidad del itinerario propuesto por Galoran—. ¡Se tardarían muchísimos meses en recorrer tal distancia!
—¿Acaso algún suceso inminente apremia el desenlace de vuestra misión? —terció con habilidad el wampyr.
—No, pero… —la semielfa no supo cómo continuar.
—En calidad de lo que vos me habéis referido, asentamientos humanos han prosperado a lo largo de la linde establecida por el extinto Reino Elfo, adentrándose en él, incluso.
—Así es…
—Debo suponer pues que, si el fronterizo territorio sur ha sido reclamado por los humanos, así también habrá ocurrido en el norte. ¿Estoy en lo cierto?
—Sí, las gélidas Tierras del Norte. La ciudad de Alantea —rememoró la semielfa.
También por un instante recordó los amables ojos azules de un mestizo de hykar, que afirmaba ser oriundo de aquellos remotos y agrestes parajes. Alguien que, tras entrar en su vida, formaba ahora parte del pasado.
—Asimismo, a buen seguro que las gentes que habitan en los alrededores poseerán un conocimiento más profundo y exacto de aquella región —concluyó el elfo su razonamiento.
Dyreah exhaló un suspiró de frustración, advirtiendo cómo de nuevo el destino se empeñaba en escapar a su control.
—Está bien, tenéis razón —acató ella con resignación—. Eso es lo que haremos, ¿te parece bien, Nya?
La semielfa se había girado, dirigiendo sus últimas palabras a la medio loba. Ésta contestó con un encogimiento de hombros, dando por bueno lo que decidiese su compañera.
—Y… —Galoran dudó antes de formular la pregunta que rondaba sus pensamientos—. ¿En qué fecha habéis fijado vuestra… partida?
—Si no os causamos molestia, nos gustaría quedarnos uno o dos días más antes de marchar. —Dyreah cruzó un segundo su mirada con la de Ravnya, consciente de que ésta agradecería aquel lapso para su restablecimiento. El alivio que leyó en sus ojos grises y que recibió como muda respuesta confirmaron su acierto.
—¡Ninguna molestia! —exclamó el elfo—. Quedaos cuanto tiempo deseéis, sois bienvenidas en esta casa, ahora y siempre.
Dyreah agradeció el gesto con una leve reverencia. Justo después, no fue capaz de reprimir un bostezo. Aún no se había repuesto del todo y la noche estaba bastante avanzada.
—Creo que ya va siendo hora de que nosotras nos retiremos a descansar y dejemos de abusar de vuestro tiempo y atención.
Antes de que terminase de hablar, Ravnya había encaminado sus pasos hacia el espacio que en un principio habían escogido como lugar de descanso. Ahora la esperaba allí.
—Sea, debéis descansar, Dyreah. Mañana ultimaremos los detalles de vuestra búsqueda —señaló antes de despedirse—. Buena Luna.
Finalmente fueron cuatro días los que transcurrieron hasta la partida.
Dyreah se había concedido un descanso más prolongado para recuperarse de sus heridas, decisión que había complacido de manera evidente a Ravnya. La semielfa había combinado tranquilos paseos por la fronda con plácidas noches dedicadas a sus progresos con la Nythare. Si bien estaba muy lejos de poder traducir un texto élfico, al menos ahora interpretaba algunos símbolos y entendía unas cuantas palabras. Sin embargo, su fino oído no empatizaba con los melodiosos sonidos de esta lengua. Se veía por completo incapaz de comprender las frases que profería el elfo y aún menos se atrevía ella a articular las cantarinas sílabas. No se sentía frustrada por ello, ni tampoco decepcionada. Por lo que le dijo Galoran, los niños elfos no aprendían la Nythare hasta cumplir al menos tres décadas. Dominar su lectura y escritura conllevaba muchos años más. Además, no se olvidaba de que ella era una mestiza y, por tanto, no estaba facultada de manera tan natural como un miembro de pura raza.
Cuando concluyó la última lección que recibiría de parte del wampyr, éste cerró el libro que habían estado empleando y se detuvo en el sitio, mirándola con fijeza.
—¿Galoran? —preguntó la semielfa, incómoda.
—Reflexionaba sobre… —se interrumpió el otro por unos segundos, poniendo orden en sus pensamientos—. Existe la posibilidad de que nuestros caminos, no vuelvan a cruzarse más, Dyreah. Que estas palabras sean las últimas que crucemos.
Dyreah asintió con pesar a los comentarios del elfo. También ella lo había pensado.
—Es por esto que —extrajo algo de entre sus amplios y oscuros ropajes que después mostró con la palma abierta y tendida hacia Dyreah—, me agradaría que aceptarais este presente.
En la mano del elfo yacía una pequeña pieza de artesanía que parecía representar un sol en la línea del horizonte, al amanecer o quizá en el atardecer, sobre un campo de intrincada filigrana. Una refulgente piedra, probablemente un zafiro del azul más claro, hacía las veces de astro, engarzada en delicadas hebras de platino de gran pureza. La mestiza no pudo menos que admirarse ante la frágil belleza de la joya.
—Representa el emblema del que fuera una vez mi linaje, Elanan —explicó Galoran—. Tras el exilio y la consecuente y obligada renuncia a mi apellido, nunca más supe de mi familia. Su recuerdo había quedado relegado al olvido en mi memoria, mas vuestra inesperada llegada ha logrado despertar un fuego que creía extinto en mí. Quizá nunca vuelva a ser el que era, mas sin embargo nunca dejaré de ser quien soy. A vos por siempre, gracias.
Dicho esto, depositó el broche en la mano de la semielfa y se la cerró, hasta que el engarce estuvo guardado en su puño.
Dyreah no podría haber determinado qué tacto resultaba más frío, si el del metal o el de la piel del wampyr. En cambio, sintió una súbita ola de cálido agradecimiento al ser favorecida de aquel modo.
—Galoran, yo, no puedo aceptarlo… —murmuró abriendo la mano, intención que impidió al instante el elfo.
—Tan sólo se trata de un obsequio, a la par que un ruego. Si quien lo porta participa en una lid de tal nobleza como es la vuestra, a buen seguro que la mácula que por mi culpa deshonra el buen nombre de mi familia desaparecerá y radiante como la luna volverá a resplandecer.
Ante tales argumentos, la mestiza no supo qué contestar. Tras unos momentos de desconcierto, lo prendió en sus ropas y esbozó una formal reverencia. Galoran agradeció el acertado gesto y contestó con un cabeceo pleno de orgullo.
Resuelta la curiosa ceremonia, el elfo se levantó para abandonar la estancia hacia la planta superior. No habría despedidas ni serían precisas más palabras. No restaba más por decir.
—¿Estás lista?
Tan pronto como hizo la pregunta, adivinó la respuesta. Tal y como suponía, la muchacha se encogió de hombros, dando a entender su extrañeza ante aquella consulta, pues ella siempre estaba preparada y dispuesta; al contrario que su compañera. Dyreah sonrió.
Terminó de pasar revista a sus pertenencias y enseres, no dispuesta a dejar atrás nada olvidado. Revisó el contenido de su morral y comprobó que todo estaba en orden. Por supuesto, el mapa dibujado por Galoran guardaba un lugar de excepción. El broche, lucía radiante en su práctica indumentaria de viaje. Satisfecha, se echó la bolsa al hombro y apretó bien los correajes para que no molestasen en la travesía. De igual modo acomodó de manera minuciosa las armas en torno a su figura. Sin resultar un estorbo, debían estar siempre a mano. Jugueteó con los brazales plateados y decidió que por fin estaba dispuesta.
Había llegado el momento.
Respiró hondo y cerró los ojos por un instante. Al abrirlos lo primero que vio fue a Ravnya, de pie en una postura liviana y descansada, con aquellos ojos plateados atentos a ella. Antes de pararse a pensar en lo que hacía, se acercó a la muchacha y la rodeó con los brazos. La joven correspondió abrazándola a su vez y así permanecieron largos segundos. Dyreah, ahora más reconfortada, depositó un suave beso en su cuello y se separó de ella, dedicándola una cariñosa sonrisa llena de sentimiento.
Con un ligero asentimiento, la semielfa inició la marcha, acompañada al paso por la silenciosa muchacha.
Cuando se internaron en la fronda siguieron una ruta trazada de antemano.
Galoran les había explicado que el río al que asiduamente habían estado acudiendo se trataba del Araden y se lo señaló en el mapa. Si no perdían su orilla y mantenían su avance en la misma dirección de la corriente, en unas pocas jornadas abandonarían el refugio del bosque. Según recordaba Dyreah, la ciudad de Xolah, tan odiada para ella y que despertaba tan amargos pensamientos, se hallaba situada en la orilla sur de este río. No era el lugar al que prefería acudir, pero al menos se trataba de una ciudad conocida que podría hacer las veces de punto de partida.
No obstante, la mestiza tenía intención de desviarse del curso del río para hacer un alto en el camino. Para satisfacer este repentino interés solicitó la ayuda de su compañera, que no se mostró nada complacida al averiguar las intenciones de su amiga.
—Nya, lo necesito —había alegado Dyreah, mirando a la otra a los ojos con trágica intensidad.
Ante esto, Ravnya no tuvo otra opción que acceder a las pretensiones de una semielfa visiblemente afectada.
Dyreah se mostraba incapaz de reconocer los matices que tan claros resultaban para la asilvestrada joven y que ésta empleaba para orientarse sin error en un entorno tan semejante y confuso. Sin embargo, no tuvo que pasar mucho tiempo hasta que la medio loba dio con el emplazamiento que la mestiza andaba buscando.
—Fue aquí —apuntó la muchacha, cabizbaja.
Sin apreciar nada distintivo desde donde estaba, la semielfa avanzó unos pasos con cautela, aún con una leve cojera, temerosa de un enemigo que sabía que ya no se encontraba allí. Se arrodilló en el suelo y deslizó los dedos sobre el terreno. Ni la hierba, ni la tierra, nada, hacía suponer que una vez ella había yacido en aquel lugar en un charco de su propia sangre, con tres flechas mordiendo su carne, al borde la muerte. Tras unos pocos días, toda huella había desaparecido sin dejar rastro. Sólo quedaría el doloroso recuerdo de cuanto ocurrió en su corazón; y en el de Ravnya.
Sin que hubiese advertido su desplazamiento, notó cómo una mano consoladora se posaba sobre su hombro. Exhaló un fuerte suspiro y se alzó, tomando en la suya la mano de la joven.
—¿Y ellos?
Tenía miedo de hacer esa pregunta, en esta ocasión no por ella, sino por Ravnya. Pero un siniestro deseo la impulsaba a obtener cuanta información pudiera al respecto. Rogaba porque ella la perdonase por lo que la estaba pidiendo.
Ravnya guardó silencio. Por un momento levantó la mirada y la mestiza pudo leer la amargura que reflejaban aquellos tiernos ojos grises. Hasta aquel instante no había advertido las diminutas arrugas que con delicadeza se esparcían alrededor del rabillo de sus ojos. Dyreah era consciente de la angustia que estaba causando, mas se veía atrapada por sus propias ansias.
—Por favor… —insistió.
La muchacha cabeceó de manera lánguida y acató la súplica, sumisa.
Anduvo unos pasos, sorteando gruesos árboles y densos matorrales, repitiendo el recorrido que la había conducido hasta los hombres que habían atentado contra su compañera; hombres que no escaparon con vida a su rabia desatada. Dyreah la seguía a una distancia prudente, pues no deseaba presionarla. De pronto se vio obligada a pararse, pues la joven medio loba había detenido sus pasos inesperadamente, como si una barrera invisible la impidiera continuar más lejos. La mestiza comprendió que así era, pero tal barrera no existía frente a sus pies; sólo en su pensamiento.
—Está bien, Nya —sugirió la semielfa cogiéndola de la mano—. Espérame aquí.
Dyreah rebasó la posición de su afligida compañera, deseando acabar con aquello lo antes posible. Poco más allá, descubrió los primeros restos.
Contrario a lo que ella esperaba, no encontró los cadáveres en descomposición de los bandidos. Jirones de tela se repartían desperdigados sobre el terreno y prendidos en ramas bajas. Nuevos brotes de hierba nacían de la tierra removida, evidenciando una frenética actividad ya pasada. No hacía falta pensárselo mucho para imaginar qué había sucedido. Smudz.
Al parecer, aquellas horrendas criaturas se habían procurado un suculento y copioso festín en la carne de los asaltantes muertos. No pudo lamentarse por ello; era el destino que hubiera sufrido ella si Ravnya no hubiese intervenido. Aún así no se dio por satisfecha. Siguió el rastro de restos de tejido manchados de sangre, buscando algún indicio que revelase el porqué de las violentas acciones de aquellos individuos. Se negaba a creer que simplemente habían salido de caza al bosque. Al girar la cabeza, un destello reclamó de inmediato su atención. Se acercó a mirar y encontró algo metálico que asomaba por la rasgadura de un saquillo deshilachado y pringoso. Dejando los escrúpulos a un lado, tomó la mordisqueada bolsa entre las manos y estudió su contenido. El brillo metálico pertenecía a un disco de pequeño tamaño que parecía tener un grabado bajo las costras de sangre seca y porquería. Con un poco de agua de su odre y una tira de tela no demasiado sucia, frotó la superficie del medallón hasta que pudo identificar el tosco acabado del relieve: un puño de fuego en el interior de una estrella torcida. Un emblema que reconoció al instante y que la hizo cerrar el puño con furia. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no exhalar un grito de rabia allí mismo.
«¡Maldito sea mil y mil veces!», imprecó para sus adentros, arrojando el disco tan lejos como sus fuerzas se lo permitieron.
Todo interés en sus pesquisas se esfumó para transformarse en un sentimiento de rabiosa venganza. La respiración se le aceleró, agitada, y los músculos de su cuerpo se crisparon. Comenzó a temblar con violencia, con los dientes y puños apretados, en tanto el verde oscuro de sus ojos adquiría una leve luminiscencia. La pulsera de ámbar de su muñeca empezó a despedir brillantes pulsaciones de grave intermitencia. Un sudor frío perló su frente y descendió con rapidez por su espalda. Un profundo picor se propagaba por su piel y avivaba todavía más su estado de ansiedad. La cabeza le martilleaba sin compasión, acorde con los violentos latidos de su corazón, nublando su mente y despertando instintos más primarios y tenebrosos. Sentía como si…
—¿Dy?
Como si despertase de una pesadilla, la voz de Ravnya sirvió como remedio para sacarla de su estupor. El ritmo de su pecho fue poco a poco recuperando la calma, al igual que el resto de sus constantes vitales. Otra vez podía pensar con claridad, libre de la presión que había hecho presa en su cerebro. Se pasó una mano por la frente y se sorprendió al descubrirla empapaba desde la raíz del pelo, con gruesos goterones deslizándose por su rostro.
«¿Pero qué diablos me ha pasado?».
—¿Dy? ¿Dyreah? —llamó de nuevo la joven. Un atisbo de inquietud se advertía en su tono.
—Sí, Nya —respondió al fin.
—¿Estás bien?
La muchacha se acercó en pequeños pasos a donde estaba su compañera. Su recelo por aproximarse a aquel lugar era palpable, pero su preocupación por ella era aún mayor.
—Tranquila, sólo fue…
«¿Qué fue?», se cuestionó a sí misma.
—Sólo fue un mareo momentáneo, nada más —se justificó la mestiza.
La muchacha se la quedó mirando, como si tratara de evaluar la veracidad de las palabras de Dyreah. Ésta, incómoda por el escrutinio, optó por romper la tensión.
—Vámonos de aquí.
Ravnya no precisó de más estímulo. Espoleó a la semielfa con la mirada y la alentó para que marcharan cuanto antes de aquel maldito lugar. Al no oponer la otra resistencia, pronto se encontraron lejos de allí.
La apatía se enseñoreó de la caminata. El descubrimiento de Dyreah le había robado buena parte de su ánimo inicial, poblando su pensamiento de tenebrosos recuerdos y sombríos impulsos. Se trataba de un fantasma que la perseguía desde hacía ya demasiados años y al que no había tenido aún ocasión de hacer frente. Fuera antes o después, su final llegaría.
Y entre dolorosos y angustiosos recuerdos un nombre que martilleaba sus oídos, pronunciado por aquellos indeseables que habían tratado de matarla: Walak. Ahora disponía de una nueva pista que seguir.
En cambio Ravnya, una vez hubieron abandonado aquel aciago lugar, había recobrado su buen humor. Disfrutaba de la sobria placidez de la fronda, de los altos arbustos y la hojarasca que cubría la tierra. Era tal la alegría que emanaba de la joven que la semielfa no tardó en verse contagiada de ella y fueron ignorados sus respectivos pesares.
Más si cabe se sorprendió cuando de forma inesperada la muchacha, que andaba unos pocos pasos más allá, se giró y, con una pícara sonrisa pintada en la cara, lanzó su desafío.
—¡Cógeme!
Dicho esto, se echó a correr entre los árboles.
En cuanto se recobró la mestiza del desconcierto inicial, apresó entre las manos las bandas de su macuto y se lanzó a una temeraria carrera en pos de su compañera huida.
Sortearon grandes troncos, salvaron matorrales y evitaron zanjas en el irregular suelo en su intrépida persecución. Ravnya se movía con extrema fluidez en la fronda, con rapidez y agilidad, pero Dyreah no había pasado sus últimos tiempos en el bosque en vano, sin aprender a avanzar veloz por entre la espesura. Esto, más la mayor amplitud de sus zancadas hicieron que en breve recortara el terreno que la otra le aventajaba. Tanto era así que pronto estuvo en disponibilidad de alcanzarla. La joven, advertida, hizo uso de sus habilidades naturales para transformarse en lobo y recuperar la distancia perdida.
«También yo sé jugar a esto», pensó para sí Dyreah, pronunciando en su mente las dos palabras que obrarían su mágica alteración animal. De inmediato, un lince de oscuro y manchado pelaje volaba por la espesura y proseguía con la caza.
Fue la loba a dar un giro cerrado para intentar burlar a su perseguidora cuando ésta saltó y se abalanzó sobre su lomo, causando su derribo y que rodaran sobre la hierba en un amasijo de patas y pelo. Tras un forcejeo de suaves empujones y mordiscos simulados, ambas terminaron por recuperar su aspecto de mujer, pero sin cejar en su empeño por salir victoriosas en su inocente competición privada.
Para su asombro, Dyreah se encontró tumbada con la espalda en tierra con Ravnya sentada a horcajadas sobre ella, inmovilizándola brazos y piernas. Su cuerpo menudo atesoraba escondido un vigor impensado por la frágil y dulce apariencia que exhibía.
La mestiza se resistió ligeramente, mas aceptó la derrota a manos de su asilvestrada compañera. Ésta sonreía complacida. Una extraña chispa brillaba en sus ojos mientras se inclinaba sin soltar su presa.
—Yo gano —musitó con un deje de presunción en su voz—. Y quiero mi premio.
Acabó de tumbarse sobre ella y unió sus labios a los de la semielfa, en el primero de muchos y apasionados besos.
En esta ocasión, Dyreah no dudó.